domingo, 1 de abril de 2018


Los días de Hesíodo
y los trabajos del emigrante

David De los Reyes
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El mayor campo de refugiados del mundo: Dadaab, Kenia (África). 


Vivimos en una época de intensa emigración permanente alrededor de todo el mundo. Una emigración surgida, la mayoría de las veces, por  la fuerza y las circunstancias extremas de los países; por las condiciones inhumanas, injustas, carentes, criminales, bélicas que distinguen a muchas naciones que son manejadas por gobiernos dictatoriales, criminales, fallidos y de fuerza, cuya característica y condición principal es el empobrecimiento sistemático de sus habitantes tanto a nivel material como espiritual, intelectual y vital. 
Las más de las veces, al salir del país de origen en busca de nuevos horizontes, la vida no se hace fácil, y tenemos que comenzar a reestructurar nuestras vidas, nuestras costumbres, nuestros valores y nuestras formas cotidianas de hacer. Pero lo insoslayable que se nos presenta al dar este salto, a veces desesperados, otras con buena acogida por amigos o familiares que ya residen  a donde  hemos elegido emigrar, es tener la actitud para aceptar la necesidad imperiosa de trabajar y hacer la faena de la mejor forma para el acoplarse a la nueva situación y obtener la superación de carencia por la que se tiene que vivir al pasar esa línea fronteriza que nos aleja de nuestro territorio natal. Además de conocer y adentrarse,  vivir y explorar  las ancestrales y presentes culturas a las que nos vemos inscrito en el nuevo hábitat elegido o permitido dentro del abanico de posibilidades geográficas.  Hesiódo, ya en la antigüedad del mundo griego, reflexionó acerca de ello y hoy volvemos a retomar sus palabras   como inspiración y ejemplo del  emigrante que va a nuevos derroteros para enderezar  su vida abrirse con sus propias fuerzas y habilidades, con sus propios valores éticos (y religiosos para quien los tenga), gracias por su labor, a donde hemos llegado para continuar nuestra propia historia personal.      
Hesíodo es uno de los autores clásicos del mundo griego, e igualmente,  ciertos estudiosos de su obra le otorgan la condición de haber sido el primer filósofo del mundo helénico, al encontrar en sus palabras la alusión al ser y lo cambiante que constituye esta identidad ante  un mundo (de los entes) fenoménico. Sabemos que vivió  entre el siglo VIII y VII antes de nuestra era, es decir, entre el 800 y 700 del mundo antiguo. Hesíodo se le conoce por dos obras, Teogonía, que describe todas las burradas, virtudes y fantasías míticas de los dioses griegos, y un libro más humano, Los Trabajos y los Días, que es el que nos interesa aquí, cuya primera parte no deja de estar salpicado por la visión divina del destino determinado por edades, por parte de ese padre vengativo y hedonista nombrado como Zeus, respecto a los hombres. Y una segunda sección donde encontramos un conjunto de recomendaciones para los nuevos colonos y trabajadores de ese período ancestral de occidente; toda una lista de buenas propuestas para sobrevivir luego de buscar tierras dónde asentarse y recrear, una vez más, la vida humana en común.
Sin embargo, lo interesante de esta obra, por otra parte, es que es un ajuste de cuentas. ¿Ajuste de cuentas dije? Si, un ajuste de cuentas.  En el escrito encontramos el nombre de su hermano, Perses, que es a quien va dirigido, o para quien fue escrito. Los trabajos y los días contiene una serie de recursos y declaraciones muy de su entorno helénico, todo un catálogo de disposiciones positivas para la vida común y del emigrante: actitud de los dioses y su poder ante los débiles y sufridos seres humanos, consejos de conducta, observaciones de vida, calendarios de los días adecuados para las faenas, y toda una relación de lo que debe ser el condenado y sudoroso trabajo honesto para los hombres que quieran, como se dice, agarrar los cuernos del toro de frente.
Una doble verdad  se desprende de sus páginas. La actitud proba que debemos mantener ante nuestra labor diaria.  Del trabajo no podemos escapar, por ser necesario para subsistir, es un pesar que debemos soportar los hombres durante la vida, pero si queremos, el trabajo forja un destino insoslayable y sólo aquel que esté dispuesto a enfrentarlo, en asumir el qué-hacer cotidiano es quien podrá con él, y doblegarlo para su bienestar. Fuera los holgazanes,  serán perseguidos los zánganos, mal vistos los ociosos sin causa o con causa por no hacer nada  y vivir del trabajo de los demás. Postura radical ante la labor, pero que en un mundo de carencias, como era aquél en el que vivió Hesiódo, no se podía distraerse y asumir una vida sin un orden estricto y secuencial, reiterativo pero vital para la conservación  y lo que pudiera llamarse hoy por buen vivir.
Es un libro que fue útil para los griegos en su momento de expansión colonizadora a territorios inhabitados del mar Mediterráeno y proclives para la  supervivencia y negar la adversidad del pasado personal y colectivo. Lo llevaban como preciada pertenencia algunos colonos o emigrantes que buscaban escapar de las carencias donde habitaban, de tierras infértiles o lugares hostiles por los habitantes de los alrededores, de dominios por estados extranjeros, guerras permanentes genocidas, de territorios pobres en nutrientes, de geografía difícil de doblegar para una mejor vida. Texto apreciado y atesorado por estos viajeros   que sabían  la ardua labor que les esperaba. Fue un libro para el viajero que buscó un destino y un espacio que, con trabajo, podía llegar a ser  provechoso y en los que se pudiera establecer la continuidad de la familia, de la vida y de la cultura helénica en expansión al abandonar regiones ya invivibles por condiciones políticas o naturales, y obtener los recursos vitales dentro de una cotidianidad empobrecida.
Y por otra, esta obra, como se dijo, contiene y expresa  una confrontación  entre hermanos. De los conflictos fraternos gracias a las malditas herencias familiares donde,  a la muerte del padre, comienza a emerger lo más bajo de los instintos y miserias entre hermanos, la ambición que siempre va atada a la mezquindad personal, signo  visual del fracaso de familiares o hermanos. Perses será la postura del ambicioso, en esta tragicomedia antigua; Hesíodo, aquel que, a pesar de saber cómo invertir lo obtenido para el provecho familiar, tendrá que entregar buena parte de su herencia a su hermano dilapidador a la fuerza e injustamente. ¿Cómo trascurrió este pleito entre hermanos?  Perses demandó a su hermano ante los tribunales  y los jueces dictaminaron a favor del despilfarrador por ser el mayor. Una historia que se repite hasta la saciedad aún en nuestro tiempo presente. Al obtener este botín, Perses, por sus andanzas y procederes, vuelve a estar en la penuria, propio de una vida sin trabajo y excesos, de zángano y sin responsabilidad ante lo que se tiene. Y vuelve a exigir más ayuda a su hermano Hesíodo,  quien se negará, en esta oportunidad, auxiliarlo otra vez a costa de la herencia de su padre; de un padre común que había vivido del cabotaje en las costas occidentales de Anatolia (hoy Turquía), y  terminó arruinado, regresando a las tierras de sus ancestros, Beocia (zona occidental de Grecia), dedicándose a la agricultura y al pastoreo, lugar donde nacieron, en la  población de Ascra, sus hijos. Esta vida de colonos pastores marca a  Hesíodo, y será el contenido experiencial de su  reconocido escrito sobre los días y sus labores pertinentes. Ambos hermanos  no tuvieron otra opción en su juventud que dedicarse a tales oficios a campo abierto. Uno saco provecho y otro, su ruina.

La aparición de la inspiración poética de Hesíodo ha sido relatada por él mismo, el momento en que las musas se le aparecen un día,   mientras estaba  como pastor, cuidando un rebano de ovejas al pie del verde y bucólico monte Helicón. Tal don poético lo impulsa a crear y ser vencedor en la ciudad de Calis, ante el insuperable bardo Homero en un certamen de poesía; este premio lo gana, según narran,  a que el poeta de la Ilíada escribió sobre las atrocidades de la guerra y el beocio pastor, sobre las bondades de la  paz. Parte de su obra  está inspirada por la tradición oral de la mitología de los dioses, proporcionando toda una particular genealogía de los dioses olímpicos como la conocemos hasta el presente; antes de Hesíodo sólo se tenía conocimiento de ellos por ser transmitida de forma oral y sin una clasificación certera y jerárquica de cada uno. Su Teogonía será una transcripción de las creaciones, aventuras y ocurrencias mitológicas de los dioses bajo la dominación del patriarcal Zeus.
Las palabras que dirige a su hermano en Los Trabajos y los Días  con lo que quiere decirle unas cuantas verdades, comienzan advirtiendo las distintas edades por las que ha tenido que pasar el hombre. Su creador, Zeus, al ser engañado y robado el fuego por el hombre, va a crear, en venganza, una diosa maligna, Pandora, que hará justicia divina, expandiendo los peores males sobre la tierra de los humanos, dejando dentro del cofre, la Esperanza.
Su voz  narra la condición de los seres a su paso por distintas edades míticas, en que aparecen y desaparecen sin dejar herederos. Comienza con la paradisíaca  edad  de oro, donde se vivía exentos de males y en plena armonía, libre del trabajo y enfermedades, sus habitantes eran dioses. A esta sucede la edad de plata, tiempo en que los primeros cien años de todo niño era criado por su madre, pero sin ninguna inteligencia, abrumados por sufrimientos a causa de la estupidez, síntoma de tanta protección maternal; tampoco honraban a los dioses: fueron dichosos subterráneos. La edad de bronce, semejante a la de plata, sus habitantes tenían sólo la preocupación de injuriarse entre ellos, no comían trigo, eran feroces y duro corazón como el acero: grande su fuerza, armas de bronce, moradas de bronce, trabajaban el bronce; semejante a la invasión de los dorios, cazadores y guerreros nómadas, que llegaron desde los territorios del norte de Grecia a dominar todos los pueblos establecidos; un tiempo en que comienza a tener serias dificultades las condiciones mínimas de la vida humana. La edad  de los semidioses, donde por sus luchas y guerras entre ellos, van a  ser sometidos por Zeus y llevados a la isla de la Bienaventuranza, allende el profundo océano, donde tres veces al año la tierra da frutos. Y la última edad, en la que viven estos hermanos desavenidos, la edad del hierro, donde los males han sido expandidos, el trabajo y la miseria los abruma en todo momento, las enfermedades están en todo lugar, la envidia corroe y la carencia lleva a la necesidad de exigir trabajar para ganar con el sudor de tu frente el pan, como dirían luego los cristianos, donde los hombres son destruidos por los dioses cuando sus cabellos se tornan blancos. Nosotros, pudiéramos especular con Hesíodo, vivimos en la edad de lo inmaterial, de lo virtual, de lo digital, que funge como moneda y elemento etéreo por el cual transcurren nuestras vidas amarradas al dispositivo del computador, aliñado dolorosamente todo ello con las grandes pandemias de masivas emigraciones a nivel global, donde el entorno se vuelve  más angustioso, carente, destrozado y violento en todos los sentidos posibles que en aquellos tiempos pasados, y una vida urbana de continua evasión y distracción que viene a permear narcóticamente nuestras míseras y aceleradas existencias. 
La condición que observa Hesíodo de estos hombres de la edad de hierro no es nada alentadora, son violentos, tramposos e inicuos. No saben de dignidad ni de humildad, sólo de engaño y perjurio, algo muy normal hasta en nuestros días. Una  visión bastante pesimista por realista del hombre en todos los tiempos.  Donde no han tenido la osadía de abordar la vida a través de las diosas Edo (representante de la humildad, la modestia y pudor) y de Némesis (aquella diosa que aplica la justicia retributiva, la solidaridad, la venganza y el equilibrio ante los excesos humanos). La edad de hierro es una era donde esta diosa ajusticiadora, Némesis, se enfrenta refrenando a los hombres que piensan tener derecho ante los demás por el uso de la fuerza, donde los hijos ya no obedecen a sus mayores, y su mano empuñando la espada del castigo divino, lacera toda desmesura. Asume la difícil tarea de repartir la felicidad, midiendo su grado en los mortales que han sido favorecidos en demasía y sin justificación alguna, por la otra diosa, Fortuna.
Así el texto nos lleva a un recuento de las atrocidades y castigos que imponen los dioses a los hombres por sus excesos y acciones. Un mundo mitológico pero humano,  proclive a la religión y al dogma, donde todo queda sometido a fuerzas invisibles, cuando la ignorancia y la razón se nublan para la mente humana, alejando una mirada justa de la vida individual y colectiva, junto a su condición trágica, mortal.
Esto lleva a Hesíodo a dictar a Perses, a través de sus palabras, la necesidad de mantener y obtener a lo largo de la vida un sentido de la justicia, un rechazo de la violencia, pues es el dictamen que exige el dios mayor, Zeus, para los humanos. Donde el trabajo justo y autónomo, pero vinculado con la comunidad cuando la haya, vendrá a ser la superación del hambre y la miseria general; gracias a esto,  no se incurrirá en aparecer y persistir en carencias y dificultades por desatención al orden que impone y nos exige la vida; sólo quedaría detestarnos por negar, insistentemente, la labor proveedora de justo sustento,  por nuestra acción. Al abocarse estos emigrantes colonos campesinos a su faena,  obtendrán el  beneficio de  Démeter, la diosa de la tierra, que procurará llenar los graneros gracias al buen y atento cultivo del suelo habitado. El hambre es la compañera inseparable de los ociosos, seres que serán odiados por no hacer nada para cambiar su condición; son  vidas determinadas y condenadas por la envidia,  al mirar a aquel que se ha enriquecido por su labor. Se trabaja no para el lujo y la exhibición de oropeles y fatuidades, sino para no padecer necesidad, ni cubrirse con el manto de la carencia perpetua: se trabaja para llenar los graneros, es decir, tener el buen alimento de los días trabajados. Los holgazanes son vistos como zánganos, que devoran la miel de las abejas trabajadoras. Sin embargo los dioses son calificados como dadores de bondades,  y considera, nuestro antiguo autor, que estas riquezas son las mejores; la peor riqueza de todas es la obtenida por el robo.
Un principio dirigido a su hermano Perses era el de aspirar a riquezas obtenidas por el esfuerzo cotidiano. Así llega al corolario ama a quien te ame, ayuda a quien te ayuda, da al que te dé, pero no des nada a quien no te dé nada, lo cual aplico a aquél.  Pero es, también, un principio ético de buen vecino,  con quien se deberá tener una constante y cultivada política de ayuda mutua en los buenos y en los malos tiempos por venir. Y, sobre todo, atender al proceso que conlleva todo trabajo, he ahí sus palabras: Hártate de beber al principio y al final, pero no cuando estés en la mitad, pues no sabes cuán largo será el trayecto que deberás recorrer.  Sólo antes y después de la labor realizada es que podemos festejar, celebrar en nuestras vidas; en el proceso de la labor desempeñada abstenerse es lo  preferible, para no distraerse y perder lo ya producido.
De lo mínimo que exige para iniciar la vida en otro lugar serán tres las condiciones exigidas: casa, mujer y animal para arar. Ante todo procura tener  una casa, una mujer y un buey de labor. Una afirmación que aún hoy debe ser seguida por todo emigrante. Es lo indispensable para asentarse en un nuevo espacio. Todo exiliado  de una u otra forma, en una u otra época, siempre ha requerido eso, un  techo que acobije, un ser que nos acompañe y ayude, junto a una labor y habilidades e instrumentos de trabajo que nos lleve a procurarnos lo necesario para una vida proba. Luego está la importancia de mantener un orden, una continuidad del hacer cotidiano productivo: el orden es la mejor de las cosas para los mortales, el desorden la peor. La imprudencia esta en nuestro obrar y ésta, si sólo está aliada al dinero, se convierte en el alma de los miserables mortales.
El uso de la expresión de la palabra, la oratoria cotidiana, el uso del lenguaje, es tomado en cuenta por Hesíodo, pues considera que la palabra pronunciada parsimoniosamente es un tesoro excelente entre los hombres, ya que la gracia de las palabras esta toda en su mesura. Saber medir las palabras que pronunciamos nos da un sentido de armonía ante aquel que nos escucha al pronunciarlas y de un pensamiento que se adentra en un orden medible y vivible, adjunto al honesto hacer.
De todos los días del mes Hesíodo da unos que son más proclives para hacer ciertas cosas que otras. Es un orden algo azaroso, casi subjetivo o dispuesto por su experiencia personal en el territorio helénico donde habitó. Esto nos da a entender que tenía muy en cuenta los cambios atmosféricos y geográficos, aunado a una sucesión de acciones para la buena labor cotidiana, semanal y mensual; es lo que hoy llamaríamos como su agenda laboral. De esta forma nos dará de los treinta días del mes una docena de ellos especialmente dedicados a labores importantes, los demás vendrán a ser secundarios.  Como ejemplo de lo dicho este griego observa que el décimo día del mes es propicio para la generación,  para el engendrar hijos la pareja, o la subjetiva apreciación sobre el veinticuatroavo día del mes, que será mejor por la mañana y por la tarde es menos bueno. El peor día del mes, el más peligroso y terrible, es el quinto día. De ahí pueda que venga esa superstición itálica de ciertos días propicios para la mala suerte, como el trece y el martes tan común en nuestra habla común.
Con estas líneas hesiódicas  hemos querido presentar un texto clásico que, no por haber pasado veintiocho  siglos, ha dejado de hablarnos sobre todo para aquellos que hemos emigrado por inhumanas condiciones de vida de nuestros territorios nativos. Nos da una serie de  reflexiones que nos muestran una sabiduría para el proceder del hombre de todos los tiempos. El hombre se debe al buen trabajo. El trabajo no es visto como un mal; todo trabajo porta consigo su dignidad cuando está bien hecho y no a costa de la explotación y viveza sobre otro semejante. Tampoco se refiere al trabajo del esclavo. Tampoco el de un hombre sometido al amarre de un salario para subsistir. Se trata del trabajo que requiere hacer aquel hombre que quería ser autónomo, vivir sin carencias o con las mínimas, de respirar aires de libertad en otras tierras dentro de los límites de la vida sencilla y de los pequeños placeres que nutren la felicidad de la labor hecha. Una ética para todo emigrante, para todo aquel que busca nuevos horizontes donde asentarse para la obtención del principio de la diosa Pachamama andina, el buen vivir o, como diría Aristóteles, una vida buena. Solo el que sepa enfrentar el trabajo sabrá como surgir airoso de él. En esto radica todo.   
Leed a Hesíodo, y sacad vuestras propias conclusiones de emigrante.

Guayaquil 20 de marzo de 2018

Referencia electrónica:
Hesíodo: Los trabajos y los días.



Sergio Ramírez:
“Contra la memoria ninguna represión puede” 
Claudia Furiati Páez
 @festilectura


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“Él es la vida y la naturaleza,
regala un yelmo de oros y diamantes
a mis sueños errantes.”
Un soneto a Cervantes de, Rubén Darío

En su animosa cruzada por países suramericanos para presentar su última novela, inscrita en el noir caribeño,  Ya nadie llora por mí (Alfaguara, 2017) y en antesala a su estelar aparición en el Paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares para recibir el Premio Cervantes este 23 de abril, Sergio Ramírez, aceptó nuestra invitación en Guayaquil a dialogar desde el butacón del lector. Sitial que al igual al ingenioso manchego, desafía al autor nicaragüense, a dejar su “armadura” de cotidiano combatiente de ideas, político, promotor cultural y laureado escritor, para transformarse en un extraordinario aventurero de inventados laberintos de la palabra cervantina.

Fue una fértil correspondencia sobre su compromiso lector, que contó como “prólogo” sus reflexiones compartidas durante un concurrido conversatorio promovido por la organización de la Feria del Libro de la llamada Perla del Pacífico, metrópolis ecuatoriana que además le reconoció como “Huésped Ilustre”. Allí el creador del inspector Dolores Morales reflexionaría sobre esa ofrenda imperfecta que brinda desde el altar del teclado a sus lectores: “cuando me siento a escribir pienso en un lector individual,…que para mí siempre es exigente, es un lector que está muy atento, que no me va a dejar pasar una, que si cometo un error lo va a notar,…, es un lector que no piensa que yo soy un escritor perfecto, no hay nada perfecto. El gran cuentista Augusto Monterroso (Guatemala) decía que cuando uno cree que ha alcanzado una página absolutamente perfecta, hay que agregarle algún error, para que el lector piense que uno también es humano”.

De ese humanismo imperfecto dio cuenta en la velada, donde confió proyectar mucho de sí en su protagonista de marras, el detective Morales, el ex guerrillero sandinista y policía de élite, devenido en inspector privado de poca monta. Reconoció que la saga es un homenaje a autores clásicos del género negro que le han curtido su alma lectora como Raymond Chandler, Dashiell Hammett, George Simenon o Agatha Christie. Una “propuesta ética” de escudriñar literariamente la compleja realidad latinoamericana (corrupción, narcotráfico, violencia) que le hermana con otros antihéroes a los que también sigue como el “Mario Conde” de Leonardo Padura (Cuba) y “El Zurdo Mendieta” de Elmer Mendoza (México). Estas y otras miles de sus predilectas obras, han desbordado su “bitácora de lectura”  y  nutren hoy el fondo de la Biblioteca de la Fundación Luisa Mercado de la que es fundador, y que junto al festival Centroamérica cuenta, son expresión palpable de su afán formar de lectores rigurosos y escritores virtuosos en la región mesoamericana, comprometido con el legado de su admirado coterráneo, el poeta Rubén Darío.

Leer el mejor ejercicio de libertad

P:           Cuatro días antes de conocerse el veredicto del Premio Cervantes 2017, publicó en su columna habitual de El Nacional (Venezuela) un artículo que comienza así: “La literatura no deja de ser un viaje que se inicia en la primera página de un libro y se llega a puerto al cerrar ese libro” ¿Pudiese darnos pistas de cómo se produce esa vivencia en el Sergio Ramírez lector?

SR:         Uno debe prepararse para un viaje lleno de sorpresas al abrir un libro. Entramos en un mundo desconocido, por el que navegamos con los ojos llenos de asombro, dispuestos a dejarnos sorprender. Por eso los libros previsibles no sirven para un buen viaje. Y hay libros donde el viaje es doble, porque son libros acerca de un viaje: el viaje de Ulises de regreso a su patria en la Odisea, el de don Quijote por los campos de Montiel. Viajamos con los personajes y somos parte de sus aventuras, nos volvemos nosotros mismos personajes. Leer es un viaje desde una silla, entre cuatro paredes que se levantan gracias a la magia misma de la lectura para dejarnos volar, navegar, andar.
P:           ¿Se puede transitar ese mismo recorrido imaginativo, y más aún experimentar las sensaciones que emergen del relato, a través de la lectura disruptiva de los soportes digitales?
SR:         Es lo mismo, leer en papel que en la pantalla. Nuestro instrumento de navegación son las palabras, escritas primero en piedra, luego en papiro, en pergamino, en papel, ahora en caracteres electrónicos. La gracia de todo está en descifrar los signos que a quien no sabe leer le parecen extraños y misteriosos, pero que contienen una clave, contienen la imaginación, y la transmiten de una cabeza a otra, de mi cabeza de escritor a la cabeza del lector. E imaginar se convierte en un acto diverso al descifrar esos signos por medio de la lectura. La imagen del que describe no es ya la misma del que escribe, allí está la magia. Y es una imagen distinta para que cada cual que lee, más magia aún. Una imagen que se multiplica de manera infinita
P:           Suponemos que de allí viene la “Bitácora Lectora” que confesó llevar a la periodista y escritora española Berna González Harbour. Pudiese revelarnos algunos de los títulos mejor catalogados.
SR:         Cuando uno se ha pasado la vida leyendo, cada vez que le piden hacer una lista, esa lista cambia de acuerdo al momento, al estado de ánimo. Mi amigo el poeta nicaragüense Carlos Martinez Rivas,  cuando vivía en Madrid, tras entrar una mañana al museo del Prado, decía: “qué bien amaneció hoy Velásquez”. Así pasa con los libros, unos amanecen mejor que otros en nuestro criterio y en nuestro ánimo, pero no quiere decir que aquellos que no enlistamos frente a la pregunta que se nos hace, queden desalojados  permanentemente. Simplemente han cedido su lugar.
En mi lista de este momento empezaría con El Gran Gatsby de Scott Fitgerald, seguiría con Lolita, de Vladimir Nabokov, no dejaría de incluir El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers; y El jardín de los Finzi Contini, de Georgio Bazani, Los siete locos, de Roberto Arlt, El agente secreto, de Joseph Conrad, Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique, La cartuja de Parma, de Stendhal. ¿Y mañana? Mañana será otro día.

P:           ¿Qué mensaje puede enviar a sus lectores venezolanos a los que les resulta cada vez más difícil acceder a la literatura como manifiesta expresión de rebeldía ante la opresión de un régimen alimentado por la posverdad?
SR:         En Farenheit 451 de Ray Bradbury hay una gran parábola: el régimen político decide eliminar los libros y manda a quemarlos todos. Las brigadas van casa por casa secuestrándolos para llevarlos a la hoguera. 451 grados Farenheit es la temperatura a que arde el papel.  Entonces se forman células clandestinas de subversivos que se reúnen para leerse unos a otros los libros que han aprendido de memoria. Contra la memoria ninguna represión puede.
Nunca hay que dejar de leer, y de recordar. Mientras no sean quemados, los libros, por escasos que sean deben pasar de mano en mano. Porque son el mejor ejercicio de libertad que pueda hacerse. Contienen la libertad.

P:           Parafraseando el epígrafe shakesperiano de su novela Ya nadie llora por mí (2017) el bosque empieza a moverse en Latinoamérica. ¿También lo hará en Venezuela?
Esta es otra gran parábola: no hay inmunidad, ni impunidad para el poder para siempre, y quien así lo cree, tiene su mejor lección en Macbeth: las brujas le vaticinan al rey espurio que seguirá en el poder mientras el bosque de Birnam no se mueva, y eso lo tranquiliza. Pero el bosque termina por moverse, cada soldado del ejército que lo cerca avanza oculto tras una rama cortada de los árboles del bosque de Birnam.
El bosque se movió ya en Ecuador, cada votante del plebiscito llevaba por delante una rama del bosque que nunca deja de moverse, el de la voluntad popular.

P:           Finalmente, este 23 de abril, hablará para los lectores del mundo investido con el Premio Cervantes. Justamente su personaje “Alonso Quijano” es quien desde su delirio enalteció el oficio de vivir los textos como épicas personales. Puede ofrecernos un adelanto de esta inédita hoja de la bitácora literaria latinoamericana.
Soy cervantino a muerte, y de Cervantes he aprendido que la novela es la realidad, así como la realidad no existe sin la imaginación. Los personajes de Cervantes entran y salen de la novela, son reales porque se creen reales; como personajes de invención hablan de ellos mismos, y del libro en que aparecen, con toda naturalidad, porque ese libro contiene un mundo real.
Cervantes es la vida y la naturaleza, según el soneto de mi paisano Rubén Darío. Al hablar en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares al recibir el premio Cervantes, voy a hablar como criatura suya, porque he sido inventado por él. Inventó la lengua en que hablo y en la que escribo, y por tanto me inventó a mí.

El bosque de “arbolatas” de Managua
El siguiente es un extracto de Ya nadie llora por mí (Alfaguara, 2017) donde Ramírez ilustra magistralmente el impacto ambiental que ha tenido en la capital nicaragüense y en el imaginario y la moral de sus habitantes, este ornato público monumental llamado “arboles de la vida”, edificado en 2013 por la pareja presidencial Ortega-Murillo a propósito de los 34 años de la revolución sandinista y que ha costado a la nación más de 3.3 millones de dólares americanos. En medio de este paisaje exotérico de fierro, multicolor e incandescencias, el escritor perfila su relato policiaco, recurriendo a una parábola del bosque errante que dio fin al reinado de los Macbeth en el clásico drama shakespeariano. En la segunda entrega sobre el atribulado inspector Morales y su metafísico compañero Lord Dixon, no sólo cita al universal dramaturgo inglés sino al Eclesiástico de la Biblia (15; 16,17), lecturas a las que siempre vuelve, pues encuentra en ellas un mana de inspiración.
 “Ante la insistencia caballerosa de don Narciso, ocupaba siempre el asiento de atrás del Lincoln, como si se tratara del propio don Anselmo. Se dirigieron a la rotonda donde se alza el monumento de latón en homenaje al comandante Hugo Chávez, custodiado por tres frondosos árboles de la vida. La efigie plana surgía por encima de un sol, dentro del que se enroscaba una serpiente de vivos colores.
--  La boina roja que adorna su cabeza se entiende – comentó la reverenda mientras giraban lentamente por la rotonda – ¿Pero por qué la cara de ese color amarillo, como de bilis?
– Porque la luz del sol ilumina su rostro que mira hacia el futuro – respondió don Narciso con aplomo.
-- Usted dice que es solo, pero a mí me luce más bien flor –dijo ella-. Y esa serpiente que parece tuviera plumas.
-- En efecto se trata de la serpiente emplumada  de nuestros antepasados aborígenes, que desde la oscuridad del inframundo nace para morir y luego revivir en un perpetuo ciclo –contestó don Narciso –Un símbolo de la trascendencia.
  El Lincoln dio el último giro y bajó hacia el norte por la antigua avenida Bolívar, llamada ahora De Chávez a Bolívar
-- Y esos árboles de la vida, ¿usted entienden que significan?- preguntó la reverenda, a la vista de la nutrida alameda de “arbolatas” que se extendía hasta la costa del lago-. Cada vez que me topo con ellos, por más que me quiebre la cabeza no les hallo explicación.
-- Es­ lo más  sencillo – contestó don Narciso- Unen el cielo y el infierno, el orden y el caos, la vida y la muerte, y representan todas las formas del cosmos, según Sai Baba, el gurú oriental; pero, sobre todo, protegen a quienes gobiernan de las asechanzas malignas de sus enemigos.
--  Lo veo muy instruido en esas cuestiones esotéricas- dijo ella.
 --  Compré en el Mercado Roberto Huembes un libro de segunda mano que se llama Los mundos ocultos y allí explica muy bien todos esos – dijo don Narciso- cuando quiera se lo presto.
-- Pierda cuidado, su palabra me basta- dijo la reverenda-. Pero me imagino que deben costar una fortuna.
-- Los hay de dos tamaños –explicó don Narciso- los que miden metros de altura, con un peso de siete toneladas; y los que miden veintún veintún metros, con un peso de diez toneladas. Para pintarlo son necesarias tres cubetas de pintura acrílica.
-- Parece como si usted participara en su construcción.
-- Me instruyo nada más reverenda, me instruyo- sonrió don Narciso”.

Sergio Ramírez, Ya nadie llora por mí (Alfaguara, Penguin Random House, 2017)


Filosofía del mobiliario
Edgar Allan Poe
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Estilos de lámparas de Argand, amadas por E.A. Poe

Traducción: Margarita Costa

Ya que no en la arquitectura exterior de sus viviendas, sobresalen los ingleses en el decorado interior. Los italianos, apenas si alguna noción tienen de él, salvo en lo tocante a mármoles y colores. En Francia, meliora probant, deteriora sequuntur (1); los franceses son una raza muy inestable para fomentar este talento doméstico, del que no obstante tienen una delicadísima inteligencia, o por lo menos el sentido elemental y justo. Los chinos, y, en general, los pueblos orientales, tienen una imaginación ardiente, pero mal empleada. Los escoceses son demasiado pobres como decoradores. Los holandeses puede que tengan una vaga idea de que no se hace una cortina con retazos (2). En España son todo cortinas -una nación que se parece por las colgaduras (3). Los rusos no amueblan sus casas. Los hotentotes y los kickapues siguen en esto su senda natural. Únicamente los yanquis van contra el sentido común.
No es difícil comprender la razón de esto. No tenemos aristocracia de sangre, y habiendo, por lo tanto -cosa natural e inevitable- fabricado para nuestro uso particular una aristocracia de dólares, la ostentación de la riqueza ha tenido que ocupar aquí el puesto y llenar las funciones del lujo nobiliario en los países monárquicos. Por una transición, fácil de comprender e igualmente fácil de prever, nos hemos visto conducidos a ahogar en la mera ostentación todas las nociones de buen gusto que pudiéramos poseer.
Hablemos en un modo menos abstracto. En Inglaterra, por ejemplo, la pura ostentación de un mobiliario costoso sería menos adecuado que entre nosotros para crear una idea de belleza, con respecto a este punto, o al buen gusto natural del propietario; y esto, en primer término, por la razón de que la riqueza como no constituye de por sí la nobleza, no es en Inglaterra el objeto más elevado de la ambición; y, en segundo lugar, porque como allí la nobleza de sangre se contiene en los estrictos límites del buen gusto, lejos de afectarla, rehúye esa mera suntuosidad, a la que una emulación de advenedizo puede llegar a veces con éxito. El pueblo imita a los nobles, y el resultado es una difusión general del sentido justo. Pero, en América, como la moneda contante y sonante es el único blasón de la aristocracia, la ostentación de esta moneda puede considerarse, generalmente, como el único medio de distinción aristocrática; y el populacho, que siempre busca en lo alto sus modelos, llega insensiblemente a confundir las dos ideas, totalmente distintas, de suntuosidad y de belleza. En una palabra: el costo de un artículo de mobiliario ha concluido por ser, entre nosotros, el criterio mismo de su mérito, desde el punto de vista decorativo; y este criterio, luego de adoptado, ha abierto el camino a una multitud de errores análogos, cuyo origen puede fácilmente descubrirse, remontándose hasta la principal majadería primordial.
Nada puede haber que más directamente hiera los ojos de un artista, que el arreglo interior de lo que en los Estados Unidos -es decir, en Appallacha- (4) se llama un departamento bien amueblado. Su defecto más corriente es la falta de armonía. Hablamos de la armonía de un aposento, como hablaríamos de la armonía de un cuadro; porque ambos, el aposento y el cuadro, se hallan igualmente sometidos a los indefectibles principios que rigen todas las variedades del arte; y puede decirse que, con escasa diferencia, las leyes, según las cuales juzgamos las condiciones principales de un cuadro bastan para apreciar el arreglo de una habitación.
A veces hay ocasión de observar una falta de armonía en el carácter de las diversas piezas del mobiliario; pero lo más frecuente es que resalte este defecto en los colores, o en los modos de adaptación a su uso natural. Con mucha frecuencia, ofende la vista su arreglo antiartístico. O preponderan demasiado visiblemente las líneas rectas, y se continúan demasiado sin interrupción o se cortan demasiado bruscamente en ángulo recto. Si median las líneas curvas, se repiten con uniformidad desagradable. Una precisión extremada malogra por completo el hermoso aspecto de una habitación.
Raras veces se hallan bien colocadas las cortinas o responden acertadamente al resto del decorado. Con un mobiliario completo y racional, las cortinas están fuera de su sitio, y un vasto volumen de paños, de cualquier clase que sean y en cualesquiera circunstancias, es inconcebible con el buen gusto, pues la cantidad conveniente, así como la adaptación conveniente, dependen del carácter del efecto natural.
El punto de las alfombras es mejor comprendido en estos últimos tiempos que antaño; pero frecuentemente se comete errores en la elección de sus dibujos y colores. La alfombra es el alma de la habitación. De la alfombra han de deducirse no sólo los colores, sino también las formas de todos los objetos que sobre ella descansan. A un juez de Derecho consuetudinario se le consiente que sea un hombre vulgar; un buen juez en alfombras ha de ser un hombre de genio. Sin embargo, hemos oído discutir de alfombras, con la traza de un mouton que piensa a más de un mocetón incapaz de recortarse él sólo sus patillas. Todo el mundo sabe que una alfombra grande puede tener el dibujo grande, y que una pequeña ha de tenerlo pequeño; pero no consiste en eso, entiéndase bien, el fondo del asunto. Por lo que hace relación al tejido, la alfombra de Sajonia es la única admisible. La alfombra de Bruselas es el pretérito pluscuamperfecto del estilo, y la de Turquía el buen gusto en su agonía definitiva.
Con respecto al dibujo, una alfombra no ha de estar pintarrajeada, peripuesta como un indio riccaree: cubo de yeso rojo y ocre amarillo y engalanado con plumas de gallo. Para decirlo de una vez, en el caso de que se trata, son leyes inviolables, los fondos visibles con dibujos llamativos, circulares o cicloides, pero sin significado alguno. La abominación de las flores o de las imágenes de objetos familiares de toda índole debería ser excluida de los confines de la cristiandad. En una palabra, trátese de alfombras, cortinas, tapices o telas para divanes, todo artículo de esta clase ha de ser ornamentado de una manera estrictamente arabesca. Con respecto a esas antiguas alfombras, que aun se suele encontrar en las habitaciones del vulgo, esas alfombras en que campean e irradian dibujos enormes, separados por franjas que brillan con todos los colores del arco iris, y por entre las cuales es imposible distinguir un fondo cualquiera, no son otra cosa que una malvada intención de lisonjeadores del siglo y de seres apasionados por el dinero, hijos de Baal y admiradores de Mammon, especies de Benthams que, para evitarse cavilaciones y ahorrar imaginación, han empezado por inventar el bárbaro caleidoscopio, y terminado por constituir compañías anónimas para moverlo por el vapor.
El relumbrón es la principal herejía de la filosofía norteamericana del mobiliario, herejía que nace, como fácilmente se comprenderá, de esa perversión del gusto de que hablábamos hace poco. Nos volvemos locos por el gas y el vidrio. El gas es completamente inadmisible en la casa. Su luz, vibrante y cruda, ofende la vista. Todo el que tenga cerebro y ojos, se negará a emplearla. Una luz suave, lo que los artistas llaman una luz fría, al dar naturalmente sombras cálidas, sienta a maravilla, aun en un aposento imperfectamente amueblado. Nunca hubo invento más encantador que el de la lámpara astral. Hablamos, entiéndase bien, de la lámpara astral, propiamente dicha, de la lámpara de Argand, con su primitiva pantalla de cristal pulimentado y liso, y su fulgor de claro de luna, uniforme y templado. La pantalla de vidrio tallado es un triste invento del demonio. La prisa que nos hemos dado en adoptarla, primero por su brillo y sobre todo porque es más costosa, es un buen comentario a la proposición que emitimos al principio. Podemos afirmar que todo aquel que emplea premeditadamente la pantalla de vidrio tallado está radicalmente privado de gusto o es un ciego servidor de los caprichos de la moda. La luz que emana de una de estas vanidosas abominaciones es desigual, quebrada y dolorosa. Basta por sí sola para malograr una multitud de buenos efectos en un mobiliario sometido a su detestable influjo. Es un mal de ojo que destruye especialmente más de la mitad del encanto de la belleza femenina.
En punto a vidrios, partimos generalmente de falsos principios. El carácter principal del vidrio es su brillantez, ¡y qué mundo de cosas detestables no expresa ya por sí sola esta palabra! Las luces temblorosas, inquietas, pueden ser a veces agradables -siempre lo son para los niños y los tontos-; pero, en el decorado de un aposento, se han de evitar escrupulosamente. Diré más: hasta las luces constantes, cuando son demasiado vivas, se hacen inadmisibles. Esas enormes e insensatas lámparas de vidrio tallado en facetas, alumbradas por gas y sin pantalla, que cuelgan en nuestros salones más a la moda, pueden citarse como la quinta esencia del mal gusto y el superlativo de la locura.
La pasión por lo brillante -como ya hicimos notar esta idea se ha confundido con la de magnificencia general- nos ha conducido también al exagerado empleo de los espejos. Recubrimos las paredes de nuestras habitaciones con grandes espejos ingleses y nos imaginamos haber hecho con ello algo muy hermoso. Ahora bien: la más ligera reflexión bastaría para convencer a todo el que tenga ojos, del detestable efecto que produce la abundancia de espejos, especialmente de los más grandes. Prescindiendo de su potencia reflexiva, el espejo presenta una superficie continua, plana, incolora, monótona, una cosa siempre y a todas luces desagradable. Considerado como reflector, contribuye poderosamente a producir una monstruosa y odiosa uniformidad y el mal resulta aquí agravado no sólo en proporción directa del medio, sino también en una proporción constantemente creciente. En efecto, una habitación con cuatro o cinco espejos distribuidos a tontas y a locas, es, desde el punto de vista artístico, una habitación sin forma. Si a este defecto añadimos la repercusión del cabrillee, obtendremos un perfecto caos de efectos discordantes y desagradables. El rústico más ignorante, al entrar en un aposento, decorado de esa suerte, sentirá inmediatamente que hay allí algo absurdo, aunque le sea completamente imposible dar la razón de su malestar. Supóngase que llevamos al mismo individuo a un aposento amueblado con gusto; inmediatamente prorrumpirá en una exclamación de placer y de asombro.
Es una desgracia nacida de nuestras instituciones republicanas el que aquí, el hombre que posee una gran bolsa, no tenga por lo general sino un alma pequeñísima que meter en ella. La corrupción del gusto forma parte de la industria de los dólares y hace juego con ella. A medida que nos hacemos ricos, enmohecen nuestras ideas. Por lo tanto, no es en nuestra aristocracia -y todavía menos en Appalachia- donde habremos de buscar la alta espiritualidad del boudoir inglés. Pero hemos visto en el trato con norteamericanos recién enriquecidos salones que, al menos por su mérito negativo, podrían rivalizar con los refinados gabinetes de nuestros amigos de ultramar. En este mismo instante, tenemos presente a la vista de nuestro espíritu una pequeña habitación sin pretensiones, en cuyo decorado nada hay que censurar. El dueño está tumbado en un sofá; hace fresco; es cerca de medianoche: tracemos un croquis de la habitación mientras su dueño dormita.
El aposento es de forma oblonga -unos treinta pies de largo por veinticinco de ancho-; es la forma que mayores facilidades ofrece para el arreglo del mobiliario. Tiene sólo una puerta, nada ancha, colocada en medio de los extremos del paralelogramo y dos ventanas colocadas en el otro extremo. Estas últimas son anchas, bajan hasta el suelo, dejando un vano bastante amplio y dan a una veranda italiana. Sus marcos son de vidrio color de púrpura y encajan en un bastidor de palisandro, más macizo de lo que se acostumbra. Van guarnecidas, por el interior del vano, de visillos de un tupido tissu de plata ajustado a la forma de la ventana y que cae libremente en pliegues menudos. Fuera del vano cuelgan cortinas de seda carmesí, excesivamente rica, con cenefas de ancha malla de oro y reforzadas del mismo tissu de plata de que está formado el visillo exterior. No hay galerías; pero todos los pliegues del paño -que son más finos que macizos y tienen así una traza de ligereza- salen de debajo de un entablamento dorado, de rica labor, que da vuelta a toda la habitación en el punto de unión del cielo raso y las paredes. Las cortinas se corren y descorren por medio de un grueso cordón de oro que las ciñe como al descuido y se recoge fácilmente en un nudo; no se ven varillas ni mecanismo alguno. Los colores de las cortinas y sus cenefas, el carmesí y el oro, se muestran profusamente por doquiera y determinan el carácter de la estancia. La alfombra, un tejido de Sajonia, de pulgada y media de espesor y su fondo, también carmesí, se halla realzado sencillamente por una cenefa de oro, análogo al cordón que ciñe las cortinas, resaltando ligeramente sobre el fondo y dando vueltas a través para formar una serie de curvas bruscas e irregulares, de las cuales unas pasan de tiempo en tiempo por debajo de otras. Las paredes están revestidas de papel satinado, color de plata, tachonado de menudos dibujos arabescos del mismo color carmesí dominante, pero un tanto apagado. Muchos cuadros cortan aquí y allá el empapelado en toda su extensión. Son en su mayoría paisajes de pura imaginación, como Las grutas de las hadas, de Stanfield o El estanque lúgubre, de Chapman. Hay, sin embargo, tres o cuatro bustos de mujer, de una belleza etérea -retratos a la manera de Sully. Todos estos retratos son de tonos cálidos, pero sombríos. No contienen lo que se llama efectos brillantes. De todos ellos emana un sentimiento de sosiego. Todos son de grandes dimensiones. Los cuadros demasiado pequeños dan a una habitación ese aspecto de lunares, que es el defecto de más de una hermosa obra de arte fastidiosamente retocada. Los marcos son anchos, pero poco profundos, de rica talla, pero ni son mates ni calados. Tienen todos la brillantez del oro bruñido. Descansan de lleno en las paredes y no están suspendidos de cordones para que queden colgando. Es verdad que los cuadros ganan mucho en esta posición, pero a menudo estropean el aspecto general de un aposento. No se advierte más que un espejo, que, además, no es muy grande. Su forma es casi circular y está colgado de suerte que su dueño no puede ver reflejada en él su imagen desde ninguno de los principales asientos de la habitación. Dos amplios sofás, muy bajos, de madera de palisandro, forrados en seda carmesí brocada de oro, son los únicos asientos, aparte dos confidentes también de palisandro. Hay un piano (de palisandro) sin funda y abierto. Una mesa octogonal, toda del mármol más hermoso, incrustada de oro, se halla colocada cerca de uno de los sofás. Tampoco esta mesa tiene tapete; con respecto a telas, han parecido suficientes las cortinas. Cuatro grandes y magníficos floreros de Sévres, en los que abre una profusión de flores tan olorosas como brillantes, ocupan los demás rincones, levemente redondeados, de la habitación. Un candelabro alto, que sostiene una lamparilla antigua, llena de aceite muy perfumado, se eleva junto a la cabeza de mi dormido amigo. Algunas vitrinas, ligeras y graciosas, de cantos dorados y suspendidas por cordoncillos de seda carmesí con bellotas de oro, sustentan dos o trescientos volúmenes, magníficamente encuadernados. Fuera de esto no hay otros muebles, salvo una lámpara de Argand con un sencillo globo de vidrio pulimentado, color de púrpura, que, por medio de una sola cadenilla de oro, se halla colgado del cielo raso, abovedado y muy alto, y esparce sobre todas las cosas una luz a la vez sencilla y mágica.
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Notas:
1) Adaptación de un verso de Ovidio, Video meliora proboque deteriora sequor, cuya traducción literal es: Veo lo mejor y lo apruebo, mas sigo lo peor. (N. del T ).
2) Hay aquí un juego de palabras. Cabbage quiere decir al mismo tiempo col y retal. (N. del T ).
3) Juego de palabras: hang tiene el doble sentido de colgar y tapizar: hangman, significa verdugo. (N. del T.).
4) Nombre de una tribu india de la América del Norte, que el autor aplica satíricamente a los Estados Unidos. (N. del T ).