Identidad cultural
La acuñación "identidad" fue puesta en boga
alrededor de 1950 por Erik Erikson. Formado en psicoanálisis, pero en contraste
con la visión sombría de su fundador, Erikson daba voz, en el marco de una
psicología evolutiva, a la ola de idealismo esperanzado que recorrió junto a
otras olas la inmediata posguerra, e intentó caracterizar los logros peculiares
de cada etapa de la vida.
A la adolescencia, señalaba Erikson, le
corresponde la formación de un proyecto de vida, de ideales de amistad, de amor
y solidaridad, proyectos e ideales que el joven siente como lo más íntimo suyo,
como el núcleo de su personalidad. A esta lealtad ideal, más pensada y sentida
que comprobada, Erikson la llamaba "identidad".
Esta noción de identidad,
estrictamente personal, mantiene relaciones difíciles y complejas con la noción
de identidad colectiva. En tanto que se estructura alrededor de la idea de una
lealtad, invita a ser pensada como un núcleo de agrupación de correligionarios.
Pero esta agrupación pensada y ensoñada implica, al mismo tiempo, un
distanciamiento con respecto a los órdenes sociales existentes.
IDENTIDAD Y PERTENENCIA
En realidad, la noción de identidad
podría deber su fortuna precisamente a una cierta indefinición que se remonta a
su olvidado origen en una psicología de la juventud: entre la identidad ideal
alimentada por lecturas y la identificación con grupos, unidades sociales
reales, que a su vez pueden representar una pertenencia efectiva —una trabazón
de lazos— o una imaginaria.
Pronto se desplazó la noción de
identidad. En una dirección llegó a coincidir con lo que en psicología social
solía llamarse el auto-estereotipo, esto es, la imagen que tienen de sí mismos
los integrantes de un grupo. En otra, más doctrinaria, la noción llegó a ser el
emblema de un supuesto muy difundido en los estudios antropológicos: el
supuesto de que a una comunidad le corresponde una determinada cultura, que a
su vez determinaría la identidad de sus integrantes. De la idea obvia de que a
una comunidad le pertenece un conjunto de múltiples actividades culturales, se
pasa a la tesis, o al sobrentendido, de que a cada comunidad le corresponde una
única y bien determinada cultura, es decir, se da por sentado que las
actividades culturales de la comunidad pueden ser identificadas de manera
unitaria, de modo que sus integrantes pudieran ser considerados como
pertenecientes a una comunidad, y con ello mismo, a una cultura.
A través de esta pertenencia tendría
su identidad.
Creo que hace falta señalar con
claridad las falacias de esta visión, que merece llamarse totalitaria por cuanto hace colapsar las nociones
de comunidad, cultura e identidad, y nos lleva hacia donde seguramente no
queremos ir.
En primer lugar, nuestras
pertenencias y nuestros lazos de solidaridad no implican una identificación
cualitativa. Entre hermanos suele haber un sentimiento muy vivo de sus
diferencias de carácter y de mentalidad; pueden adherir a corrientes de
pensamiento violentamente opuestas y sin embargo pueden seguir sintiéndose
estrechamente vinculados. El ser humano no pertenece a un solo grupo, sino a
varios simultáneamente, sin que haya uno que pueda absorber las lealtades
debidas a los otros. La pertenencia a una nación no coincide con nuestros lazos
de familia, de modo que la misma legislación nacional prevé el respeto por los
conflictos que puedan surgir entre ambas lealtades. Lo mismo se puede decir de
nuestras amistades, aunque la lealtad a éstas no goza de la misma protección
oficial.
Dentro de cada grupo, en particular
dentro de aquellos que no se forman por elección propia y que más justifican
que se hable de pertenencia, caben las mayores oposiciones culturales y
reclamos de tradiciones opuestas entre sí. El sentido de la pertenencia tiene
un eminente valor moral. Pero éste no implica la visión de los grupos a los
cuales pertenecemos como homogéneos.
Por cierto, nuestras adhesiones
culturales pueden a su vez originar agrupamientos, pero estas uniones no son
precisamente aquellas en las cuales se piensa cuando se habla de comunidades.
Hace falta notar con claridad que el culturalismo relativista, al confinar
todos los criterios evaluativos dentro de cada cultura=comunidad, niega las
diferencias y oposiciones cognitivas, morales y estéticas dentro de cada
comunidad, o, si las reconoce, supone que se trata de comunidades en
descomposición.
MORAL Y CULTURA
Se puede admitir, como hipótesis, que
lazos de comunidad afectivos y un sentido fuerte de pertenencia robustecen la
autonomía del individuo, pero entonces debemos aceptar también la consecuencia:
autonomía, es decir, capacidad de juicio propio, implica a su vez elaboraciones
culturales variadas y receptividad para influencias cognitivas, estéticas y
morales, vengan de donde vengan, y la vida comunitaria se verá tanto más
robusta cuanto más haya vida cultural vivieren, y esto quiere decir no la mera
conservación de patrones, sino el debate, la lucha en la cual la argumentación,
deliberativa y crítica, y la persuasión afectiva participan por igual.
La inclusión de lo moral en el debate
cultural, en la cultura concebida como un debate, plantea una cuestión difícil
y sustancial. Algunos autores, afines a la posición aquí defendida, protestan
contra la consideración de un código moral como un código cultural. El
pensamiento implicado es el siguiente: si concebimos la vida social como
confrontación y debate entre tradiciones e iniciativas culturales diferentes,
entonces debemos considerar el ámbito moral como aquel que permite precisamente
esta concordia discordante,
que es, por lo tanto, algo independiente de estas corrientes en pugna.
Sin embargo, no se puede desconocer
que una moral de la convivencia y de la fraternidad practicada requiere más que
una codificación; requiere el cultivo de la práctica misma y la dilucidación
discursiva de su complejidad interna, es decir, es ella misma una actividad
cultural que no está por encima de los enfrentamientos sociales y cívicos.
Desde luego, es de fundamental
importancia la existencia de una moral mínima ampliamente compartida, una moral
de la intersección de corrientes culturales diversas, pero la solidez de ésta
no deja de ser limitada, y en ninguna época ha estado libre de zozobra.
No podemos, por lo tanto, admitir una
moral independiente de la cultura. Lo que sucede es que un movimiento cultural
está destinado de antemano a convivir y a pelear con otros; esto es parte de su
cometido. La alteridad no le viene de afuera, como por accidente. La cultura
propone un estilo de convivencia con la alteridad, que puede ser la de una
cultura de la violencia, del amedrentamiento y del dominio, del aislamiento
defensivo, o del diálogo y de la lucha fraterna. La moral es de este modo ella
misma una propuesta cultural, lo que no está en contradicción con la
posibilidad de que sea la propuesta de búsqueda de un terreno común, de
intersección o encabalgamiento, aunque más que de un modus vivendi de culturas
fijadas nos gustaría hablar de movimientos culturales que no tienen por qué
estar ansiosos por su identidad.
La alteridad no está sólo en el otro.
El estilo de la relación con el otro depende más bien, como se ha señalado
acertadamente, de la manera como nos relacionamos con lo imprevisto en nosotros,
con lo que es extraño a nuestras pautas culturales más habituales. La cultura
no gira meramente alrededor de sí misma; ella es una manera de tratar con lo
que no es cultura en nosotros, con lo que aflora espontáneamente y es capaz de
hacerse eco de otras expresiones culturales.
Cabe pensar de este modo que los
canales de comunicación intersubjetiva, que es en algún grado también
intercultural (ya que no existen dos personas con idéntico fondo cultural), se
desarrollan a la par con los canales de comunicación intrapsíquica.
La elaboración de estos sistemas
"viales" y el ejercicio de la comunicación en ellos es quizás lo que
más propiamente puede reivindicar el nombre de cultura.
Pero, de todos modos, lo inhumano de
la cultura y de la lealtad únicas tienen que ser llamadas por su nombre. Hemos
callado durante demasiado tiempo.
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