Hermenéutica
y crítica cultural
Ezra
Heymann
(Lección
Inaugural de la IV Corte del Doctorado de Filosofía de Mérida,
Universidad
de Los Andes, Venezuela, 2011)[1]

Para
dar cuenta del lugar que tiene el quehacer filosófico en nuestras vidas es
conveniente recordar algunos aspectos que nos permiten ubicar la actividad de
la reflexión en el conjunto de nuestras actividades. Todas ellas incluyen en sí
mismas un monitoreo del cual no necesitamos las más veces tomar conciencia. En
la medida en la cual somos atentos a la realidad que nos rodea, y al mismo
tiempo nos mantenemos en el proceso de comunicación interna en el cual
interpretamos nuestras aspiraciones y nuestras apreciaciones acerca de lo que realmente
vale la pena, en esta medida hablamos,
en uno de los sentidos de esta la palabra, de una actividad racional, aun
cuando no podemos sin más cumplir con la exigencia platónica del logon dídonai, esto es, de dar razón de
nuestros criterios de juicio. Negarnos esta condición por el hecho de que la
actividad no ha sido acompañada de un discurso interior articulado, o porque
aun ulteriormente no podemos explicar en forma completa lo apropiado de nuestras
apreciaciaciones y consiguientes
acciones, negarle este título tendría la consecuencia de que se vuelvan inaplicables los calificativos
de ‘racional’ y ‘discursivo’ en todo el
ámbito humano, dado que aun el discurso más articulado y consciente de sí no
puede dar cuenta de su propio procesamiento. No se salva a este respecto
tampoco el recurso popperiano de decir que la racionalidad no consiste en la producción de teorías, discursos y
obras, siempre azarosas, sino únicamente
en su revisión crítica, ya que ésta, cuando no se limita a una prueba mecánica
de coherencia lógica (una versión contemporánea del pascaliano il faut s’abêtir, hay que embrutecerse), está sujeta a la misma condición de
esencial incompletitud: de no poder dar cuenta de manera exhaustiva de todas
las razones que apoyan nuestro juicio, ni atender todas la objeciones posibles.
En términos popperianos, además del examen de su coherencia interna,
contrastamos nuestras teorías con comprobaciones empíricas independientes, pero
éstas no son infalibles. Las damos hasta nuevo aviso por suficientemente
confiables, lo que forma, en el lenguaje de Leibniz, una “certeza moral”.
Una
racionalidad crítica, y esto quiere decir en primer lugar autocrítica, comienza por reconocer su incompleta transparencia a
sí misma. Nuestros pensamientos tienen fuentes de evidencia e implicaciones que
no son plenamente accesibles a nosotros en ningún momento determinado. Es por
ello que tenemos que pensar. Nuestras
palabras, los predicados disponibles y sus correspondientes nominalizaciones
tienen condiciones de aplicabilidad que no son
plenamente estipulados y por esto mismo son palabras que dan que pensar.
Esta característica suya, de sernos familiares y a la vez oscuras, que sugieren
mucho y explicitan poco, constituye la condición socrática de la filosofía.
Interpretamos nuestro propio pensamiento, lo que sentimos, percibimos y anhelamos
en términos de las palabras que la tradición en la que crecemos nos propone y
enseña, y damos a su vez vida a estas
palabras a partir de nuestra propia experiencia y de nuestro sentido de lo
apropiado. Lo que ellas quieren decir, y lo que nosotros queremos decir
usándolas, es tema nunca agotado de nuestra reflexión. Pero con ello no nos
quedamos en el mismo lugar. La reflexión es parte de un proceso comunicativo en
el cual en situaciones renovadas, de circunstancia en circunstancia, nos
aclaramos nuestras inquietudes y respondemos a las que nos plantean los otros.
En este proceso hay vida alerta y
responsiva que se mantiene en contacto consigo misma: mientras esta vida sea
posible constituye, en medio de toda adversidad, una forma de eudaimonía, la dicha de poder respirar y
pensar, a la vez que es indispensable para no quedar absorbidos y anulados en equívocos
ya autocomplacientes, ya hipnóticamente alienados.
Nuestra
vida pensante se despliega de este modo en dos tiempos. Nos llegan desde
tiempos inmemorables palabras que
producen en nosotros resonancias cautivantes. Nadie lo ha expresado mejor que Pedro Salinas
en el poema Verbo:
¿De dónde, de
dónde acuden
huestes
calladas,
a ofrecerme sus
poderes
santas palabras?
Como el arco de
los cielos
luces dispara
que en llegar
hasta los ojos
mil años tardan,
así bajan por
los tiempos
las milenarias.
¡Cuántos
millones de bocas
tienen pasadas!
En sus
hermanados sones,
tenues alas,
viene el ayer hasta el hoy,
va hacia el
mañana.
Desde sus
tumbas, innúmeras
sombras calladas
padres míos,
madres mías,
a mí las mandan.
Todo el ámbito del verbo, junto con los gestos
y actitudes, cantos, prácticas y ritos, forma la tradición en la que nacemos y
en la cual nos educamos. Pero el singular ‘la tradición’ ya constituye un
primer equívoco. Nadie nació en una
tradición, unitaria y uniforme. Tan cierto como ser nacido de dos progenitores
y de dos familias diferentes, se estructura en nosotros un cruce de múltiples
hilos y diferentes experiencias y situaciones sociales que son retomados a su
vez por temperamentos diferentes, que se sienten más cónsonos con las pautas
culturales heredadas o más rebeldes frente
a estas, y ponen entonces en juego una modalidad contra la otra,
produciendo no pocas veces cambios desconcertantes tanto paro el espectador
como para los mismos involucrados en la convivencia. Los “hermanados sones” de los cuales habla Pedro
Salinos llegan de repente a ser la hermandad de Caín y Abel. Nietzsche y más
recientemente MacIntyre en Tras la Virtud
han visto en este desgarre una característica de la época moderna. Así escribe Nietzsche:
Todas las metas
están destruidas: las valoraciones se vuelven las unas contra las otras.
Se llama bueno a
aquel que sigue a su corazón, pero también a aquel que sólo responde a su
deber;
se llama bueno
al clemente y conciliador, pero también al valeroso, inflexible, severo;
se llama bueno a
aquel que no ejerce coerción sobre sí , pero también al héroe victorioso contra
sí mismo;
se llama bueno
al amigo incondicional de la verdad, pero también al hombre de la piedad, al
transfigurador de las cosas;
se llama bueno
al que obedece a sí mismo, pero también al religioso;
se llama bueno
al distinguido, al noble, pero también a aquel que no desprecia y nunca mira
desde arriba hacia abajo;
se llama bueno
al bondadoso que evita la lucha, pero también al ansioso de lucha y victoria;
se llama bueno a
aquel que quiere siempre ser el primero, pero también a aquel que no quiere
aventajar a nadie en nada.
Nuestros
valores, sostiene Nietzsche, proceden de tablas diferentes y carecen de
coherencia. Sin embargo él mismo no ignora por completo que sin esta división
interna, sin un contrapunto en su propio
seno un pueblo languidece y pierde el pulso de su pensamiento. Al carecer de
capacidad crítica y satírica, de recapacitación
y rectificación creativa, se ve sin
frenos al rodar al despeñadero.
En
cambio, la conciencia de la multiplicidad de los sentidos de nuestras palabras,
de la multiplicidad de las maneras de hablar y de pensar, despierta la
necesidad de atar cabos, la necesidad del intérprete que interpone su palabra
entre los que, presos del síndrome de Babel, ya no se entienden entre sí. Es la
necesidad de un pensamiento capaz de cumplir
su función mediadora porque reconoce dentro de sí mismo las resonancias y la
razón de ser de las diferentes maneras de pensar. La actividad mediadora,
hermenéutica, de la reflexión filosófica es de este modo también un llamado a
no dejarse encerrar en una única manera de pensar a la cual se da aquel que se
auto-mutila acallando en sí mismo las voces diferentes.
Salvar
la pluralidad de voces y asomar la posibilidad de volverse mutuamente
comprensibles es simultáneamente tarea
de la vida individual y de la comunitaria. Acerca de qué es hierro y qué plata,
señala Platón en el Fedro, acerca de
esto no hay discrepancia en la ciudad, pero no así acerca de qué es justo y qué
piadoso. Veinticuatro siglos más tarde nos recuerda Freud que tenemos dentro de
nosotros un adversario digno de nosotros.
Acerca del ser, señala Platón en El Sofista, los hijos de la tierra
piensan que es actuar y padecer en permanente cambio, mientras que para los
amigos de las ideas es constancia e inmutabilidad. Ahora bien, cualquiera de
estos dos extremos, señala Platón, es igualmente inaceptable. Si el ser es sólo
devenir, entonces no hay nada reconocible en él; si es inmutabilidad, entonces
llegamos a la conclusión de que el ser es ajeno a la vida y la vida al ser.
Platón rechaza el platonismo, la identificación del ser con la idea que es sólo
idéntica a sí misma, no menos que su reducción a la dinámica física. Pensar la
forma reconocible en el mismo devenir y el movimiento en el ser, dar su lugar y
su razón a cada una de estas evidencias sentidas, será la tarea del pensamiento
desde Platón en adelante.
Es
un tema constante en los diálogos socráticos la relación entre physis y nomos, entre la naturaleza por una parte, y lo establecido, la ley
y lo convenido, por otra. Los sofistas aparecen en el escenario ateniense como
señaladores de la discrepancia entre los dos, pudiendo ellos ya reivindicar la
physis, como Cálicles, ya al nomos, como Protágoras. Es en cambio lo propio del
pensamiento de Platón y Aristóteles, así como ulteriormente del pensamiento
estoico y epicúreo, el reclamo de su
complementariedad. La misma physis
humana requiere nomos, cultura y
elaboración social e institucional, y el nomos
encuentra en la physis su medida, su
justeza y sus aciertos. La segunda naturaleza formada por la misma actividad humana,
que reivindica Aristóteles, tiene que atender y respetar la primaria e
integrarse con ella, sin que esta integración pudiera ser completa y lograda de una vez por todas.
Podemos
encontrar rasgos de crítica cultural en todas las culturas, siendo ésta particularmente
presente en la bíblica, y en la griega
desde Hesíodo hasta Platón, y en su forma más ruda en la tradición de
Antístenes y de Diógenes, conocida como la cínica, a la cual se suele afiliar
gran parte de la crítica cultural moderna desde Rousseau hasta Foucault. Aristóteles
marca a este respecto una modalidad muy distinta. En su Política no le interesan las posibilidades utópicas, sino las
reales y graduales, así cuando dice de Pisístrates que ha sido más político que
tirano, entendiéndose lo político como
lo republicano, esto es aquella mentalidad que no piensa primordialmente en
términos de poder sino de entendimiento ciudadano negociado, esto es,
consciente de las oposiciones que constituyen la vida social. La postura de
Aristóteles no es la de aquel que se plantea frente a la vida social y cultural para juzgarla, sino la de aquel
que conoce sus dificultades y peligros,
en particular las que acompañan al agon
político. Frente a las formas de gobierno monárquicas, aristocráticas y
democráticas Aristóteles es tan
ambivalente como el ciudadano común de hoy en día, sólo que sabe articular el
peligro y el morbo que llevan en su propio seno. Lejos de un elogio exaltado
encontramos aquí la aguda conciencia de la imperfección que es inherente a la
vida política y de la consiguiente necesidad de
complejas limitaciones del poder.
Formas de gobierno que no sean en algún grado mixtas no pueden llevar la
comunidad a buen término.
Si
no ha de negarse a sí misma y caer en la impostura, la actividad filosófica se
distancia de toda profecía. Ni pretende conocer el futuro ni busca imponer con
amedrentamientos y prestigios apabullantes su propio discurso. Así como parte
de las palabras de la comunidad de las cuales se alimenta y cuyas resonancias
escucha y sopesa, así las propone a su vez a la ponderación y revisión por
parte de los otros. Tradición, diálogo, reflexión y ejercicio interno de
lucidez que incluye la atención a las cosas, son los elementos en tensión entre
sí que constituyen la auto-comprensión hermenéutica de la filosofía. Saber
dialogar implica no estar encerrado uno en sus
tradiciones, sino más bien saber aprovechar las potencialidades que estas
ofrecen para abrirse al mundo, y a las perspectivas diferentes de las usuales
que el mundo admite. Cada lengua, señalaba G. de Humboldt, da la llave para
llegar a entender cualquier otra.
A
su vez la atención al discurso, al propio y al del otro, no hace que sea prescindible la atención a las cosas, a las
cosas que nunca se agotan en lo que se dice de ellas, sino que se muestran
tenazmente resistentes a nuestras convenciones.
Un compromiso con la realidad y un amor a la verdad en el sentido más
sencillo pero imprescindible de la palabra, aportar observación lúcida e
información confiable es un componente tan imprescindible de la comunicación
como lo es la disposición de escuchar y de dar crédito inicial al sentido y a la sensatez de
las palabras del otro. No se trata nunca sólo de yo y de tú, de ti y de mí,
sino siempre también del mundo en que vivimos y que no hemos hecho, y de sus
habitantes, de terceros que no hemos consultado. La cultura es a la vez cultura
del diálogo, atención y cuidado de las cosas, y una presencia tácita de
terceros con sus expectativas de ser respetados y oportunamente escuchados, esto
es, la virtud de la amistad ciudadana junta con la de la amistad personal, y de
la soledad inseparable de la condición humana.
Pero
nos damos cuenta de que es una soledad poblada, poblada de gente muy cercana y
muy lejana, y siempre poblada de palabras, palabras venidas de lejos que nos
permiten pensar. ¿Cómo puedo saber qué es lo que pienso, escribe el novelista
Forster, mientras no encuentro la palabra que lo expresa? Darnos a ellas,
sumergirnos en lo que nos susurran, y a continuación distanciarnos de su
pretensión de incondicionalidad y de la fe ciega depositada en ellas, son los
dos tiempos de la filosofía consciente de ser hermeneia.
¿Entonces,
la filosofía se las tiene con las palabras y no con las cosas, con las
realidades, con el ser? Efectivamente con las cosas estamos empeñados en todas
nuestras actividades, desde las artesanales y artísticas hasta las científicas.
La actividad filosófica en cambio reflexiona sobre nuestras concepciones de las
cosas, concepciones, maneras de ver y de pensar que se acuñan en nuestras
palabras. Es reflexión, y esto significa que no pretende conocer el on, las
realidades, mejor de lo que de todos
modos, con más acierto o más desacierto las conocemos, sino de dar cuenta del logos del on, de las palabras que manifiestan nuestras maneras de esbozarlo y
de entenderlo. Son palabras que nos acompañan todos los días y todo el día. Si
lo filosofía crea algunas palabras nuevas, estas son solamente auxiliares y
provisorias. ‘Transcendental’ y ‘sincategoremático’, ‘protasis’ y
‘apodicticidad’, ‘hermenéutica’ y ‘entimememático’ no sirven como palabras en
las cuales cabría refugiarse. Más bien necesitan ser explicadas en sus
contextos específicos en lenguaje llano, no como condescendencia para con el
lego, sino para entendernos a nosotros mismos y escapar de la pereza de
pensamiento que se manifiesta en el uso de terminologías fosilizadas. De hablar
pensando y de la dicha de escuchar y de leer con respuesta vivaz se trata, no de manejar
una terminología con reglas convenidas, o de jurar por las palabras de algún
maestro, quienquiera que sea. Este verso de Horacio (Nullius addictus iurare in verba magistri) deben imaginar inscrito en toda aula de
filosofía. Es simplemente el compromiso, la decisión tomada, de no resignarse jamás a ser idiota.
En resumen
1.
Toda actividad es
acompañada de un monitoreo en el cual operan tácitamente criterios de acierto y
desacierto propios a cada uno de los campos de actividad.
2.
Los criterios de
aprecio, trátese del orden cognoscitivo y contemplativo, del orden práctico, o
del humano interactivo, encuentran su expresión en palabras de encomio, cuyos
lugares más propios son la poesía, la retórica y la filosofía. La poesía evoca
lo apreciable en las cosas y en los actos humanos, y la retórica trata de mover
audiencias dosificando encomio y execración. La filosofía en cambio parte del
descubrimiento de la diversidad de sentidos y de valoraciones encerradas en
nuestras palabras apreciativas. Si bien
ella apela a una fuerza del alma, ella no incita a la acción sino a la
reflexión, y urge la toma de conciencia de la complejidad muchas veces ignorada
de nuestras apreciaciones. Trátese de lo limitado y de lo ilimitado, de la
constancia y del fluir, de la audacia y de la prudencia, del don y de la
reserva, de la rectitud y de la astucia, nuestras valoraciones tienden a
fluctuar ciegamente de un extremo al otro. La dificultad no está solamente en
entender las palabras del otro, sino en sacar a luz la mitad suprimida del
sentido de las propias. Si las palabras no han de ser dardos lanzados o
incitadoras de efecto automatizado, entonces necesitan un trabajo lento de
diálogo e interpretación, desde sus fuentes remotas hasta su uso en nuestras propias
bocas.
3.
Nosotros nos entendemos
a nosotros mismos a través de las palabras que encontramos, que son palabras
que primero nos fueron dichas, y que provienen de muy lejos. Entendernos a nosotros mismos pasa entonces
por sopesar el sentido de las palabras y
es inseparable del trabajo de entender el discurso del otro.
4.
Nos encontramos cada
uno en un cruce de tradiciones, de transmisiones de sentidos ya consonantes, ya
disonantes. El trabajo hermenéutico representa de esta manera a la vez un
esfuerzo de integración personal y de comprensión social y política. La
receptividad ante lo dicho y el espíritu crítico, discerniente, en atención a
las cosas de que se trata, son los dos tiempos de la filosofía que se entiende
a sí misma como actividad hermenéutica.
5.
El ejercicio de la
interpretación, el tratar de comprender las palabras que nos llegan presupone
una realidad cultural en la cual se vierten múltiples tradiciones, y constituye
con ello mismo una elaboración continua y una revisión crítica de la tradición.
En esta necesidad de revisión se afincan tanto la individualidad indeclinable y
la experiencia singular de cada uno como el diálogo en el que vivimos.
[1] Agradecemos al Dr.
Mauricio Navia, director del Doctorado de Filosofía de la ULA del envío de este
importante trabajo del Dr. Heymann.
No hay comentarios:
Publicar un comentario