domingo, 1 de mayo de 2016

La poética de la lectura (I)

Una aproximación a la Obra de Jorge Luis Borges

David De los Reyes



A treinta años de la desaparición de  Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 24 de agosto de 1899-Ginebra, 14 de junio de 1986), queremos recordarlo en este espacio mediático con algunas reflexiones en torno a su obra y a su persistente y personal poética de la lectura como instrumento de creación.
Nuestro blog, durante varios meses, estaremos publicando, de forma sucesiva, distintas entregas de este ensayo, el cual es un intento para motivar en nuestros lectores una aproximación a una de las obras literarias más representativas y originales  del siglo XX.


I
Borges, en uno de sus primeros libros de ensayos, Discusión (1932), escribió que el arte siempre opta por lo individual, lo concreto. Que el arte no es platónico. Que si bien es una afirmación con la que todo artista puede estar de acuerdo, hallamos que Borges optará muchas de las veces por imágenes basadas en una concepción platónica, arquetípica, para ser desarrolladas dentro de sus narraciones, sus poesías y hasta en sus ensayos. Guillermo Sucre, poeta y crítico estudioso venezolano de la obra borgeana, afirma que para Borges escribir será copiar un modelo, un arquetipo, aunque la copia sea imposible. Tal imposibilidad resulta irónica, conduce a la derrota del autor como a su fatal originalidad, (Sucre, 1975.p.169). Por otra parte, el arte es individual, cada uno tiene por deber  dar con su propia voz, de ahí que lo individual está presente en toda expresión e idea del arte. Pero ello pasa por saber qué es lo que no-es platónico. Dar con la propia voz es encontrar en esa experiencia de búsqueda interior  del saber quiénes somos, lo cual resulta inagotable para Borges: el arte da la posibilidad de revelar  nuestro propio rostro; en su caso llegará a una negación de la identidad del yo, del autor, de la despersonalización de la obra, tomando rasgos míticos. En sus trabajos prescindió de hacer énfasis en su individualidad, para que aparezca su obra, que es la metáfora de otra obra (ídem).
El filósofo hispano-venezolano Juan Nuño, barroco analítico de la filosofía, advierte que el platonismo de Borges resulta extraño. Extraño por dos posiciones filosóficas que coinciden en Borges: Suerte de platonismo a medias, como si Borges prefiriera quedarse con la destrucción del mundo sensible y apenas evocara, y no siempre, la plenitud del reino de las Ideas: “sólo del otro lado del ocaso, verás los Arquetipos y Esplendores”. Esa condena de lo material caza bien con su confusa adscripción al idealismo berkeyano: el mundo no deja de ser una maraña de percepciones instantáneas, el dominio platónico de la despreciadora doxa, que apenas sirve para reafirmar la condición mental  de nuestra relación con él,  (Nuño, 1986.p.138).
Platonismo hay en Borges por argumentar sus narraciones con ideas arquetípicas, arte individual, por ese llamado  “idealismo berkeyano”: lo individual contingente de la percepción del mundo como mero suceder de estados mentales; actitud reductora a un solipsismo: reducción del mundo a contenidos de conciencia, todo lo que existe es mi solus ipse. Pero Nuño, en su ensayo de anatomía filosófica borgeana sólo llega a observar uno de sus lados como ¿buen o mal filósofo? Por el avenamiento de su ilustrada razón: se olvida, completamente, de la poética de la lectura en Borges, para quien le importaron tanto las ideas religiosas como filosóficas, no por la razón o verdad que pudiesen contener sino por la riqueza estética y la emoción placentera que pudieran proporcionar. Así llega a afirmar que tanto en el terreno filosófico como en el de la literatura, un país como Alemania posee una literatura fantástica, -mejor dicho, sólo posee una literatura fantástica.  En el epílogo Otras Inquisiciones, (OC,775) está su afirmación: dos tendencias ha descubierto, al corregir las pruebas, en los misceláneos trabajos de ese volumen: Una, a estimar las ideas religiosas o filosóficas por su valor estético y aun por lo que encierran de singular y maravilloso. Esto es, quizá indicio de un escepticismo esencial, nos dice. Otra, a presuponer (y a verificar) que el número de fábulas o de metáforas que es capaz la imaginación de los hombres es limitado, pero que esas contadas invenciones pueden ser todo para todos, como el Apóstol. Escepticismo estético; duda de la imaginación ante nuevas posibilidades de inventar metáforas. Religión y  Filosofía no por la verdad que encierren sus ideas sino por lo fantástico de sus metáforas; no la verdad sino la verosimilitud. Ambas aducen artes en las que no hay ni justicia ni injusticia. Y los poetas no componen sus poemas  con vistas a la verdad, sino al placer de los hombres, (Dialexeis,3,17). En Borges resultará, a la vez, que la identidad del autor se muestre entre la paradoja y la ambigüedad. Si bien busca en la lectura lo lúdico, en su obra hay una constante intrínseca a modo de bajo continuo, y ello es el de un intento sistemático de arruinar la superstición del yo. Nos lo señala Sucre y Nuño al referirse a su idealismo berkeyano. En relación a ello las palabras de Borges son conclusivas, el yo no existe, se le puede superponer sólo como una ilusión o como una necesidad lógica con que pretendemos oponernos a la sucesión temporal. Una de las obsesiones del argentino radica en ello, negar la existencia de un yo coherente, continuo, dominante, al que remita la creación de su obra. Es preciso que el poeta hable lo menos posible de sí mismo..., (Aristóteles, Poet.1460 a 7). Para Borges el yo sólo puede ser diverso, múltiple; gracias a ello se podemos arrojarnos a “un breve absoluto” dentro de una realidad más profunda. Guillermo Sucre encuentra explicación a esto diciéndonos que Borges, - tomando las propias palabras del poeta argentino -, se esfuerza en querer expresarse y querer expresar la vida, son una sola cosa y la misma. Justifica la existencia en tanto expresión sentida y recreada en la obra. Y por otra parte, el yo borgeano encuentra su esvarada identidad no en el recuerdo de lo vivido (vida y muerte le han faltado a mi vida) sino en la memoria de lo leído, a los libros que siempre ha retornado una y otra vez, (Sucre,idem.164).
Dicho esto tenemos que hacer una aclaración, que a la vez puede comprenderse  como el origen de este ensayo. El hecho es el siguiente: la publicación para 1938 por Paul Valéry de su ensayo titulado Introduction à la poétique. En él están contenidas ciertas apreciaciones que serán firmemente mantenidas por Borges y señaladas por Blanchot, Genette y Monegal en sus ensayos críticos sobre la obra del argentino. En sus páginas Valéry arguye que se debería hacer una Historia  de la Literatura sin hacer referencia e intervención de la biografía (al yo) del autor. De Hegel es tomada tal idea, pues es lo que hizo por su parte con la filosofía un siglo antes, sobre  todo en su Fenomenología del Espíritu; el desarrollo de la filosofía  no se deberá a la particularidad existencial de uno u otro filósofo sino al despliegue del concepto filosófico que habita en determinada época en ciertas conciencias y que llegan a comprender el desarrollo de la libertad dentro de la historia de la humanidad, la cual no es sino la obra de Dios en tanto espíritu realizado como objetividad del mundo humano. Valéry parte de ello, pero aplicado a tejer una poética  en el transcurso y desarrollo de la historia de la literatura. Da el ejemplo del Libro de Job o del Cantar de los Cantares, obras que el autor mantiene en el anonimato, pero que siguen leyéndose como importantes obras de la literatura universal. Esto explica, en parte, esa concepción borgeana de negar continuamente que la obra pertenezca a un yo.
El escritor anglo-francés George Steiner (1989) se ha referido igualmente a ello. Argumenta que la literatura como de toda frase hablada o compuesta, en cualquier idioma inteligible no es, en el sentido riguroso del concepto, original. Es apenas una frase más dentro del  repertorio  formalmente ilimitado de posibilidades transformacionales dentro de una gramática reglamentada. El poema, la pieza de teatro o la novela son, considerados en forma estricta, anónimos (ídem p.15). Este autor siente y comprende que no es necesario saber el nombre del poeta para leer el poema. El yo no es sino una especie de nube de Magallanes  de energías interactuantes y cambiantes, de introspecciones parciales... Steiner nos refiere un adagio: “no confíes en el narrador sino en el cuento”. Dicho esto, la historia de la literatura, para Valéry, - o la obra literaria para Steiner -, como también para Borges posiblemente, pudiera ser la historia del Espíritu humano como productor y consumidor de literatura. Pero, además de esto, encontramos que el escritor francés afirma que las obras del espíritu sólo existen en acto y que ese acto presupone un lector o un espectador. Borges comenta ese texto en sus reseñas semanales que publicaba en la revista argentina El Hogar del 10 de Junio de 1938(TC.p.241/242), diciéndonos de Valéry que reduce la literatura a dos posibilidades: la primera a entenderla como las combinaciones que permite un vocabulario determinado y la segunda es que el efecto de esas combinaciones varían según cada nuevo lector. La primera establece un número elevado pero finito de obras posibles. La segunda admite que el tiempo y sus incomprensiones y distracciones colaboran con el poeta muerto. Respecto a lo anterior lo que nos planteamos es que nuestra exposición  de la poética de la lectura borgeana tendrá mucha similitud con lo planteado en la Introduction à la poétique de Valéry. Para Borges la obra literaria pertenece más al presente o futuro lector que al escritor que la crea. De Valéry dijo que su breve Soiree avec Monsieur Teste era, quizás, la invención más extraordinaria de las letras de su tiempo -Valéry será retomado nuevamente más adelante.
Por otra parte no podemos dejar de señalar nuestra deuda con el crítico uruguayo Rodríguez Monegal para desarrollar las páginas que siguen. Monegal afirmó que a partir de 1928 Borges no va a negar el tiempo únicamente, sino también, al espacio, disolviendo en la nada el mundo exterior y llegando a anular la identidad del yo. Y esto es de suma importancia. ¿Por qué? Pues al anular el yo niega la posibilidad de comunión.
Borges negará el yo, no como los orientales, para lograr la unión de los contrarios, la unión íntima con el otro. Monegal advierte que a lo largo de su obra hay internamente un leit motiv que remite a la personalidad del escritor implícitamente. Este lema es el de Nadie es alguien. Tal negación, al colocarlo frente a la literatura le permite destruir el concepto de creación. Si Borges retoma la frase de Schopenhauer:”Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare son Shakespeare”, lo hace con el fin de no ensalzar la obra del maestro isabelino, sino para eliminar toda pretensión de paternidad literaria que aquel pueda tener. Invierte, prácticamente, el sentido de lo que comprendemos por creación. Borges está más del lado del lector que del mismo escritor de la obra; la obra, si realmente existe, existe por aquel primer agente. Las consecuencias de esta teoría van más allá, de todas maneras, de la mera negación del autor. Se remiten a lo que hemos llamado una  “Poética de la lectura”, más que a una poética de la escritura. Borges, como refiere Monegal, invierte los términos del debate literario: en vez de apoyar todo el énfasis de la creación original de la obra lo hace en la creación posterior y siempre renovada del lector. Las consecuencias de esta inversión son alucinantes, (Monegal,1976.p.36). Tal estética de la lectura, no es señalada, está presente desde sus primeros libros, pero se hace enfático en su cuento “Pierre Menard, autor del Quijote”. El arte de escribir para Borges, finalmente, es inseparable del arte de leer. De la calidad de éste serán encontradas las posibilidades fundacionales de la escritura. Foucault se ha inspirado en un texto del ensayo El Idioma analítico de John Wilkins de Borges para componer su obra “Las Palabras y las Cosas”. Al referirse al argentino nos dice que pone en cuestionamiento a toda la literatura y a la misma escritura, a la gramática, a la sintaxis y al lenguaje. Para el francés la obra de Borges apunta a una total destrucción de la literatura y, a su vez, paradójicamente, instaura una nueva literatura; ”una literatura que se vuelve sobre sí misma para recrear, de sus propias cenizas una nueva manera de escribir; un fénix, ay, no demasiado frecuente”. (Foucault 1968.p.1/10).



     Coleridge ha señalado que sabemos si un hombre es un poeta por el hecho de hacer con su obra de nosotros poetas. Sabemos que expresa sus emociones  por el hecho de darnos la oportunidad de expresar y sentir las nuestras. Así, entendiendo la obra borgeana, comprendemos que, si él tuvo el don de poder expresar sus emociones, hace del lector (y de él como “lector”), capaz de ser tan artista como el escritor; eso, en realidad, era lo que perseguía con la lectura: una poética, una catarsis lingüística atravesando nuestra identidad emocional con la metáfora literaria. En esa relación pensamos que está uno de los hitos, si no capital, sí importante para comprender la creación de su obra literaria, el arte de la lectura transubstanciado en arte poético y literario.

     Borges lo ha dicho, él ha tenido la continua experiencia, en sus narraciones, de si podía escuchar cómo  hablaba un personaje que llegaba de pronto a su imaginación, en el momento de la creación, sabía realmente cómo era. Descubrir una entonación, una sintaxis oral peculiar es encontrarnos un destino. Un hombre nos descubre su fin vital por el medio de la voz, de la entonación. Conocer su entonación vocal individual es dar la definición, la acción y el destino que lo determina en el mundo.
Borges también nos sabe combatir nuestra vanidad, pues como Kipling, nos advierte  que la verdadera esencia de la obra de un escritor muchas veces suele ser ignorado por éste. La fuerza de romper el silencio, y dar batallas con la carga pesada del lenguaje a lo invisible, deja como balance un destino, un lugar imaginario, un espacio literario que de pronto no sabemos de dónde surgió pero que existe. La obra nos orienta, pero su esencia, su complejidad y conocimiento del fin y significado último queda cerrado para su autor y abierto, en el caso de la literatura, para quien la ejecuta al entrenar sus ojos entre las letras y el blanco raso del papel. Al igual que sus personajes, Borges sabe que sólo es necesario un sólo instante, “un breve absoluto”, para definir su vida, a la vida; momento en que el hombre se encuentra para siempre consigo mismo, como una nada sumergida dentro de una voluntad que la niega y a su vez la realiza. Ello lo muestra al referirse al escritor inglés Eden Phillpotts: A los catorce años atravesó por primera vez el páramo de Dartmoor, que es una pampa nebulosa y hambrienta en el centro de Devonshire. Misterios del proceso poético; esa caminata de 1876 –ocho rendidas leguas- determinó casi toda su obra ulterior, cuyo primer volumen, Hijos de la Niebla, data de 1897, (TC,p.112). Borges sabe, a diferencia de las novelas contemporáneas que requieren una centena de páginas para definir y darnos a conocer un personaje, cuyo  tema fundamental en todo novelista es presentarnos la desintegración de un carácter, contrapone su juicio a esta tendencia literaria al referirse a Dante. Al poeta florentino le basta un momento para que cualquier vida, y las de un personaje ficticio (o real), se definan para siempre. Dante buscó inconscientemente presentar un momento como cifra de una vida; Borges busca ese instante, en sus ensayos, en sus poemas o sus narraciones. Busca el momento que, si bien no será el último, será uno por el cual se defina buena parte de su esencia, al comprender que es mayor la satisfacción que siente uno al escribir y no el mérito de lo que se escribe. Carlyle sentenció que toda obra humana es deleznable, pero la ejecución de cualquier obra es importante e irrepetible. Borges opinaba en forma semejante: una vez hecho algo  no puede valer mucho, es una obra humana con todas las imperfecciones de lo humano, pero el hecho de ejecutarla sí es interesante.

     Vivió la literatura  como un hecho y no como una serie de hechos.  Así comprendió  que si la realidad procede por hechos indetenibles e insoslayables y no por razonamientos, la definición de un personaje, o de una vida, o de un destino, ocurre dentro de un instante que, al mirarlo luego, retrospectivamente, es un evento que lo llega a determinar para siempre. En Borges más que presentarnos la realidad procediendo por determinadas razones, la encontramos y la comprendemos por los hechos que la llenan, mostrando sus contornos.  Y sin olvidarnos que, como advierte el budismo, y así lo acepta muchas veces el ambiguo Borges, el mundo es eterno fluido ilusorio. Pero afirma, por la propia experiencia del arte y de la muerte que vive en cada instante de forma insoslayable, que es algo real. El arte constituye  su yo, y éste, como prolongación expresión artística original, lo constituye y lo hace posible. El arte no como espejo de la realidad sino como algo que añade realidades creadas a la realidad.
En la obra de Borges la literatura se asemeja a un pergamino antiguo. Debajo de ella, es decir, bajo la escritura, siempre se encontrarán vestigios de otra anterior. Borges nos sugiere un concepto de literatura como palimpsesto: un texto literario siempre deberá estar basado en otro texto, que a su vez se basa en otro texto anterior, y así hasta el infinito si es posible.

     El escritor no puede atravesar sus propios límites del conocimiento que tiene del hombre y no podrá crear personajes superiores a él; de un escritor sólo podemos esperar criaturas tan lúcidas o nobles como lo ha sido el escritor en sus mejores momentos. El arte es como un espejo/ Que nos revela nuestra propia casa. Aristóteles: Del arte proceden las cosas cuya forma está en el alma. (Met.1032b 1). Todo personaje literario es de alguna manera el literato .que lo creó e ideó. Esta afirmación se ha repetido muchas veces  en los personajes de Shakespeare y  Bernard Shaw; son las palabras que argumentan que Macbeth  no es sino la tragedia del hombre de letras moderno, como asesino y cliente de brujas. Borges al igual que Milton, Coleridge y De Quincey, comprendió, desde un principio, que su vida se erigía en y por la literatura. Como aquellos otros escritores nombrados, sabía, desde antes de escribir una sola línea, que su destino sería las letras, un destino tomado por la literatura. Si su vida pasó, como todo humano,  por buenas o malas vivencias, el fin de todo ello era verterlo en palabras, sobre todo las cosas malas, ya que la felicidad no necesita ser transmutada; la felicidad es su propio fin, (7N.154). Aus meinem grossen Scgemerzen mach’ich die kleinen Lieder, (“De mis grandes dolores hago mis  pequeños cantos”), en palabras de Heine. El ser escritor es algo consustancial a su propia vida; semejante a la necesidad de respirar. La tarea de ser poeta o escritor no tiene un determinado horario. Todo poeta, si lo es realmente, lo es en todo momento; continuamente puede ser asaltado por el evento poético. Tomar todo lo que nos da la vida como instrumento y material expresado en cada una de las manifestaciones del arte en  que se ha elegido habitar.
Borges así lo hizo con su ceguera. Más que una desdicha, tal estado puede (y para él pudo) ser un instrumento para ampliar los mundos de su invención literaria. Sin su ceguera, prácticamente no hubiera conocido el idioma anglosajón ni toda una buena cantidad de literatura inglesa antigua. Así, para él, todo escritor y todo hombre debe pensar que cuanto  le ocurra debe ser tomado como un instrumento; todas las cosas están dadas a él para un fin y ello debe ser siempre una constante para todo artista. Todo lo que le pasa, incluso las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo, (ídem, 159). Aus meinen grossen Schmerzen mach’ich die kleinen Lieder.  Borges se ha referido en su poemario Museo  cuál es el alimento de los héroes y de los poetas: La humillación, la desdicha, la discordia y grandes dosis de angustia: “mis instrumentos de trabajo son la humillación y la angustia”. Ello nos es dado para ser transmutado, ¿traducido?, para intentar hacer de las miserables circunstancias que rodean a nuestras vidas y que han confluido dentro de ella en cosas eternas o que aspiren a serlo si pueden entre los surcos en la arena del tiempo. Y en ese desvelo e inquietud el escritor crea su materia, sus elementos precursores. El trabajo del escritor, su obra más que nada, modifica nuestra concepción del pasado, como modificará al futuro. Para el escritor su experiencia, su humillación y desdicha es una catapulta que sirve para rememorar el pasado y transmutarlo, traducirlo, transubstanciarlo todo en un intento de crear una imagen, una metáfora del significado de la vida y de las posibilidades de la imaginación.
No debe extrañar que Borges describa el dolor como un milagro implacable, cosa que ningún pagano hubiera sostenido jamás. El dolor como el momento en que se nos revela la resistencia de lo real junto a nuestra propia realidad en tanto existencia. Sin olvidar y agregar lo dicho por el enfermizo Stevenson, para quien, además del dolor,  el encanto es una de las cualidades esenciales que debe tener el escritor. Sin el encanto lo demás es inútil. Y Borges, no hace falta decirlo, lo posee en grado suficiente. Sabemos que encontró la verdad de su vida dentro de la literatura, siendo el arte persecución de una verdad; de una verdad, no solo una relación, sino una verdad del hecho individual. El arte siempre opta por lo individual, lo concreto...


Bibliografía

  
Obras de Jorge Luis Borges:

Obras Completas  1923 – 1972,Emecé, Argentina, 1974. (OC).

Prólogos (con un prólogos de prólogos), Torres Agüero, Argentina, 1975.

Siete Noches (Conferencias),  F. C. E. México, 1980. (P).

Textos cautivos (ensayos y reseñas de la revista “El Hogar 1936-1939),                                Tusquets, Barcelona, 1986. (TC).

Obra Poética, Alianza, Madrid, 1975. (OP)





 Obras sobre  Jorge Luis Borges:

AA/VV 
1976: Borges, El Mangrullo, Buenos Aires.

Charbonier,  George
1967: Entretiens avec J.L. Borges, Gallimard, Paris.

Stefanía Mosca
1983: Utopia y realidad, Monte Avila, Caracas.

Nuño, Juan
1987: La Filosofía de J.L. Borges, F. C. E.  México.

Rodriguez Monegal, Emir:

1976: Borges: hacia una interpretación.  Guadarrama, Madrid.
1985: Ficcionario. Antología de textos de J.L.. Borges, F.C.E., México.
1987: Borges: una biografía literaria. F.C.E., México.

Sucre, Guillermo:

         1968: Borges, el poeta. Monte Avila, Caracas.
         1975: La máscara, la transparencia. Monte Avila, Caracas.

Vásquez, Maria E.
1977: Borges: Imágenes, memorias, diálogos. Monte Avila, Caracas


Otras referencias:

Blanchot, Maurice.
         1979: El libro que vendrá. Monte Avila, Caracas

Collingwood, Roger.
         1960:  Los principios del Arte. F.C.E., México.

Croce, Benedetto.
         1969: Estética. Nueva Visión,  Buenos Aires.

Foucault, Michel.
         1968: Las palabras y las cosas.  Siglo XXI,  México.

Hume, David.
         1984: Tratado de la naturaleza humana. Orbis, Barcelona.

Lezama Lima, José.
         1981: El Reino de la Imagen. Ayacucho, Caracas.

Shopenhauer, Arthur.
         1985: El Mundo como Voluntad y Representación. Orbis, Barcelona.
         1976: La estética del pesimismo. Antología. Labor, Barcelona.

Steiner, George
         1989: Presencias RealesEl sentido del sentido. Dimensiones, Caracas.

Tatarkiewicz, Wladyslaw.
         1989: Historia de la Estética, 2 t., Akal, Madrid.


Artículos de revistas:

Montoro, Adrian:  “Todos los hombres son mortales”: de Borges a Pindaro.  En: “Escritura” No.22, 1986, UCV, Caracas.

Nuño, Juan: “Semiótica  y poética en J.L. Borges”.  En:N”Escritura” No.22, 1986, UCV, Caracas.

Planella, Antonio: “El detective literario: panorama  del género policiaco de Poe a Borges”. En: “Escritura” No.19/20, 1985, UCV, Caracas.

_______”Borges y Narciso: dos espejos enfrentados”. En: “Escritura” No. 27, 1990, UCV, Caracas.

Rodriguez Monegal, Emir: “Mario de Andrade, descubridor de Borges”, En: “Eco” No.210, 1979, Bucholtz, Bogota.

Sucre, Ramos:  “La Narrativa de Borges: Biografía del Infinito”. En: “Eco” No123, 1970, Bucholtz, Bogota.







Pierre Menard, autor del Quijote
(El jardín de senderos que se bifurcan (1941);
Ficciones, 1944)

Jorge Luis Borges
(1899–1986)



A Silvina Ocampo
         La obra visible que ha dejado este novelista es de fácil y breve enumeración. Son, por lo tanto, imperdonables las omisiones y adiciones perpetradas por madame Henri Bachelier en un catálogo falaz que cierto diario cuya tendencia protestante no es un secreto ha tenido la desconsideración de inferir a sus deplorables lectores —si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos. Los amigos auténticos de Menard han visto con alarma ese catálogo y aun con cierta tristeza. Diríase que ayer nos reunimos ante el mármol final y entre los cipreses infaustos y ya el Error trata de empañar su Memoria... Decididamente, una breve rectificación es inevitable.
          Me consta que es muy fácil recusar mi pobre autoridad. Espero, sin embargo, que no me prohibirán mencionar dos altos testimonios. La baronesa de Bacourt (en cuyos vendredis inolvidables tuve el honor de conocer al llorado poeta) ha tenido a bien aprobar las líneas que siguen. La condesa de Bagnoregio, uno de los espíritus más finos del principado de Mónaco (y ahora de Pittsburgh, Pennsylvania, después de su reciente boda con el filántropo internacional Simón Kautzsch, tan calumniado, ¡ay!, por las víctimas de sus desinteresadas maniobras) ha sacrificado “a la veracidad y a la muerte” (tales son sus palabras) la señoril reserva que la distingue y en una carta abierta publicada en la revista Luxe me concede asimismo su beneplácito. Esas ejecutorias, creo, no son insuficientes.
          He dicho que la obra visible de Menard es fácilmente enumerable. Examinado con esmero su archivo particular, he verificado que consta de las piezas que siguen:
          a) Un soneto simbolista que apareció dos veces (con variaciones) en la revista La Conque (números de marzo y octubre de 1899).
          b) Una monografía sobre la posibilidad de construir un vocabulario poético de conceptos que no fueran sinónimos o perífrasis de los que informan el lenguaje común, “sino objetos ideales creados por una convención y esencialmente destinados a las necesidades poéticas” (Nîmes, 1901).
          c) Una monografía sobre “ciertas conexiones o afinidades” del pensamiento de Descartes, de Leibniz y de John Wilkins (Nîmes, 1903).
          d) Una monografía sobre la Characteristica Universalis de Leibniz (Nîmes, 1904).
          e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación.
          f) Una monografía sobre el Ars Magna Generalis de Ramón Llull (Nîmes, 1906).
          g) Una traducción con prólogo y notas del Libro de la invención liberal y arte del juego del axedrez de Ruy López de Segura (París, 1907).
          h) Los borradores de una monografía sobre la lógica simbólica de George Boole.
          i) Un examen de las leyes métricas esenciales de la prosa francesa, ilustrado con ejemplos de Saint­Simon (Revue des Langues Romanes, Montpellier, octubre de 1909).
          j) Una réplica a Luc Durtain (que había negado la existencia de tales leyes) ilustrada con ejemplos de Luc Durtain (Revue des Langues Romanes, Montpellier, diciembre de 1909).
          k) Una traducción manuscrita de la Aguja de navegar cultos de Quevedo, intitulada La Boussole des précieux.
          l) Un prefacio al catálogo de la exposición de litografías de Carolus Hourcade (Nîmes, 1914).
          m) La obra Les Problèmes d'un problème (París, 1917) que discute en orden cronológico las soluciones del ilustre problema de Aquiles y la tortuga. Dos ediciones de este libro han aparecido hasta ahora; la segunda trae como epígrafe el consejo de Leibniz Ne craignez point, monsieur, la tortue, y renueva los capítulos dedicados a Russell y a Descartes.
          n) Un obstinado análisis de las “costumbres sintácticas” de Toulet (N.R.F., marzo de 1921). Menard ­recuerdo­ declaraba que censurar y alabar son operaciones sentimentales que nada tienen que ver con la crítica.
          o) Una transposición en alejandrinos del Cimetière marin, de Paul Valéry (N.R.F., enero de 1928).
          p) Una invectiva contra Paul Valéry, en las Hojas para la supresión de la realidad de Jacques Reboul. (Esa invectiva, dicho sea entre paréntesis, es el reverso exacto de su verdadera opinión sobre Valéry. Éste así lo entendió y la amistad antigua de los dos no corrió peligro.)
          q) Una “definición” de la condesa de Bagnoregio, en el “victorioso volumen” ­la locución es de otro colaborador, Gabriele d'Annunzio­ que anualmente publica esta dama para rectificar los inevitables falseos del periodismo y presentar “al mundo y a Italia” una auténtica efigie de su persona, tan expuesta (en razón misma de su belleza y de su actuación) a interpretaciones erróneas o apresuradas.
          r) Un ciclo de admirables sonetos para la baronesa de Bacourt (1934).
          s) Una lista manuscrita de versos que deben su eficacia a la puntuación.[1]
          Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario, o ávido, álbum de madame Henri Bachelier) la obravisible de Menard, en su orden cronológico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar ese “dislate” es el objeto primordial de esta nota.[2]
          Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis —­el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden­— que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que sitúan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos ­decía­ para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más interesante, aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet: conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero... Quienes han insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara memoria.
          No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran ­palabra por palabra y línea por línea­ con las de Miguel de Cervantes.
          “Mi propósito es meramente asombroso”, me escribió el 30 de septiembre de 1934 desde Bayonne. “El término final de una demostración teológica o metafísica —el mundo externo, Dios, la causalidad, las formas universales— no es menos anterior y común que mi divulgada novela. La sola diferencia es que los filósofos publican en agradables volúmenes las etapas intermediarias de su labor y que yo he resuelto perderlas.” En efecto, no queda un solo borrador que atestigüe ese trabajo de años.
          El método inicial que imaginó era relativamente sencillo. Conocer bien el español, recuperar la fe católica, guerrear contra los moros o contra el turco, olvidar la historia de Europa entre los años de 1602 y de 1918, ser Miguel de Cervantes. Pierre Menard estudió ese procedimiento (sé que logró un manejo bastante fiel del español del siglo diecisiete) pero lo descartó por fácil. ¡Más bien por imposible! dirá el lector. De acuerdo, pero la empresa era de antemano imposible y de todos los medios imposibles para llevarla a término, éste era el menos interesante. Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una disminución. Ser, de alguna manera, Cervantes y llegar al Quijote le pareció menos arduo ­por —consiguiente, menos interesante— que seguir siendo Pierre Menard y llegar al Quijote, a través de las experiencias de Pierre Menard. (Esa convicción, dicho sea de paso, le hizo excluir el prólogo autobiográfico de la segunda parte del Don Quijote. Incluir ese prólogo hubiera sido crear otro personaje —Cervantes— pero también hubiera significado presentar el Quijote en función de ese personaje y no de Menard. Éste, naturalmente, se negó a esa facilidad.) “Mi empresa no es difícil, esencialmente” leo en otro lugar de la carta. “Me bastaría ser inmortal para llevarla a cabo.” ¿Confesaré que suelo imaginar que la terminó y que leo el Quijote —todo el Quijote— como si lo hubiera pensado Menard? Noches pasadas, al hojear el capítulo xxvi —no ensayado nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su voz en esta frase excepcional: las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco. Esa conjunción eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que discutimos una tarde:
Where a malignant and a turbaned Turk...
          ¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hubiera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. “El Quijote”, aclara Menard, “me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imaginar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this garden was enchanted!
o sin el Bateau ivre o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote. (Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras.) El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegramente. Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, la Galatea, lasNovelas ejemplares, los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes. Mi complaciente precursor no rehusó la colaboración del azar: iba componiendo la obra inmortal un poco à la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invención. Yo he contraído el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espontánea. Mi solitario juego está gobernado por dos leyes polares. La primera me permite ensayar variantes de tipo formal o psicológico; la segunda me obliga a sacrificarlas al texto ‘original’ y a razonar de un modo irrefutable esa aniquilación... A esas trabas artificiales hay que sumar otra, congénita. Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.”
          A pesar de esos tres obstáculos, el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes. Éste, de un modo burdo, opone a las ficciones caballerescas la pobre realidad provinciana de su país; Menard elige como “realidad” la tierra de Carmen durante el siglo de Lepanto y de Lope. ¡Qué españoladas no habría aconsejado esa elección a Maurice Barrès o al doctor Rodríguez Larreta! Menard, con toda naturalidad, las elude. En su obra no hay gitanerías ni conquistadores ni místicos ni Felipe II ni autos de fe. Desatiende o proscribe el color local. Ese desdén indica un sentido nuevo de la novela histórica. Ese desdén condena a Salammbô, inapelablemente.
          No menos asombroso es considerar capítulos aislados. Por ejemplo, examinemos el xxxviii de la primera parte, “que trata del curioso discurso que hizo don Quixote de las armas y las letras”. Es sabido que don Quijote (como Quevedo en el pasaje análogo, y posterior, de La hora de todos) falla el pleito contra las letras y en favor de las armas. Cervantes era un viejo militar: su fallo se explica. ¡Pero que el don Quijote de Pierre Menard —hombre contemporáneo de La trahison des clercs y de Bertrand Russell— reincida en esas nebulosas sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera hoja superrealista de Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores; pero la ambigüedad es una riqueza.)
          Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):

         ... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

         Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

         ... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

         La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas.
          También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época.
          No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más notoria. El Quijote —me dijo Menard— fue ante todo un libro agradable; ahora es una ocasión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es una incomprensión y quizá la peor.
          Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.[3] No permitió que fueran examinadas por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.
          He reflexionado que es lícito ver en el Quijote “final” una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —Tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...
          “Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar antiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó, es confesar nuestra languidez o nuestra barbarie. Todo hombre debe ser capaz de todas las ideas y entiendo que en el porvenir lo será.”
          Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esa técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de madame Henri Bachelier como si fuera de madame Henri Bachelier. Esa técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?

Nîmes, 1939


[1] Madame Henri Bachelier enumera asimismo una versión literal de la versión literal que hizo Quevedo de la Introduction à la vie dévote de san Francisco de Sales. En la biblioteca de Pierre Menard no hay rastros de tal obra. Debe tratarse de una broma de nuestro amigo, mal escuchada.

[2] Tuve también el propósito secundario de bosquejar la imagen de Pierre Menard. Pero ¿cómo atreverme a competir con las páginas áureas que me dicen prepara la baronesa de Bacourt o con el lápiz delicado y puntual de Carolus Hourcade?

[3] Recuerdo sus cuadernos cuadriculados, sus negras tachaduras, sus peculiares símbolos tipográficos y su letra de insecto. En los atardeceres le gustaba salir a caminar por los arrabales de Nîmes; solía llevar consigo un cuaderno y hacer una alegre fogata.