lunes, 1 de abril de 2013


Rousseau y el Contrato  Social (I)

(A los 300 años de su nacimiento)


David De los Reyes



Jean Francois Millet (1842-1875),  Las espigadoras

“En el hombre, la voluntad habla incluso cuando calla la naturaleza”.
Rousseau

I.

En toda obra de Rousseau está inscrito un impulso de polémica y toma de posición ante su época. Y no menos contra los filósofos de las luces, a  quienes cataloga como “la pandilla holbachiana”. Ese aire  que respiramos en sus libros  anteriores no menos pasea por entre las líneas del Contrato Social (1762).  Es la obra de un moralista que incursiona en el campo de las instituciones civiles; de un pensador que no separa en absoluto la política de su condición moral: ambas van juntas. Rousseau, recordemos, a los ojos de Kant, fue un Newton del mundo de la moral. Se trata de estudiar a los hombres en la sociedad y a la vez estudiar la sociedad que los hombres han instaurado, sus pros y contras, su naturaleza, para proponer su concepción republicana de un estado de hombres libres porque han cumplido la ley establecida por la voluntad general del pueblo, y no libres por venir a establecer sus propias reglas personales contra el resto de la comunidad y la constitución legitimada. Rousseau avala que aquellos pensadores que intentan comprender la moral separada del espectro político, nunca han podido entender ni una ni otra. Como refiere la máxima del Emilio: “Hay que estudiar a la sociedad por los hombres y a los hombres por la sociedad: los que han querido tratar separadamente la política y la moral no  han entendido nunca ninguna de las dos”.


Jean Francois Millet (1842-1875), Primavera

II.
De entrada, el Contrato Social suscita varios interrogantes. ¿En ella hay una continuidad lógica de las obras que le anteceden? ¿Es totalmente partidario del Estado de naturaleza, como se podría deducir de alguna de las afirmaciones dadas en el Discurso sobre la Desigualdad? ¿O el estado civil tiene una supremacía sobre aquel estado natural, como nos lo da a entender ahora en Contrato? ¿Encontramos la afirmación del individuo, dueño de su conciencia, para dar origen al Estado a partir del concierto de las voluntades o estamos antes un comunismo avangarde, que vendría a anular cualquier beneficio e interés particular tomado de la comunidad social? Y una última cuestión que ha suscitado apasionadas polémicas ¿Cómo se puede hacer compatible la propuesta de una religión civil presente en esa obra respecto a la religión espontánea que pronuncia en la Profesión de fe del Vicario saboyano? Estas son algunas de las interrogantes que se despiertan al momento de la lectura de una obra de tan larga discusión e influencia para la modernidad occidental, no dejando de lado su presencia e importancia en la gesta emancipadora del continente americano desde el momento de su aparición.


Jean Francois Millet (1842-1875), De pie Spinner

III.
Comencemos por lo ético del texto. La virtud ética rousseauniana reside en la acción, a la vez desinteresada y orientada, no del interés particular y egoísta, sino al bien común y a la universalidad reinante y presente en las leyes dadas por la voluntad general; la acción ética no sólo está dirigida a lo que me beneficia a mí particularmente,  sino también a lo que beneficia a todos mis semejantes. La virtud humana en la modernidad está destinada, por esta visión rousseauniana,  hacia un actuar desinteresadamente, de forma cooperativa y de manera universal; dos condiciones que  serán retomadas por la concepción kantiana  esgrimida en la Crítica de la Razón Práctica. (1788). Y su alcance llega a la construcción de la Declaración de los Derechos del Hombre, conjunto de observaciones que establecen una importante significación para toda reflexión en torno a la moral  moderna. Todos tenemos la posibilidad de actuar de manera interesada, particular, egoísta, pero ello nos aleja de la condición humana civil; sólo el factor del desinterés y altruismo inscrito en mi voluntad proclamará la condición de la libertad, en el sentido de comprenderla en función de separarnos y distanciarnos de nuestro determinismo animal y aceptar la capacidad de tener consciencia de la acción de mi voluntad humana al pertenecer a una sociedad de hombres libres; los individuos no determinados, en su relación con los otros, sólo actúan por su instinto, deseo y fuerza animal individual.
Resistir a las tentaciones  es la capacidad para poseer una buena voluntad universal, proponiendo una moral auténtica en la medida en que me hago autónomo de mí, gracias al  perfeccionamiento de mi individualidad que aspira a la demostración de obrar para conformar el bien del conjunto y no únicamente mi satisfacción personal.  Rousseau lo que nos planteó es la importancia de la conciencia y la opción que tenemos los humanos de salir del determinismo animal o natural, y contraponerle normas morales que nos ayuden a obtener una perfección en dos instancias: una interna, por medio de la conciencia, y otra externa, fundada en la acción que recae en nuestras relaciones con las cosas y los hombres.

Jean Francois Millet (1842-1875), Descanso al mediodía

IV. 
Algunos aspectos de la obra en el momento de su aparición 1762 será para Rousseau un año que lo consagraría como crítico de la sociedad moderna pero también un año que determinará su vida en relación a esa sociedad debido al rechazo que encontrará a  dos de sus obras principales dentro de su producción: el  Emilio  y el Contrato Social.
Tan sólo estos libros mostrados y puestos en venta sobre las vitrinas de las librerías parisinas serán leídos y rechazados con pasión de forma inmediata.  El autor sufrirá la condena del arzobispo de París y sus libros mandados al Index del Vaticano. La universidad de la  Sorbona lo censura. Políticos y magistrados de Suiza: Berna, Neuchatel  y Ginebra lo anatematizan. Los filósofos ilustrados unos se burlan, otros rechazan sus propuestas educativas y políticas.
Rousseau se queda sólo; su persona ahora salta cualquier margen de calificación posible.  Para la posteridad ejercerá atracción en los hombres poderosos y, por otra parte, surgirá toda una permanente recurrencia de estudiosos a su obra hasta el día de hoy. Ello ha dado pie para forjar una  situación particular, que pareciera imposible ponerse de acuerdo para interpretar sistemáticamente su pensamiento; he ahí su riqueza, sus contradicciones, sus complejidades y su originalidad. Pareciera que cada vez que se adentrara a tocar un tema no estará exenta de contradicciones al ser colocada frente al conjunto de su obra.
Así fue ya antes con los dos Discursos, momento en que se inicia su celebridad y su maldición, como el mismo ha referido el hecho, pues el haber  escrito sus pensamientos y publicarlos comenzaría en su vida la intranquilidad, la persecución, la crítica, el rechazo y el desequilibrio psíquico y emocional. En los Discursos nos encontramos, como hemos señalado en artículos anteriores en este blog[1], exponer una crítica a la civilización occidental de entonces, manifestando su antítesis a  Voltaire, al considerar al bárbaro  del norte europeo o al salvaje americano, superior al hombre civilizado; opondrá la cultura  ciudadana de Esparta a la de Atenas; los romanos son interpretados en función de su degeneración, situación surgida, para él, por el contacto y el aprendizaje de la filosofía y la ciencia griega. No observa bien ni apoya  la propuesta de los filósofos ilustrados que persiguen presentar de forma comprensiva la ciencia y las artes útiles a las mayorías. Rousseau considera que “introducir en su santuario a un populacho indigno de aproximarse a ellas” (las ciencias y las artes), no lo hará más justo y virtuoso.


Jean Francois Millet (1842-1875), El Angelus

V.
Del hombre natural
En su obra hay un recorrido reflexivo e hipotético por comparar al hombre civilizado (estado social),  con el hombre natural (del estado natural), donde la fuente de nuestras desgracias y miserias se presentan por el presunto perfeccionamiento que se nos exige socialmente.  Comparará con el dios Glauco la condición del hombre social, el cual por su adicción a las maneras de la civilización mantiene oculta su verdadera naturaleza bajo los sedimentos y musgos que lo cubren. En el fondo pareciera que se nos propone un trabajo no de perfección, pues ello ha sido antes puesto en el altar de la crítica, sino de eliminación de nuestras capas culturales, de purificación del alma: de distinguir la artificialidad social separando lo originario y natural que habita dentro de cada uno de nosotros. Es una purificación que apunta a la clarificación de nuestra condición de ser, una transparencia opacada por todas las absorciones que hemos adquirido por la manta de la cultura, es decir, de las ciencias y las artes, de la política y de la religión aceptadas. Busca mostrar cómo sería el estado de un individuo que obre por principios ciertos e invariables, del hombre natural, propios de aquel ser humano antes de la caída y del pecado (descrito por Malebranche y la escuela de Port Royal: pensador que fue uno de sus primeros forjadores de su gusto por la reflexión filosófica; Confesiones, lib. IV).
Esta purificación busca un equilibrio en el hombre entre la necesidad y la satisfacción. Hobbes encontró que la avidez, la vanidad u orgullo serían las pasiones propias de cualquier estado civil, y  ello es erróneo para el ensoñador Rousseau.  Este   saca de la manga la carta  que habita en su imaginación: al hombre idealizado de la naturaleza, aquel primitivo que vivió solo en el bosque, exento de enfermedades, sin ningún instinto  especial, que imita a los animales salvajes, adquiriendo fuerza, agilidad, agudeza sensitiva para enfrentar cualquier ataque y defensa; indiferente al conocimiento de la naturaleza por su uniformidad, sin necesidad de inventar instrumentos ni el desarrollo del entendimiento o de alguna industria que lo separara de su condición de sobrevivencia natural. Que, como veremos, pretenderá restaurar mediante el sistema político propuesto en su Contrato Social.
Respecto a la postura del hombre natural en Aristóteles y en los estoicos podemos observar que la propuesta del ginebrino describe un hombre natural que no tiene ninguna vocación para la vida social o civil. Esto hace que la interpretación del derecho natural sea distinta a la que está presente en su entorno teórico epocal,  pues el estado de naturaleza mostraba para los iusnaturalistas  las condiciones elementales y constantes para desarrollar toda legislación positiva. Rousseau, contrario a Voltaire, intentará presentar una visión histórica del hombre; en la historia hay una etapa  pre-social. Se cuida de dirigirse al mito de una edad de oro, del hombre antes de la caída fuera del paraíso. Quiere proceder, cual físico, estableciendo una hipótesis de trabajo sobre la formación de los mundos humanos, y no para trazar su historia sino comprender y mostrar su naturaleza. Se funda como un axioma de la mecánica celeste;  en una posible descripción no presente en ningún documento. Escarba en su propio sentimiento e imaginación el devenir histórico posible de las condiciones que dieron la aparición de la vida humana. Asevera que el hombre de una época no es el mismo que el de otra; el género humano de una edad difiera de otra. Sus pasiones y su alma adquieren otros tintes y conformación; cambian a su naturaleza, llegando a desvanecer en él lo que tiene de originario, ofreciendo a los ojos de los investigadores un hombre artificial y dominado por pasiones  ficticias; emergen nuevas relaciones que son producto de una convención,  separándose de su prístina condición natural.
El hombre natural se relaciona con cosas, modelándose su ser en función a la constante y la estabilidad del uso y atracción de tales cosas. Puede apartarse, por ser un agente libre, del instinto y de la regla de la naturaleza, pero separándose del concurso de causas extrañas que podrían no haberse dado jamás. Por tener que vivir en situaciones extremas (invierno, hambre, soledad, etc), es llevado a asociarse con otros semejantes. De ahí nace el Estado Salvaje o semi-social, que difiere del Estado Natural, sin ser aún el Estado Civil del Contrato Social.
El estado salvaje o semi-social consiste en uniones pasajeras de grupos de caza, o llevado por catástrofes naturales (terremotos, inundaciones, etc). El hombre conoce entonces la ventaja de vivir en grupo, pero  ello cambia también sus costumbres naturales, apareciendo la envidia, la discordia, la vanidad y el desprecio; situación que sigue siendo un estado sin ley, donde el miedo a la venganza o el dominio del otro será el motivo de su cautela o riesgo. Tal estado salvaje pareciera ser el mejor prevista contra las revoluciones y del que no debió salir nunca.

Jean Francois Millet (1842-1875), Descanso de los cosechadores

VI.
El hombre civil
El estado social comienza por la aparición de un sentimiento de industria y de previsibilidades mediante el trabajo, la apropiación de tierras para el cultivo. Ello en su devenir constituirá una desigualdad en expansión, debido al principio de la fuerza y la habilidad, originando una sociedad de poseedores y de desposeídos, de ricos y pobres; pero dando pie a que a la par de los poseedores aparecieran una multitud de ladrones, instituyendo una serie de reglas y normas a beneficio de los poderosos, dando la ley una nueva fuerza a estos, arrancando toda libertad natural e introduciendo la propiedad y la desigualdad.
De aquí arranca la condena contra la maldad del hombre rousseauniana que, a diferencia de Hobbes que lo considera malo por naturaleza, nuestro autor lo piensa bueno por naturaleza, llegando a ser pervertido por los cambios sobrevenidos a su constitución, por los progresos y conocimientos que ha obtenido. Todo ello lo entiende como una degradación de ese estado de bondad originario. Esta afirmación alentará la directriz y  sentido de la vida del pensador, llevándolo a un ansia de soledad permanente, a la búsqueda de una vida simple, alejada de los lujos de los salones parisinos, de la amistad condicionada por el interés, y un alerta contra todos los convencionalismos, prejuicios y odios que le circundaran. Su terapia filosófica se centra en una búsqueda y esfuerzo permanente para residir en un estado personal, individual de bondad, inocencia y pureza contra la depravación y artificialidad  social de esta media modernidad occidental.
Rousseau se enfrentará a unas cinco posturas propias de su época y que se daban cita en la Enciclopedia respecto al origen de la sociedad.  La de su origen en la voluntad de Dios, originando la postura familiar y patriarcal de toda sociedad; otra la del instinto natural de sociabilidad o simpatía; una mas en el interés personal reflexivo y la última basada en el contrato (sea este un pacto originario en el acuerdo entre un rey y un pueblo, que precede a toda monarquía). Todas estas teorías serán criticadas por Rousseau. Está consciente que el origen de la sociedad no es un acto divino, ni la religión un motivo, sino consecuencia de su aparición y una de las formas del mantenimiento de la cohesión social; encuentra que las masas sólo tendrán dioses insensatos como ella y las instituciones de la religión son proclives a instigar más matanzas que concordia y paz, a nombre de un dios perfecto. La familia, para él, es una institución totalmente diferente a una sociedad política, pues los deberes paternos son dictados por sentimientos. A diferencia de una sociedad política dirigida por un jefe, donde no tiene mayor interés por la felicidad de los particulares y va en busca del suyo, procurando la miseria en los demás. Es por lo que llega a la conclusión de que el instinto de sociabilidad realmente no existe como programa natural;  emerge por la necesidad que tienen los hombres de la asistencia de los otros, de ahí que se asocie con los demás. Tampoco la razón nos lleva, estando en un estado de independencia, a establecer un lazo social que conduzca al bien común como elemento constitutivo de nuestro propio interés. En el orden natural encontramos que el interés individual poco o nada se enlaza con un bien general, encontraríamos que las leyes sociales posteriores vendrán a ser un yugo que imponen un grupo contra el resto, apartándonos de nosotros mismos y convirtiéndonos en esclavos, y en el mejor de los casos, en súbditos o sirvientes sometidos al mandato impuesto. Y esto nos muestra que está contra el pacto establecido de forma unilateral, pues lo considera inválido; todo contrato que obliga a una de las partes vendrá a enajenar mi libertad y a mis descendientes de forma total. Entonces, ¿qué vendrá a proponer Rousseau en su contrato social que lo hace distinto del resto de los contractualistas? ¿Cuál fue su originalidad y diferencia? Es lo que vamos a tocar ahora.

Jean Francois Millet (1842-1875),  Viñador descansando
VII.

Del Contrato Social (CS)

En el CS se aparta del hipotético hombre natural, del hombre salvaje y se centra en la mejor forma de organización y naturaleza del ejercicio del poder político de un estado que considera, de antemano, la necesidad de mantener cierto grado de libertad en el hombre asociado con sus semejantes.  El estado social es necesario porque el hombre no puede prescindir de la ayuda de los demás hombres; ha dejado de ser un estado natural, ahora las costumbres en comunidad se convierten en convenciones que procuran la sobrevivencia y la concordia entre sus participantes.  Y el interés será en conocer cómo se llega a construir y encontrar las convenciones que produzca ventajas, estimulo y cooperación para el estado social sin prescindir, del todo, algunas de las vividas en el estado de naturaleza.
En ello se basará el Contrato Social o Principios del derecho político. Esta obra prosigue y completa lo que  había dejado entrever ya antes en su Discurso sobre la desigualdad, aunque en esta obra  enunciaba que el estado social  destruía todas las cualidades del hombre en estado de natural. En el Contrato  se da la tarea de hilvanar las características, las partes, su naturaleza que procure  conservar sus condiciones naturales. Como esta obra está escrita casi en paralelo al Emilio, encontraremos en ella  una contraposición análoga al mal sistema de educación y los principios que proclama contra tal deformación artificial del hombre ante su condición natural, prístina u originaria que habita en él: la bondad y su pureza vista como algo intrínseco en su condición; recordemos que a los ojos de este naturalista ginebrino el hombre no es malo por naturaleza sino bueno al momento de su nacimiento y que el roce y el artificio, su necesidad de asociarse y de aceptar posturas y reglas externas a sus necesidades vitales, las cuales vienen a destruir y perturbar a tal sentimiento  de manera infausta.
El CS y el Emilio están así estrechamente unidos. El Emilio de Rousseau no es un individuo que debe permanecer aislado y en permanente soledad para su goce y desarrollo personal; debe volver y vivir en sociedad, pero para ello se debe establecer un sistema de educación  que le permita guardar cierto grado de su inocencia y virtudes del estado natural: la innata bondad humana que define a todo hombre de forma universal. Por otra parte el CS intenta superar una carencia de organización política.  Pues si todo hombre debe asociarse para llevar su vida de manera menos dura y más feliz, deberá buscarse una asociación  que conserve en el individuo la igualdad y libertad que en estado natural se poseía. El Emilio y el CS son haz y envés de una misma preocupación: la integridad y la sustentación del bien por la formación y la convivencia de mantener en nosotros ese sentimiento natural de nacer libre. También  de sostener una forma de organización social que sea igual a todos. Irá contra los distintos motivos de toda sociedad mal conformada y de manera unilateral, sea monárquica, dictatorial y discriminatoria; ello vendrá al individuo ha sustraerlo de gozarse   de forma particular pero sin separar su atención de la sociedad basada en una disposición a defender esos aspectos intrínsecos y dados por naturaleza en el hombre.
Como dijimos antes, encontramos que en el estado de naturaleza el hombre nada más tiene que vérselas con las cosas.  Y eso es lo que nos describe las relaciones que nos presente el Emilio.  Tal relación entre el hombre y las cosas no perjudica su libertad. ¿Cómo traspasar esa situación ventajosa en el estado civil? La solución que encuentra nuestro pensador esta en procurar sustituir la ley en el hombre y armar las voluntades generales de una fuerza real, superior a la acción de la voluntad particular. Para ello tendrá que aceptarse una inflexibilidad en las leyes del hombre del mismo modo que las que encontramos en ese interés humano particular corrompiese o cambiase jamás; ello procuraría que la dependencia de los hombres sustituiría de este modo a la de las cosas; esto proveerá la organización política de una república, la cual donará más ventajas que incordios a los ciudadanos; otorgará todas las ventajas de un estado de naturaleza a las del estado civil; situación que prevé  juntar la libertad propia de un hombre que está exento de vicios, elevándolo moralmente hasta alcanzar la virtud. En el Emilio el pedagogo viene a establecer que su alumno no se vea obligado  a instruirse por la fuerza de las cosas, ni a obedecer por verse obligado a ello análogamente a cómo la naturaleza le impone el acto de su conservación individual: velar por el derecho a la  vida como principio primordial.    Y esto es lo que guiará el sentido de la ley del hombre social.  Esto le da la convicción de encontrar el secreto de poder superar a una sociedad  que vendría a suprimir las relaciones directas, meramente emocionales, carnales entre los individuos al reducir los conflictos, pasiones y arbitrariedades surgidos en él al ser sustituidos por una relación común  con una ley que será impersonal, fija, inquebrantable y universal como una cosa igual para todos.
La voluntad general  comprende que cada individuo posee un entendimiento en que produce un acto puro donde razona, en silencio y en su consciencia, de forma desprendida de toda pasión; reflexión que es siempre buena donde jamás ha engañado ni engañará y ella, esa voluntad general que posee cada individuo, debe ayudar y desprender en su acto a fijar los límites de todos los deberes.  La voluntad general debe siempre, haciendo abstracción de todos los intereses de las voluntades particulares, seguir el interés común. Si sigue esta condición será siempre recta y restará de sí cualquier error a seguir. Así apartaremos la voluntad particular lo que lleva a destruirse entre ellas, obteniendo como suma de tales diferencias particulares superadas y supeditadas  a la voluntad general.
Es la voluntad general lo que  para Rousseau hace previsible  que se restablezca la igualdad entre los hombres; una voluntad general como voz celestial que le dicta desde su propia conciencia particular los preceptos de la razón pública a seguir (CS, libro II). Ello hace la diferencia entre Rousseau y los contractualistas, pues pareciera prescindir para el bien común la búsqueda de un contrato previo. Más que un contrato debe aparecer primeramente  una voluntad general presente en cada individuo de manera que de forma desprendida y  pura se lleve a cabo el establecimiento de la ley universal. 
La idea de la voluntad general no surge únicamente por el juego del egoísmo reflexivo; la eficacia y actividad de la voluntad general requerirá de un pacto social, entonces,  de la teoría del contrato para su establecimiento.  En el libro II del CS encontramos que bien sabemos que sin intereses individuales, particulares, diferentes apenas o nunca, se pudiera advertir un interés común; todo funcionaria por su propio movimiento y la política dejaría de ser un arte. Para que surja de forma libre la voluntad general  basta, pues, apartar los obstáculos del egoísmo, como para la vida religiosa la gracia aparecería cuando se quita del medio la propia voluntad. El contrato para el entendimiento de Rousseau, debe aplazar  estos obstáculos.  Es diferente su postura al contrato de  Locke y del resto de los enciclopedistas pues ellos vienen a reforzar lo que ya pre existe en la naturaleza. Tampoco es un simple contrato ordinario,  donde las voluntades de los contratantes se afirman, al limitarse y determinarse. Llegamos de esta manera a la única cláusula  del contrato rousseauniano (libro I, cap V), la cual exige la enajenación total de cada asociado  con todos sus derechos en pro de la comunidad.  No es la enajenación a un ser ya existente, es decir, un dueño o un déspota, un dictador o un tirano; la voluntad general tiene un pro por el cual se hace; no debajo de otro individuo ponemos, si acaso, nuestra cerviz sino ponemos  nuestra persona y poder bajo  la dirección suprema de la voluntad general expresada en las leyes. Esto hace que se eliminen todos los obstáculos que puedan surgir de las voluntades particulares, llegando a crear el cuerpo social y les da una dirección unívoca, un yo social fijo.
Tal acto de renunciamiento a nuestras particularidades y deseos de esta voluntad egoísta viene  a ser una verdadera conversión: lo que en primera instancia pareciera ser una total pérdida por todo lo que se nos ha quitado resulta, a la postre, que con ello todo se nos ha dado: nace con ello, de forma viva y efectiva, la vida social, el derecho y la moralidad. Como bien se ha dicho hasta la saciedad: no hay derecho ni moral si no existen reglas universales; pero no  hay regla universal donde no encontramos una voluntad general, es decir, una instancia que cada uno de nosotros posee antes del contrato, cuando cada uno seguía su propia voluntad e interés particular. Se nos exige que renunciemos a nuestro ser sensible para afirmarnos como ser social y racional. Este concepto de voluntad general es más que un concepto, es un elemento insustituible para llevar a cabo el ejercicio político y la construcción de una sociedad libre e igual. Sin ese aditivo social no estaremos superando nuestra condición animal y poder entrar al reino de las leyes o reglas universales de la sociedad.

Jean Francois Millet (1842-1875), Pastora


VIII
Acallar el egoísmo. Rousseau seguidor de Fabri y Calvino
El problema que encuentra es ¿cómo llegar acallar  el egoísmo tras solemne contrato sin tener previamente fijado el sentimiento de su deber y de sus derechos?
Para responder esta cuestión debemos entrar en los tres últimos capítulos del C.S., los cuales están destinados a mostrar cómo la voluntad general se muestra como una realidad práctica en la sociedad política de un Estado. Para la mirada solitaria del paseante Rousseau el soberano y los súbditos constituyen una unidad: el pueblo. Será lo que denomine el cuerpo de ciudadanos que  estarán integrados por  legisladores cuando se toman en su conjunto y como ciudadano al ser reconocidos de forma particular. Esta es la condición para establecer una democracia en su condición absoluta. Esta no será la democracia antigua, alimentadas de asambleas tumultuosas cuyos componentes no actuaban a partir de su propia conciencia sino por los dictámenes e influencias referidos y nombrados por terceros, por determinados voceros o dirigentes de las facciones políticas en pugna. Rousseau, si bien su obra está influenciada por la intensa lectura de los antiguos, y  por los modelos de Esparta y de Roma, su inspiración tiene una fuerte dosis de democracia a la ginebrina, como nos lo ha hecho saber la dedicatoria a la ciudad de Ginebra que aparece en el Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres. Una democracia  donde se erige en torno a referendos y plebiscitos, en que cada uno decide a partir de su propia conciencia, silenciando todo tumulto pasional inducido sobre las leyes propuestas por grupos políticos, minoritarios o por los magistrados de turno.
No  apuesta por los grandes estados;  su  propuesta prefiere las pequeñas dimensiones, pareciera reconocerse en él un eco de las ciudades-estado helénicas, lo cual es cierto, pero con el elemento de que deben constituir una confederación de ciudades o pequeños estados para la defensa ante cualquier ataque que busque usurpar su soberanía: se trata de dividir el territorio autónomo en pequeñas repúblicas que se comportarán como una confederación: todas en defensa de una y cada una en resguardo de todas. Su modelo político es fiel reflejo de la confederación que tiene su país natal, Suiza
El estado de Ginebra, desde su fundación, alberga ese espíritu de autonomía republicana;  fundada el 13 de mayo de 1387 por un príncipe-obispo: Antonio Fabri, quien advirtió y enfatizó que la soberanía del pueblo, en materia de leyes y decisiones públicas, era inalienable e imprescindible, es decir, funge de legislador. Toda confederación tiene el deber y el empeño en estrechar los vínculos entre sus integrantes con el fin de mantener la sobrevivencia independiente y libre, bajo la mirada escrutadora del pueblo ante el desempeño de la cosa pública; un sano  sentimiento patriótico alimenta tal propuesta en su base.
Esto lo decimos como un elemento a tener en cuenta al desempeño y existencia de lo que este pensador  llama por voluntad general, que no es ni puramente convencional y actúa de forma arbitraria ante el devenir de un Estado. Lo bueno general o el interés público está dispuesta a un orden que emerge por la naturaleza o esencia de las cosas y debe mostrarse independiente de las convenciones humanas. Tal  voluntad general  es un dictamen de todos  los miembros que aquí es considerada siempre como recta y sabia. Pero Rousseau hace una advertencia, no atribuye a la totalidad del pueblo, en tanto multitud ciega,  las luces imprescindibles que hace una ley buena de por sí. Estas deben responder a un legislador, a un hombre excepcional que no es magistrado o soberano, ni tiene el derecho legislativo en sus manos, sino es el que es capaz de interpretar el espíritu  de la voluntad general, presentándolas en la redacción de las leyes que deben, inmediatamente después de su discusión y aclaración de su conveniencia general, ser sometidas a votación ante el pueblo. Este hombre excepcional estaba presente ya en Juan Calvino, al escribir Institución de la Religión Cristiana[2]donde encontramos que al  comprender  al movimiento protestante de un cuerpo político que permitiese a su espíritu religioso  sobrevivir a las tempestades que se avecinan con las nacientes ideas políticas traídas por las nuevas interpretaciones de los humanistas y de los autores de la modernidad temprana, adaptando los principios bíblicos a esta nueva percepción de las teorías de la estructura del Estado. Calvino juntó el derecho adquirido en sus años de estudios en París con la teología judeocristiana. El resultado es modelar un Dios dotado de soberanía absoluta  y que no recrimina la responsabilidad  del hombre por el uso de su razón y libertad ante él. La ley divina establece el orden natural; dios será el creador del derecho para el bienestar humano y está presente en el orden natural para acrecentar la felicidad del hombre. Los conceptos de la ley natural están inscritos en el ser divino mismo.
La reflexión de la ley natural y del contrato de Calvino nos lleva a comprender su influencia en Rousseau (además de estar presente en Hobbes y Locke).  Pues esta  necesidad del contrato surge de la caída del hombre al ser expulsados del paraíso, donde el derecho natural se olvida y se corrompe, siendo causa de disputas, discordias y del mal entre los hombres. Con la caída,  vuelto a ser corrupto física y espiritualmente, se guiará por las pasiones causadas por el olvido  de la obediencia de la ley natural. Las consumación de sus pasiones ahora lo guían a lo que dictamina como felicidad, sin tener en cuenta que su felicidad no será nunca alcanzada así, pues es en el actuar acorde con  la ley natural que vendrá a ser feliz, según, por supuesto, la postura de Calvino y que en ello lo apoyará la concepción de Rousseau y su búsqueda del ser del hombre natural.  En Calvino se presenta a dios como el Hacedor omnipotente e infinitamente sabio; en el Rousseau del C.S. este Hacedor es mezclado con la historia y el Estado social, y será suplantado por el Legislador que dará las leyes  para ser refrendadas o rechazados por la voluntad general. Como se nos presenta la persona de Rousseau al hacerse  un legislador en sus tratados sobre la consideración para los gobiernos de Córcega y Polonia.
La idea de contrato en Calvino viene de la idea de Alianza (en hebreo berit), que encontramos en los pactos entre los pueblos semitas de Oriente entre los soberanos (monarcas), y los simples particulares; hecho bien conocido entre las leyendas bíblicas entre dios y el pueblo de Israel (Ex, 19,4-6), donde se afirma que si el hombre se mantiene fiel a la alianza tendrá la reciprocidad divina para con ellos también. Este es, posiblemente, el elemento central del pensamiento político del reformador, donde los gobernantes y gobernados están en alianza gracias a un pacto social, que a su vez sumará como una obligación a los ojos de Dios para tratarse uno y otro con equidad y justicia. Tal visión es trasmitida en la construcción rousseauniana del Contrato Social, junto a la idea antes expuesta de la ley divina en relación a la acción y realidad de la voluntad general, la cual será reconocida como la voz de la verdad absoluta (pero histórica) del pueblo. Esto se traducirá en un orden en la vida pública y particular donde se defiende la paz y tranquilidad común, donde se podrá conservar la propiedad y se frenen los desórdenes y la corrupción de los miembros del estado y de los entes comerciales[3].
Pero se desconfía de la  buena voluntad particular que aparece en de esa unión como una cultura política del legislador y la supuesta recta voluntad del pueblo.  Hobbes en De Cive (cap. 12), afirmaba que las leyes se hacen para Tito y Casio y no para el cuerpo del Estado. Esa advertencia es modelada por Rousseau al pensar lo contrario pues la ley emanada del soberano como cuerpo civil no puede aplicarse sino a todos los individuos que pertenecen a dicho cuerpo político. La medida de ejecutar las leyes deben estar por encima de todo individuo; cuando se refieren a los individuos en tanto decretos dados por el gobierno ya no son leyes y no emanan del cuerpo político legislativo que es el soberano: el pueblo y su expresión en tanto voluntad general.
Rousseau no pretende restaurar con su concepción a las teorías de Montesquieu y su división de los poderes. Va más allá de un monarca soberano constitucional. En este los poderes legislativo y ejecutivo no sólo son distintos sino independientes. En Rousseau son distintos pero no independientes pues para él todo gobierno sea el que sea (democrático, monárquico o aristocrático) sólo existe porque los instituye el pueblo. Tal dependencia ofrece dificultades. No habría mayor problema si  de esa voluntad general (como la voluntad del Hacedor omnipotente de Calvino, o la voluntad del orden de Dios de Malebranche, etc.), fuese la maquinaria cívica  que determinara todos los eventos, matices y detalles por la consideración de ese orden universal para todo y todos. Como no es así Rousseau da dos opciones para dar cierta solución a tan presente y constante situación por parte de la voluntad del  gobierno  al oponerse a la voluntad general: equilibrio de poderes, como en los tiempos antiguos helénicos, de una Asamblea nacional y la absorción del ejecutivo por el legislativo, como lo fue en la época de la Convención  de la Revolución Francesa (Institución principal de la Primera República Francesa 1792-95).
Pareciera que Rousseau, en materia política y de gobierno, querrá  eliminar del Estado toda presencia de individuo (elegido, excepcional, dictador, tirano, corazón de la patria, padresito staliniano, caudillo por la gracia de dios, o heredero por la muerte del dictador, etc.: esas figuras que parecieran retornar como hongos que pudren al cuerpo político de todo estado en general).  Sólo permite una individualidad en la figura del legislador y en el gobierno pero obedeciendo el mandato del soberano y de la constitución; no es una república dirigida por hombres sino por leyes. Rousseau está consciente de ello y no ve manera que lo anule. Y es  aquí donde el autor presenta también  otro de los elementos de todo estado,  el aspecto religioso, como lo notamos en el Contrato Social a través de una religión civil (IV, 8). Pero este será el tema de la próxima entrega en el mes de mayo.


Notas

[1] Ver el blog Filosofía Clínicawww.filosofíaclinicaucv.blogspot.com, desde el mes de septiembre  del 2012 al 2013.
[2] Calvino Juan, 1936:   Institución de la Religión Cristiana, trad. del latín por Jacinto Terán, Imprenta Metodista. B.A.
[3] Calvino, 1936: 338-39.



Bibliografía:

Calvino J. 1936:   Institución de la Religión Cristiana, trad. del latín por Jacinto Terán, Imprenta Metodista. B.A
Rousseau, Ouvres completes, 5 vol. La Pléiade. Paris.


SIMÓN BOLÍVAR 
Y PONTE

Carlos Marx

 (artículo escrito en 1858)

Texto Clásico



Carlos Marx y Federico Engels en familia


BOLÍVAR Y PONTE, Simón, el "Libertador" de Colombia, nació el 24 de julio de 1783 en Caracas y murió en San Pedro, cerca de Santa Marta, el 17 de diciembre de 1830. Descendía de una de las familias mantuanas, que en la época de la dominación española constituían la nobleza criolla en Venezuela. Con arreglo a la costumbre de los americanos acaudalados de la época, se le envió Europa a la temprana edad de 14 años. De España pasó Francia y residió por espacio de algunos años en París. En 1802 se casó en Madrid y regresó a Venezuela, donde su esposa falleció repentinamente de fiebre amarilla. Luego de este suceso se trasladó por segunda vez a Europa y asistió en 1804 a la coronación de Napoleón como emperador, hallándose presente, asimismo, cuando Bonaparte se ciñó la corona de hierro de Lombardía. En 1809 volvió a su patria y, pese a las instancias de su primo José Félix Ribas, rehusó adherirse a la revolución que estalló en Caracas el 19 de abril de 1810. Pero, con posterioridad a ese acontecimiento, aceptó la misión de ir a Londres para comprar armas y gestionar la protección del gobierno británico. El marqués de Wellesley, a la sazón ministro de relaciones exteriores, en apariencia le dio buena acogida. pero Bolívar no obtuvo más que la autorización de exportar armas abonándolas al contado y pagando fuertes derechos. A su regreso de Londres se retiró a la vida privada, nuevamente, hasta que en setiembre de 1811 el general Miranda, por entonces comandante en jefe de las fuerzas rectas de mar y tierra, lo persuadió de que aceptara el rango de teniente coronel en el estado mayor y el mando de Puerto Cabello, la principal plaza fuerte de Venezuela.
Cuando los prisioneros de guerra españoles, que Miranda enviaba regularmente a Puerto Cabello para mantenerlos encerrados en la ciudadela, lograron atacar por sorpresa la guardia y la dominaron, apoderándose de la ciudadela, Bolívar, aunque los españoles estaban desarmados, mientras que él disponía de una fuerte guarnición y de un gran arsenal, se embarcó precipitadamente por la noche con ocho de sus oficiales, sin poner al tanto de lo ocurría ni a sus propias tropas, arribó al amanecer a Guaira y se retiró a su hacienda de San Mateo. Cuando la guarnición se enteró de la huida de su comandante, abandonó en buen orden la plaza, a la que ocupa de inmediato los españoles al mando de Monteverde. Este acontecimiento inclinó la balanza a favor de España y forzó a Miranda a suscribir, el 26 de julio de 1812, por encargo del congreso, el tratado de La Victoria, que sometió nuevamente a Venezuela al dominio español. El 30 de julio llegó Miranda a La Guaira, con la intención embarcarse en una nave inglesa. Mientras visitaba al coronel Manuel María Casas, comandante de la plaza, se encontró con un grupo numeroso, en el que se contaban don Miguel Peña y Simón Bolívar, que lo convencieron de que se quedara, por lo menos una noche, en la residencia de Casas. A las dos de la madrugada, encontrándose Miranda profundamente dormido, Casas, Peña y Bolívar se introdujeron en su habitación con cuatro soldados armados, se apoderaron precavidamente de su espada y su pistola, lo despertaron y con rudeza le ordenaron que se levantara y vistiera, tras lo cual lo engrillaron y entregaron a Monteverde. El jefe español lo remitió a Cádiz, donde Miranda, encadenado, murió después de varios años de cautiverio. Ese acto, para cuya justificación se recurrió al pretexto de que Miranda había traicionado a su país la capitulación de La Victoria, valió a Bolívar el especial favor de Monteverde, a tal punto que cuando el primero le solicitó su pasaporte, el jefe español declaró: "Debe satisfacerse el pedido del coronel Bolívar, como recompensa al servicio prestado al rey de España con la entrega de Miranda".
Se autorizó así a Bolívar a que se embarcara con destino a Curazao, donde permaneció seis semanas. En compañía de su primo Ribas se trasladó luego a la pequeña república de Cartagena. Ya antes de su arribo habían huido a Cartagena gran cantidad de soldados, ex combatientes a las órdenes del general Miranda. Ribas les propuso emprender una expedición contra los españoles en Venezuela y reconocer a Bolívar como comandante en jefe. La primera propuesta recibió una acogida entusiasta; la segunda fue resistida, aunque finalmente accedieron, a condición de que Ribas fuera el lugarteniente de Bolívar. Manuel Rodríguez Torices, el presidente de la república de Cartagena, agregó a los 300 soldados así reclutados para Bolívar otros 500 hombres al mando de su primo Manuel Castillo. La expedición partió a comienzos de enero de 1813. Habiéndose producido rozamientos entre Bolívar y Castillo respecto a quién tenía el mando supremo, el segundo se retiró súbitamente con sus granaderos. Bolívar, por su parte, propuso seguir el ejemplo de Castillo y regresar a Cartagena, pero al final Ribas pudo persuadirlo de que al menos prosiguiera en su ruta hasta Bogotá, en donde a la sazón tenía su sede el Congreso de Nueva Granada. Fueron allí muy bien acogidos, se les apoyó de mil maneras y el congreso los ascendió al rango de generales. Luego de dividir su pequeño ejército en dos columnas, marcharon por distintos caminos hacia Caracas. Cuanto más avanzaban, tanto más refuerzos recibían; los crueles excesos de los españoles hacían las veces, en todas partes, de reclutadores para el ejército independentista. La capacidad de resistencia de los españoles estaba quebrantada, de un lado porque las tres cuartas partes de su ejército se componían de nativos, que en cada encuentro se pasaban al enemigo; del otro debido a la cobardía de generales tales como Tízcar, Cajigal y Fierro, que a la menor oportunidad abandonaban a sus propias tropas. De tal suerte ocurrió que Santiago Mariño, un joven sin formación, logró expulsar de las provincias de Cumaná y Barcelona a los españoles, al mismo tiempo que Bolívar ganaba terreno en las provincias occidentales. La única resistencia seria la opusieron los españoles a la columna de Ribas, quien no obstante derrotó al general Monteverde en Los Taguanes y lo obligó a encerrarse en Puerto Cabello el resto de sus tropas.
Cuando el gobernador de Caracas, general Fierro, tuvo noticias de que se acercaba Bolívar, le envió parlamentarios para ofrecerle una capitulación, la que se firmó en La Victoria. Pero Fierro, invadido por un pánico repentino y sin aguardar el regreso de sus propios emisarios, huyó secretamente por la noche y dejó a más de 1.500 españoles librados a la merced del enemigo. A Bolívar se le tributó entonces una entrada apoteótica. De pie, en un carro de triunfo, al que arrastraban doce damiselas vestidas de blanco y ataviadas con los colores nacionales, elegidas todas ellas entre las mejores familias caraqueñas, Bolívar, la cabeza descubierta y agitando un bastoncillo en la mano, fue llevado en una media hora desde la entrada la ciudad hasta su residencia. Se proclamó "Dictador y Libertador de las Provincias Occidentales de Venezuela" --Mariño había adoptado el título de "Dictador de las Provincias Orientales"--, creó la "Orden del Libertador", formó un cuerpo de tropas escogidas a las que denominó guardia de corps y se rodeó de la pompa propia de una corte. Pero, como la mayoría de sus compatriotas, era incapaz de todo esfuerzo de largo aliento y su dictadura degeneró pronto en una anarquía militar, en la cual asuntos más importantes quedaban en manos de favoritos que arruinaban las finanzas públicas y luego recurrían a medios odiosos para reorganizarlas. De este modo el novel entusiasmo popular se transformó en descontento, y las dispersas fuerzas del enemigo dispusieron de tiempo para rehacerse. Mientras que a comienzos de agosto de 1813 Monteverde estaba encerrado en la fortaleza de Puerto Cabello y al ejército español sólo le quedaba una angosta faja de tierra en el noroeste de Venezuela, apenas tres meses después el Libertador había perdido su prestigio y Caracas se hallaba amenazada por la súbita aparición en sus cercanías de los españoles victoriosos, al mando de Boves. Para fortalecer su poder tambaleante Bolívar reunió, el 1de enero de 1814, una junta constituida por los vecinos caraqueños más influyentes y les manifestó que no deseaba soportar más tiempo el fardo de la dictadura. Hurtado de Mendoza, por su parte, fundamentó en un prolongado discurso "la necesidad de que el poder supremo se mantuviese en las manos del general Bolívar hasta que el Congreso de Nueva Granada pudiera reunirse y Venezuela unificarse bajo un solo gobierno". Se aprobó esta propuesta y, de tal modo, la dictadura recibió una sanción legal.
Durante algún tiempo se prosiguió la guerra contra los españoles, bajo la forma de escaramuzas, sin que ninguno de los contrincantes obtuviera ventajas decisivas. En junio de 1814 Boves, tras concentrar sus tropas, marchó de Calabozo hasta La Puerta, donde los dos dictadores, Bolívar y Mariño, habían combinado sus fuerzas. Boves las encontró allí y ordenó a sus unidades que las atacaran sin dilación. Tras una breve resistencia, Bolívar huyó a Caracas, mientras que Mariño se escabullía hacia Cumaná. Puerto Cabello y Valencia cayeron en las manos de Boves, que destacó dos columnas (una de ellas al mando del coronel González) rumbo a Caracas, por distintas rutas. Ribas intentó en vano contener el avance de González. Luego de la rendición de Caracas a este jefe, Bolívar evacuó a La Guaira, ordenó a los barcos surtos en el puerto que zarparan para Cumaná y se retiró con el resto de sus tropas hacia Barcelona. Tras la derrota que Boves infligió a los insurrectos en Arguita, el 8 de agosto de 1814, Bolívar abandonó furtivamente a sus tropas, esa misma noche, para dirigirse apresuradamente y por atajos hacia Cumaná, donde pese a las airadas protestas de Ribas se embarcó de inmediato en el "Bianchi", junto con Mariño y otros oficiales. Si Ribas, Páez y los demás generales hubieran seguido a los dictadores en su fuga, todo se habría perdido. Tratados como desertores a su arribo a Juan Griego, isla Margarita, por el general Arismendi, quien les exigió que partieran, levaron anclas nuevamente hacia Carúpano, donde, habiéndolos recibido de manera análoga el coronel Bermúdez, se hicieron a la mar rumbo a Cartagena. Allí a fin de cohonestar su huida, publicaron una memoria de justificación, henchida de frases altisonantes.
Habiéndose sumado Bolívar a una conspiración para derrocar al gobierno de Cartagena, tuvo que abandonar esa pequeña república y seguir viaje hacia Tunja, donde estaba reunido el Congreso de la República Federal de Nueva Granada. La provincia de Cundinamarca, en ese entonces, estaba a la cabeza de las provincias independientes que se negaban a suscribir el acuerdo federal neogranadino, mientras que Quito, Pasto, Santa Marta y otras provincias todavía se hallaban en manos de los españoles. Bolívar, que llegó el 22 de noviembre de 1814 a Tunja, designado por el congreso comandante en jefe de las fuerzas armadas federales y recibió la doble misión de obligar al presidente de la provincia de Cundinamarca que reconociera la autoridad del congreso y de marchar luego sobre Santa Marta, el único puerto de mar fortificado granadino aún en manos de los españoles. No presentó dificultades el cumplimiento del primer cometido, puesto que Bogotá, la capital de la provincia desafecta, carecía de fortificaciones. Aunque la ciudad había capitulado, Bolívar permitió a sus soldados que durante 48 horas la saquearan. En Santa Marta el general español Montalvo, disponía tan sólo de una débil guarnición de 200 hombres y de una plaza fuerte en pésimas condiciones defensivas, tenía apalabrado ya un barco francés para asegurar su propia huida; los vecinos, por su parte, enviaron un mensaje a Bolívar participándole que, no bien apareciera, abrirían las puertas de la ciudad y expulsarían a la guarnición. Pero en vez de marchar contra los españoles de Santa Marta, tal como se lo había ordenado el congreso, Bolívar se dejó arrastrar por su encono contra Castillo, el comandante de Cartagena, y actuando por su propia cuenta condujo sus tropas contra esta última ciudad, parte integral de la República Federal. Rechazado, acampó en Popa, un cerro situado aproximadamente a tiro de cañon de Cartagena. Por toda batería emplazó un pequeño cañón, contra una fortaleza artillada con unas 80 piezas. Pasó luego del asedio al bloqueo, que duró hasta comienzos de mayo, sin más resultado que la disminución de sus efectivos, por deserción o enfermedad, de 2.400 a 700 hombres. En el ínterin una gran expedición española comandada por el general Morillo y procedente de Cádiz había arribado a la isla Margarita, el 25 de marzo de 1815. Morillo destacó de inmediato poderosos refuerzos a Santa Marta y poco después sus fuerzas se adueñaron de Cartagena. Previamente, empero, el 10 de mayo 1815, Bolívar se había embarcado con una docena de oficiales en un bergantín artillado, de bandera británica, rumbo a Jamaica. Una vez llegado a este punto de refugio publicó una nueva proclama, en la que se presentaba como la víctima de alguna facción o enemigo secreto y defendía su fuga ante los españoles como si se tratara una renuncia al mando, efectuada en aras de la paz pública.
Durante su estada de ocho meses en Kingston, los generales que había dejado en Venezuela y el general Arismendi en la isla Margarita presentaron una tenaz resistencia las armas españolas. Pero después que Ribas, a quién Bolívar debía su renombre, cayera fusilado por los españoles tras la toma de Maturín, ocupó su lugar un hombre de condiciones militares aun más relevantes. No pudiendo desempeñar, por su calidad de extranjero, un papel autónomo en la revolución sudamericana, este hombre decidió entrar al servicio de Bolívar. Se trataba de Luis Brion. Para prestar auxilios a los revolucionarios se había hecho a la mar en Londres, rumbo a Cartagena, con una corbeta de 24 cañones, equipada en gran parte a sus propias expensas y cargada con 14.000 fusiles y una gran cantidad de otros pertrechos. Habiendo llegado demasiado tarde y no pudiendo ser útil a los rebeldes, puso proa hacia Cayos, en Haití, adonde muchos emigrados patriotas habían huido tras la capitulación de Cartagena. Entretanto Bolívar se había trasladado también a Puerto Príncipe donde, a cambio de su promesa de liberar a los esclavos, el presidente haitiano Pétion le ofreció un cuantioso apoyo material para una nueva expedición contra los españoles de Venezuela. En Los Cayos se encontró con Brion y los otros emigrados y en una junta general se propuso a sí mismo como jefe de la nueva expedición, bajo la condición de que, hasta la convocatoria de un congreso general, él reuniría en sus manos los poderes civil y militar. Habiendo aceptado la mayoría esa condición, los expedicionarios se hicieron a la mar el 16 de abril de 1816 con Bolívar como comandante y Brion en calidad de almirante. En Margarita, Bolívar logró ganar para su causa a Arismendi, el comandante de la isla, quien había rechazado a los españoles a tal punto que a éstos sólo les restaba un único punto de apoyo, Pampatar. Con la formal promesa de Bolívar de convocar un congreso nacional en Venezuela no bien se hubiera hecho dueño del país, Arismendi hizo reunir una junta en la catedral de Villa del Norte y proclamó públicamente a Bolívar jefe supremo de las repúblicas de Venezuela y Nueva Granada. El 31 de mayo de 1816 desembarcó Bolívar en Carúpano, pero no se atrevió a impedir que Mariño y Piar se apartaran de él y efectuaran, por su propia cuenta, una campaña contra Cumaná. Debilitado por esta separación y siguiendo los consejos de Brion se hizo a la vela rumbo a Ocumare [de la Costa], adonde arribó el 3 de julio de 1816 con 13 barcos, de los cuales sólo 7 estaban artillados. Su ejército se componía tan sólo de 650 hombres, que aumentaron a 800 por el reclutamiento de negros, cuya liberación había proclamado. En Ocumare difundió un nuevo manifiesto, en el que prometía "exterminar a los tiranos" y "convocar al pueblo para que designe sus diputados al congreso. Al avanzar en dirección a Valencia, se topó, no lejos de Ocumare, con el general español Morales, a la cabeza de unos 200 soldados y 100 milicianos. Cuando los cazadores de Morales dispersaron la vanguardia de Bolívar, éste, según un testigo ocular, perdió "toda presencia de ánimo y sin pronunciar palabra, en un santiamén volvió grupas y huyó a rienda suelta hacia Ocumare, atravesó el pueblo a toda carrera, llegó a la bahía cercana, saltó del caballo, se introdujo en un bote y subió a bordo del « Diana», dando orden a toda la escuadra de que lo siguiera a la pequeña isla de Bonaire y dejando a todos sus compañeros privados del menor auxilio". Los reproches y exhortaciones de Brion lo indujeron a reunirse a los demás jefes en la costa de Cumaná; no obstante, como lo recibieron inamistosamente y Piar lo amenazó con someterlo a un consejo de guerra por deserción y cobardía, sin tardanza volvió a partir rumbo a Los Cayos. Tras meses y meses de esfuerzos, Brion logró finalmente persuadir a la mayoría de los jefes militares venezolanos -que sentían la necesidad de que hubiera un centro, aunque simplemente fuese nominal- de que llamaran una vez más a Bolívar como comandante en jefe, bajo la condición expresa de que convocaría al congreso y no se inmiscuiría en la administración civil. El 31 de diciembre de 1816 Bolívar arribó a Barcelona con las armas, municiones y pertrechos proporcionados por Pétion. El 2 de enero de 1817 se le sumó Arismendi, y el día 4 Bolívar proclamó la ley marcial y anunció que todos los poderes estaban en sus manos. Pero 5 días después Arismendi sufrió un descalabro en una emboscada que le tendieran los españoles, y el dictador huyó a Barcelona. Las tropas se concentraron nuevamente en esa localidad, adonde Brion le envió tanto armas como nuevos refuerzos, de tal suerte que pronto Bolívar dispuso de una nueva fuerza de 1.100 hombres. El 5 de abril los españoles tomaron la ciudad de Barcelona, y las tropas de los patriotas se replegaron hacia la Casa de la Misericordia, un edificio sito en las afueras. Por orden de Bolívar se cavaron algunas trincheras, pero de manera inapropiada para defender contra un ataque serio una guarnición de 1.000 hombres. Bolívar abandonó la posición en la noche del 5 de abril, tras comunicar al coronel Freites, en quien delegó el mando, que buscaría tropas de refresco y volvería a la brevedad. Freites rechazó un ofrecimiento de capitulación, confiado en la promesa, y después del asalto fue degollado por los españoles, al igual que toda la guarnición.
Piar, un hombre de color, originario de Curazao, concibió y puso en práctica la conquista de la Guayana, a cuyo efecto el almirante Brion lo apoyó con sus cañoneras. El 20 de julio, ya liberado de los españoles todo el territorio, Piar, Brion, Zea, Mariño, Arismendi y otros convocaron en Angostura un congreso de las provincias y pusieron al frente del Ejecutivo un triunvirato; Brion, que detestaba a Piar y se interesaba profundamente por Bolívar, ya que en el éxito del mismo había puesto en juego su gran fortuna personal, logró que se designase al último como miembro del triunvirato, pese a que no se hallaba presente. Al enterarse de ello Bolívar, abandonó su refugio y se presentó en Angostura, donde, alentado por Brion, disolvió el congreso y el triunvirato y los remplazó por un "Consejo Supremo de la Nación", del que se nombró jefe, mientras que Brion y Francisco Antonio Zea quedaron al frente, el primero de la sección militar y el segundo de la sección política. Sin embargo Piar, el conquistador de Guayana, que otrora había amenazado con someter a Bolívar ante un consejo de guerra por deserción, no escatimaba sarcasmos contra el "Napoleón de las retiradas", y Bolívar aprobó por ello un plan para eliminarlo. Bajo las falsas imputaciones de haber conspirado contra los blancos, atentado contra la vida de Bolívar y aspirado al poder supremo, Piar fue llevado ante un consejo de guerra presidido por Brion y, condenado a muerte, se le fusiló el 16 de octubre de 1817. Su muerte llenó a Mariño de pavor. Plenamente consciente de su propia insignificancia al hallarse privado del concurso de Piar, Mariño, en una carta abyectísima, calumnió públicamente a su amigo victimado, se dolió de su propia rivalidad con el Libertador y apeló a la inagotable magnanimidad de Bolívar.
La conquista de la Guayana por Piar había dado un vuelco total a la situación, en favor de los patriotas, pues esta provincia sola les proporcionaba más recursos que las otras siete provincias venezolanas juntas. De ahí que todo el mundo confiara en que la nueva campaña anunciada por Bolívar en una flamante proclama conduciría a la expulsión definitiva de los españoles. Ese primer boletín, según el cual unas pequeñas partidas españolas que forrajeaban al retirarse de Calabozo eran "ejércitos que huían ante nuestras tropas victoriosas", no tenía por objetivo disipar tales esperanzas. Para hacer frente a 4.000 españoles, que Morillo aún no había podido concentrar, disponía Bolívar de más de 9.000 hombres, bien armados y equipados, abundantemente provistos con todo lo necesario para la guerra. No obstante, a fines de mayo de 1818 Bolívar había perdido unas doce batallas y todas las provincias situadas al norte del Orinoco. Como dispersaba sus fuerzas, numéricamente superiores, éstas siempre eran batidas por separado. Bolívar dejó la dirección de la guerra en manos de Páez y sus demás subordinados y se retiró a Angostura. A una defección seguía la otra, y todo parecía encaminarse a un descalabro total. En ese momento extremadamente crítico, una conjunción de sucesos afortunados modificó nuevamente el curso de las cosas. En Angostura Bolívar encontró a Santander, natural de Nueva Granada, quien le solicitó elementos para una invasión a ese territorio, ya que la población local estaba pronta para alzarse en masa contra los españoles. Bolívar satisfizo hasta cierto punto esa petición. En el ínterin, llegó de Inglaterra una fuerte ayuda bajo la forma de hombres, buques y municiones, y oficiales ingleses, franceses, alemanes y polacos afluyeron de todas partes a Angostura. Finalmente, el doctor [Juan] Germán Roscio, consternado por la estrella declinante de la revolución sudamericana, hizo su entrada en escena, logró el valimiento de Bolívar y lo indujo a convocar, para el 15 de febrero de 1819, un congreso nacional, cuya sola mención demostró ser suficientemente poderosa para poner en pie un nuevo ejército de aproximadamente 14.000 hombres, con lo cual Bolívar pudo pasar nuevamente a la ofensiva.
Los oficiales extranjeros le aconsejaron diera a entender que proyectaba un ataque contra Caracas para liberar a Venezuela del yugo español, induciendo así a Morillo a retirar sus fuerzas de Nueva Granada y concentrarlas para la defensa de aquel país, tras lo cual Bolívar debía volverse súbitamente hacia el oeste, unirse a las guerrillas de Santander y marchar sobre Bogotá. Para ejecutar ese plan, Bolívar salió el 24 de febrero de 1819 de Angostura, después de designar a Zea presidente del congreso y vicepresidente de la república durante su ausencia. Gracias a las maniobras de Páez, los revolucionarios batieron a Morillo y La Torre en Achaguas, y los habrían aniquilado completamente si Bolívar hubiese sumado sus tropas a las de Páez y Mariño. De todos modos, las victorias de Páez dieron por resultado la ocupación de la provincia de Barinas, quedando expedita así la ruta hacia Nueva Granada. Como aquí todo estaba preparado por Santander, las tropas extranjeras, compuestas fundamentalmente por ingleses, decidieron el destino de Nueva Granada merced a las victorias sucesivas alcanzadas el 1 y 23 de julio y el 7 de agosto en la provincia de Tunja. El 12 de agosto Bolívar entró triunfalmente a Bogotá, mientras que los españoles, contra los cuales se habían sublevado todas las provincias de Nueva Granada, se atrincheraban en la ciudad fortificada de Mompós.
Luego de dejar en funciones al congreso granadino y al general Santander como comandante en jefe Bolívar marchó hacia Pamplona, donde paso más de dos meses en festejos y saraos. El 3 de noviembre llego a Mantecal, Venezuela, punto que había fijado a los jefes patriotas para que se le reunieran con sus tropas con un tesoro de unos 2.000.000 de dólares, obtenidos de los habitantes de Nueva Granada mediante contribuciones forzosas, y disponiendo de una fuerza de aproximadamente 9.000 hombres, un tercio de los cuales eran ingleses, irlandeses, hanoverianos y otros extranjeros bien disciplinados, Bolívar debía hacer frente a un enemigo privado de toda clase de recursos, cuyos efectivos se reducían a 4.500 hombres, las dos terceras partes de los cuales, además, eran nativos y mal podían, por ende, inspirar confianza a los españoles. Habiéndose retirado Morillo de San Fernando de Apure en dirección a San Carlos, Bolívar lo persiguió hasta Calabozo, de modo que ambos estados mayores, enemigos se encontraban apenas a dos días de marcha el uno del otro. Si Bolívar hubiese avanzado con resolución, sus solas tropas europeas habrían bastado para aniquilar a los españoles. Pero prefirió prolongar la guerra cinco años más.
En octubre de 1819 el congreso de Angostura había forzado a renunciar a Zea, designado por Bolívar, y elegido en su lugar a Arismendi. No bien recibió esta noticia, Bolívar marchó con su legión extranjera sobre Angostura, tomó desprevenido a Arismendi, cuya fuerza se reducía a 600 nativos, lo deportó a la isla Margarita e invistió nuevamente a Zea en su cargo y dignidades. El doctor Roscio, que había fascinado a Bolívar con las perspectivas de un poder central, lo persuadió de que proclamara a Nueva Granada y Venezuela como "República de Colombia", promulgase una constitución para el nuevo estado --redactada por Roscio-- y permitiera la instalación de un congreso común para ambos países. El 20 de enero de 1820 Bolívar se encontraba de regreso en San Fernando de Apure. El súbito retiro de su legión extranjera, más temida por los españoles que un número diez veces mayor de colombianos, brindó a Morillo una nueva oportunidad de concentrar refuerzos. Por otra parte, la noticia de que una poderosa expedición a las órdenes de O'Donnell estaba a punto de partir de la Península, levantó los decaídos ánimos del partido español. A pesar de que disponía de fuerzas holgadamente superiores, Bolívar se las arregló para no conseguir nada durante la campaña de 1820. Entretanto llegó de Europa la noticia de que la revolución en la isla de León había puesto violento fin a la programada expedición de O'Donnell. En Nueva Granada, 15 de las 22 provincias se habían adherido al gobierno de Colombia, y a los españoles sólo les restaban la fortaleza de Cartagena y el istmo de Panamá. En Venezuela, 6 de las 8 provincias se sometieron a las leyes colombianas. Tal era el estado de cosas cuando Bolívar se dejó seducir por Morillo y entró con él en tratativas que tuvieron por resultado, el 25 de noviembre de 1820, la concertación del convenio de Trujillo, por el que se establecía una tregua de seis meses. En el acuerdo de armisticio no figuraba una sola mención siquiera a la Republica de Colombia, pese a que el congreso había prohibido, a texto expreso, la conclusión de ningún acuerdo con el jefe español si éste no reconocía previamente la independencia de la república.
El 17 de diciembre, Morillo, ansioso de desempeñar un papel en España, se embarcó en Puerto Cabello y delegó el mando supremo en Miguel de Latorre; el 10 de marzo de 1821 Bolívar escribió a Latorre participándole que las hostilidades se reiniciarían al término de un plazo de 30 días. Los españoles ocupaban una sólida posición en Carabobo, una aldea situada aproximadamente a mitad de camino entre San Carlos y Valencia; pero en vez de reunir allí todas sus fuerzas, Latorre sólo había concentrado su primera división, 2.500 infantes y unos 1.500 jinetes, mientras que Bolívar disponía aproximadamente de 6.000 infantes, entre ellos la legión británica, integrada por 1.100 hombres, y 3.000 llaneros a caballo bajo el mando de Páez. La posición del enemigo le pareció tan imponente a Bolívar, que propuso a su consejo de guerra la concertación de una nueva tregua, idea que, sin embargo, rechazaron sus subalternos. A la cabeza de una columna constituida fundamentalmente por la legión británica, Páez, siguiendo un atajo, envolvió el ala derecha del enemigo; ante la airosa ejecución de esa maniobra, Latorre fue el primero de los españoles en huir a rienda suelta, no deteniéndose hasta llegar a Puerto Cabello, donde se encerró con el resto de sus tropas. Un rápido avance del ejército victorioso hubiera producido, inevitablemente, la rendición de Puerto Cabello, pero Bolívar perdió su tiempo haciéndose homenajear en Valencia y Caracas. El 21 de setiembre de 1821 la gran fortaleza de Cartagena capituló ante Santander. Los últimos hechos de armas en Venezuela --el combate naval de Maracaibo en agosto de 1823 y la forzada rendición de Puerto Cabello en julio de 1824-- fueron ambos la obra de Padilla. La revolución en la isla de León, que volvió imposible la partida de la expedición de O'Donnell, y el concurso de la legión británica, habían volcado, evidentemente, la situación a favor de los colombianos.
El Congreso de Colombia inauguró sus sesiones en enero de 1821 en Cúcuta; el 30 de agosto promulgó la nueva constitución y, habiendo amenazado Bolívar una vez más con renunciar, prorrogó los plenos poderes del Libertador. Una vez que éste hubo firmado la nueva carta constitucional, el congreso lo autorizó a emprender la campaña de Quito (1822), adonde se habían retirado los españoles tras ser desalojados del istmo de Panamá por un levantamiento general de la población. Esta campaña, que finalizó con la incorporación de Quito, Pasto y Guayaquil a Colombia, se efectuó bajo la dirección nominal de Bolívar y el general Sucre, pero los pocos éxitos alcanzados por el cuerpo de ejército se debieron íntegramente a los oficiales británicos, y en particular al coronel Sands. Durante las campañas contra los españoles en el Bajo y el Alto Perú --1823-1824-- Bolívar ya no consideró necesario representar el papel de comandante en jefe, sino que delegó en el general Sucre la conducción de la cosa militar y restringió sus actividades a las entradas triunfales, los manifiestos y la proclamación de constituciones. Mediante su guardia de corps colombiana manipuló las decisiones del Congreso de Lima, que el 10 de febrero de 1823 le encomendó la dictadura; gracias a un nuevo simulacro de renuncia, Bolívar se aseguró la reelección como presidente de Colombia. Mientras tanto su posición se había fortalecido, en parte con el reconocimiento oficial del nuevo estado por Inglaterra, en parte por la conquista de las provincias alto peruanas por Sucre, quién unificó a las últimas en una república independiente, la de Bolivia. En este país, sometido a las bayonetas de Sucre, Bolívar dio curso libre a sus tendencias al despotismo y proclamó el Código Boliviano, remedo del Código Napoleón. Proyectaba trasplantar ese código de Bolivia al Perú, y de éste a Colombia, y mantener a raya a los dos primeros estados por medio de tropas colombianas, y al último mediante la legión extranjera y soldados peruanos. Valiéndose de la violencia, pero también de la intriga, de hecho logró imponer, aunque tan sólo por unas pocas semanas, su código al Perú. Como presidente y libertador de Colombia, protector y dictador del Perú y padrino de Bolivia, había alcanzado la cúspide de su gloria. Pero en Colombia había surgido un serio antagonismo entre los centralistas, o bolivistas, y los federalistas, denominación esta última bajo la cual los enemigos de la anarquía militar se habían asociado a los rivales militares de Bolívar. Cuando el Congreso de Colombia, a instancias de Bolívar, formuló una acusación contra Páez, vicepresidente de Venezuela, el último respondió con una revuelta abierta, la que contaba secretamente con el apoyo y aliento del propio Bolívar; éste, en efecto, necesitaba sublevaciones como pretexto para abolir la constitución y reimplantar la dictadura. A su regreso del Perú, Bolívar trajo además de su guardia de corps 1.800 soldados peruanos, presuntamente para combatir a los federalistas alzados. Pero al encontrarse con Páez en Puerto Cabello no sólo lo confirmó como máxima autoridad en Venezuela, no sólo proclamó la amnistía para los rebeldes, sino que tomó partido abiertamente por ellos y vituperó a los defensores de la constitución; el decreto del 23 de noviembre de 1826, promulgado en Bogotá, le concedió poderes dictatoriales.
En el año 1826, cuando su poder comenzaba a declinar, logro reunir un congreso en Panamá, con el objeto aparente de aprobar un nuevo código democrático internacional. Llegaron plenipotenciarios de Colombia, Brasil, La Plata, Bolivia, México, Guatemala, etc. La intención real de Bolívar era unificar a toda América del Sur en una república federal, cuyo dictador quería ser él mismo. Mientras daba así amplio vuelo a sus sueños de ligar medio mundo a su nombre, el poder efectivo se le escurría rápidamente de las manos. Las tropas colombianas destacadas en el Perú, al tener noticia de los preparativos que efectuaba Bolívar para introducir el Código Boliviano, desencadenaron una violenta insurrección. Los peruanos eligieron al general Lamar presidente de su república, ayudaron a los bolivianos a expulsar del país las tropas colombianas y emprendieron incluso una victoriosa guerra contra Colombia, finalizada por un tratado que redujo a este país a sus límites primitivos, estableció la igualdad de ambos países y separó las deudas públicas de uno y otro. La Convención de Ocaña, convocada por Bolívar para reformar la constitución de modo que su poder no encontrara trabas, se inauguró el 2 de marzo de 1828 con la lectura de un mensaje cuidadosamente redactado, en el que se realzaba la necesidad de otorgar nuevos poderes al ejecutivo. Habiéndose evidenciado, sin embargo, que el proyecto de reforma constitucional diferiría esencialmente del previsto en un principio, los amigos de Bolívar abandonaron la convención dejándola sin quórum, con lo cual las actividades de la asamblea tocaron a su fin. Bolívar, desde una casa de campo situada a algunas millas de Ocaña, publicó un nuevo manifiesto en el que pretendía estar irritado con los pasos dados por sus partidarios, pero al mismo tiempo atacaba al congreso, exhortaba a las provincias a que adoptaran medidas extraordinarias y se declaraba dispuesto a tomar sobre sí la carga del poder si ésta recaía en sus hombros. Bajo la presión de sus bayonetas, cabildos abiertos reunidos en Caracas, Cartagena y Bogotá, adonde se había trasladado Bolívar, lo invistieron nuevamente con los poderes dictatoriales. Una intentona de asesinarlo en su propio dormitorio en Bogotá, de la cual se salvó sólo porque saltó de un balcón en plena noche y permaneció agazapado bajo un puente, le permitió ejercer durante algún tiempo una especie de terror militar. Bolívar, sin embargo, se guardó de poner la mano sobre Santander, pese a que éste había participado en la conjura, mientras que hizo matar al general Padilla, cuya culpabilidad no había sido demostrada en absoluto, pero que por ser hombre de color no podía ofrecer resistencia alguna.
En 1829, la encarnizada lucha de las facciones desgarraba a la república y Bolívar, en un nuevo llamado a la ciudadanía, la exhortó a expresar sin cortapisas sus deseos en lo tocante a posibles modificaciones de la constitución. Como respuesta a ese manifiesto, una asamblea de notables reunida en Caracas le reprochó públicamente sus ambiciones, puso al descubierto las deficiencias de gobierno, proclamó la separación de Venezuela con respecto a Colombia y colocó al frente de la primera al general Páez. El Senado de Colombia respaldó a Bolívar, pero nuevas insurrecciones estallaron en diversos lugares. Tras haber dimitido por quinta vez, en enero de 1830 Bolívar aceptó de nuevo la presidencia y abandonó a Bogotá para guerrear contra Páez en nombre del congreso colombiano. A fines de marzo de 1830 avanzó a la cabeza de 8.000 hombres, tomó Caracuta, que se había sublevado, y se dirigió hacia la provincia de Maracaibo, donde Páez lo esperaba con 12.000 hombres en una fuerte posición. No bien Bolívar se enteró de que Páez proyectaba combatir seriamente, flaqueó su valor. Por un instante, incluso, pensó someterse a Páez y pronunciarse contra el congreso. Pero decreció el ascendiente de sus partidarios en ese cuerpo y Bolívar se vio obligado a presentar su dimision ya que se le dio a entender que esta vez tendría que atenerse a su palabra y que, a condición de que se retirara al extranjero, se le concedería una pensión anual. El 27 de abril de 1830, por consiguiente, presentó su renuncia ante el congreso. Con la esperanza, sin embargo, de recuperar el poder gracias a la influencia de sus adeptos, y debido a que se había iniciado un movimiento de reacción contra Joaquín Mosquera, el nuevo presidente de Colombia, Bolívar fue postergando su partida de Bogotá y se las ingenió para prolongar su estada en San Pedro hasta fines de 1830, momento en que falleció repentinamente.
Ducoudray-Holstein nos ha dejado de Bolívar el siguiente retrato: "Simón Bolívar mide cinco pies y cuatro pulgadas de estatura, su rostro es enjuto, de mejilla hundidas, y su tez pardusca y lívida; los ojos, ni grandes ni pequeños, se hunden profundamente en las órbitas; su cabello es ralo. El bigote le da un aspecto sombrío y feroz, particularmente cuando se irrita. Todo su cuerpo es flaco y descarnado. Su aspecto es el de un hombre de 65 años Al caminar agita incesantemente los brazos. No puede andar mucho a pie y se fatiga pronto. Le agrada tenderse o sentarse en la hamaca. Tiene frecuentes y súbitos arrebatos de ira, y entonces se pone como loco, se arroja en la hamaca y se desata en improperios y maldiciones contra cuantos le rodean. Le gusta proferir sarcasmos contra los ausentes, no lee más que literatura francesa de carácter liviano, es un jinete consumado y baila valses con pasión. Le agrada oírse hablar, y pronunciar brindis le deleita. En la adversidad, y cuando está privado de ayuda exterior, resulta completamente exento de pasiones y arranques temperamentales. Entonces se vuelve apacible, paciente, afable y hasta humilde. Oculta magistralmente sus defectos bajo la urbanidad de un hombre educado en el llamado beau monde, posee un talento casi asiático para el disimulo y conoce mucho mejor a los hombres que la mayor parte de sus compatriotas."
Por un decreto del Congreso de Nueva Granada los restos mortales de Bolívar fueron trasladados en 1842 a Caracas, donde se erigió un monumento a su memoria.

Véase: Histoire de Bolivar par Gén. Ducoudray-Holstein, continuée jusqu'á sa mort par Alphonse Viollet (Paris, 1831); Memoirs of Gen. John Miller (in the service of the Republic of Peru; Col. Hippisley's Account of his Journey to the Orinoco (London, 1819).

Artículo publicado en el tomo III de The New American cyclopedia. Escrito en enero de 1858. Apareció en la edición alemana de MEW, t. XIV, pp. 217-231. Digitalizado en Español por Juan R. Fajardo, y transcrito a HTML por Juan R. Fajardo, febrero de 1999.