lunes, 1 de junio de 2009

Sobre el Concepto de Arte Precolombino
Una reflexión desde la antropología filosófica.

 David De los Reyes



Templo de Teotihuacan, foto cortesía de B. de Baca.

I

El Arte Cultual Indígena

Bien se ha dicho que todo arte como tal adquiere pleno sentido dentro de los sistemas simbólicos de creencias y prácticas sociales que lo atraviesan en su propio centro significativo. Sabiendo ésto, podemos comprender cómo en los pueblos indígenas americanos es el rito y no el arte en sí, lo que justificó y justifica toda creación de objetos, instrumentos, piezas, etc., los cuales hoy en día se nos presentan desgajados de sus lugares precisos y llevados, por ejemplo, a una sala de museo o a comerciarlos como objetos de arte. Primero el rito, la salutación a los dioses para constituir un orden dentro del caos de la naturaleza presente, el sentido de vida originario; luego las prácticas ancestrales que llevarán a desarrollar distintas representaciones de esos dioses tutelares adquiriendo presencia y existencia dentro de lo real imaginario.

Por su simbología, su forma y su relación con la imagen de los dioses, el rito convierte a los objetos esculpidos, tallados, dibujados, pintados, repujados en objetos de culto y no sólo de admiración: se les proyecta una vida anímica referencial. El arte, si es que se quiere llamar así a las obras indígenas con formas y diseños geométricos, antropo y zoomórficas, provenientes de la América nativa, son objetos cultuales que tras ellos está la complejidad del entramado de los mitos y ritos de la magia y de lo sagrado para así adquirir un valor particular y único. Aparte de ser el producto de una compleja “cultura”, obtienen por su importancia en esas civilizaciones, una distinción cultual, de adoración ritual.
Objetos votivos que piden ser mirados desde otra orilla y con otros lentes a los convencionales de las ciencias humanas. Tampoco exigen una interesada adquisición, sea esta motivada por un depredador afán de posesión museística, académica o personal, que le dan una visión fragmentada de clasificación y archivo, - aunada, si se quiere, a una delicadeza de sensibilidad [1]- a esas obras.

Dicho esto se puede notar que miramos a las obras artísticas indígenas a veces con ojos marcados por una objetividad científica – que hoy, bien sabemos, está cuestionada; otras, fijada por nuestro materialismo económico, como marchantes de arte y sus ferias de subastas. Pero a pesar de estas dos anteriores, también encontramos la mirada aunada a unos criterios estéticos, una contemplación de la perfección del anónimo artista, de la admiración por sus técnicas –cosa indiscutible -, o por el equilibrio del conjunto de las partes o lo vocativo que se ha tornado su constitución, por decir algo. Pero el artista, en el sentido moderno comprendido por nosotros, en tanto individualidad que ejerce una destreza de técnicas, de un estilo, de una expresión y que adquiere, a veces, un reconocimiento social, no tiene mayor importancia para aquellas civilizaciones. Si bien encontramos en distintas piezas de la América Central o en la de los Altiplanos del Sur la firma del artesano, ésta no era tanto para remarcar la destreza o la habilidad, distinción y reconocimiento individual, sino la forma, el lugar y el estilo con el que estaban hechas; su importancia recaía en que la obra revestía una especial relación con lo mágico que ella pretendía evocar, impresionar y portar en el lugar público que se exhibiera, que evocase una impresión profunda a la mirada en relación con el lugar donde estaba colocada en el altar o de su posición dentro de la edificación y su ubicación en el espacio urbano, o dentro de la morada familiar: el altar a los dioses domésticos.



Jaguar Prehispánico

El arte indígena antiguo no tenía ni el sentido ni el carácter libre que podemos encontrar en el arte occidental desde el Renacimiento, pasando al arte por el arte de fin de siglo hasta las instalaciones y virtualidades de nuestros días; el arte como expresión de una individualidad será desconocido por estas civilizaciones. El arte estaba subordinado a un fin, a cumplir un servicio social y religioso comunitario. Eran obras destinadas al culto, a ser expuestas en los recintos sagrados o en los templos o en un intento mágico e imaginario de seguir a los muertos en su otra vida, en el más allá. Aquí el arte, además de toda la carga religiosa que pueda tener, está totalmente ligado y destinado a lo funerario, sacrifical y a la continuidad de la vida en el inframundo. Arte y muerte, dioses y ritos nos dan su existencia vital a través de la única realidad sentida: la realidad del mito.

Así, esta concepción particular del arte, portadora de unos objetos que expiden una relación mágica entre los humanos y sus dioses, tiene una función mediadora y comunicativa; obras plenas del misterio que une a esos pueblos bajo una fe que no tiene límites, son el medio para iniciar una comunicación espiritual. No hay una separación entre la realidad del mundo presente y el mundo del más allá. Así el rito tiene calidad de ley tanto para la moral como para el mismo lenguaje, para la historia o la misma vivencia del tiempo, como escena que exige una motivación de invocación. La adoración, aparte de una posible utilidad práctica y una búsqueda por impresionar más que expresar belleza, centrará su prioridad en una cuidada elaboración. Objetos que nosotros, los arraigados dentro de la cultura, epistemología y estética occidentales llamamos arte (utilizando el sentido del término inscrito a una tradición que afirma o niega su significación griega de: tecné, perfección, belleza, equilibrio, etc. o todo lo contrario). Así notamos que muchas veces proyectamos dentro de las representaciones de ese mundo implacable de dioses y magia nuestros propios criterios de selección y gusto dentro de nuestra modernidad moribunda para algunos. Esos mismos objetos fueron vistos por los hombres surgidos y venidos del cristianismo, como una manifestación de idolatría –sin reflexionar en su propia arrogante, supersticiosa y avasallante actitud idólatra también- y que ahora, bajo la mirada del positivismo científico y clasificador, fragmentario y hasta postmodernista, entrarían en el terreno del arte. Un mundo que se dividía por los oficios a cumplir y desarrollar.


Robin George Collingwood 

Dentro de su postura clásica, Collinwood[2] encontraría en todo esto una contradicción. Para este filósofo inglés de principios de siglo, por ejemplo, el arte no requeriría sino una percepción que nos remitiera a un sentido de belleza, bien histórico o ahistórico, donde los hombres se habrían vuelto sensibles a ciertos objetos que estarían exentos de toda condición utilitaria o funcionalista. El objeto artístico debería ser portador de una perfección formal y descansar dentro de un aura, para usar la categoría de Walter Benjamin, que exaltara la necesidad de nuestra atención y nos remitiera a una contemplación particular y subjetiva de obra única. El arte, visto así y diferenciándose del sentido de su pragmatismo para los filósofos de la ilustración, es todo lo que no vendría a ser, sobre todo, útil. Sólo proporcionaría placer estético, emoción subjetiva, que proporcione una reconciliación o un rechazo a nuestros sentidos y un pedazo de algo que fluye y fluctúa entre nuestra realidad y fantasía, entre el mundo de lo imaginario y el llamado real; donde sólo se podrá tener un criterio estético por esa delicadeza de la sensibilidad (Hume) o por el desarrollo de juicio (Wittgenstein), por ejemplo.
Bien conocido es que ese mundo legendario de las civilizaciones indígenas más refinadas de la América Central era extremadamente devoto de sus dioses y estaba completamente volcado a lo sobrenatural, lleno de presagios, respuestas y comunicaciones que nutrían a su desbordante y fantástica imaginación mítica. El orden teocrático se anclaba dentro de ese soporte mágico e implacable a los ojos de esa humanidad y la razón de los objetos alusivos a este mundo celestial e infernal a la vez. Ello les determinaba su existencia terrenal diaria. Hasta en los más mínimos detalles mostraba bajo sus formas la sombra permanente del fatalismo, las fuerzas sobrenaturales, el poder y la condición de su civilización a sus integrantes. No hay separación entre el hombre y la madre tierra/naturaleza benefactora y castigadora. Además se le adhiere una fuerza divina invisible y omnipresente. En estas sociedades teocráticas se vive una extrema unidad de poder terrenal y su imbricación con lo divino; No hay una reflexión con meros fines humanos, de una comprensión y desmistificación de este mundo como producto de un imaginario y de un miedo al porvenir. El misterio y lo mágico empañan sus rostros terrosos. Los dioses estaban detrás de cada evento y eran implacables cuando así lo consideraban; eran portadores al mismo tiempo del bien y del mal; no eran inaccesibles ni indiferentes para el imaginario de sus adoradores: siempre estaban próximos, vivían junto a ellos, estaban ligados a la tierra por un pacto de sangre que había que alimentar, como en las culturas de la América Central, donde se ofrecía continuamente a través de sacrificios y ofrendas, acompañados de los ritos del humo y el fuego, de cantos y danzas los corazones y distintos miembros de las víctimas tanto de humanos como de animales.
Si como herederos de la civilización occidental todo esto se nos presenta como una extrema crueldad, para ellos representó el sentido de su vida espiritual. Con el sacrificio y esta sagrada comunicación mágica y cruel con estos dioses invisibles, viviendo como espíritus poderosos, entre el aire y las tinieblas, levantaron su mítica civilización y su refinada expresión simbólica en todos los productos culturales, invocando en ellos un sentido benéfico o maléfico dado a la realidad del universo perceptible y de fuerzas ocultas misteriosas.



Tlaltecuhtli., señor de la tierra y del inframundo


En sus fiestas sucesivas, además de las celebradas anualmente y en forma cíclica, o al final de todo un período cosmológico, se vivía la presencia física de los dioses en medio de los hombres. Las fiestas no eran únicamente acciones de gracia u oraciones, preparación para la guerra o el apoyo de los dioses. Eran eventos mágicos que materializaban las fuerzas anónimas del más allá; prácticamente un viaje chamánico que invitaba al reencuentro con los antepasados. En estas fiestas, expresamente en las antiguas culturas de la América Central, bajo el encantamiento y el manto de toda una escenografía, con vestimentas, cubierto el rostro con máscaras apropiadas alusivas al acto y una música continua e hipnótica, sincronizada con sonoros pasos de un significado preciso y alusivo, envueltos en una danza hecha para el trance, se dirigían hacia una transfiguración, donde los hombres llevados al sacrificio eran, no víctimas inmoladas, sino que eran durante su representación las imágenes de los mismos dioses, respetados y venerados antes del sacrificio final. Como refirió el cronista Sahagún: ellos caminaban como dioses[3]. Un ritual complejo donde por todas partes se tiñe de magia y misterio, presagio y fatalidad, acción mítica repetida año tras año, ciclo tras ciclo, espacio sacramental donde dignatarios y cautivos, señores y esclavos que por el hechizo místico de ese teatro sagrado se identificarán cada uno con las fuerzas que les son dadas a representar.



Suplicante, arte precolombino del Museo de Salta, Argentina.
Estas representaciones imitarán a la idea de los dioses de las leyendas. De esta manera se podría representar, por ejemplo, a Quetzalcoalt, aquel dios que vivió en un palacio de turquesas, plata, nácar rosado y plumas; deidad proveedora de conocimientos, que le enseñará a sus hijos terrestres la tecné de tallar las piedras preciosas y la fundición de los metales; dios que les otorga igualmente la escritura jeroglífica, llegando a componer el primer libro de los signos, un toanl amatl, el almanaque profético.
De sus mitos junto a la interpretación de los sueños, van a adquirir la lógica de lo onírico y el sentido de la existencia con la que se impregnará a toda su arquitectura. La búsqueda de perfección y de alusión, de impresión y equilibrio, está en la humanización de sus dioses por la representación o la imagen tallada, esculpida o cantada, danzada o relatada. Universo no únicamente de fábulas sino de formas nuevas, que serán inscritas y construidas sobre la piedra de las edificaciones monumentales y en las piezas ornamentales emblemáticas a lo largo de toda la América. Este arte, como buena parte del mundo griego y helénico, existe por la vida misteriosa y portentosa, mágica y determinante, difuminada y críptica de los mitos; siendo ellos el centro de su religión y el origen de su saber, tejidos entre los distintos sentidos de un mundo sobrenatural, el orden social y del universo (que es el mismo), que le habla externamente al hombre que sabe leer los avisos, los signos, los enigmas, los augurios de los dioses.



Estatua de Quetzalcoalt, México


Lo mítico y lo mágico se mezclan para dar razón del origen de las cosas, de los instrumentos, de los saberes, de las artesanías y el desarrollo de los objetos preciosos por sus materiales, formas, tallado y constitución, que hoy contemplamos como artísticos, arrancados de su espíritu cultual dentro del que estaban untados, impregnados; todos ellos, expresados por la habilidad y técnicas apropiadas y desarrolladas por los artesanos, en la búsqueda de dar vida a todas estas significaciones fundadoras.
Como bien se sabe, la creación de objetos y elementos útiles del hombre americano son concebidos y expresados bajo la idea de una especie de robo, separación, arrebato, rapto, en definitiva, de un arrancárselo al orden natural. Lo encontraremos reiteradas veces. Es la astucia de un animal o las virtudes de un objeto mineral, frecuente imagen en muchos mitos, que atrapa la atención y lleva a descubrir un secreto que permitirá al hombre dominar algunos de los elementos de la naturaleza. Así se obtiene el fuego, o aparece el manantial de agua, las plantas nutritivas o medicinales.




Quetzalcoalt, dibujo precolombino.

Haciendo pactos con este mundo mágico y con los otros miembros y cosas de la naturaleza que lo rodea llegará a conocer diferentes técnicas, donde se establecerá una cifrada e inseparable alianza mágica entre lo real y lo sobrenatural. El mundo es una caja de resonancias donde la imaginación leerá los símbolos y signos portadores de los mensajes de los dioses. No hay separación, sólo una entramada y compleja continuidad.

En sus mitos y relatos populares nos topamos con la expresión de la vida a pesar de arrastrar y encontrar muchas veces en ellos la promesa de la destrucción o una situación que los lleva a claudicar y arrinconarse ante la fatalidad que les imponen sus creencias y sus dioses; percibiendo un tiempo circular, epicentro en que todo tiene su regreso junto a la cruel armonía del caos, nos exhibe cierta dosis de ironía y ambigüedad en los antiguos sueños de estos hombres. Quizá estas obras sean los mejores regalos que los ancestros de esas culturas nos han legado a nosotros. Es la fuerza mítica y sagrada de ellos lo que nos hace asombrar a su paso por los lugares que nos hablan desde un silencio sobrecogedor que nos muestra lo sagrado, comunicándonos con esos espíritus míticos casi sin quererlo; sólo con la presencia o la escucha de estos mensajes cifrados y crípticos de esa invocación mezclándose con una escenografía casi natural, nos acercamos al fondo de una espiritualidad que pareciera casi perdida; amalgamándose bajo el ruido ensordecedor de nuestro mundo a fuerza de su abismal silencio al que fueron sometidas y a las posturas dignas de dioses modelados en arcilla, piedra, hueso o metal, que junto con los instrumentos mágicos y conductores al sacrificio, nos llegan sus voces desde el más allá de los tiempos y de los espacios conocidos, supremo contacto con una sabiduría granítica y perenne, hoy casi olvidada aunque latente en los escondidos y pocos rastros existentes de dichas culturas.
Por ello pensamos que las obras indígenas más que asumirlas como posibles y desarraigadas obras de arte sugerimos comprenderlas en tanto portadoras de valores estéticos que transmiten una cosmología, una filosofía y un saber, en suma, de una visión de mundo particular y única, original y constitutiva de una mirada retraída del mundo que le dio origen. En ellas se comprende, aún visto así, la justa afirmación del teórico de arte Mukarowsky respecto al valor estético del arte, el cual debe ser definido precisamente por su porosidad al mundo exterior, por su permeabilidad tejida sobre el mundo que pisamos y que ellas pisaron, por seguir hablándonos desde su silencio milenario y arrojándonos un reclamo de todo ese mundo casi olvidado y ya perdido, y para nunca más vuelto a ganar, dentro del entorno externo e interno de nuestras vidas individuales y colectivas.


II

De la experiencia estética indígena

Desde el punto de vista antropológico, la experiencia estética del llamado mundo indígena de los pueblos precolombinos tendrá, por ejemplo, un sentido universal para el conjunto de sus integrantes. Más de un refinamiento del gusto, más que un sentido de lo bello o de lo repulsivo, su mundo se yergue bajo la mirada de los dioses o del Dios Sol que rige sus destinos de forma implacable y caprichosa, a la cual no saben a qué atenerse en la expansión de su fuerza arrolladora y enigmática. De ahí que, para los pueblos mexicanos precolombinos de entonces las ofrendas de sangre estarán desde el comienzo del alba a la llegada de la noche, para complacer y alimentar, con su flujo rojizo, a las fuerzas que dominan sus destinos[4]. Toda la comunidad participa de esa experiencia vital; a diferencia de la “delicada” sensibilidad y al desarrollado juicio estético del arte dentro de nuestro mundo occidental, en el que se requiere y exige, seguidamente, de cierta especialización del tacto, del oído, del gusto y, sobre todo, de la mirada. Los indígenas encontraban su sentido de vida e identidad humana en la experiencia estética, cultual y a la vez mística de la participación religiosa con el mundo.



Cabeza de piedra, Templo del Sol, Teotihuacan, México.



Su experiencia estética, a diferencia de la nuestra, caracterizada por una diversidad subjetiva, instalada cómodamente en una desinteresada ética individualista y en un mundo donde reina la ganancia y lo pragmático, donde se nos muestra, a veces, unos grados de refinamiento de percepción y sensibilidad individual, consistía en unificar vivencias y haberes alrededor de los mitos y establecer así un juego comunicante vital con sus dioses. Su refinada y sublime complejidad con lo sagrado es otro tipo de orden con el mundo. Es el orden universal, colectivo; donde el individuo constituía su mundo en la relación complaciente de lo sagrado; su vida nunca estaba separada de lo sagrado.
No nos extrañemos que su enajenación es un misticismo que los lleva a invocar a los espíritus de sus mayores, a sus ancestros que viven al otro lado de la vida o a la reconciliación con los dioses. Esta experiencia estética religiosa se conjuga en una situación análoga a una iluminación mística, que le proporciona una intensidad perceptual a través de una revelación; revelación e iluminación, ofrenda e invocación, animismo y terror para los participantes de una creencia arraigada dentro de una antigua tradición.
Para el arte occidental encontraríamos que la experiencia estética de los mismos objetos indígenas sería susceptible de grados, de jerarquías (cronológica, estilística, material, topográfica, etnológica, etc.) por los distintos niveles de especialización, de observación y refinamiento. Pudiéramos encontrar una multitud de apreciaciones ante un mismo objeto. Entraría el sentido del gusto, la mirada escrutadora de nuestras ciencias, quizás, a jugar dentro de ello. Se requerirá de un juego de lenguaje estético que valorice a la obra para construir primero un entendimiento de la misma y luego su posible identificación con la obra en cuestión.
Las apreciaciones estéticas tendrían así un sentido y valor relativo. Serían relativas al sujeto y relativas al dominio del objeto y al relato de sus discursos; también relativas a la comunidad del gusto y sus criterios, que puede sentirse como contemplación o experiencia sensible; estos objetos serían mostrados a un público que se guiará por un juego de lenguaje estético ya establecido ante esos objetos exhibidos. Esa suerte de relatividad se articula y entrecruza así, de manera frecuente y coherente por los especialistas en una comunidad del gusto, que corresponde a unos dominios conceptuales y estéticos y en los cuales el individuo ha conformado sus modos de aprehensión de los diversos niveles de su particular realidad de mundo y las cualidades de las cosas. Donde el gusto se norma a través de complejos aprendizajes que incluyen comparación, una larga experiencia e intervención de distintos puntos de vista[5].

La original experiencia autóctona del mundo nativo americano no comportaba un juicio estético subjetivo en tanto función primordial sino que aspiraba a establecer una comunicación mística con el mundo del más allá. No eran portadoras de un juicio determinado por el juego del lenguaje, no hay una reflexión de distancia y acercamiento; hay unas interacciones comunicacionales, unas respuestas anímicas y esotéricas tendiendo hacia una trascendencia motivada por la detención o continuidad, una justicia o castigo por las fuerzas telúricas proyectadas en el panteón de la imaginería de los dioses. Estamos lejos de obtener de ellos un juicio estético determinado por el juego del lenguaje (Wittgenstein, Investigaciones Filosóficas), donde hay unas reglas definidas de antemano para poder apreciar (y sólo apreciar: ese es su juego) al objeto estético. El individuo se convertía en una identificación absoluta, un sujeto-objeto vislumbrado a través de esa interacción comunicativa motivada por lo místico religioso representado.


III

De nuestro juego estético del lenguaje ante el arte nativo americano.

Reflexionar en nuestro presente el arte indígena americano implica revisar, confrontar y adentrarnos en el tipo de juicios estéticos con los que lo determinamos como tal.
Si bien nuestra experiencia estética está enlazada con los juicios estéticos, estos remiten a un juego de lenguaje en tanto sistema de comunicación. Juego de lenguaje válido por criterios en tanto modos de habla y conceptos con los que se forman y norman nuestro gusto individual y colectivo; tal sistema comunicativo nos orienta dentro del universo del arte y de toda actividad que tenga una implicación emocional con las creaciones hechas por el hombre dentro de nuestras sociedades.
Pero en el arte indígena, si bien puede acoplarse a este conjunto de criterios del ludismo estético moderno en el centro de su intención, hallamos desviaciones hacia una mirada que va ordenando un mundo religioso que no se separa de un orden teocrático. Como hemos visto, la apreciación interna de estas obras nos conducen a la cosmología de estos pueblos que no estaban exentos de riqueza y sabiduría; la profunda significación del llamado arte por nosotros nos muestra que esas culturas no eran tan “primitivas” como se ha querido mantener en relación con una civilización tecnocientífica. También tenían su industria, sus técnicas y conocimientos matemáticos y científicos, si se quiere exponer así, expresiones acordes a sus formas de vida.
Los objetos de la creación indígena fueron poco a poco asumidos como portadores de gusto artístico, a los que adecuamos una delicada sensibilidad surgida por el desarrollo y educación del gusto. Sus implicaciones remiten no tanto a una autonomía del gusto sino a un gusto por el conjunto colectivo y a las creencias espirituales unidas a una concepción cósmica del sentido de la vida que justificaba la existencia de esos pueblos; no eran estos objetos receptáculos autónomos a percibir bajo una única racionalidad del arte; no se dejaban captar sólo por un lenguaje que conforma a todo juicio estético, aportando placer o desagrado, interés o rechazo, emoción o apatía. El arte indígena es una necesidad vital que sincroniza y se enraiza dentro de una cosmogonía que rige hasta lo más contingente de sus actos. Ahora bien, si nosotros nos adentramos en él con todo un aparato conceptual moderno y posmoderno con que cargan las ciencias humanas, que nos dan una clasificación, unos períodos, unos estilos, unas escuelas, unas técnicas, un archivo de datos, unas estructuras, una recreación de saberes casi olvidados, una arqueología y antropología museística etnográfica, implicará siempre una manera de distanciarse más que de acercarse o el acercamiento tendrá sólo el significado de la exhibición o lo justo que se adhiere a nuestro cuadro teórico construido para tal fin. Son unas prácticas estéticas y científicas que nos llevan a emitir unos juicios estéticos donde se sigue disecando al explicar la obra. Es lo propio de nuestra ya tradicional, ahora, condición racionalista instrumental del conocimiento, de la conciencia del objeto y su adecuación al sujeto, etc., necesaria para nuestra vida y cultura sin menor duda. Es una instalación conceptual que remite a unas técnicas de exposición y presentación precisas y conocidas de antemano: se busca lo que se quiere encontrar y persiguiendo, muchas veces, una nostalgia de una aetas dorada.
Esta participación cosmológica indígena, nos guste o no, o nos horrorice con sus sacrificios y su culto a la sangre y al dios sol por ejemplo, nos asombre con su comprensión de los ciclos naturales, con sus calendarios más perfectos que el de los occidentales, en su precisión astronómica de la órbita terráquea en conjunto con los astros que envuelven a ese recorrido anual, donde ese arte que nos remite a todo eso y aún más, buscaba una unión con los tiempos pasados y el porvenir que se jugaba dentro de un sistema místico de comunicación con los ancestros y los dioses. El arte es una vivida comunicación espiritual, una relación de unión religiosa; era expresión en lo material, que los llevaban a establecer unos compromisos, unos nexos irrebatibles con el más allá; medios que transportaban su correspondencia temporal con el sustrato celeste perenne. El juego de lenguaje wittgensteniano del arte que depende de criterios, de modalidades de aprendizaje especializado, junto a un sistema de correspondencias lingüísticas particularizado y fragmentado, remitiendo a objetos aislados, invocando formas de vida desgajadas de la comunidad y encerrándolo en la caja de cristal de un grupo humano que logra una identificación por el gusto por acuerdos y de acuerdo a nuestras actividades de diversa índole (profesional, deportivas, musicales, literarias, artísticas inclusive, políticas, etc.), nos separa para adecuarnos a su emoción recreada; nos remite más al campo de la evaluación y comprensión; jerarquizando en actividades pasadas o por innovarse, con reglas de uso que son ensayadas, adaptadas o rechazadas según la función de su invención y elaboración de la interacción comunicativa de unas formas de vida establecidas.
Más que una combinatoria de palabras y lenguaje de vanguardias al que remite el juicio de toda experiencia estética moderna, el mundo legendario y críptico de estos dioses y civilizaciones, de culturas y adecuaciones de vida a un ambiente natural inclemente y difícil, era un serio juego emocional/ritual, donde el lenguaje adquiría un valor ceremonial invocatorio con el que se ordenaba la secuencia del rito.
En este juego estético sagrado y ritual no hay espacio para el azar. La existencia ritual lleva a querer retirar el caos y el azar del mundo en la medida en que la escenificación sacramental pretendía restaurar el bien y retirar el posible castigo de los dioses, del ciclo de vida y su prosperidad o fatalismo en los tiempos venideros. El juego estético estaba inscrito a un cumplimiento rígido de reglas teatrales donde las habilidades de los artesanos y de los artistas podían ser portavoces de una renovación de las formas pero circunscritas a ser tomadas y usadas como instrumentos rituales y de comunicación social. Haciendo un símil, pudiéramos verlas como uno de los medios de comunicación social de esas culturas. Es lo que notamos en su arquitectura con la construcción de recintos sacramentales o en los campos de juego, en la disposición y los materiales de sus viviendas, en los instrumentos musicales y cantos que sus prácticas remitirán antes a una consustanciación espiritual sagrada que a un único libre juego de la recreación estética entendida como tal.
Visto así, el arte indígena es un conjunto de objetos que comprenden representaciones, imágenes pictóricas y escultóricas, instrumentos musicales, construcciones arquitectónicas, escenificaciones teatrales (una puesta en escena ritual, iniciación de viajes al mundo de los espíritus junto a su alteración química corporal) y textiles que, en tanto carga expresiva estética y artística, van a decantar sobre su determinismo religioso y sacramental que habita y da vida a la imago de la comunidad. El arte no buscó un espacio dentro del mismo arte, lo trasciende fuera del mero interés individual del arte, va a la búsqueda y comunicación con el mundo del más allá y reafirma el orden paralelo teocrático. Esto nos hace comprender que los juicios estéticos y el arsenal de clasificación y de demarcación de saberes en ciertos casos como éstos quizá nos distancien más que acercarnos y, nos trasladen del espacio espiritual al espacio de los relatos interpretativos, relativos y limitados, mas no participativos. Ellos nos ponen a des-tempo porque sus intenciones y miradas, junto a su ritmo instintual y sagrado, se desgaja del tiempo mítico para remitirnos a eso que llamamos percepción epocal, a un uso histórico de las epistemologías y de los paradigmas científicos y de la teoría estética en boga.
Interpretación diferenciada, docta hermenéutica, la experiencia estética remite a un juego de espejos, en ella vemos nuestros propios prejuicios o virtudes estéticas; el círculo del silencio al que han sido condenadas esas obras al morir todo su mundo cultural real nos separa del rito y de lo sagrado vivencial, de sus propias formas de vida, del orden mítico que implicaba su ludismo teocrático. Así se les quita su poder y su peligro, su reflejo y su sombra. El preciso iluminado salón temperado de museo las deja en la frialdad de la contemplación; su terrible impresión queda reducida a la ingenuidad por la individualista y exquisita inteligencia occidental.
Para nuestra tradición occidental el tener una adecuada actitud y capacidad de experiencia estética y de apreciación artística está relacionada con lo que ya expresó alguna vez Wittgenstein al respecto, es tener una capacidad desarrollada de juicio[6]. Pero para el mundo espiritual indígena el desarrollo de ese juicio estético remite a una apreciación más intelectual, -¿no es lo que exige, por ejemplo, el arte conceptual?- que emocional del objeto, surgida de nuestra educación y formas de vida. Más que captar y apreciar su ingenio y estructura intelectual como objeto estético, pide captarse dentro de su dramática aura mítica original. Ese mundo perdido para siempre nunca persiguió la emoción autista solitaria y transmitida a través de un saber jugar con el lenguaje adecuado, de nuestra ética y estética del consumismo individualista pragmático o de la encegadora irracionalidad revolucionaria a lo marxista-nacionalista-patriótica. Su territorialidad describe una cartografía de lo sagrado; su significación estaba más allá de un saber decir lingüístico. Estaba en el peligroso juego sacramental del rito persiguiendo la restitución y supervivencia del ciclo de la vida y su sentido astral. ¿Arte ecológico, podríamos llamarlo? Quizá. Un arte que era una forma de vida, un sistema de correspondencias comunicacionales entre los miembros de una colectividad y su ambiente de vida, donde renovación y reinicio marcan su faz. Expresión cultual más que un juego estético de lenguaje a lo wittgensteniano.
Las señales de tránsito en el arte, es decir, esos criterios que ayudan a ordenar el juego de nuestras cansadas y dionisíacas emociones estéticas ante el arte indígena, eran para aquellas culturas vasos comunicantes colectivos de participación. Los criterios de tránsito sobre la topografía del arte son necesarios para nuestras vidas perdidas en la conglomeración urbana de nuestros mundos modernos. Es lo propio de un mundo que necesita para vivir la emoción y experiencia estética sólo a partir del corte intelectual, reconduciendo el juego selectivo de palabras y conceptos a la sensibilidad individual a participar de la significación de la obra. El arte se vive como un mundo separado dentro del mundo. Es el que tenemos y es el que jugamos: expresión y simulacro de mundos paralelos, posibilidades de lo imaginario interviniendo sobre una abigarrada colección instrumental y simbólica, organizada dentro de la esfera de la productividad social. Todo esto nos da nuestra diferencia y condición ¿ontológica? del arte actual. Construcción de objetos portadores de experiencias estéticas basados en juegos estéticos de lenguaje.



Antonin Artaud


Respecto al arte indígena dentro de un mundo que no tiene espacio para él, podemos recordar la apreciación de Artaud cuando visitó México en 1936. Su sueño estaba en incorporar a su vida toda esa espiritualidad del mundo indígena mexicano. Busca y busca sin encontrar ese México anhelado y soñado. Sólo lo encuentra encerrado en libros, en objetos expuestos en el Museo de Bellas Artes, o salvo en alguna obra de Ortiz Monasterio y de María Izquierdo. Todo el arte estaba impregnado de “materialismo”. 
No sabía que todo ese sueño ya había sido enterrado y la ilusoria Revolución sería su mejor enterrador. Todo el arte mexicano y por extensión Latinoamérica, estaba lejos de la fuerte fulguración solar del arte ancestral[7].
Parafraseando las palabras sobre el mundo antiguo mexicano de Bernardino de Sahagún quisiera terminar estas reflexiones personales del arte indígena y su experiencia estética, las cuales no han querido evocar una nostalgia o mundo perdido a recobrar: podemos decir que estas culturas fueron, cierto, en estas cosas extremadas, devotísimas para con sus dioses, celosísimas de sus repúblicas, entre sí muy urbanos; para con sus enemigos, muy crueles; para con los suyos, humanas y severas; y pienso que por estas virtudes alcanzaron el imperio, aunque les duró poco y ahora todo lo han perdido, como verá el que cotejase lo contenido en este ensayo con la vida que ahora tienen. La causa de esto no la digo por estar muy clara...[8], como dije, no hay nostalgia, sólo pérdida del juego humano de la diversidad cultural.


Notas:

[1] Hume, David: Essai sur la norme du goût. En _Essais moraux politiques & littéraires. Ed. Alive, Paris 1999, pag.37-40 y 280-303.
[2] Collinwood, R.: Los principios del Arte, F.C.E., México, 1960.
[3] Bernardino de Sahagún, Historia General de las Cosas de Nueva España. Ed. Porrúa, México, 1977. Pág. 439.
[4] Sahagún, Bernardino de.: El México Antiguo. Ayacucho. Caracas, 1981, pág. 317.
[5] Michaud, Ives.: Critères esthétiques et jugement de goût, ed. Jaqueline Chambon, Nîmes, 1999.
[6] Wittgenstein, L.: Leçons et conversations sur l’esthétique, la psycologie et la croyance religieuse. Gallimard-Folio. Paris, 1992-1-17.
[7] Artaud, Antonin.: Oeuvres Complètes. Gallimard, Paris 1971 et 1979. T.VIII et IX.
[8] Sahagún, El Mexico Antiguo. Pág. 133.

Bibliografía

Artaud, Antonin: Oeuvres complètes, Gallimard, Paris 1971 et 1979, t. VIII et IX
Bernardino de Sahagún, Historia General de las Cosas de Nueva España. Ed. Porrúa, México, 1977.
-------- El México Antiguo. Ayacucho, Caracas, 1981
Catalá Roca, F. Artes Populares de América. Ed. Blume, Barcelona, 1981.
Chaumeil, Jean-Pierre, Ver,saber, poder. Chamanismo de los Yaguas de la Amazonía peruana. Ed. CAEA-CONICET, IFEA, CAAAP, Perú, 1998.
De Civrieux, M. Watuna. Ed. Monte Ávila, Caracas, 1992.
Collingwood, R. Los Principios del Arte, F.C.E., México, 1960.
Hume, David, Essai sur la norme du goût en Essais moraux, politiques et littéraires. Ed. Alive, Paris, 1999.
Lezama Lima, La Expresión Americana. Ed. Arca, Montevideo, 1969.
Le Clézio, J.M.G., La Rève Mexicaine. Folio-Galimard. Paris, 1988.
Michaud, Ives, Critères esthétiques et jugement de goût, ed. Jaqueline Chambon, Nîmes, 1999.
Miller, Marie E., L’Art precolombien. La Mésoamérique, Thames & Hudson, Paris, 1998.
Witttgenstein, Ludwig, Leçons et conversations sur l’esthètique, la psycologie et la croyance religieuse. Gallimard-Folio. Paris, 1992.


Advertencia: Este artículo es de dominio público. Agradecemos que sea citado con nuestra dirección electrónica: http://www.filosofiaclinicaucv.blogspot.com/

San Agustín 
o la terapia teológica ante el dolor

David De los Reyes



Jardin. Max Sauco


“Dios es el respetuoso caos de superlativos no imaginables”
Jorge Luis Borges




Introducción

A comienzos de nuestra era cristiana surgió un cambio determinante para el desarrollo de la filosofía. Estos cambios los encontramos desde el siglo IV de n.e.. El cristianismo tendió a monopolizar, y reclamar como propia, la dimensión y la actividad filosófica, ahogándola de su desarrollo independiente por estar identificada ahora plenamente con una institución religiosa o estatal. La filosofía antigua había emprendido un camino de transformación y liberación en las conciencias de sus propagadores seculares pero ello se perdió al incorporar, por el emperador Constantino en el 313 de n.e., al cristianismo como religión oficial, dando pie al inicio de un monopolio de todo saber intelectual circunscrito a las Sagradas Escrituras[1]: del cual se tiene una experiencia de un mundo irreal, integrado por ficciones, entes de razón, conceptos, sueños, que sólo existen mientras una conciencia: el creyente, una institución: la iglesia, o un estado: como el romano y el resto hasta los actuales momentos, los mantiene presentes como verdaderos[2].
La filosofía profana se vio despojada de autonomía y separada del arte de la vida, en tanto cuido y conocimiento de sí. Quedó reducida aun discurso intelectual, abstracto y teórico, teñido y amparado en lo divino. Se pasó de una teoría y práctica, que ahondaba en los pormenores de una vida que oscultaba al mundo por el interés de la comprensión racional y la obtención ética de una felicidad terrena, por unas prácticas que se hundían en el campo imaginario de la iconografía religiosa y de un conocimiento de lo “celestial” de lo Escritural, por un abandono del saber, de la ciencia y el conocimiento, comprensión y transformación de la verdad objetiva y de la veracidad subjetiva del individuo respecto a su mundo.
Dios se instaura en la mente de los hombres de manera total y esto opera en manifestar una ceguera a Occidente por varios siglos respecto a la condición propia de la vida terrenal del hombre. Agustín será un modelo de expresión de este cambio que operó en la filosofía convertida en teología, estableciendo la “ruptura epistemológica” con el mundo secular al condenarlo y asumiendo sólo la verdad en tanto verdad y conocimiento de Dios. Vuelve dentro de tì. La verdad habita en el interior del hombre, será una frase que San Agustín suscribirá y que la encontramos en todas las religiones de la intimidad. Su terapia teológica se separa de la filosófica, que fue por la que anduvo la mayoría de todas las escuelas de esta disciplina del mundo greco-romano. Veámos cómo se construye este nuevo mundo de la ciudad de Dios, propia de los elegidos, al sobreponerse a la ciudad terrenal o babilónica, de los condenados.



San Agustín en los cielos…


Este pensador católico, nació en Tagasta (hoy Argelia), provincia de Numidia, en el año 354. Su preparación filosófica prácticamente es la de un autodidacta talentoso, que nunca pudo viajar ni a Atenas o a Alejandría para completar su formación en el conocimiento de la lengua griega, impidiéndole leer fácilmente a los autores a partir de los textos de primera mano.
Tuvo una vida de contrastes y excesos. En sus “Confesiones” nos muestra su rica experiencia existencial por la que anduvo para alcanzar el reino de los cielos en vida. De estudiante de retórica pasa a ser profesor de esa disciplina en su ciudad natal y en Cartago. Se convierte al catolicismo, abandonando toda vida profana y arrepintiéndose de la llevada en el pasado. Por un tiempo se dedicará a las artes de la verbosidad, que están al servicio de los honores y de las falsas riquezas (C. I.9.14)[3].
Cicerón fue un autor determinante para el cambio de vida de Agustín. Entre el 372 y 373 lee el Hortensio, (obra perdida del opus del polìtico latino), la cual era una exhortación a la filosofía. Su amor por la sabiduría quedó sellado, a partir de esta lectura, llevándolo a consagrar su vida a ella, independiente de las distintas escuelas y sectas por las que pasó; eso no hizo mella para permanecer por diez años entre el movimiento de los maniqueos, hasta el momento de su huida a Roma en el 383.



Cicerón, el gran retórico.


En el 384, en la ciudad de Milán, inicia su tránsito al catolicismo, durante un largo período de crisis espiritual, preparando su conversión. Escribe De pulcro et apto, que será su primera obra, la cual está perdida. Es un periodo en que abandona todo entusiasmo por encontrar una perspectiva de verdadera sabiduría. El tema de la verdad y la sabiduría serán superadas cuando asume su confesión y se dirige a mostrar una vida piadosa y beata en relación a su vida pasada licenciosa. La verdad se encontrará en el corazón. Se preguntará dónde sentimos el sabor de la verdad y ello está en lo más íntimo del corazón; a los que han perdido ese contacto, los prevaricadores, les exige que regresen a ese órgano (C.IV.12.18): In interiore Homine habitat veritas. Lo contrario lo llama transitar por caminos difíciles; la felicidad no se encuentra en la región de la muerte, que es la vida externa corporal y mundana, es decir de la vida mortal, en el acontecer de la cotidianidad. La salvación y la verdad están en mirar en las regiones internas del corazón, de la vida luminosa de su dios anhelado. Hay que retornar al corazón ligero de pecados: ¿hasta cuándo tendréis un corazón pesado?
Del maniqueísmo, movimiento de corte dualista, se basa su concepción en una eterna lucha entre dos principios opuestos e irreductibles, el bien y el mal, asociados a la luz (Ormuz), lo celestial y a las tinieblas (Ahrimán), lo material, junto un ascetismo corporal. Luego pasa a defender al escepticismo, que lo lleva a aceptar que lo más sensato es dudar de todo y sostener que el hombre no puede llegar a conocer nada con certeza. Supera el maniqueísmo no con ayuda de la fe cristiana, sino por el hecho de sumergirse en el misterio de la libertad humana; esta corriente negaba la libre responsabilidad por instinto sádico consigo mismo, tampoco estuvo de acuerdo con una concepción que condiciona ocultar el abismo de la libertad humana. Su preocupación posterior por desarrollar la idea del libre albedrío está enlazada con esta posición. Su sed de intensidad y de vida sin límites no sólo le inducía a la afirmación del placer corporal, sino también a conocer y medir todo el enorme ámbito del espíritu humano (Safranski. 2000:45)
Esto durará hasta entrevistarse con Ambrosio, quien le recomienda leer en forma alegórica el Antiguo Testamento, dejando las posturas pasadas, convirtiéndose al catolicismo como opción y sentido de vida. A esto habrá que añadir su encuentro con la filosofía neoplatónica (las Eneas de Plotino), ante la que establece una larga simpatía, por sus propuestas de la existencia de un mundo espiritual y de la inmortalidad del alma; posturas similares al cristianismo; postura en la que el mal es tomada como privación, más bien que como algo positivo. Esta tendencia lo libra del materialismo y le facilita la aceptación de la idea de una realidad inmaterial; le otorga la opción de contemplar las cosas espirituales, de la sabiduría en el sentido intelectual.
En el 386, en el período de la vendimia, con una dolencia de pecho profunda y con treinta y dos años, se retira, acompañado por su madre, a una finca de un amigo en Casaiciaco. De esa estancia, surgen varias obras que lo irán perfilando en su vida consagrada a la propagación e interpretación de la espiritualidad cristiana. Surgen Contra académicos, De la vida feliz, Del orden, De la cantidad del alma. Para el 387 escribió Soliloquios y De la inmortalidad del alma.



San Agustín y Santa Mónica (1846), por Ary Scheffer


Regresa de Milán a África y organiza una especie de comunidad monástica, donde se retira el resto de sus días. Una especie de academia pero, más que platónica, será tutelada por los principios de la vida cristiana. A esta Comunidad de Monjes refiere en su obra Cive Dei (XIX.2). El santo les da una Regla que, si bien señala como ideal el amor contemplativo, inmediatamente después fija las prácticas para llegar a él. Empieza hablando, en efecto, de que los congregados en el monasterio han de tener una sola alma y un sólo corazón en Dios. Pero enseguida aclara que para ello deben ajustarse a la forma de vida practicada por los primeros cristianos en torno a los apóstoles, poniendo todas las cosas en común para distribuirlas después a cada uno según su necesidad. Ese modelo de vida es aquí el camino -qua itur­ indicado para alcanzar el fin- del perfecto amor a Dios (C.D.XIX.2)[4]. No imparte cuál género de vida hay que seguirse: si el contemplativo, el activo o el mixto; los tres pueden ser practicados. Por encima de todo ha de practicarse el amor a la verdad (amor veritatis) y el deber a la caridad (officium caritatis). Descargarse de ocupaciones puede traducirse en desatención del prójimo; sobrecargarse de ellas perjudicará a la contemplación de Dios. El ocio sólo se justifica como investigación a la verdad, dispensando todas las demás actividades posibles dentro de ello. El negocio no consiste en presidencias o cargos sino en servicios.
Para el 391 es ordenado sacerdote y el resto de su vida lo dedicará a la Iglesia en su ministerio pastoral. En este último período se consagra a escribir, con mayor cuantía, sobre teología y exégesis bíblica. Surgen las Confesiones (entre 384 y 400), La Trinidad (400-416), La ciudad de dios (413-426), La doctrina cristiana (392-426) y Retractaciones (427).
Su muerte ocurre en 430 a los 76 años, en el momento que la ciudad de Hipona está sitiada por los vándalos.

Sobre La vida feliz.

Este pequeño diálogo es un acercamiento a la filosofía en el momento que decide dedicarse a ella, al retirarse para reponer su salud. Pareciera ser un anhelo de encontrar, entre sus padecimientos personales, un espacio para el acuerdo espiritual y ético del alma, en su intento de obtener la felicidad perdida posiblemente por los extravíos hedonistas y extralimitados de su vida pasada.
Para ese entonces ser cristiano y ser filósofo son una misma cosa. El cristianismo le provee un punto de vista fijo para calificar los avatares del mundo y los eventos espirituales, por los cuales, surge la condición del hombre hacia, lo que él llama, la verdadera vida y el bien. Es de esta manera como comienza la confusión dentro de la historia de la filosofía, al convertirla en teología, al plantear que la fe cristiana es la verdadera filosofía, siendo lo contrario lo esperado por ella; comprender que la filosofía, en tanto búsqueda de la verdad, es la que debía certificar la calidad de dicha fe, pero por medio del instrumento de la razón o logos filosófico.
La fe cristiana le otorga el acceso a la verdadera filosofía/teología; un punto de vista que vendrá a distorsionar el que-hacer filosófico por más de diez siglos, retrasando o estacionando la evolución del pensamiento occidental hacia otros territorios intelectuales del conocimiento que no sean los moldeados a través de las palabras de la Biblia y la autoridad inquisitorial religiosa. Meditar sobre la fe, se convertirá en un acto de preparación para la vida filosófica. Al buscar un principio racional para una mejor vida, se topa Agustín con la fe o autoridad divina, para determinar lo que es la vida buena según la religiosidad cristiana.
A lo largo de su vida podemos hallar una permanente obsesión, la de establecer un discurso religioso que tenga la pretensión de ser verdadero. El hombre es capaz de establecer una verdad y ello le otorga una opción de sabiduría, desde la perspectiva que se inscriba tal supuesto en los parámetros de lo verdadero. El cristianismo le da un dogma para establecer esa verdad monolítica; el escepticismo le llevaba a una incertidumbre permanente, pues corta de raíz todo esfuerzo para alcanzar una verdad permanente, lo cual es la actitud propia de la evolución científica, basada en la falsibilidad de los conocimientos humanos y su perfeccionamiento, mediante la comprobación racional de los distintos errores que puedan girar en torno a un hecho científico. El escepticismo que maneja Agustín era la de un permanente buscar para nunca encontrar. Descartes retomará esa misma propuesta pero para asegurar su método del descubrimiento de las leyes del mundo moderno.
Aquino basa su propuesta en la actitud cristiana de la fe. Ello da la esperanza para alcanzar cierta verdad. Por supuesto, siempre tendremos que esperar a que ello sea así, pero según este cristiano es la única opción que tenemos para construir una verdadera sabiduría y llegar a ser sabio o comenzar a serlo. No le quedaba otra cosa que escribir Contra los académicos, donde se halla su diatriba contra todos aquellos paganos filósofos que se ocupaban del mundo desde el principio de la duda y no el del dogma o autoridad eclesiástica. Comienza su carrera como comisario e inquisidor católico

De la vida feliz, una interpretación

La obra comienza con la propuesta ética de observar que la filosofía es el puerto de donde se parte al reino, a la tierra firme de la vida dichosa. De igual manera a ella no arriban muchos hombres sino contados, en menor número y poco la alcanzan en su presente. La filosofía viene a ser una tierra anhelada por muchos pero alcanzada por pocos, donde la vida dichosa será la guía que dirigirá los pasos del que pretende arribar a ella. Se trata no tanto de qué debo hacer sino cómo vivir y qué cosas desear para alcanzar la verdadera naturaleza y fin del hombre cristiano. Este texto contemplará una búsqueda de la eudaimonía (felicidad) y de una teoteleonomía, realización del ser humano desde el espejismo de la luz divina. Aquí nos encontramos con la necesidad de comprender y realizar una trascendencia dada por la fe, en tanto destino final de toda criatura.
La acción transcurre en la celebración del cumpleaños de Agustín y en el recinto de los baños, bajo una dieta frugal que ayude a no embotar al ingenio de los participantes. Los baños son un lugar adecuado y apartado para el diálogo. No es raro que los baños sean también un espacio para la purificación y limpieza del cuerpo que, unido a la conversación del saber filosófico, completa la purificación del alma o de la razón mundana. La filosofía requiere de dos cosas, la primera: de pocas personas, pero que estén interesadas en navegar hacia el puerto de la filosofía; y la segunda, de un retiro conciente del contacto con lo mundano; los baños de la antigüedad proveían tal atmósfera.
Nos habla del tipo de hombres que transitan hacia esta disciplina. Los que emprenden esta travesía son de tres clases de navegantes filosóficos:
1. Unos, la de aquellos que, levantados por los años al predominio de la razón, con leve esfuerzo y corto golpe de remo se apresuran inmediatamente y afincan en aquella serenidad (sub.nus.), donde izan la bandera de alguna de sus obras para que, incitados los demás compatriotas capaces se esfuercen en imitarlos. Serán aquellos que apenas llegaron a alcanzar algún conocimiento y no se adentraron más allá de esas orillas seguras, con lo que ampliarían su navegación filosófica.
Opuesta a la anterior son los alucinados por la engañosa apariencia del mar, se aventuran agua dentro, osando navegar lejos de su patria y, con frecuencia, dándola al olvido. Son los que se hunden en hondos y miserables abismos, engreídos y gozosos en tanto la vana serenidad de los deleites y honores los halagan por todas partes. Son los que llegando a puerto se quedan en la vanagloria y en la vida hedonista, sin desarrollar otras cualidades propias del trabajo filosófico.
Son los que jóvenes o los que han sido maltratados por el tiempo y confundidos por la travesía y los escollos a seguir, entran a sortear su suerte en la filosofía, desperdiciando la feliz navegación a puerto seguro, errando, malgastando sus días y perdiéndose.

Exige el retirarse de una vida superficial de la gloria mundana. El retiro y la navegación en los hondos escollos de la filosofía es la condición previa y necesaria para este viaje al reino y tierra de la vida dichosa. Aquí hay que esclarecer qué es la vida dichosa, la cual, como veremos, se distingue de la vida buena aristotélica, aunque ambas comprendan la vida contemplativa del filósofo como un campo seguro para su andar.
Afán de gloria, fama, vanagloria, apartan al filósofo de su condición. Es propio de vida vacía e inconstante; se hinchan al caminar y no llegan, al estar confundidos en vanos pensamientos, a la magnífica morada que casi ya tenían ante los ojos. La filosofía pareciera ser un viaje homérico, con carácter intelectual, esto es, la imagen de Ulises regresando a Itaca luego de atravesar no pocas dificultades. Sirenas, obstáculos, gigantes, hazañas, son tropiezos que pone el mundo, a los que andamos hacia el mar de la filosofía, por la que no debemos cesar ni un instante. Separarnos de los cantos de sirenas, de las ilusiones y de los placeres mundanos, es requerido para llegar a puerto.
Estos tres tipos de navegantes son los que hay que evitar. Entregarse a la filosofía requiere una certera dedicación a ella; se pide desvincularse de la vida mundana y profana, en primera instancia y, segundo, comenzamos a ver que la vida del filósofo está más cerca del retiro contemplativo para Agustín que en la actividad práctica de la intervención ciudadana socrática o de la ciudad. Ahora la ciudad se expande hacia el cielo, como podemos notar. Sócrates, filósofo urbano, no lo acompañaría en su navegar.
El hallazgo de la filosofía, distinto a la retórica por él enseñada, le viene por la lectura del libro de Cicerón intitulado Hortensius, como ya señalamos antes. Cicerón, más político que filósofo, emprendió su obra filosófica recogiendo lo que había de válido en los filósofos del pasado. En sus libros nos encontramos con un repertorio donde se dan cita distintas escuelas. Ideas de los estoicos, escépticos, de los platónicos y de la Nueva Academia, están presentes a lo largo de sus páginas. Termina acercándose más al platonismo y coquetea con el escepticismo. Con esta influencia ciceroniana, Agustín inicia su conversión a la filosofía. Los ideales de la vida del sabio, estoico y escéptico, como de los académicos, son obtenidos por medio de esta obra, (el Hortensius de Cicerón -como De pulcro et apto de Agustín-, es una obra perdida del corpus del filósofo y político romano).
Pero esta incursión en la filosofía no lo libra aún de las tinieblas de su vida pasada libertina y sus andanzas por abismos en que malhadados astros lo llevaron hacia el error. Serán los llamados académicos, los escépticos, quienes se apoderarán de su pensamiento por largo tiempo, de su gobernallerebelde a todos los vientos en medio de las olas (V.F.:17). El escepticismo es visto en De la vida feliz, como un movimiento que está vetado en lograr la felicidad y alcanzar la filosofía pues tienen como condición la renuncia a conocer la verdad.
El norte de su pensamiento, confiesa, lo obtuvo al llegar a conocer Dios por medio de sus contactos con sacerdotes. Para alcanzar a lo divino por la meditación, nada corporal debe estar presente ante él; de igual manera cuando se habla del alma, sustancia espiritual con que los creyentes pueden acercarse a Dios. Safranski (2000: 44) afirma que Agustín amaba la vida desmedidamente. Ello lo llevó a descubrir y experimentar a Dios, pues es la figura absoluta para saciar, por medio de la imaginación, su aspiración sin límites. Su aspiración apasionada de Dios era algo primario, no una compensación, tal como quisiera hacernos creer una psicología desconocedora del espíritu.Leyó a Plotino y a las Sagradas Escrituras, pero, si bien quería desentenderse de ciertas anclas filosóficas, aún mantuvo ciertos apegos que impedían recoger la verdad cristiana. El desmedido dolor, hará brotar la condición para tal cambio de navegación que, hasta el momento, se encontraba rodeada por el canto de las Sirenas pseudos-filosóficas. Nos cuenta que echó todo por la borda y condujo su barquilla hacia la ansiada tranquilidad (V.F.:18). Navegar hacia la filosofía no es un viajar por lo seguro sino que tiene riesgos que nos pueden llevar a distanciarnos del puerto feliz de la vida dichosa. Esta vida sólo se obtiene en cuanto se llega a poseer, para Agustín, un terreno seguro, no fluctuoso y vacilante, respecto a lo correspondiente a las cuestiones de alma. La vida feliz también será un premio o una dádiva divina costosa de obtener: una gracia.

Primer día. Los temas que trata en este capítulo giran en torno al cuerpo[5] y al alma, los alimentos necesarios para la vida de cada uno. Hay un acercamiento a la idea de felicidad al comprender que quien la posee, es aquel que tiene lo que desea, sin embargo, tampoco es feliz el que tiene todo lo que apetece. Se describe quién posee a Dios y de ahí se llega a la conclusión de que el escéptico no puede ser feliz.
El diálogo queda establecido entre Agustín y Navigio, su hermano, que se limita a reflejar la opinión común de los participantes, afirmando este último que ignora que estemos constituidos de cuerpo y alma. Se establece que participamos de la vida, y gracias a ello, sabemos que poseemos un cuerpo. Por lo tanto se constata que poseemos vida y cuerpo. Lo que no está claro para su interlocutor es la existencia del alma. La existencia humana está determinada por esa dualidad, sin la cual no puede vivir. El cuerpo es el medio por el cual se procura alimentos, advierte el discípulo Licencio. El alimento se le otorga a la parte constitutiva de nuestra existencia que crece y se desarrolla; su desarrollo está dado por la naturaleza, la cual le impone una medida y volumen concreto. Si escasea el alimento disminuye su volumen. Se concluye que someter al cuerpo al orden del bien del alma no es odiar al cuerpo, sino prestarle el correcto cuidado. El cuerpo sometido al alma, el alma a Dios.
El alma tendrá sus alimentos propios que, en primer lugar, se deberán a la ciencia y al conocimiento de las cosas, a las teorías y pensamientos. Estos elementos intelectivos juntos componen los manjares del alma. Esto lleva el diálogo a que el alma de los doctos es más rica y vasta que la de los ignorantes. Los que no abordaron ninguna ciencia o saber son almas abúlicas y famélicas, convirtiéndolas directamente en ahítas de maldad y vicio. La ignorancia es vista bajo la lupa de la moralidad, al establecer platónicamente que el origen de tal condición se presenta al carecer de alimentos correctos para su desarrollo; el ayuno de los conocimientos nos proporciona esterilidad. De la misma forma que el cuerpo privado de sustento proporciona miseria y enfermedades (y vicios); igual el alma al plagarse de dolencias que delatan su ignorancia. Los dolores del hombre, como notamos, se basan en el sufrimiento por carencia de correctos y justos alimentos, tanto para el cuerpo como para el alma. En el cuerpo, el hambre proporciona enfermedades y en el alma, la carencia de correctos conocimientos, otorgados por la ignorancia, lo cual nos lleva a los vicios y a los dolores de la misma. El conocimiento viene a ser aquí la condición para superar los males del alma. Ejercicio filosófico de gusto platonizante, pero poco convincente.
Agustín participa que los antiguos ya llamaron nequicia (maldad) a la madre de todos los vicios; su opuesto, la virtud, frugalidad, lo cual tiene por raíz a frux que significa, fruto, fecundidad, y por ende, del alma. El alma virtuosa es fecundada por el conocimiento; la viciosa o sitiada por la nequicia, es estéril y desaparece, se disuelve y se derrite (V.F.:21); los hombres con esta última condición son llamados perdidos. Lo contrario se destaca por lo que permanece firme, y es denominado templanza y frugalidad, condiciones propias de la virtud. De esto se concluye que la filosofía nos da a entender, que existen dos clases de alimentos: uno saludable, provechoso y otro dañino, mortal. Esto nos da una cierta semejanza con la condición del alma y del cuerpo en Platón y en Plotino[6].
Agustín exhorta a los compañeros de fiesta a que apetezcan más las viandas del espíritu con mayor avidez que las del cuerpo, ello es síntoma de la salud del alma. Para Agustín el estado del alma está en dirección al cuido del alimento con que se nutre ésta; lo contrario acontece cuando está enferma. Los sufrimientos del alma se deben a cómo la alimentamos, a cuáles son las viandas espirituales que consumimos y con qué tipo de alimentos intelectivos nos proporcionamos una vida frugal; ello debe entenderse, como los conocimientos introducidos en nuestro pensamiento. Las almas enfermas, como pasa con los cuerpos que también tienen esa condición, rechazan todo alimento.
Al cerrar esta distinción se pasa a reflexionar en torno a la felicidad. Todos quieren alcanzarla, según contestan los amigos a la pregunta por él formulada. Es feliz el que posee todo lo que apetece. Su madre, Mónica, hace una aclaración: si apetece y consigue bienes, es feliz; si por el contrario ambiciona males, aunque los consiga, es desdichado (V.F.:21). Agustín expresa a la madre, quien es ignorante de la filosofía, el haber alcanzado las cumbres de cierto saber filosófico, pues únicamente te faltaron las palabras para expresarte como los filósofos (el ejemplo es Cicerón de quien cita: La voluntad depravada acarrea más males que bienes de fortuna; (V.F.:22). Por los juicios expresados por la madre surge un elogio y reconocimiento de la mujer como sujeto filosófico, cosa que hasta el momento no es del todo popular dentro del ascenso de la filosofía. Sin embargo, nos dice que por hablar como lo hace, olvidan los convidados, que posee la condición de mujer y pareciera estar entre ellos un eminente varón. Esta apreciación nos devuelve a la idea de que la filosofía necesita del varón para pensar, más que la condición femenina por sí misma como productora de ideas filosóficas.
El argumento de la felicidad prosigue al afirmar que es feliz quien posee todo lo que desea y es desdichado aquel que no posee lo que quiere. El hombre considerado feliz, goza por disfrutar lo que posee como por quererlo y obtenerlo. Esta condición debe ser permanente, a no ser que se inmiscuya el azar o fortuna en nuestras vidas, llegando a cambiar por un golpe de suerte esta firme y permanente felicidad.
Es infeliz el que ama las cosas fortuitas, porque corre el riesgo de perderlas; no llega a saciarse enteramente con ellas. El que sabe poner límites a sus apetencias, aunque posea todo lo que quiera y goza de ellos en forma honrada, puede llegar a ser feliz. Esta situación no es gracias a lo que posee, sino a la moderación de su apetito. La vida dichosa es considerada en la medida que nos proveemos de bienes que permanecen siempre y que no pueden ser arrebatados por la fortuna adversa (V.F.:23).
Veamos diferentes tópicos desarrollados en el diálogo:
Dios. Se pasa al tema mediante el presupuesto que es un Ser Eterno e Inmutable, y él es la pauta que conecta con la felicidad, pues Dios debe ser feliz. De ello surge la pregunta sobre qué hombre posee a Dios, pues si lo posee lo hará dichoso; imaginar a Dios feliz es llevar a que el individuo despierte el sentido y significado de su felicidad personal inspirada en la imagen externa de lo divino.. Licencio afirma que tiene a Dios quien bien vive y obra conforme con la Divina Voluntad. La felicidad es dada por la condición de poseer a Dios. Pero ¿cómo poseemos a Dios y, por ende, a su felicidad? El hijo de Agustín, Adeodato, acuña la frase: posee a Dios aquel que se ve limpio de todo espíritu inmundo (sub. nues.). Poseer a Dios es estar libre de ser un espíritu inmundo, palabra que viene a significar sucio. ¿Qué tipo de suciedad o inmundicia refiere la palabra latina inmundus? Esta palabra se refería también a aquello cuyo uso estaba prohibido a los judíos por su ley. Aquí se traslada a los hombres que llevan una vida licenciosa, viciosa y fuera de la ley del Dios cristiano.
Nueva academia. Con ello se refiere a los escépticos. Quienes buscan la verdad es porque quieren encontrarla. Al igual que aquellos que buscan lo que quieren poseer y, como aquellos que no alcanzan lo que quieren. Los filósofos escépticos, al no encontrar la verdad, se concluye que éstos no pueden ser dichosos. Agustín refiere una condición que determina a quien posee la sabiduría. Nadie es sabio si no es dichoso; luego el académico no es sabio (V.F.:24). Este juicio nos parece pertinente en nuestro tema, pues la filosofía debe constituir una sabiduría que nos debe conducir a cierto estado de dicha o felicidad. Se es sabio en la medida que llevamos una vida dichosa. Si no somos dichosos no podemos ostentar el título de sabios, es decir, de filósofos. Es una distinción que surge de la filosofía estoica, ser dichoso y sabio es una identidad que está presente en aquellos que practican esta corriente filosófica. El sabio, determinado de esta manera, presenta una condición moral, más que ser un indagador científico del mundo, que busca leyes para conocer la fhysis y entablar una unidad original respecto al mundo, preocupándose por el saber externo, se nos presenta, como aquel que se centra en alcanzar la vida dichosa mediante las virtudes de la templanza y de la frugalidad.
El sabio no será el que pone sus deseos en bienes externos y posesionados en tanto propiedades o cosas, sino en bienes interiores, que son permanentes y que son difíciles de perder; ser desgraciado es algo alejado de Dios. No llega a sufrir adversidades el que no posee bienes exteriores y corporales. Son bienes (interiores) que constituirán un alma firme y permanente en su obrar virtuoso. La salud o el alimento del alma pasa por esta condición. Lo inmundo es lo pasajero y el alma debe anhelar una condición permanente de tranquilidad ante el acontecer del mundo exterior[7]. Estos argumentos nos muestran el rechazo del filósofo africano sobre su opinión acerca de los escépticos. Sus palabras: Por lo cual me contenta el haber sostenido con ellos enemistades desde hace largos años. Qué no sé por qué natural instinto o, mejor dicho, divino impulso siempre me repugnaron enérgicamente, aun ignorando cómo debían ser refutados (V.F.:25). En el fondo no sabe por qué realmente rechaza a los escépticos, aunque está claro que el motivo es porque no pretenden encontrar ninguna verdad permanente o eterna, ya que el concepto de verdad para esta escuela, es una inutilidad sobre el mundo. Al no haber nada que afirme la permanencia de un bien certero y, por lo mismo, de una verdad permanente, no podemos llegar a afirmar la existencia de un Dios; de esto se sigue que tampoco podemos afirmar nada sobre la felicidad, pues esta última está implicada en su existencia; lo cual impediría, según la argumentación desarrollada por Agustín, obtener posesión de Dios y de ser feliz. Los escépticos, con sus argumentos de la imposibilidad de establecer una verdad fija, se convierten en los peores enemigos de esta filosofía, bañada con el divino impulso y el natural instinto para dudar de dicha escuela. No hay tampoco un argumento muy sólido respecto a los escépticos.
El alma excelente será la que esgrime una verdad, aunque ésta sea producto de un dogma, y por tanto, de la ignorancia, ya que no hay demostración alguna respecto a la presencia de Dios, es una suposición, una emoción, antes que un argumento demostrativo real. Como los escépticos no consiguen encontrar una verdad, no son sabios y, por ende, no son dichosos. La dicha está ligada a la dureza del juicio que asumimos o pronunciamos, más por autoridad que por razón, como verdad.
Todo este argumento se desarrolla entre metáforas alimenticias, manjares, miel, harina cande, almendra, pretendiendo oponerse otros manjares más robustos: vigorosos y suculentos. Esta metáfora de la alimentación del alma se mantiene a lo largo del diálogo surgido en este primer día de fiesta cumpleañera.
Agustín está seguro que su fiesta y los temas desarrollados entre estos amigos y familiares, deben pasar a la historia y es por ello que manda desde un principio a un escriba a que no quede palabra pronunciada sin ponerla por escrito.

Segundo día.
El tema a discutir radica en examinar la idea de Dios como aquel que provee a todos sin cesar. Se tratará de ir más allá de la premisa ya aceptada en el día anterior: todo el que cumple la voluntad de Dios vive bien, puesto que vivir bien no es otra cosa que obrar lo que a Dios agrada (V.F.:27). Aquel que vive bajo un espíritu inmundo no puede llegar a ser feliz. Y esta inmundicia tiene dos sujetos diferentes para Agustín.
El primero, es el que tiene el alma invadida y perturbada por los sentidos, que vive en un frenesí o paroxismo; para poder erradicar este engendro en el espíritu del sujeto, el método que propone Agustín, es el de expulsar dicho espíritu, mediante la imposición de manos por sacerdotes o el de ahuyentarlo, conjurándolo en nombre de Dios. Esto nos remite al inicio de las condenas por la Inquisición, de la exorcización de la posesión del Diablo en determinadas personas que los funcionarios sacerdotes de la Iglesia dictaminan por autoridad. Aquí encontramos el origen de esta práctica de exorcizar a los llamados: espíritus inmundos.
El segundo tipo de espíritu inmundo designa a toda alma impura que se supone que está afectada por toda clase de vicios y errores. Quien está libre de estar poseído por un espíritu inmundo es el que está libre del demonio que suele volver energúmenos a los hombres, y el que conserva el alma limpia de todo vicio y pecado (V.F.:28).
Esto nos da a entender las patologías del alma, según Agustín, son dos: una inmundicia por estar poseído por el diablo, que lleva al individuo a cometer las peores atrocidades al volvernos energúmenos por ello, y la otra patología del alma, que está en cometer constantemente pecado y vivir dentro del vicio. Qué es vicio y pecado, qué es el Diablo son cuestiones que deberemos puntualizar más en este autor.
La salud del alma se establecerá en aquel que lleva una vida casta. ¿Qué entendemos por castidad? El que evita todo pecado y el que evita el trato carnal ilícito (condición que a él le costará lograr a lo largo de su vida hasta llegar a su conversión al cristianismo). El que se abstiene de este trato indecente con la carne, igualmente evita corromperse con los demás vicios. Los problemas surgen con los placeres y pecados que se originan en la carne. El cuerpo es el recinto de las inmundicias de nuestro espíritu y llevan a prostituir el alma al corromperse en tales placeres; este juicio sobre lo carnal será determinante para la evolución del concepto de cuerpo en el mundo cristiano occidental). El casto sólo tiene una mirada fija en el objeto mental: Dios, a esta fantasía vivirá consagrada su quehacer diario. Casto será la condición para medir la vida correcta, buena. Propone que Dios, el cual no nos ha pedido nada, nos exige buscarlo; quien lo busca encuentra la vida dichosa, es decir, la restitución del alma a la salud que propone el cristianismo en tanto vida piadosa y casta. Sólo estos buscan a Dios; los espíritus inmundos tienen un acceso vedado a él. Las patologías del alma se concentran en esta búsqueda y posesión de Dios en la persona; cumplir con la voluntad divina, el que vive bien, será el que cumple las órdenes de Dios y ello lo libra de la inmundicia espiritual; condición que desata, a la postre, otra patología dogmática. La terapia cristiana exige únicamente la búsqueda de Dios; quien inicia dicha búsqueda obtiene ya la disposición para iniciar su cura, esto es, la salvación del alma. Se puede vivir bien, pero si no se posee a Dios, no es propicio; sólo es propicio el que puede atraer su benevolencia; seremos bienaventurados por buscarlo, pero ello no quiere decir que lo poseamos. En esto no admite término medio, que sería aquel que ni es propicio ni adverso a Dios. La madre, Mónica, advierte que habrá que distinguir entre poseer a Dios y no estar sin Dios; sólo vive bien el que tiene a Dios propicio, el que vive mal no lo tiene (V.F.:29). El que lo busca, mas no lo ha encontrado, no le es propicio ni adverso, dado que no está en Dios. Los términos medios en esta concepción del alma cristiana no son aceptados. Dios favorece al que lo busca y, por ende, es bienaventurado. Se llega a tipología del individuo que va a la búsqueda de Dios:
La gradación, acaso, será ésta -puntualizó Agustín--: todo el que encontró a Dios y lo tiene propicio es dichoso; todo el que busca a Dios tiene a Dios propicio, pero aún no es dichoso; por último, el que con vicios y pecados se enajena de Dios no sólo no es dichoso, sino que ni a Dios tiene propicio (V.F.:30). Tres opciones se debaten para estipular la vida del alma dichosa o no. Sólo quien encuentra a Dios es dichoso; quien lo busca, aún no lo es; quien por medio del pecado lo busca nunca tendrá a Dios propicio. La vida es fácil con Dios; lo difícil es aprender a vivir bien sin Dios.
El día termina con una cita de Tulio: ¿Por ventura, llamando ricos a los señores de tesoros terrenales, llamaremos pobres a los dueños de todas las virtudes? La respuesta es que todo indigente es desgraciado e igualmente, todo desgraciado es indigente. No hay escapatoria, la desgracia corre paralela a la búsqueda, encuentro o desvío de Dios. Los ricos serán tan desgraciados como el pobre, y éste como aquel, en la medida que no invoque y adentre la condición del ser divino en su ser. El alma fija su atención en el concepto de Dios e intenta vivirlo a partir de la idea imaginaria que desarrolla en su interior. La salvación viene por el espejismo de un Dios al alcance de mi vida, pero que continuamente puede alejarse.

Tercer día.
El comienzo es el tema del día anterior. La miseria humana es la necesidad. Y se centra en la miseria y la riqueza del alma, la cual vendrá a determinar quién es feliz, o mejor dicho, quién posee una vida dichosa, sana, óptima bajo este esquema agustiniano. Veamos.
Del baño, por refugiarse de las nubes cargadas de tormenta del día anterior, ahora pasan a una pradera cercana, al ser propicio el despejado cielo de ese día. Es el nuevo ambiente donde se da este encuentro, sentándose cada cual donde más le plazca.
Se retoma la afirmación de Mónica: indigencia y mísera son una misma cosa, y todo indigente es un desdichado, pues padece necesidades de variados tipos. El hombre dichoso no padece necesidades y, por tanto, es feliz; no sufrir penuria es condición de felicidad, pues aquella consiste en la miseria. Se recuerda que no hay posibilidad de término medio entre miseria y felicidad; tampoco lo hay entre la vida y la muerte. La tranquilidad del alma cristiana se reduce a esto, a reducir al mínimo todas las necesidades. La perfección del alma, la tranquilidad de la conciencia cristiana, se limita a pensarse sólo como un ser perfecto, que nada carece y toma lo que considera necesario para el cuerpo al estar a su alcance, y si tales objetos no los tiene, no por ello sufre quebranto alguno. El sabio es perfecto en la medida que practica esto; no teme ciertas carencias; está exento de temer a la muerte corporal, a los dolores; sabe que el remedio, supresión o aplazamiento de estos objetos son precisamente aquellas cosas cuya pérdida le puede sobrevenir (V.F.:32). La máxima es: si se puede evitar un daño, necesidad es admitirlo. Se evitará el dolor cuando pueda y tenga en mi mano poder hacerlo; no será desdichado si no lo evita, porque puede sobreponerse a la situación mediante su decisión. Quien elige retener o evitar una cosa o necesidad tiene la capacidad de saber superar su dolor. Sabrá evitarlo y podrá ser infeliz por estulticia, no por padecer necesidad. Y si no puede evitar ciertos daños por su acción, tampoco padecerá por ello: pues no es posible lo que quieres, quiere lo que puedes, cita del Eunuco de Terencio. El sabio, la perfección de su alma, la tranquilidad de su ánimo, está en poseer objetos firmísimos, que nadie sea capaz de arrebatárselos; y cuando emprende, lo hace únicamente como por divino mandato y ley de sabiduría (V.F.:33). En esta afirmación el estoicismo se hace presente[8].
La necesidad aquí referida consiste en no tener, mas no en el miedo de perder lo que se tiene. Por lo cual, no todo desgraciado es indigente. Tener bienes económicos y no poseer sabiduría conlleva a ser desgraciado, pues es un alma necesitada de sabiduría (idem). Y aquí Agustín hace una distinción personal sobre la felicidad del sabio respecto a otras escuelas. Sólo posee un alma feliz, no quien posee sabiduría o conocimiento filosófico, sino un alma embebida en Dios por entero. Dios es la fuente de donde surge, las respuestas que admira Agustín; aquí comienza su soberbia cristiana de sabio dogmático, situación que rarificará al resto de los filósofos como individuos condenados por sus prácticas sobre el saber.
Poseer sabiduría, no es conocimiento del mundo y del hombre en tanto ser racional, sino en el contacto divino. El sabio filosófico pasa a ser determinado por una concepción teológica determinante de su alma, es decir, de su conciencia. Si bien habla que no hay mayor indigencia que aquella que carece de sabiduría, quien la posee nada teme o sufre en absoluto; pero es la sabiduría que mana de la posesión de Dios. En Agustín, y para la mayoría de los miembros del católicismo, la tranquilidad del alma, el alejamiento de los sufrimientos se reduce a esto: o se está poseído por Dios o poseído por el Diablo, a quien habrá que exorcizar por la mano santa de los sacerdotes (?), como anotamos antes.
Llega a la conclusión platónica de que la miseria del alma es el que vive en estulticia, situación diametralmente opuesta a la sabiduría[9], como la muerte a la vida, y como la vida feliz a la infeliz, es decir, sin término medio. El radicalismo, y la semilla del fanatismo que surge al institucionalizar las propuestas agustinianas, se hacen evidentes en este rechazo del matiz medio. Se está o no con Dios, el resto somos poseedores (y poseídos), de un espíritu inmundo.
Se habla de torpeza mental al centrar nuestra mente en el temor a perder lo que poseemos, en la necedad de estimar sólo los bienes. Contrapuesto al poderío mental es estar sumergido en la profunda estulticia de las posesiones terrenales; la riqueza produce necedad; carecer de sabiduría es poseer suma indigencia. Y como necio se es desgraciado, todo desgraciado es necio; toda necesidad es miseria y toda miseria necesidad.
Estas son las reglas que se establecen para comprender a este autor y su búsqueda de la felicidad, es decir, de la terapia del alma agustiniana o cristiana. Quien no posee la sabiduría definida según el santo, se es un indigente, el cual es quien carece de ella y vive en la estulticia.
Necesidad y estulticia son sinónimas condiciones del ser; ambas nos sumergen en las tinieblas, que no es otra cosa que no tener luz, estar ciego, no ver la salida a su desgracia: las tinieblas ni vienen ni se van, sino que carecer de luz es lo mismo que ser tenebroso, como carecer de vestido es estar desnudo; y al ponerse un vestido, la desnudez no huye como una cosa móvil (V.F.:34). Tener necesidad es como tener desnudez. Necesidad significa no tener; la estulticia es la verdadera indigencia. Por lo que todo necio debe ser infeliz y todo infeliz un necio; infelicidad e indigencia se identifican.
Lo contrario a este planteamiento es definir quién es el sabio, el cual es un bienaventurado. Contrapuesto a la estulticia que es indigencia, esterilidad y desolación y vivirá con un alma que posee en ella todos los vicios describibles. La estulticia, la indigencia no es vista por una situación real, concreta o social sino individual; cada cual es responsable de permanecer dentro de esa condición miserable para Agustín. Ser estulto significa poseer todos los vicios del alma.
De aquí se pasa a reflexionar sobre nequicia, maldad, que deriva a necquidguam, lo que es nada, lo que es no ser. Y frugalidad, de fruto, plenitud del ser, lo que es contrario a indigencia (pobreza) de ser, de ahí que indigencia sea estulticia y sabiduría, plenitud; la cual no es otra que la vida frugal, que es la madre de todas las virtudes para el sacerdote africano; cita a Tulio (V.F.:36): cada cual defienda lo que quiera; pero yo sostengo que la frugalidad, esto es, la moderación y la templanza, es la virtud más excelente. Qué contradicción (!), no admite los términos medios para describir la condición del alma bienaventurada pero le propone frugalidad que implica, por lo dicho, un sentido de la moderación, de abstenerse de ciertas cosas y de otras no, de saber encontrar el equilibrio, es decir, el término medio tan negado en los pasajes anteriores.
En su etimología de moderación y templanza las remite a modo y temperieDonde hay moderación nada sobra ni falta (idem). Deriva de ella que la sabiduría es la medida del alma por ser contraria a la estulticia; esta última es pobreza, y la plenitud es contraria a la pobreza. De donde deduce que sabiduría es plenitud, mas no abundancia, por ser esto último un exceso y no tener medida. Se requiere conocer límites, tener medida y ser pleno, lo propicio.
La medida del alma es la sabiduría, lo cual lo lleva a concluir nada en exceso, frase de Terencio (Andria). Sabiduría es moderación de ánimo, lo cual es contenerse para no derramarse en exceso ni coartarse apocado más allá (V.F.:37). Derramarse para Agustín es evocar su experiencia pasada al definirla como lujuria, ambición, soberbia y todas las pasiones desbordantes, propia de ánimos intemperantes desventurados que persiguen agenciarse deleites y poder. Lo cual lo conduce, según su visión, a la avaricia, al temor y a la tristeza, a la codicia y a las pasiones que niegan la plenitud del ser. Todo ello es propio del alma miserable y, por tanto, sufrida.
La sabiduría entraña el ser sorda, a estar seducida por todas las vanidades; no acepta simulacros que lo separen del abrazo de Dios; se aleja de los abismos de la intemperancia.
El día termina con la toma del camino nuevo para la filosofía que le prodigará, por bastantes siglos, más confusión a su hacer que claridad, ya que termina en el recinto de la fantasía de Dios en tanto proveedor de verdad. Viene su retahíla obsesiva de la felicidad en Dios: al cual identifica con la sabiduría, el hijo de Dios es ciertamente Dios, éste es el que es feliz, es la Verdad (con mayúscula), la cual engendra la suprema medida y ninguna otra medida precede. El que alcanza esta verdad en tanto suprema medida puede considerarse un bienaventurado; es la posesión del alma por Dios y ello implica un gozo con y de él.
El estado de frenesí que vive Agustín es ejemplar. Encontrarnos la afirmación que nos incita a buscar a Dios en nuestro interior, pues así fluye hacia nosotros desde la misma fuente de la Verdad. Dios es sol que aviva el destello de nuestros soles interiores. Habla otras sandeces, como de poder mirarlo cara a cara o, por debilidad de la vista, deslumbrarnos al abrir los ojos repentinamente (V.F.:37).
Todas estas cosas afirmará de Dios, el cual es la mayor perfección al no estar afectado por cualquier otra imperfección. En él todo es perfecto y, por tanto, omnipotente. Se llega a la conclusión que la vida dichosa depende de conocer o no a quien te guía a la Verdad, qué Verdad disfrutas, y por qué vínculo te encuentras en unión con el Sumo Bien. Todo no es más que un ejercicio retórico de convencimiento dogmático, una poética de la inspiración divina cristiana, una vida en el cauce de la frugalidad de la rectitud del nuevo catolicismo institucional, para llegar alcanzar la sabiduría y la felicidad.
La recomendación final es taxativa: debemos tener y estimar la moderación, si deseamos de corazón nuestra vuelta a Dios. La filosofía termina siendo una reconciliación con determinada representación de la idea de Dios emanada de las escrituras de la Biblia y de las interpretaciones divinas y estoicas que conviven con el pensamiento devoto de este sacerdote africano del siglo V d.C.
El diálogo, como bien dije, es desconcertante para la filosofía y para cualquier filósofo. Hace un salto a la labor filosófica y comienza una “ruptura epistemológica” hacia las tinieblas de la imaginación religiosa para la filosofía. Del terreno de la razón surge su conclusión de comprender la vida dichosa sólo al que posee la sabiduría, pero su argumentación termina en la calle ciega de la delirante autoridad divina, es decir, de las Sagradas Escrituras del Nuevo Testamento, la 1ra carta de San Pablo a los Corintios (1Co 1,24 donde encontramos que el Hijo de Dios, Cristo es la sabiduría de Dios; las palabras son del Evangelio de San Juan, el cual coloca la suprema invención de Yo soy la Verdad (Jn 14,6).
El retórico Agustín termina en adjuntarse a otra retórica, la de suponer la autoridad de la Escritura como sagrada. Su final es desconcertante para un terapista moderno o postmoderno del alma filosófico: sólo es feliz quien posee la Sabiduría de Dios y su Verdad, que es la del Hijo, Cristo. Una terapia de la fe, no de la comprensión del ser en tanto conciencia, razón y emoción humana. Esto es debido a su idea de hombre natural, el cual es pensado como poseedor de una humanidad caída y redimida, sometida a un pecado original, en la medida en que puede alcanzar la verdad que contempla, la necesidad de la gracia de Dios, condición necesaria para apropiarse de la verdad absoluta salvadora. La medicina del alma, que es puesta en operación por la providencia y la inefable beneficencia divina, es perfectamente bella en grado y distinción. Porque está dividida entre la autoridad y la razón. La autoridad nos pide la fe, y prepara al hombre para la razónLa razón nos lleva a percepción y conocimiento, aunque tampoco la autoridad deja la razón totalmente fuera del alcance de la vista (De vera religione, 24,25; cit. Copleston:2000:57).

Otras apreciaciones

Como sabemos, Agustín subraya el siguiente hecho: el conocimiento de la verdad no ha ser buscado con fines académicos, sino sólo en la medida que aporta la verdadera felicidad, la verdadera beatitud; la especulación por sí misma es rechazada. Es lo que encontramos en su escrito Contra académicos, que al separarse del escepticismo muestra que toda sabiduría tiene como objetivo la felicidad y que el conocimiento de la verdad pertenece a este tipo de sabiduría. Sólo el sabio (cristiano), puede ser feliz.
La insuficiencia de la filosofía encuentra su complemento en la plenitud de la verdad descubierta por la fe. La razón está sometida a los dictados de la fe; una vez que su persona se siente inundada por los resplandores de la fe, ya no habrá en él un manejo autónomo de la razón. La verdad se posesiona de su alma, suministrada por la fe; la verdad dogmática penetra hasta lo más íntimo de la razón. El recurso de la fe no es para alcanzar la serenidad ante el mundo, si no que es inicio de posibilidades para emprender nuevas especulaciones que mostrarán una forma aparte de filosofar; la razón sola no es el instrumento de su pensamiento: estará acompañada y dirigida por la fe, la cual se sostiene por la gracia divina. La sucesión parte de la inteligencia que prepara la fe. Luego la fe ilumina y dirige la inteligencia. Finalmente, por un lado la inteligencia y por otro la fe iluminada por ésta, desembocan juntas en el amor. Del entender al creer, del creer al entender y del creer y el entender al amor, (Fraile, 1966,II:198).
La fe es la fuente por la que podemos introducirnos a ver los ojos del alma y nos libera de la permanente seducción de los sentidos. Es una purificación que nos eleva por encima de las cosas sensibles y nos remite al conocimiento de las inteligibles. Los objetos corpóreos aparecen como un punto de partida en la ascensión de la mente hacia Dios. La razón es un instrumento de la fe para alcanzar los nuevos objetos intelectivos que derivan de esa actitud religiosa. La razón es vista como limitada pues ella no llega a poder explicar los misterios.
La fe es principio pero no un término definitivo, pues se deberá alcanzar la visión directa de la Verdad divina plena e inmutable, y la razón sólo alcanza verdades de este mundo y no del otro. La verdad siempre es de Dios y es un bien propio del cristiano para el mundo; una unilateralidad con la que afrontar las diferencias y darlas por falsas de antemano. La filosofía es aceptada y útil siempre que no se oponga a la verdad revelada del cristianismo, con la que siempre habrá que contrastar la filosofía. La fe es un instrumento de comprensión para lo que la razón no puede llegar, que son el investigar sobre los misterios divinos.
Erróneamente se le calificó a la filosofía de Agustín como una filosofía del amor, dándole un sentido sentimental, lo cual es ajeno al hecho propio del pensamiento del Africano. La razón está limitada para comprender la revelación y los misterios; es con esta disyunción que comienza todo la separación de la filosofía tradicional para inundar el pensamiento de giros teológicos y cristianos. El dogma es más esclarecedor que la razón, pareciera advertir siempre los escritos de Agustín. Para Fraile (idem:200) se falsea el espíritu de Agustín cuando se pretende amparar con él una tendencia afectivista en teología, al enlazarla con el sentimiento, el corazón, la adivinación, lo irracional y otras posturas en detrimento de lo intelectivo. Su fe no es sólo sentir sino comprender. Considera importante la ética, puesto que el fin de toda filosofía es la felicidad (C.D.VIII 10).
Sus objetos de investigación predilectos fueron Dios, el alma y la felicidad eterna; toda su especulación está inspirada en un anhelo ascensional. Por encima de todo y en todas las cosas busca a Dios. El mundo exterior sólo tiene importancia para él si le lleva a precisar el conocimiento de lo divino; lo exterior lo conduce a recluirse en lo interior, y de ahí se eleva a la trascendencia de Dios: de lo exterior a lo interior, de lo interior a lo superior, de las cosas corpóreas y externas pasa a las incorpóreas trascendentes: tu a corporeis ad incorporea transeamus, (De musica, I, 2: cit en Fraile:1966:206). Lo temporal se acomoda y ordena a lo eterno, la ciencia a la sabiduría y ésta a la contemplación y amor a Dios. Lo interesante que hay en este trascendentalismo es la aspiración ascensional a la liberación interior del hombre y la conducción a un bien supremo, lo cual no es otra cosa que la felicidad; quedarse en el mundo de las cosas externas, temporales y mudables será permanecer anclado en la concupiscencia y el orgullo; trascender a lo eterno es vía de meditación y contemplación de la idea de lo divino, lo eterno e inmutable en cada uno. Dios es el bien, la verdad, lo simple, la perfección y realidad absoluta; la suprema sabiduría consiste en amarlo y conocerlo. En todo ello hay un punto teológico de contraponer de lo múltiple a lo uno, lo mudable a lo inmutable, lo temporal a lo eterno, lo finito a lo infinito, de las verdades parciales a la verdad suprema, en menosprecio de la ciencia, de la filosofía y de la razón, la cual se ocupa, en parte, de realidades del mundo exterior (Fraile:1966:207). La filosofía termina siendo un apéndice de la religión; hay una identidad subordinada de la primera con la segunda. El principal interés de Agustín está en obtener el logro del fin sobrenatural del hombre, la beatitud, la bienaventuranza, en la posesión y visión de Dios. El objetivo es alcanzar no un bien impersonal sino un Dios personal.

Sobre el alma.
El conocimiento de sí mismo, la autoconciencia, es producto de la meditación, consiste en apartarse de las cosas exteriores, cerrar los ojos y los oídos y recogerse en la propia interioridad (De ordine I, 1,3; Fraile:1966: 208). El alma es imagen de Dios. Este viaje hacia la interioridad termina al alcanzar a conocer y amar a Dios y al prójimo por amor a Dios; desprenderse del apego a las cosas materiales es el primer peldaño para iniciar la búsqueda de esta felicidad cristiana, superando todo dolor terrenal por la llegada a la entrada de la salvación eterna gracias a la Inteligencia[10] y Bondad divina.
Este conocimiento interior se convierte en una invitación a conocer el alma como imagen de Dios y conocer a Dios mediante el conocimiento de sí mismo. En el alma está impresa, para este delirante cristiano, la imagen de la Trinidad, de la cual se desprende el amor en tanto Espíritu, por proceder de la relación trinitaria con el Padre y el Hijo. Sin embargo admite el hecho de que el alma habite en un cuerpo mortal, ello no debe entenderse como castigo o prisión, a manera platónica (el cuerpo como prisión del alma); el alma no está condenada a encerrarse en el cuerpo, aunque después del pecado original del cuerpo se haya convertido en prisión del alma; todo ello nos da plena realidad de su concepción dualista del hombre, integrado por la unión de dos sustancias, una material y otra espiritual; lo material no puede influir directamente en el alma espiritual: el alma no está sometida a su cuerpo como una materia a su obrero (De Música, VI 5,8-16; cit en Fraile:1966:219).
La condición del alma es de animar y vivificar el cuerpo, moverlo, regirlo y conservarlo, produciendo la vida vegetativa y sensitiva, y sirviéndose de él para las funciones intelectivas (Fraile:1966:218). Tres son sus funciones: memoria, entendimiento y voluntad, encontrando en ella una imagen trinitaria. No tiene un conocimiento seguro de su origen, aunque rechace la concepción platónica de la preexistencia.
Su concepción del alma lleva a concluir que el cuerpo material no puede influir directamente sobre el alma espiritual, lo cual nos muestra lo poco afectado que queda la psique a partir de este retiro del mundo al interior de nuestro ser. El alma no sufre la acción de las cosas materiales, que es lo inferior, pareciera que está eximida de cualquier afección sensible, lo inferior no puede afectar a lo superior, ni lo material sobre lo espiritual. La sensación es un acto vital y propio del alma; la diferencia del cuerpo está en que las afecciones sensoriales son de calidad temporal, contingentes; el alma debe estar atenta a ello; alerta y atenta a los cambios sufridos por el cuerpo, al formarse una idea correcta del mundo exterior.
¿Cómo se representa la sensación? Consta de un proceso tripartito:
Primero, el cuerpo recibe pasivamente las impresiones de los cuerpos exteriores; la mayor parte de forma inconsciente; afectan a los órganos de los sentidos, los cuales son las partes más sutiles y delicadas del cuerpo; esto nos lleva a sentir alegría, dolor o placer, con lo que atrae la atención del alma.
Segundo, el alma no es afectada por las impresiones corpóreas; no las recibe pasivamente sino activamente, formándose con ellas una imagen sensible correspondiente a los objetos que las han causado. Esta imagen es verdadera, aunque la sensación puede ocasionar error, si el juicio no la interpreta correctamente respecto a la realidad y el objeto que la ocasionó.
Tercero, una vez producida la sensación correspondiente, el alma sigue su proceso, la labor cognitiva: se unifican las sensaciones por un sentido central interior, que nos lleva a sentirlas como nuestras y compararlas entre sí. Luego pasan a la imaginación, depurándolas y finalmente se conservan como contenido de nuestra memoria.
Todo este proceso permanece en el conocimiento de lo sensible. Pero la sensación en el alma obra por sí misma, sin quedar sujeta a otras impresiones corporales. La sensación es un puente entre el conocimiento sensitivo y el racional; el alma, en este proceso, pasa a presentar una acción creadora semejante a la de Dios. Dios es el creador del mundo sensible, el alma participa de la actividad divina, creando en sí una imagen personal de ese mundo que le ha afectado (Fraile:1966:220s).
Del conocimiento sensitivo del alma pasamos al intelectivo, el cual es superior a aquel y nos eleva encima del conocimiento animal. Es el conocimiento racional, que lo divide en ratio inferior y ratio superior; el primero refiere a los objetos del mundo sensible y temporal, el otro a los inteligible y eternos.
La ratio inferior es la fuente de la ciencia, es decir, el conocimiento de las cosas sensibles y temporales; conforman conocimientos prácticos para la vida, los actos por los cuales el alma conoce y juzga las cosas materiales.
La ratio superior es la fuente de la sabiduría, por ella se llega a conocer las verdades y razones eternas, sobre las ideas inmutables y cosas absolutas, necesarias y divinas, sin caer en cuenta que todo ello no es más que una creación de la misma razón finita humana. Esta condición de eternidad e infinitud es una cualidad surgida de la misma razón hacia objetos que no tienen otra calidad que ser una referencia nominativa más que real. Aunque sean propias para la contemplación y pretendan dar un conocimiento de Dios. Es la desviación racional de encontrar las esencias como inmutables, eternas, absolutas y fuera de este mundo. Es la creencia de tener una razón que participa de las cosas divinas. De ahí la necesidad de traspasar de lo inferior, lo externo, a lo interno, lo inmutable aparente. Esto constituye una permanente obsesión del pensamiento agustiniano. De ella se desprende que Dios será la fuente primaria del ser y de toda verdad, y ello lo imprime en nuestras almas, de la manera que el sello deja su huella en la cera. Esto lo lleva a establecer la condición de la iluminación divina, la cual no se trata de un acto comunicado de una vez para siempre, sino de una acción continuada durante toda la vida; no hay un innatismo platónico sino una acción iluminadora de Dios que ejerce sobre esa ratio superior, con lo cual somos partícipes de su condición, ésta es la certeza del alma, ese sentimiento íntimo que tiene de sí misma.

De la felicidad

La idea de felicidad igualmente tiene que ver con la conciencia de felicidad. El alma aspira en todo momento alcanzar esta condición; la felicidad no se encuentra en la creación exterior del mundo sensible. La búsqueda de la felicidad apunta por encima de ella al Dios viviente que hay que buscar en uno mismo, en la conciencia interior. Ello coloca al alma en una actitud plenamente espiritual y religiosa. La felicidad parte de la condición religiosa de la mente, en una búsqueda en obtener la perfección de la verdad suprema a través del conocimiento de Dios. El punto de partida de la prueba de la existencia de Dios arranca de la intimidad de la consciencia pensante. La mente aprehende verdades necesarias e inmutables. Estas están presentes en todos y se da a sí misma en todos por igual. Esta verdad es superior a la mente; no la constituye ni ella puede enmendarla; gobierna y trasciende al pensamiento. Esta verdad permanece siempre, siendo la misma. Y refleja, por tanto, la inmutabilidad y perfección, necesidad y eternidad de Dios.
La felicidad sólo puede encontrarse en Dios. Distingue su teoría moral de la felicidad respecto a la posición de los epicúreos, por colocar éstos el bien supremo del hombre en el cuerpo; la esperanza de superar el dolor, lo colocaban en sí mismo, en su corporalidad, a través de la búsqueda de un parco placer. Para Agustín su concepto de razón quiere convencer que la criatura racional no puede ser o existir por sí misma, de forma autónoma; el bien por lo cual es feliz es producto divino; su consideración final se debe a que el hombre es un ser mutable e insuficiente por sí mismo; la posesión de la felicidad sólo la alcanza, según esta verticalidad filosófica de valoración medieval, en un ser que sea más que él mismo, es decir, en un objeto inmutable y trascendente. La virtud tampoco llega a constituir la felicidad. La virtud no hace al alma feliz, sino lo es por el ser que nos ha dado el sentido de lo virtuoso, el que ha inspirado nuestra voluntad para alcanzarla y poder realizarla por ese conducto divino para obtenerla. La felicidad, en tanto vida bienaventurada, es alcanzada por Dios mismo, por el anhelo de Dios, el deseo de beatitud; la beatitud es el logro del objeto divino, eterno e inmutable; ello implica una posesión amorosa con Dios. Esto muestra la vocación sobrenatural que constituye al hombre. La beatitud es una participación con el bien inmutable. Hay unas leyes morales eternas y naturales por lo divino dentro de esta filosofía cristiana. Estas leyes están impresas en el corazón del hombre.
Para dinamizar la voluntad en pos de este estado de serenidad contemplativa requerimos de la gracia para comenzar a querer a Dios. Sin ello nos vemos circunscritos, por querer vivir a partir de nuestras propias fuerzas, y por ende, dentro del pecado. Por la gracia la ley puede ser cumplida; por ella se pone de manifiesto la debilidad de nuestra voluntad. Sin ley no hay fortaleza de la voluntad, certeza de vida feliz. La elevación de la voluntad por el amor a Dios requiere de la elevación efectuada por la gracia. Esta vocación sobrenatural lleva a la necesidad que la filosofía sea completada con la sabiduría de las Escrituras, entrando en el orden numinoso de las verdades reveladas. En esta filosofía el hombre que no está abierto a Dios menoscaba dramáticamente su propio ser. Comete una traición a la posibilidad de vivir bajo la trascendencia centralizada que impone la concepción del cristianismo.

Del mal

Al sumergirse en los abismos de la libertad humana se encuentra con los abismos del mal. Plotino ya dijo que el mal no es ser, sino privación. Por lo dicho podemos observar en qué va a consistir el mal según este autor. El mal consistirá en alejar la voluntad de Dios. Dejando claro que la causa del mal no es el creador sino que surge de la voluntad creada que, a partir de un acto de libre albedrío, se aleja de la dirección de la verdad suprema pensada por el individuo. Es alejamiento del Bien inmutable e infinito. Es alejamiento del concepto de perfección, divinidad, absoluto, inmutabilidad, que rodea al fantasma de Dios en la conciencia del individuo, es el alejamiento del deber ser kantiano que convierte a esta voluntad divina en una tendencia propia de la subjetividad humana hacia la búsqueda de la perfección en sus actos y en su conciencia. El mal no puede ser llamado, en sentido estricto, una cosa, pues ello implica una realidad positiva y ello debería ser atribuido a su creador. El mal es aquello que renuncia a la esencia y tiende al no-ser, a la pura negatividad, entendida ésta, como un cesar de ser. El mal no tiene ningún ser propio, sino que es un defecto de ser, de luz, de bien. Todo aquello que tiende a un orden y a una medida hay que atribuírselo al Inmutable; lo que se aparta de Dios se expresa en tanto desorden y mutabilidad corrupta. Para Agustín la voluntad en sí misma es buena, pero la ausencia de rectitud y orden o, de privación del recto orden, lo deja a la responsabilidad del agente humano que lo crea en tanto voluntad del mal. El mal, propio del engendro del sufrimiento moral del hombre, es privación del recto orden de la voluntad creada (Copleston:2000:90s). El mal es privación y, por tanto, no puede ser considerada como una cosa positiva. El mal es necesario para reconocer la beatitud emanada de Dios. Al afirmar que el hombre es malo cuando se rige por sí mismo debe complementarse cuando se convierte al cristianismo, pues es ahí cuando experimenta la plenitud del ser designada bajo el nombre de Dios; la traición a la trascendencia es lo peor que el hombre puede inflingirse a sí mismo, es una caída en la privación absoluta del ser (Safranski. 2000:47). El mal, a diferencia de lo que creían los maniqueos, termina siendo una carencia o privación que corrompe lo que es sustancialmente bueno (C.VII.12.18).
La condición moral y del vivir bien es el amor a Dios; el mal moral, alejamiento del sentido del Ser divino. Ello refiere a la elección de la ciudad a la que se quiera pertenecer. El mundo se divide en dos ciudades, la Ciudad de Jerusalén y la que forma la Ciudad de Babilonia; dependiendo de la ciudad que amemos comprenderemos de qué ciudad somos ciudadanos y cuál es nuestro destino. Son dos tipos de amor, uno divino y otro terrenal, y por cuya mezcla han pasado todas las épocas de la historia humana. Estas dos ciudades se encuentran mezcladas en nuestros cuerpos, pero separadas por nuestro corazón (idem:91). Esto tendrá relación con la fatídica caída del hombre en la Historia, en donde crece y se desarrolla el cuerpo de Cristo en la tierra. En la historia, y he aquí una buena parte de toda una tradición historiográfica teologal, se despliega el plan de Dios (Hegel toma esta ratio seminal para su concepción historicista del espíritu divino).
Aquí el hombre no deberá regirse por sí mismo sino por Dios.

Del pecado

Toda una serie de tipologías de conciencia degradada y depravadas surge con la elevación de pecado a condición implícita del ser humano. El pecado del hombre no está solamente (o quizá ni primariamente) en una determinada actuación sino más bien en una omisión. Lo malo del hombre está ya en la omisión, allí es, sobre todo, donde expresa renuncia al bien. En el caso de Agustín la caída u omisión de Dios es pecado; es un movimiento por el cual la voluntad se aparta de Dios; es alejamiento de lo que es Uno, llevándonos a desvanecernos en la multiplicidad (C.II.1.1). Ello no consiste propiamente en cada prevaricación moral en particular, sino en la descomposición de la naturaleza humana como consecuencia del alejamiento de Dios. Cerrarse a sí mismo ante Dios es la condición principal para pecar. El hombre se juega en ello la capacidad de trascender (Safranski.2000:52), alejamiento de Dios concreto que se ha revelado. Esta concepción de pecado está lejos de ser una simple falta moral; desorienta, produce prevaricación moral; el castigo viene de él mismo: empobrecimiento dramático de la esencia humana (entendiendo aquí la esencia humana como aquel ser que va más allá de sí). No responder al llamado de Dios y con ello al amar, se incurre en una situación de pecado (harmatía). Uno de los llamados de Dios es el de la conversión del pecador.
La acción del pecar y su sensación de culpa lleva a sentir al hombre cierta estela interna de amargura que es dirigida por la idea de Dios, legislador de nuestros actos y en la que la pena es sentida como un remedio saludable, que azuza al pecador para volverlo saludable o al camino perdido por momentos hacia el verdadero bien (C.I.14.23). Todo pecado se funda en una ilusión redentora que, sin la idea de Dios, no tiene tal efecto; los bienes reales son parciales, los del Creador cristiano son el grado sumo del bien.
El orgullo, la ambición, la avidez desmedida de poder, de saber o ternura y placer, son sólo imitaciones torcidas de ese sumo bien que manan del ser divino. El mal moral se funda en el engaño que arraiguemos en nosotros mismos y que nos lleva a corroer a la criatura desde dentro. El mal, al contrario de comprender a los maniqueos como una realidad que se opone a Dios, es carencia y privación corruptora de lo bueno sustancial. El pecado puede ir asociado a cierta especie de trasgresión carnal, en las Confesiones se nos muestra la profunda lucha interior contra la voluntad libidinosa, su costumbre y necesidad sensual, reduciendo su vida a una dura esclavitud (dura servitus) (C.VIII.5.10), que debió afrontar Agustín para alcanzar el paso decisivo de la conversión.
El pecado original presente en el Génesis desempeñó un papel central para su concepción del sufrimiento humano. Esta condición transmitida por Adán y Eva a todos sus descendientes del género humano sume a todos en un estado de naturaleza caída, que no es una rebelión del cuerpo contra el alma sino que ello es la consecuencia de esa acción original. Concentra su mirada en el hecho de que los primeros seres pecaron por complacerse excesivamente a sí mismos. Según la exégesis agustiniana, Adán quiso ser para sí, principio y luz, en vez de subordinarse al Creador, optando por dominar a otras criaturas. Orgullo es su pecado según esa interpretación; para nosotros es una respuesta de la libertad humana contra cualquier poder por encima de su condición de libertad. Pero en Agustín son causa de la desbordada concupiscencia desordenada de la carne, la ignorancia y otros males, pero sobre todo del don de poder eximirse de la muerte. Adán se queda con la chispa de la luz de la razón con el que el hombre tras un largo y penoso esfuerzo, llega a penetrar en la verdad y el bien ( C.D. XVI, 13,1).
La restauración de la naturaleza divina humana tras el pecado es una segunda creación en la que sólo el creador puede operar; su salvación proviene de la pura liberalidad divina, denominada como gracia en sentido propio. Con ella podemos vencer la seducción del pecado, pues es un don que ha de auxiliar el esfuerzo y el combate de quien la recibe; el otorgamiento de la gracia al hombre es sólo resultado de una libre elección de Dios. Agustín añade que tal conocimiento no hace necesario que sean puros o santos los actos voluntarios y libres que el hombre realiza en el tiempo (De lib.arb. III, 3, 8). Ello hace difícil, comprender la inteligencia y gracia del creador, ante las disposiciones contingentes de los actos humanos, considerados como libres. Dios otorga a unos la dicha y a otros no, mediante una libre respuesta infalible. Es la teoría de la predestinación de los elegidos, que Agustín enfatizará contra los pelagianistas. Todo termina siendo un misterio profundo para la razón humana. Lo único que nos queda es saber que debemos entender, en un sentido superior, que Dios nunca es injusto y no podemos asignar razones a sus decisiones en tal o cual caso particular: su justicia permanece inescrutable a los ojos del hombre.

Pecado y salud: al entrar el pecado en el mundo, por el pecado original de Adán, siguió el deterioro de la naturaleza, creada buenamente por Dios. La caída del hombre (engendrando el pecado original de la humanidad) lleva a que la idea del hombre agustiniano derive en que éste tenga como interés principal alcanzar el sumo bien, pero su querer es débil. La recreación salvadora le devolverá su salud. La voluntad carece de fuerza para ello. La fuerza sanadora es la caritas; el amor dirigido a una persona. Tal término implica afección, cariño, más que caridad. Dejando solo al hombre, éste queda con una única vía a transitar, la del doloroso valle de la cupidas, del deseo inconcluso. Se muestra con ello, un pesimismo transitivo en la moral agustiniana mientras no se llegue a ser auxiliado, por el poder de Dios operante en la gracia; ésta, por su parte, no evacua la naturaleza, cuenta más bien con ella tal como es: la naturaleza es desgraciada. Ambas se sobreponen. He ahí dos órdenes: la criatura-natural y el salvacional-histórico; ambas se integran sin anularse. Sin la gracia no se salva lo natural. El hombre es creado bueno por naturaleza. La desgracia entra al mundo por la voluntad, la cual tiene que ser sanada, regenerada y recreada. (Camps.t2:2002:352).
Debido al liberum arbitrium (o libre arbitrio), tenemos la posibilidad, por una parte, de alcanzar la vita beata y por otra la posse pecare, que consiste en pecar por nuestra propia voluntad. El poder del libre arbitrio es poder obrar voluntariamente, sin que por ello sea una voluntariedad que siempre nos encamine hacia el bien. La voluntad para el bien se ordena por la caritas, separándonos de la falsa felicidad, que para este santo, será lo que nos conduce a la cupiditas, al deseo carnal.
La doctrina agustiana sobre la doctrina moral se sintetiza en los siguientes pares: bien-pecado, virtud-vicio, conversio-aversio.
El movimiento contrario al aversio es la conversio, la cual implica la re-animación, re-vitalización del alma por Dios. La dependencia respecto a Dios para ello, es total dentro de esta teología ideologizada de salvación divina: el cuerpo no puede re-vivificarse a sí mismo, esto es, re-animarse, cuando está muerto o separado del alma; ésta, igualmente, no podrá re-vivificarse al estar separada de Dios.
El amor es el peso del alma, la conduce y se ordena a su centro y a su paz. La virtud consiste en amar lo que debe ser amado: ordo est amoris (C.D. XV,22). El amor es la perfección para la virtud. (Camps. op.cit.356). El alma es la vida del cuerpo; Dios es la vida feliz del hombre (C.D. XIX.25). La salvación y la felicidad van a la par. Antes lo único que podemos, es sentir la esperanza. Con la salvación, en la otra vida, tendremos también la bienaventuranza.
La voluntad feliz implica, según la razón filosófica, dos cosas: a) poder tener lo que se quiere; b) querer lo bueno. Lo bueno es bene vivere, para conservar la voluntad de beate vivere. El hombre, por la caída del pecado original, perdió la rectitud y la felicidad, mas al perder la felicidad no perdió la voluntad de ser feliz.
El orden del bene vivendi (bien vivir) es el ordo amoris (orden amoroso), con el cual el alma se dirige a su centro divino. Quien se ordena a Dios es bueno, quien lo goza es feliz. La perfecta vita beata es la de los bienaventurados, en ella ya debió desaparecer la orientación del bien por las virtudes paganas.

Sobre las Confesiones de Agustín.

El escritor de esta obra ya no es aquel que ve al mundo con el carácter de un hombre apasionado, sino que es un hombre maduro (45 años) que refleja una nueva mirada ante la vida; lo que subyace en este cambio de visión es la conversión al cristianismo. Esta obra no puede reducirse completamente a ningún género literario preexistente. En ella combina de modo personal los recuerdos de juventud con reflexiones: metafísicas, filosóficas, teológicas, de argumentos antimaniqueos (con pasajes líricos y pasajes morales), y con otros de alabanza a Dios. Inventa un género nuevo que nutrirá a otros autores como Descartes, Rousseau, Kierkegaard. Más que una tesis ideológica-religiosa o una novela de literatura fantástica, (tesitura en la que se puede leer por todo el despliegue imaginativo para descifrar a su Creador) es el alegato de una buena parte de su vida que puede pasar como un diario crónico-histórico personal, de corte metafísico y salvífico.
Obstinado de todas las ataduras mundanas, es gracias a una enfermedad del pecho que renuncia a su cargo de profesor de retórica y se retira de la vida activa pública. (C.IX-2 4).[11] Los métodos que pone en práctica son: la plegaria ferviente, las meditaciones solitarias y el diálogo íntimo de él consigo mismo. Tales métodos lo llevan a prepararse para la elaboración de su devoción, presente en esta obra.
La palabra confesión pertenece al título de la obra, lo que nos lleva a indagar su etimología y su significado para ese momento. Confessio en latín tendría el sentido de una declaración, de una falta cometida por uno mismo, y que se reconoce como tal (confessio peccatorum). Otros autores cristianos, además de Agustín, como Orígenes, Hilario y Jerónimo asignan al término, el relacionado con la palabra griega exomologesis, estos es, el sentido de alabanza (confessio laudis). Por lo tanto, la obra no debe ser interpretada únicamente como una rememoración y admisión de culpas, que lo tiene sin duda, sino también como un reconocimiento de lo malo y de lo bueno que podemos encontrar en su vida y esto último (de lo bueno) al alcanzar el soplo y reconocimiento del dogma del Dios cristiano. Ella va desde escenas que nos describen acciones lúdicas e historias libidinosas hasta la evocación conmovedora de su salvación en la famosa escena del jardín, donde toma la ardua decisión de renunciar absolutamente a las satisfacciones placenteras de la carne y asumir la continencia como modo de vida ideal, según su concepción personal de la felicidad humana en tanto aspiración a la beatitud trascendental post mortem. En el fondo se trata de dirigir el intelecto y el afecto del hombre en correlación con la imagen construida de Dios por la imaginación y la razón, cuyo registro está en la memoria. En las Confesiones nos habla en todo momento del hombre redimido por la elección del camino de la búsqueda personal del Dios cristiano.
La influencia de algunas lecturas de la obra platónica lo condujo hacia su interioridad, hacia sí mismo, para alcanzar el conocimiento de sí, por medio de la autorreflexión. El alma está más presente que el cuerpo, su ascenso nos muestra nuestra inteligencia para obtener el conocimiento de Dios, y esta elevación o atmósfera construida en la mente, es un proceso que podría asignársele a la intuición; se trata de una especie de visión súbita de la idea de Dios. Con ello, el alma será posible conocerla más que al cuerpo; éste se manifiesta por medio de sensaciones. El alma, por su parte, al aprehenderse a sí misma, manifiesta ya la primera evidencia y criterio de certeza. Punto de partida para el ascenso hacia la captación intuitiva de la idea de Dios. El autor está consciente sobre las limitaciones en el conocimiento de nuestro propio ser: yo mismo no abarco todo lo que soy, mi mente es demasiado pequeña para contener a sí misma (C.X.8.5).

Teoría del Tiempo

La idea del tiempo es importante para comprender nuestro devenir en tanto individuos existentes. La única realidad objetiva es el instante presente, algo tan frágil, fugaz y volatizable, lo que lo hace casi imposible examinar. Subjetivamente podemos medir el tiempo, es más largo o más corto, pero ello lleva a que no podemos medir lo que no existe, ni el pasado ni el futuro existen en sí mismos, tampoco tiene extensión y el presente no la tiene por ser un punto indivisible. Su teoría del tiempo es contrapuesta a la de Aristóteles, que dice que el tiempo es cambio, movimiento y magnitud, al establecer el ahora, al presente, como unidades fijas que suceden en una temporalidad. De Aristóteles surge el tiempo mecánico del artificio del reloj renacentista. Agustín piensa en otra opción. El tiempo del que habla Agustín es el de la existencia humana, subjetivo y relativista, que es y no es a la vez, es devenir y duración, es decir, llegar a ser y dejar de ser; con él, medimos las edades por las que pasa el ser humano, en las distintas etapas de su desarrollo: de la infancia a la adolescencia, de la adolescencia a la juventud, de la juventud a la adultez, etc. Sólo queda lo que está adelante de nosotros, lo cual ha de coincidir con la Verdad de Dios, que no es otra, que la eternidad del creador. Al llegar a percibir esto, resulta que encontramos la estabilidad y solidez de nuestro ser, ya que a la muerte del cuerpo llegamos a superar nuestras muertes parciales sucesivas, implicadas en el devenir temporal humano.
El concepto temporal de eternidad es importante para esta conciencia cristiana de la felicidad humana. La muerte sólo es un suceso que nos permite remitirnos a vivir en la atemporalidad, en que el creador ha estado desde siempre. Ello cierra las puertas de la muerte y nos abre el paso para la vida eterna, condición primordial para sentirse feliz a futuro ante el dolor presente de la vida.
El ideal de personalidad, buscado por Agustín está en su percepción de la figura de Dios. Si él no estuviese en nosotros, no existiríamos (C.I.2.2); es la verdad, y ama sin agitación; es quien repara nuestra alma en ruinas (C.I.5.6); en él, ser y vivir no representan dos realidades distintas, sino el sumo grado, pues no cambia, es siempre el mismo (C.I.6.10).

Sufrimientos de juventud

Los primeros rigores del sufrimiento vinieron con el aprendizaje de las letras. Es esclarecedor que se reconocía perezoso en aprender, y tal condición repercutía en padecer azotamientos (C.I.9.14); es un fiel ejemplo de lo que era lo justo para la época: la letra con sangre entra. Ello era una práctica abalada por sus mayores. Los caminos por los que debía transitar, muchas veces, eran forzados y fatigosos, llevándolo a multiplicar los trabajos y los sufrimientos a los hijos de Adán. Gracias a estos sufrimientos comienzan sus rezos al divino y sobre todo los hacía para no ser castigado: rompía los nudos de mi lengua y rogaba, yo pequeño, con sentimiento no pequeño, que no me castigaran en la escuela. En la escuela. Cuando no me escuchabas, lo cual no sucedía para confusión mía, la mayoría y hasta mis mismos padres, que no querían que me ocurriera nada malo, se reía de mis moretones, que eran entonces para mí un mal grande y serio. Nos dice mucho esta confesión de uno de los momentos dolorosos: de los castigos corporales que sufrió en la niñez, castigos que eran práctica habitual en las escuelas de entonces. El dolor en la enseñanza era consustancial al estudio, pero era un dolor infringido para despertar de la pereza y el cansancio a los que pretendían mantenerse en ello. Interesante saber, que este recuerdo se mantuvo vivo a pesar de los años transcurridos. Previo al dolor del alma nos encontramos con el dolor corporal como condición de la formación de su intelectualidad. Él lo termina asumiendo como una de las formas del pecar, por lo tanto considera que el castigo estuvo bien aplicado, pues esa desconsideración para con el estudio vendría a ser un desprendimiento de la búsqueda de la perfección en el hombre: escribiendo, leyendo o repasando las letras menos de lo que se nos exigía (C.I.9.15).
Reconoce que ese abandono y, por ende, pecado, se debió a que les agradaba jugar, y eso castigaban en nosotros los hombres que, por cierto, actuaban ellos de la misma manera. Pero las diversiones de los adultos son llamados negocios, en cambio las de los niños, que son lo mismo, son castigadas por los mayores, sin que nadie se compadezca de los niños, o de los mayores, o de unos y otros (ídem). Considera que el juego está presente en todas las edades, pero en la niñez es castigado por separar la atención hacia la ocupación que los mayores imponen a los menores. Los casos por los que fue castigado hoy nos parecerían asombrosos: por jugar pelota, por ejemplo, lo cual le impedía aprender de manera más rápidamente las letras, gracias a las cuales, de adulto, jugaría de manera más deshonesta (ídem). Sin embargo sentía que pecaba por múltiples motivos, un sentimiento de culpa que nunca pareció poder superar. Pecaba contra los mandatos de sus padres y de los maestros, desobedecía no por estar en contra lo que aprendía, sino por el amor al juego.
La expiación de todos estos pecados, debe tener un paralelismo con castigos para la salvación. Las acciones que estaban mal emprendidas son consideradas como un bien para la formación de su personalidad; del pecado surge una justa retribución. La orden del ungido es que toda alma desordenada sea para sí misma su propio castigo (C.I.12.19), presentando una doctrina del castigo del pecado, como algo que no viene impuesto desde afuera por Dios, sino que viene dada como consecuencia intrínseca de la misma falta y del libre albedrío emprendido por la ejecución de una acción en contra de la voluntad de Dios. Ordenar el alma es el trabajo del individuo que se encomienda a Dios, con ello evitará el dolor del sufrimiento arraigado en su alma, por el desorden representado en la vida pecadora llevada.

En el libro II, Comienzos de la adolescencia, (C.II.1.1), se nos ofrece una confesión que comienza enunciando las fealdades pasadas y las corrupciones carnales de su alma, no por haberlas amado, sino para ampliar su amor por Dios.
Declara que los caminos de maldades llenan de amargura su meditación y espera que el ungido Dios las haga más dulces, que las convierta en una dulzura feliz y segura, que lo sustraiga de la dispersión que lo desgarra, al haberse apartado de la senda del Ser Supremo. Dios es el gran dador de absoluciones de todos nuestros pesares. A él se encomienda, a la sombra de un Dios que habita en su mente. El Uno lo lleva a enfrentarse a la multiplicidad en la que se ha disipado su alma. Es la época en que ardió por satisfacerse en las cosas de acá abajo, durante su adolescencia. Encuentra en esas satisfacciones carnales y sensuales, satisfacer los ojos de los hombres y no del Absoluto, es la pérdida de la belleza de su alma.
La pubertad fue un mar de turbulencias sensuales para Agustín. Exhalaba vahos que obnubilaban y oscurecían su corazón; no distinguía la serenidad del afecto, de los nubarrones de la sensualidad. (C.II.2.2). En ello se arrastró durante su inmadura edad. Nos habla de pasiones y un remolino de vicios en donde se hundió. En ese periodo, en el que contaba con dieciséis años, nos habla del silencio de Dios ante el hervidero de sus fornicaciones; un silencio del que surgían las estériles semillas de dolores, con un abatimiento soberbio y una fatiga sin paz (ídem).
Ante esta situación sólo quedaba la acción del Dios imaginado: pones dolor como precepto (Salmo 93.20) y golpea para curar y nos mata para que no muramos sin ti (C.II.2.4). En el exilio de las delicias de la casa divina, recibió y permaneció morando entre la locura de la sensualidad, que goza de toda licencia según la desvergüenza de los hombres, pero que es ilícita según tus leyes (C. II 2 4) (las leyes divinas, refiere).
Su madre le exhortaba que no cometiera pecado de fornicación y ante todo adulterio con la esposa de otro; sin embargo tales advertencias las toma como consejos mujeriles, que en el momento le hubiera dado vergüenza tomarlas en serio (C.II.3.7). Él se precipitaba con plena ceguera por los caminos contrarios y se ruborizaba con sólo pensarse ante sus compañeros con un nivel de desvergüenza menor que la de ellos (ídem). Cometer fechorías, actos impúdicos, fanfarronear, era el agrado de su obrar, el gusto de actuar así. Se hizo vicioso, llegando a fingir con sus amigos, el haber cometido actos de tal matiz para que lo reconocieran y no ser juzgado despreciablemente, por ser inocente e inútil ante un secreto: su castidad. Agustín siguió lo que todo joven de su edad hacía, el arrastrarse por acometer actos de sensualidad juvenil y de dudosa moralidad que viene a ser cada acción un trofeo de crecimiento de personalidad dentro del sentido varonil del hombre rudo y carnal. Es lo que llamó malas compañías, amigos con los que camina por la plaza de Babilonia (lo que más tarde llamará la ciudad terrena, opuesta a la ciudad de Dios; su uso simbólico ya está dado en Apóstoles (17:5); es el espacio de los placeres y deseos terrenales, llegando a revolcarse en el fango como si fuese cinamomo y preciosos perfumes (C.II.3.8). Este enemigo invisible le oprimía, conduciéndolo por medio de la seducción y la incontinencia.
El inocente robo de unas peras de un árbol lo convierte en un acto vil; por ello Dios debía castigarlo. Quise robar y robé sin verme forzado por ninguna carencia (C.II.4.9). Y el placer de esa acción está en el hurto mismo, más que en la necesidad del hambre. La narración es pormenorizada. Lo hace en la noche, junto a sus amigos, que son malas compañías, llevando a prolongar tales juegos hasta altas horas. Se llevan una carga enorme, no para darse un banquete, sino para arrojarlas a los cerdos; aunque algo comieron, lo principal era cometer algo prohibido, ese era el móvil y el placer; lo prohibido, lo perverso como fuente de placer. Amó perderse, amó su caída; su alma se deformó, saliendo de la protección de su divino amo para caer en la perdición, deseando, antes que nada, la indignidad misma. Esta acción es determinante en su juventud para reconocerse el desvío, la infelicidad y los caminos de la abyección por la que se condujo durante su juventud.
¿Las malas acciones ante qué se acometen para Agustín? Ante los deseos sensuales y el dominio de la vida externa: los cuerpos hermosos, el oro, la plata, la belleza y el tacto de la conveniencia de la carne, el resto de los sentidos, el honor temporal y el poder de mandar y dominar, lo cual originan la avidez de venganza, es decir, todo aquello que impulsa a una vida hedonista en su más alto grado. En ello implica hasta la amistad humana, la cual es un dulce vínculo de afecto, debido a la unidad que produce entre muchas almas. Por estas cosas y otras por el estilo es que se cae en el pecado, por ser inclinaciones desmedidas, abandonando los bienes de mantenerse cerca de la observancia de las reglas del Dios Cristiano; su opinión cambia con los años, llegando a afiermar que sólo obtienen la felicidad... los de corazón recto. Todo ello da motivos para cometer el crimen y la corrupción de los cuerpos ante los ojos de este desproporcionado converso. Esta situación es propia de aquellos que se han ejercitado en el crimen, o lograr honores, poder y riqueza, liberándose del miedo a las leyes y dificultades de la vida, observando escasa conciencia de culpa (C.II.5.10).
Surge una lista de paralelismos entre la imitación perversa y la imitación de Dios:
* Ante los honores y gloria temporal debemos aspirar a la gloría y honor eterno que hay en Dios.
*Ante la crueldad de los poderosos que quiere ser temida, sólo debemos temer a Dios, a cuyo poder nadie puede escapar o sustraerse.
*Ante las caricias voluptuosas para hacerse amar, nada es más acariciante que el amor de Dios, nada más amable, hermosa y luminosa que su verdad.
* Ante la curiosidad y el amor al saber del mundo, queda plegarse al saber de todo lo que soberanamente viene de Dios. La ignorancia y la necesidad se cubren de sencillez e inocencia, pero lo único simple e inocente es Dios.
Y así por el estilo. Dios cumple con todos los requisitos para alcanzar esa felicidad tan celebrada por Agustín. Se estará en guardia contra el lujo, la prodigalidad, la avaricia, la envidia, el temor, la tristeza (C.II.6.13).
Todo ello nos muestra cómo fornica el alma al alejarse del camino divino, el cual no es otro que transitar por el mal y el dolor, la desgracia por la separación y presencia, en todo momento, en la conciencia de la sombra del ser absoluto.
El que en su memoria puedan habitar todas estas tribulaciones y males, dejar de sentirse culpable por las mismas, se debe a que al entregarse con amor a Dios, la absolución vendrá, al dar las gracias y entregarse a su nombre, obtendrá su misericordia. Por la gracia todo le ha sido perdonado, tanto al reconocer todo lo malo que hizo espontáneamente como por lo guiado por Dios que no llegó a hacer (C.II.7.15). Es más, Agustín afirma: , enfermo he sido curado por ese médico que a él le ha hecho posible no enfermar, o más bien, enfermar menos. Todo mal, todo pecado es producto de una debilidad del alma que hay que curarComprende también que es gracias a la compañía del ser supremo que ha podido vencer esos incómodos pecados, pues no lo habría hecho, no lo habría hecho absolutamente solo (C.II.9.17).
El libro III, que trata de su vida de estudiante en Cartago y su adhesión al maniqueísmo, nos presenta cómo cayó en el sartén de los amores deshonestos. Es un período de odio a sí mismo, de odio al sosiego y al camino sin trampas. Su alma no era saludable, estaba cubierta de llagas que lo lanzaban hacia el mundo exterior, ávida en su miseria de rascarse con el contacto de los seres sensibles. Comprende que el hecho de desear amar y ser amado radica en que si no se tuviera alma no se desearía ese afecto. Sin embargo, amar y ser amado era dulce para mí, sobre todo si podía gozar también del cuerpo de quien amaba. Sentía que mancillaba las aguas de la amistad con la suciedad de la concupiscencia, oscureciendo su brillo con la niebla surgida de un abismo libidinoso (C.III.1.1). Por tal celada del alma, se siente inclinado a anhelar la elegancia y el refinamiento, por la vanidad que me desbordaba. Por todo ello agradece los castigos que el mismo se da por mano de su idea de Dios, el cual roció tanta hiel sobre aquellas dulzuras, siendo demasiado bueno en hacerlo. A ello se debe el poder desprenderse luego de las infelices ligaduras, para ser azotado con las ardientes varas de hierro de los celos, las sospechas, los miedos, los enojos y las peleas (ídem).

Del sufrimiento que aporta el ver obras de teatro

Uno de los temas que despliega en las memorias de este periodo de su vida, es su adicción a las obras de teatro y el dolor que se vive al contemplarlas. Nos confiesa que le encantaban los espectáculos teatrales, los cuales están llenos de imágenes de miseria y de pábulo para mi alma. Se hace una pregunta ante tal diversión, ¿por qué allí uno desea sufrir, contemplando hechos lamentables y trágicos que no se quiere padecer personalmente? Es interesante la respuesta que nos da. El dolor es el elemento que le lleva a contemplar esos espectáculos, pues como espectador se padece dolor y ese mismo dolor es un placer. El dolor se trueca en placer al ser ficticio y sólo hay que aceptarlo como un momento de credulidad pasajero ante las imágenes teatrales ofrecidas para el desgarramiento del alma. Esta situación la considera una extraña locura. Afirmando que cada cual se siente tanto más conmovido cuanto menos sano está respecto de tales sentimientos; pero cuando los padece uno mismo, se suele hablar de miseria; cuando compadece a otros, de misericordia. ¿Por qué esta actitud de misericordia ante los hechos de ficción representados en un escenario? El espectador, el oyente, no es invitado a actuar sino únicamente a dolerse, y cuanta más pena siente, más se aprueba al autor de aquella ficción. Lo contrario haría retirar al espectador de tales escenas; cuando más son tratadas para el sufrimiento y la conmoción, menos fastidioso y quejoso se sentirá al final del espectáculo. El dolor, además del aspecto estético, tiene un condimento placentero para Agustín. Las obras que nos muestran y conducen al camino del sufrimiento nos hacen permanecer atentos y gozosos frente a ella (C.III.2.2).
La reflexión agustiniana nos lleva a preguntarnos si realmente amamos las lágrimas y las penas. Afirma que el deseo de todo hombre es el de estar alegre. Pero aunque huye de ser miserable, si le agrada el ser misericordioso, ello se debe al agregado de la pena y del dolor. Es por lo que considera que en determinadas ocasiones deben ser aceptados y amados los dolores, al estar presente en forma de misericordia teatral. Y queda claro que ello no debe contaminar el alma, doblegarla a las impurezas, para lo cual, como siempre vuelve, solicita la protección de mi Dios. En el momento que escribe, el teatro ha dejado de tener esa atracción juvenil, sin embargo considera las afecciones que le producía cuando lo frecuentaba, pues se alegraba como los amantes gozan uno de otro deshonestamente -y, cuando uno perdía al otro, me entristecía con ellos, como movido por la misericordia (C.III.2.3). Pero en ambos casos, no deja de reconocer, había placer. Hace la aclaración que se complace, para ese momento de su vida, del que se regocija con algo deshonesto, que de quien parece sufrir intensamente por la privación de un placer nocivo y la pérdida de una mísera felicidad (ídem) Considera que esta misericordia es más auténtica, pero en ella no deleita el sufrimiento. Y esto por el razonamiento que aunque se alabe a quien se compadece de los desdichados por deber de caridad, sería sin duda preferible que quien es genuinamente misericordioso no tuviese de qué compadecerse. Es contraria a la misericordia el apoyar y desear que haya desventurados para apiadarse de ellos; con lo cual la misericordia termina siendo sólo una actitud no de piedad sino de vanagloria teatral y de exhibición cínica.
Es en estas condiciones que hace la observación de apoyar en ciertas condiciones el dolor, en tanto representación vivida. Nunca amado por su condición. En esto seguirá la estela de Dios ante el dolor, el cual debe ser misericordioso en esta acepción, mas no por ello dejar sentir que ningún dolor nos lastime.
Es una época en la que el mismo confiesa que amaba sufrir; solicitaba que hubiera algo para hacerlo sufrir. Por ello su delectación por el teatro, ya que en la desgracia ajena, ficticia y representada encuentra agrado por el juego de los actores y, el ser cautivado fuertemente, lo conmovía hasta hacerle brotar lágrimas de sus ojos. Tal situación lo transformaba en una infeliz oveja, infectada de vergonzosa sarna. De ahí ese amor por el sufrimiento, y no tanto por lo que penetraba en él, sino por el sentir, oír sufrimientos ficticios, que lo rozaban superficialmente sin llegar a vivirlos realmente. Es el placer del falso dolor que se borra al cambiar la mirada del espectáculo que lo muestra como eso, como espectáculo de ficción. De esa vida sólo le queda arrepentirse. El dolor es visto aquí como un momento de recogimiento que le lleva a tener conciencia de la misericordia por el sufrimiento; la ficción representada le lleva a permanecer en él en tanto emoción consoladora y placentera por no vivirla realmente, sino por la superficialidad de lo vivido teatralmente.
Este momento de su vida va a estar plagada de imágenes negativas. Se reconoce como una alma malvada y corrupta, de sacrílega curiosidad, abandonada a lo más profundo de la infidelidad y en la engañosa servidumbre a lo demoníaco; a todo ello se ofrece en sacrificio sus cuestionables acciones ante las reglas cristianas, y por lo que tuvo que sufrir todos los flagelos que Dios lanzó contra él.
Ya notamos que Agustín sufre de una obsesión permanente, que es la de ser un elegido de Dios, bien por los castigos y sufrimientos por los que estuvo puesto a prueba, como por la vida que vendrá a observar luego de asumir su adscripción a la moral y vida religiosa. Las graves penas que le imponen no las siente en comparación con el peso de su culpa. Sintió que su misma ceguera era trucada en máxima gloria; orgullo y soberbia le daban sus estudios de retórica.

El Libro IV, nos presenta su experiencia como profesor de retórica durante un período de nueve años, en la edad comprendida entre los diecinueve y veintiocho años. Nos encontramos con otra de las experiencias dolorosas en su vida. La muerte de su amigo fue un hecho doloroso. Era un amigo, cuyo nombre no da y a quien no menciona nunca más, del cual su alma no podía estar sin él (C.IV.4.7); le reclama a Dios el habérselo llevado cuando apenas cumplían un año de amistad, y era suave para mí más que todas las suavidades de mi vida de entonces (ídem). Tal dolor oscurece su corazón; la ciudad se le convierte en un suplicio, donde miraba sólo encontraba la imagen de la muerte; la casa paterna era extraña. Se sumó en una especie de delirio por el ausente; lo buscaba en todas partes; la tristeza de su alma no daba respuesta de por qué se mantenía en tal turbación. De ello surge un apartado que titula: Reflexiones sobre la tristeza y el llanto (C. IV 5 10), que tiene interés comentar por nuestro tema sobre el dolor.
El tiempo ha sido lo que le ha vuelto menos dolorosa su herida. A diferencia de Dios, que siempre permanece igual a sí mismo y no cambia, el hombre está siempre revolviéndose en pruebas. La amargura de la vida nos da un agradable fruto: el gemir, llorar, suspirar y el quejarse. Y tal dulzura se piensa así porque se tiene la esperanza de ser por Dios escuchado, según Agustín. Más que solicitar revivir a su amigo, sus lágrimas lo envolvían en el sufrimiento. Conoció la extrema infelicidad y había perdido toda alegría. Con la ausencia del amigo deja de ser agradable la vida. Hay una desdicha del alma ligada a la amistad; descansaba en la amargura y llega a pensar que hubiera deseado que juntos murieran, el uno con el otro; lo contrario era para ellos peor que la muerte (C.IV.6.11). Sintió un fortísimo hastío de vivir, y miedo de morir. Creo que cuanto más lo amaba, más odiaba y temía la muerte que me lo había quitado, y que me parecía el más terrible enemigo, que iba a tragarse de repente a todos los hombres, ya que había podido hacerlo con él (ídem). Experimentó que su alma y el alma de él habían sido un alma en dos cuerpos, por ello siente terror de la vida, no quería vivir mutilado, pues el alma del amigo era parte de él, pero a la vez temía morir. Esta descripción del dolor por la ausencia, que encontramos en el Agustín adulto, es el rechazo al exceso de sentimiento por el que se dejó arrastrar. El consuelo de Dios buscó. El hombre que sufre desmesuradamente por las cosas humanas es un hombre necio (C.IV.7.12). Así se sintió. Su alma destrozada y sangrante no encontraba cómo repararla y dónde ponerla. Ni juegos, ni cantos, ni amenos bosques, ni banquetes suntuosos le daban alivio. Sólo podía recobrar su tranquilidad bajo el consuelo del Dios agustino, que para entonces era sólo algo fantasmagórico y vacío, un dios errado, el del maniqueísmo. Sólo el tiempo lo vinculó otra vez con los placeres sociales y con ello el dolor cedió, reemplazándolo no otros dolores sino causas de nuevos dolores. Su error fue, no entrever que su dolor se originó por haber amado a un mortal como si no tuviese que morir. Y en la amistad de otros amigos encontró cierto sosiego: en el conversar, reír y leer libros juntos, intercambiar gentilmente favores, divertirse, en el disentir de temas, en enseñar y aprender unos de otros, etc.; en esto encontró una alegría procedente de corazones de quienes aman y retribuyen el amor, y expresadas con el rostro, la lengua, los ojos y mil gestos amables, fomentar la fusión de las almas y hacer de muchas una sola vida (ídem). Este amor a los amigos no se basa en que nos sintamos culpables, sino en amar a lo que vuelve amor por amor (C.IV.9.14). Es por lo que piensa que hay que trasladar ese afecto a algo más duradero que la vida humana, y es el amor a Dios. Porque el único que no pierde a ningún ser querido es aquel para quien todos son queridos en el que no es perdido (ídem).

Relación con San Ambrosio

Al entrar en contacto con Ambrosio (340-397), quien fue uno de los primeros cuatro doctores de la Iglesia, su concepción de las Sagradas Escrituras cambió. Al obispo de Milán oyó complacido, al dirigir los sermones al pueblo, recomendando con insistencia que la letra mata, en cambio el espíritu vivifica (C.VI.4.6). Ello lo llevó a descorrer el velo místico de la palabra sagrada para interpretarla espiritualmente, la cual tomada al pie de la letra parecían enseñar maldades (ídem). Nos confiesa que no se encontraba tan insano para llegar a comprender estos objetos últimos distintamente a la experiencia. Podía sanar creyendo, de forma tal que purificada mi comprensión intelectual se dirigiera de algún modo a tu verdad, que siempre permanece y nunca falla (ídem). Y nos afirma que al igual que aquel que ha padecido a causa de un mal médico, termina uno desconfiando en lo bueno, tal era el estado de salud de (su) alma que ciertamente no podía sanar sino creyendo; es dejar de creer en falsedades profanas. Su técnica radicará en la creencia y en los medicamentos de la fe, que Dios distribuye sobre las enfermedades por todo el orbe, y les diste tanta eficacia. Su salud radica en el arraigo de la creencia y la fe, una fuerza que manará de su fuero interno hacia su imaginaria idea de un Dios absoluto (idem). Y su ascensión estuvo reglamentada por su fervorosa lectura de los libros sagrados, los cuales le daban la confianza –o la autoridad dogmática- para censurar a todos aquellos que no creyeran en ellos (C.VI.5.8). Tal lectura debía estar al alcance de todos, pero teniendo cierta custodia por la dignidad de sus secretos, gracias a una interpretación más profunda; estableciendo la guía de la Iglesia para eso.
Gracias a ello se libera de la pegajosa trampa de la muerte, de la desventura, de la desdicha, de la fiebre de pensamientos deletéreos, de los dolores de nuestras insensateces. Esto lo observó un día al ver la tranquila felicidad de un mendigo en Milán, al obtener algunas monedas. El mendigo presenta el estado de ánimo que él ambicionaba encontrar a través de trabajos y rodeos, es decir, la alegría de una felicidad temporal (C.VI.6.9). Sabe que el mendigo no tenía un gozo verdadero (pues no era el gozo hallado en Dios). Agustín con sus ambiciones buscaba algo mucho más falso aún. Y por lo menos él estaba contento, yo ansioso; el tranquilo, yo tembloroso. Su situación lo llevó a comprender que toda su desgracia se centraba en que quería agradar a los hombres, no para enseñarles algo, sino sólo por agradarY por eso tú (Dios) quebrantabas mis huesos con el bastón de tu disciplina (idem). El mendigo se alegraba con su borrachera; Agustín comprendió que la suya era a través de la gloria divina, la cual, a sus ojos, era la verdadera; aquella falsa, en cambio esta otra no. La reflexión le mostró, basándose en todos estos aspectos, que iba mal, y pensar en ello le duplicaba así el malestar.
Por todo exige que se deje de lado las cosas vacías y sin valor, dedicándonos a la investigación de la verdad. La vida es miserable, y la muerte sorpresiva, cae de improviso. Esto pensaba, pero lo más difícil de su vida fue, como bien dice, lograr la continencia. Veamos.

De la continencia

La continencia en Agustín será un paso importante para abrazar la vida feliz que propone buscar y saltar los males de la vida profana por los que fue arrastrado largo tiempo. Llevada una vida dedicada a los placeres sensuales y gustos licenciosos, mantuvo muchos años una indiferencia a cualquier otra condición que lo apartara de lo aceptado por él. La continencia es la más difícil; es la dedición más tortuosa que tuvo que asumir de cara a su nueva condición cristiana, a la que se le añade la recuperación de su salud y la posible salvación prometida por este supremo Dios.
Se siente, como alega, sumamente desdichado al verse separado de los abrazos femeninos. (VI.11.20). Permaneció alejado de la medicina de la misericordia cristiana para sanar esa debilidad personal, por no tener mayor experiencia de tal panacea. La continencia era considerada un asunto de fuerzas individuales que no poseía por el momento, pues es Dios mismo quien otorga esa condición suprema de la espiritualidad al religioso y él, por lo visto, no había rogado lo suficiente para ser atendido: Sin duda que lo hubieras otorgado si hubiera llamado a tus oídos con gemidos de mi interior, y hubiera descargado en ti mis preocupaciones con fe sólida (idem).
En su vida de pareja nunca estuvo casado; siempre vivió en concubinato. Bien por la opinión propia que tenía sobre el matrimonio, o por la influencia de sus amigos, como la de Alipio, lo cual impediría los proyectos de vivir juntos, en el amor a la sabiduría, retirados y sin inquietudes, como hacía rato lo deseaban (.VI.12.21). Para ambos no tenía entusiasmo lo honesto que puede presentar la unión conyugal, el deber regular del matrimonio y el tener hijos. Lo veían como una carga para sus planes de estudiantes de la vida piadosa, y entregados a la labor contemplativa. Pero en Agustín, por sobre todas las cosas, le tenía prisionero y torturaba el hábito de saciar la insaciable concupiscencia, la cual lo arrastraba, para capturarlo, el sentirse asombrado (C.VI.12.22). Sin embargo, según él, Dios siempre estaba allí para guiarlo por la senda del bien. Dios se convierte en la guía de sus pasos. Constantemente estuvo de su lado para retirarlo del barro, teniéndole la misericordia de los míseros y socorriéndole de forma admirable por diferentes vías ocultas.
Su madre le instaba a casarse para lograr separarlo de su pasión libidinosa e intentar purificarlo hacia la vida piadosa. Le buscó, para ello, prometida. La niña tenía diez años, y no había alcanzado aun la edad núbil de los doce; esto traía la necesidad de retrasar la boda, haciendo que al pasar el tiempo Agustín desistiera de acometer matrimonio. Nos causará quizás asombro el hecho que hombre de más de treinta años se casara con una niña de doce, y que seguro puede ser visto hoy como un pederasta para muchos (y a su santa madre cómplice!). Pero en su época las casamenteras no miraban tanto la edad del novio, mas sí de la novia. Pero preferirá el retiro con varios amigos de la vida mundana, apartándose de la muchedumbre y retirados de los negocios. Es la primera acción para recobrar la tranquilidad de una vida entregada al desenfreno. Siendo ese lugar una especie de Platonópolis, propuesto ya antes por Plotino, tal congregación, que era una especie de monasterio en la que no propone la continencia entre sus miembros sino que estimula a participar a matrimonios también. Dentro de tal sociedad la propiedad es común y el número no debía exceder de diez. Tal tranquilo retiro lo habíamos planeado de modo que lo que pudiéramos poseer lo pusiéramos en común, y entre todos constituyésemos un solo fondo doméstico, para que gracias a nuestra sincera amistad no fuera una cosa de uno y otra de otro, sino que todas se hicieran en unidad, y el todo fuera de cada uno y todas las cosas de todos (C.VI.14.24).
Propiedad común y vida piadosa, un retiro a lo epicúreo más sin la intensidad de la búsqueda del placer o, mejor dicho, la ausencia de dolor sino el retiro monacal que será posteriormente la condición de todo convento en el que se aspira a llevar una recta (?) vida regulada hasta en los detalles para alcanzar el conocimiento divino y el saber contemplativo.
El proyecto duró poco. Se toparon con la dura realidad de la continencia y al considerar si participarían o no mujeres fue el punto que llevó a desistir de la comunidad, todo el plan que tan bien estábamos proyectando se nos cayó en las manos, se hizo pedazos y fue abandonado (idem).
Fue en este tiempo que a sus ojos sus pecados se multiplicaron. Estaba consciente que no era amigo del matrimonio sino esclavo de la libido, de los placeres carnales, por lo que se consiguió otra mujer sin tomarla como esposa, pudiéndose sentirse al amparo de dolores agudísimos, de infecciosas dolencias desesperadas por el hábito interrumpido y así superar la enfermedad de su alma que le produjo separarse de su primera concubina (C.VI.15.25).
Su opinión sobre la intensificación de la libido se deberá a una voluntad torcida que en su actividad se crea por la costumbre y de ella la necesidad. Esta cadena de esclavitud carnal es lo que lo deja en la dura servidumbre del mundo sensual. Contra ella nace la idea de llevar a cabo la creación de una nueva voluntad en tanto única alegría posible, en la que se pueda gozar espiritualmente, mas no de forma carnal (C.VIII.5.10). La carne tiene deseos contrarios al espíritu, y el espíritu, contrarios a la carne, (Gal.5,17). Siempre alegará una negación de la carne para la salvación del espíritu, cosa muy propia de las múltiples aberraciones católicas contra el cuerpo y el placer sensual.
Esta le causa sus desdichas y por consiguiente su alejamiento a probar la cercanía imposible a Dios. A medida que ello ocurría, la mente se iba despojando del mundo. Lo que lo retuvo arrastrarse al abismo de los placeres carnales, según nos cuenta, fue el miedo a la muerte y el juicio futuro de Dios. Alejándose de un epicureismo sensual obtuvo cordura represiva por el pensamiento y creencia de la vida eterna del alma después de la muerte y el efecto de los méritos, lo cual viene a tejer toda su posición moral respecto a esta situación hedonista que persiguió por años el africano.
Obtiene la idea de la belleza que podía abrazar al separarse del ojo sensible del cuerpo sensual y adentrarse a la belleza que nutre su interioridad. Dios es el bien mismo, con el cual apartar toda semilla de amargura y recobrar al dulzura interior y así disipar el temor a la muerte, asumiendo la dogmática plenitud de una vida del alma inmortal. Dios será el único gozo al que querrá someterse, escapando a las cosas inferiores creadas por hombre: imagines corporales que obstaculizaban el retorno al seno divino; su deseo es despojarse de las ataduras que lo sujetaban al deseo de relaciones carnales y de la esclavitud de los negocios (C.VIII.6.13). De esta forma su mente irá despojándose del mundo, de la ciudad terrenal, por decirlo con sus palabras.
La solicitud de obtener la castidad había sido formulada ya desde su adolescencia, pero con la condición que se retardara: Dame la castidad y la continencia, pero no lo hagas ahora. Confiesa que en realidad tenía miedo que se le diera en ese momento y rápidamente sanara de la enfermedad de la concupiscencia, que más quería saciar que extinguir (C.VIII.7.17).
Como podemos ver, el gran mal para Agustín reside en los placeres de la carne y su sed permanente a saciar con la carne de la carne. Su posición al respecto será una enferma guía para la vida religiosa en conjunto. Para obtener el celibato usaría la flagelación figurada del alma a través de las varas de ideas para poder ir tras la santidad anhelada. La imagen de la flagelación se hace permanente en este pasaje de vida sensual a la de continencia absoluta. El castigo del cuerpo no se hace esperar y se flagela constantemente con el temor y la vergüenza para no cejar de nuevo. Por esta sustracción obtiene la casta dignidad de la continencia, una serenidad y afable condición exenta de disipación. Arrojarse a Dios es la única salida que constantemente nombra, repite constantemente: él te recibirá y te curará (C.VIII.12.27). Se comprende que la acción buscada sólo es individual; la controversia de su corazón era con él mismo, no es de una comunidad; el encuentro con Dios no es una comunión general sino individual, para ello es necesario estar conciente de la plena miseria que significa, según él, estar bajo esa condición profana de los placeres y de la felicidad terrenal; sólo se obtiene la purificación por la continencia, el arrepentimiento y una violenta lluvia de lágrimas (C.VIII.12.28).

Pasaje de El Jardín

Este pasaje es harto conocido. Debajo de una higuera, dio rienda suelta a sus lágrimas, y se desencadenaron los ríos de mis ojos, sacrificio agradable para tí. Entre los gritos que su delirio salvífico le hacían proferir estaban el de por cuánto tiempo más estaría irritado Dios con él. Es en ese momento en que un niño le escucha decir: ¡Toma, lee! ¡Toma, lee!. Esto mandato lo llevó a cambiar por completo. Dominó el ímpetu de las lágrimas, se levantó, e interpreto aquellas palabras como una orden divina, y así abrió la Biblia y leyó lo primero que encontró ante sus ojos.
Esta actitud no es nada original. San Antonio había recibido el consejo de que leyera al Evangelio y este mandato divino surgió por azar, que en el caso de este fue: Anda, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; ven y sígueme (Hech.1.23-26). En el caso de Agustín fue el siguiente pasaje del libro Romanos, (13. 13-14): No en comilonas y ebriedades, no en alcobas e impudicias, no en peleas y celos, sino que revestíos del Señor Jesucristo y no os ocupéis de la carne en sus deseos. Todas palabras que vendrían a caerle como anillo al dedo ante la situación psicológica de conversión por la que estaba pasando. Pareciera que la mano de Dios sabe hasta la elección de los párrafos al azar obtenidos en un momento misterioso y mensajes indirectos. Gracias a ello encontró derramarse una luz certera en su corazón, disipando todas sus oscuridades y dudas de los deseos carnales y terrenales. Su alma se libro de todo lo que pudiera carcomerla: voluptuosidad, deseos, carne, placer, juegos sexuales, matrimonio, negocios y más. También le hizo retirar su lengua del mercado, de ser vendedor de palabras, es decir, de la enseñanza de la Retórica de la plaza pública (la cual llamó cátedra de la mentira), pues la consideraba como procedimientos para desarrollar mentirosos delirios y polémicas forenses, dando armas para ampliar más su locura e impedir el poder ser rescatados por los brazos del señor. (C.IX.2.2).
Igualmente agradece el haber padecido una enfermedad de pecho, que durante el verano le hacía que sus pulmones se fatigasen por el excesivo trabajo académico. Dificultad de respirar, dolores de pecho, imposibilidad de hablar clara y en forma prolongada, haciendo todo ello que se ser para de sus cargos habituales de docencia y vida pública, ayudándolo a recogerse para este viaje de conversión espiritual. Ese intervalo de padecimientos duró veinte días. Eso hizo tomar acopio de fortalezas para soportarlo y superarlo. Gracias al agua santa del bautismo obtuvo el perdón y remitió todos los pecados a ser perdonados (C.IX.2.4). Es lo que hablamos ya antes cuando comentamos el diálogo De la vida feliz, en Villa Cassíaco.

Salmos de David

Por otra parte nos dice que los sacramentos y las lecturas de los Salmos de David se convirtieron, ante el punzante dolor que lo indignaban los maniqueos, en medicamentos; aquella tendencia se oponía como insano al antídoto que hubiera podido sanarlos[12]. Su convicción y fe harán apartarse de toda condición que no lo guiase a la regla cristiana de vida (C.IX.4.8). Encuentra que la alegría provista desde lo exterior prontamente se vuelve fatua, vacua, derramándose en cosas visibles y temporales, y lamen sus imágenes con pensamientos famélicos. Lo cual presenta ya una postura en contra de la adoración de imágenes y cosas externas. Dios iluminará con su luz desde y en nuestro interior, y llegara a ser luz en ti. En la interioridad está la expresión y el campo de la eternidad. Separarse del mundo externo no deseaba que se multiplicara los bienes terrenos, pues devoran tiempos y somos devorados, a la vez, por ellos; la búsqueda de la eterna simplicidad se tenía en una vida en torno al trigo, el vino y aceite, es decir, en una dieta frugal (C.IX.4.10). Además, las Escrituras le saben a miel del cielo, resplandecen de luz y todo enemigo se consumía ante estas letras sagradas, según su visión santa de delirio cristiano.

Dolor de Muelas

También narra cómo supero un intenso dolor de muelas gracias a la redención de Dios al arrodillarse y suplicarle por su desaparición. Nos dice: ¡Qué dolor! ¡Y de qué modo se desvaneció! Me dio pavor, lo confieso. Señor Dios mío; realmente nada semejante había experimentado en toda mi vida (C.IX.4.12). Todo ello lo toma como expresión de la voluntad divina.

Muerte de su madre Mónica

Igualmente se extiende en el dolor causado por la muerte de la madre. Este dolor sólo pudo ser superado solicitando que Dios, médico de su ser íntimo, le curara su dolor que estaba grabado en su memoria y que lo lleva a considerar que toda costumbre termina siendo una atadura. Entre las acciones que emprende para superar ese dolor se encuentra la terapia de tomar un baño (C.IX.12.32): Se me ocurrió incluso ir a darme un baño, porque había oído decir que al baño se dio ese nombre debido a que los griegos lo llaman balaneion, porque expulsa del alma la aflicción. Sin embargo refiere que: me bañe y quedé exactamente igual que antes de bañarme. La amargura de mi congoja, en efecto, no exudó de mi corazón. Luego me dormí, y al despertarme descubrí que mi dolor se había mitigado en gran parte. El sueño tiene funciones terapéuticas. Pero su tranquilidad sólo acudió a su alma luego de rezar una oración propia de estos casos. Sus palabras:

 Y sólo en mi lecho, me acordé de los verídicos versos de tu Ambrosio:

Tu eres realmente,
Dios, Creador del universo,
que gobiernas los cielos y que vistes
el día con la belleza de la luz,
la noche con la gracia del sueño,
para que, aflojando los miembros, el reposo
los vuelva a hacer capaces de trabajo,
alivie los espíritus cansados
y serene la angustia de los lutos.
Habría que esclarecer que la oración de Agustín cobra importancia al recordar que para ese momento histórico-religioso no existía durante los primeros siglos la técnica de control mental que luego se haría reiterada y habitual, me refiero a la confesión de los pecados seguida de la absolución sacramental, que llevaba a tranquilizar a los adeptos religiosos las faltas cometidas después del bautismo.
En un apartado siguiente encontramos una reflexión en torno a sus confesiones. Y es el pensar de qué le sirve escribir sus confesiones para que sean leídas por los hombres como si ellos hubiesen de curar (todas) sus dolencias. El hombre es considerado como una raza curiosa para conocer la vida ajena, perezosa para corregir la propia. ¿Por qué buscan oír de mí cómo soy, quienes no quieren oír de ti cómo son ellos? Y luego se pregunta cómo llegan a saber que él les está diciendo la verdad ya que, ninguno de los hombres sabe qué sucede en el hombre, sino el espíritu del hombre que está en él (C.X.3.3.). Luego dictamina que escucharse hablar de uno mismo sólo tiene como finalidad el conocerse a sí mismo. Y la desconfianza de la posible falsedad de la confesión se traspasa gracias a la caridad, la cual, todo lo cree. La caridad vendrá a ser el instrumento vinculante de los hombres, donde la confesión es tanto para el médico de su ser íntimo. Dios, como para sus contemporáneos. Y sólo tomarán como verdad lo dicho porque se acercan a él con la mirada de la caridad, de la compasión, del perdón. Lo interesante de esto es que la confesión se da directamente con Dios y no a través de lo que luego vendría a ser esa técnica de control mental católica de la confesión a un sacerdote.
Siempre mostrando la necesidad de reencontrar el padre que nunca tuvo cuando adolescente, cambiando al padre real y carnal por el padre Dios espiritual y divino. Pues se considera que es un pequeñito y que su padre vive para siempre, y mi tutor es idóneo para cuidarme; pues él mismo me ha engendrado y me tutela, y tú mismo eres todos mis bienes (X.4.6). Pareciera que nunca superó una mentalidad infantil durante su vida; creación de un padre ficticio en la figura del Dios católico y de una madre santa con la que vivió hasta su muerte. Siente la necesidad de un padre permanente que lo guíe bajo la reprimenda del actuar bajo la regla cristiana; de ahí la necesidad de la permanente confesión como acto de misericordia divina para aquel que considera que todo en su vida ha sido una sucesión de pecados, en tanto obstáculos que lo han conducido a postrarse ante las orillas del mar del Señor.

Memoria

La memoria será otra de las condiciones de la mente humana a la que presta atención Agustín. Considera que en ella se depositan no sólo imágenes del pasado o de los conocimientos adquiridos por las artes liberales sino las realidades mismas. El recuerdo las trae al presente como si estuvieran vivas en ese mismo presente. Sus imágenes son captadas con asombrosa rapidez, y guardadas en una especie de asombrosas casillas, y el recuerdo las aparecerá asombrosamente (C.X.10.17). Esta memoria agustiniana refiere a la condición platónica de la reminiscencia del conocimiento, pues lo que la memoria contiene estaba allí ya desde antes que las aprendiese (idem). La memoria guarda las nociones intelectuales mismas, y no meramente imágenes de las palabras que las significan.
A partir de esta concepción encontramos que en el saco de la memoria encuentra cuatro perturbaciones de la mente: el deseo, la alegría, el miedo y la tristeza. Tales perturbaciones no son molestas por el hecho de recordarlas y que se mencionen. Se pueden extraer imágenes y recuerdos de la memoria porque ya estaban allí, según Aquino.
Refiriéndose al recuerdo del dolor físico nos dice que mientras nada me duele, el dolor no está presente ante mí. Lo mismo dirá al referirme a mi cuerpo sano. Si no se encuentra la experiencia y el sonido del concepto en la memoria, se nos haría imposible que ello tuviera alguna significación. Así que tampoco los enfermos reconocerían, cuando nombra la salud, de qué se habla, si la misma imagen no se conservara por la potencia de la memoria, aún estando la realidad en sí misma ausente del cuerpo (C.X.15.23). Gracias a la memoria reconozco lo que nombro. Se hace imprescindible para el reconocimiento del cambio de mis estados físicos y mentales.

Felicidad

Se traslada luego al concepto de felicidad. Todos buscamos la vida feliz, todos la quieren y nadie la rechaza. Tal condición anímica la podemos conseguir porque tenemos alguna noción de ella dentro de nuestra memoria, porque si está allí, ya hemos sido felices en alguna época (C.X.20.29). Lo que indaga Agustín es si la vida feliz ya estaba en la memoria para poder ser evocada y perseguida. La felicidad pareciera ser una condición universal que alberga todo hombre en su memoria, en tanto anhelo de ánimo y tranquilidad de vida.
La vida feliz no puede verse con los ojos, dirá, porque la felicidad no es un cuerpo. La vida feliz, muy platónicamente, es nuestro conocimiento, y es por ello que se ama ser feliz y se desea adquirirlo. Por ningún sentido corporal percibimos la vida feliz en los demás. Es el recuerdo de la alegría que me emparenta con mis contemporáneos y porque está fijada en mi memoria como condición de obtener cierto gozo con la acción y conocimiento que me proporciona la vida: a veces el gozo era por cosas buenas y honestas, y este lo recuerdo con anhelo, aunque tal vez lo que lo provocó no esté presente, y por eso recuerdo con tristeza mi gozo de otrora (C:X.21.30). Y esta condición es un anhelo general y no sólo individual. Querer la felicidad no es sólo recordarla sino querer estar alegres pues se llama vida feliz a la alegría, que es estar gozosos de sí.
La relación con el conocimiento y la felicidad surge al comprender que preferiblemente nos alegramos con la verdad y no con la falsedad, planteamiento platónico por excelencia: no dudan en decir que prefieren la verdad más de lo que dudan en afirmar que quieren ser felices. En efecto, la vida feliz es el gozo por la verdad: pues el gozo por ti, que eres la verdad, Dios luz que me ilumina, salvación de mi rostro, Dios mío (C.X.23.33). Haber conocido la vida feliz y tener ese recuerdo en la memoria, se debe haber conocido la verdad. ¿Cuál verdad? La verdad que reside en el Dios cristiano. En ello residirá el gozo, la alegría, la verdad y la felicidad.
A la memoria no escapa tampoco Dios pues éste se encuentra en la memoria a partir del día en que aprendí sobre ti (C.X.24.35). El haber aprendido sobre ese ser lo lleva a no olvidarse de él. Nos da una retahíla de afirmaciones piadosas: en él aprendió la verdad y por ello permanece en la memoria, en su recuerdo encuentra el deleite, unas santas delicias, que me has concedido en tu misericordia, al ver mi pobreza (idem). Lo interesante de esta confesión es que el recuerdo de Dios se debe a un aprendizaje. Es a partir de ahí que puede ser evocado en toda su extensión.
Por otra parte concluye que la vida es siempre una prueba. En ella luchan nuestras tristezas malas con nuestros gozos buenos. Aquí están mis llagas, no las escondo: tú eres mi médico, yo estoy enfermo; tú eres misericordioso, yo mísero. ¿Acaso no es una prueba la vida humana sobre la tierra? (C.X.28.39). Tales contrariedades y obstáculos que encontramos a lo largo de nuestra vida no son sino mandadas y mandatos de Dios, más no para ser amadas. Nadie ama lo que soporta, aun cuando ame soportar. Pues aunque se alegre de soportar, prefiere sin embargo no tener nada que soportar. (idem). Llevándonos a perseguir la prosperidad en la adversidad y temer en la adversidad en la prosperidad. Por ello considera que la vida es una prueba al intentar permanentemente el tener que apartarse de la corrupción de nuestra alegría, de la felicidad, del gozo en la prosperidad y en el temor y conocimiento de Dios.
Su dictamen de felicidad se reduce a obedecer el mandato de Dios, que en Agustín estará en contenerse de la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la ambición del siglo (C.X.30.41). Que seguramente fueron sus peores infelicidades sufridas en su anhelo de búsqueda de la salvación del alma. Habrá que impedir caer en el asecho permanente de las trampas de la concupiscencia, según el santo. La concupiscencia de la carne, del comer, de los ojos, de los placeres sensuales. Cada uno de ellos tiene una carga que si bien nos alivian en su obtención del dolor mediante el placer ante el deseo, nos arrastran, si no tenemos límites, a la pérdida de la felicidad que encontramos en una vida dedicada a la verdad del Dios cristiano. Ayunar, reducir su cuerpo a la servidumbre del alma, tomar alimentos frugales como si tomara medicamentos, sin llegar a la saciedad de ellos, nos hace conducir ante el placer de una manera moderada. El comer es visto como un peligroso disfrute (C.X.31.44), ante lo cual debo vigilarme por motivos de mi salud. Al igual respecto a la embriaguez.
Termina aconsejando esto: no sigas tus deseos y prohíbe lo que te da placer (idem). Aceptar lo que se tiene, sabiendo tener abundancia con lo que se posee sin padecer necesidad. En el fondo es una vida que acoge los votos de pobreza cristiana tan arraigado en determinados círculos de creyentes para ese momento. Los alimentos no son lo impuro sino el apetito con el que los consumimos, todo será puro para los puros pero será malo para el hombre que comen escandalizando (C.X.31.46). Se nos solicita un combate contra la concupiscencia del comer y beber, el cual vendrá a ser uno de los pecados capitales de la liturgia cristiana. En el fondo comprueba lo que otras tradiciones religiosas han aceptado, que el hombre cae dentro del sufrimiento y el dolor por el apego de las cosas y de los seres del mundo externo y terrestre, en vez de salir a una búsqueda trascendente de lo que se considera como digno de Dios.
Alejarse del placer mundano es necesario para esta vida de santos que se está diseñando Agustín con sus Confesiones. El placer va en pos de lo hermoso, armonioso, aromático, sabroso, suave; la curiosidad, en cambio, busca también los contrarios, no para sufrir desagrado, sino por el gusto de experimentar y de conocer (C.X.35.55). Todo ello debe apartarse: la concupiscencia de los ojos, del olfato, del gusto, del tacto, pues sólo es experimentar cosas del mundo exterior con nuestro cuerpo finito. Es una obsesión para este hombre ahíto de ayuno sensual mundano. Pero igualmente nos dice que la salvación sólo podemos obtenerla por experimentación (idem). Se desecha todo por la vida entregada a la idea de Dios. Toda tentación que nos despierta nuestra curiosidad debe ser desechada. Nos separa de nuestro fin, que es la salvación cristiana. Para ello debemos refrenar en todo momento el ánimo y dominar nuestra existencia para entregarse en la alienante idea de Dios.
A la final nos dicta que el verbo es la sabiduría en la cual Dios creo todas las cosas. Esta sabiduría misma es la luz que le aparece en su delirio creyente. Una sabiduría que desgarra sus nubes, que le cubren cuando desfallece, apartándose de ella en las tinieblas y la acumulación de los castigos (C.XI.9.11).

Después de este recorrido a través de estas dos obras sabemos qué podemos pensar de toda esta revelación retórica delirante contra el dolor confesada a través de los distintos episodios de Agustín. Más que una experiencia a seguir, de una terapia cristiana a practicar, de una actitud de salvación ante la vida terrenal, se trata de contemplar estéticamente una existencia en sus itinerarios y en sus respuestas a las angustias de su vivir individual en la búsqueda del conocimiento y la aproximación imaginaria de la idea y realidad de Dios. Con este trabajo he intentado ayudar al lector (y, más aún, a mí mismo) en atravesar un pons asinorum[13], para dar el primer paso fuera del paraíso de los crédulos y de la ilusión total respecto a esta concepción teológica.
Como señalamos al principio, su terapia teológica se separa de la filosófica, que fue por la que anduvo buena parte de todas las escuelas de esta disciplina del mundo greco-romano, y nos lleva a un recorrido reflexivo en torno a desarrollar una actitud y solicitud celestial a los problemas terrenales. Como dice Rusell respecto del autor, Agustín se preocupó más por problemas irrelevantes tales como la defensa del pecado original (sobretodo por la pesecución ideológico-religiosa a Pelagio)[14], y por el bautismo de los recién nacidos si iban al cielo o no[15], que por los problemas administrativos y reales de los hombres de su época. Toda una cortina de humo que no termina de desvanecerse en los vientos del presente y que sigue en torno a la conciencia fundamentalista de los hombres.
Finalmente, si tuviera que suscribirme a una idea de Dios, lo cual es lo más alejado para una mente cultivada en el materialismo filosófico, sería a la de Juan David García Bacca (1986), quien afirma encontrar en los grandes científicos y artistas a los más profundos teólogos. Las obras de éstos son amplificaciones de la divinidad. Es una buena metáfora de fin de vida para el vacío que dejan ciertas preguntas. La energía creadora de la inteligencia la podemos asumir como una bella experiencia que nos contacta con la intuición humana de lo divino.


Notas:

[1] Y comenzar, un siglo después, la Iglesia en aceptar el uso de la coacción punitiva contra los heterodoxos. Entre ellos está el caso Pelagio. Invirtiendo la situación ahora por parte de los paganos de solicitar la libertad de culto, que antes la exigían los cristianos perseguidos. Símaco en el año 384, en el Senado dicta la sentencia: !No hay un sólo camino, por el que los hombres puedan llegar al fondo de un misterio tan grande! (cit en: Marinas, 2001:198).
[2] Esto puede aplicarse a todos los sistemas teocráticos y políticos que se someten al dictum del monoteísmo. Sea judaismo, islamismo, etc…
[3] Usaremos la nomenclatura siguiente para las referencias a Las Confesiones: “C” significa “Confesiones”; los números romanos “I”, el libro, el resto 9.14. será el párrafo correspondiente a ese libro o capítulo. Para CiveDei usaremos las iniciales “C.D” y el resto de igual manera a la de Las Confesiones. Para las referencias a De la Vida Feliz se usará “V.F.” seguido por el número de la página de la edición de. Santillana, Madrid, 1996.
[4] Habría que señalar lo dicho por Traherne en su Centuries of Meditations, donde respecto al tema nos advierte que el amor puede tolerar y el amor puede perdonar, pero jamás puede conciliarse con un objeto no amable. Es por lo que Dios no puede conciliarse con nuestro pecado, por ser el pecado en sí incapaz de sufrir alteración. Pero Él sí puede conciliarse con tu persona porque ésta puede ser sanada. Vemos que la idea de un Dios sanadador traspasa al tiempo de San Agustín y llega a la modernidad a través de diversos caminos teológicos. La aclaración de que Dios no se identifica con el pecado es requerida para comprenderlo en tanto bondad y el tener el poder de guiarnos a nuestra salvación es la mirada anhelante de Agustín cuando a través de toda su obra la dirige hacia ese fantasma divino. Cit en: Lewis, 1991:30.
[5] La idea de cuerpo, podemos rastrearlo de esta manera: es conocido que las cartas paulinas emplean dos términos para designar la realidad corporal humana, soma y sárx (este último, literariamente, “carne”); dos términos que no pueden tenerse simplemente por sinónimos y de los que el último asentía connotaciones peyorativas. Pero precisamente, la exégesis más reciente ha puesto de manifiesto que la contraposición no es tan neta como se solía decir. Son muchos los casos de implicación o cruce semántico. Detrás de ambos está un único término hebreo, basar (más cercano a “carne” que a “cuerpos”). Tanto estos términos como el de psyche (que traduce nefés) y los contrapuestos pneúma destaca la cercanía divina (y, por ello, sugiere elevación y fortaleza), los tres primeros y, sobre todo, sárx destacan debilidad: mortalidad, limitación, sujeción a la enfermedad, flaqueza moral, propensión a cerrarse sobre sí -esa penosa combinación de debilidad y pretensión de autosuficiencia- lo que no hay es el matiz primariamente sexual que el término “carne” adquirirá en estadios posteriores de la tradición cristiana. La semántica de sóma, cuerpo, es compleja: mientras que muchas veces queda en la sinonimia con sárx, otras adquiere matices mercadamente más nobles, los que denotan la capacidad humana para la salvación. El hombre resucitado será cuerpo espiritual (soma pneumatikón: 1 Cor., 15,44) Si para la antropología el concepto relevante es sárx, para la teología paulina es sóma; en seguida recordaré que concibe a la humanidad nueva como “Cuerpo” de Cristo. (Ver Camps. 2002, t.2:308).
[6] Las etimologías de nequitia y de frugalitas las toma Aquino de Cicerón en sus Disputaciones Tusculanas III, 8,17-18.
[7] Cicerón en las Disputaciones citadas (V,10,30), se refiere a ello.
[8] Recordemos que el estoicismo exige de la filosofía un valor práctico, su fin, es enseñar a vivir bien, es decir, conforme a la virtud. La virtud es el sumo bien y felicidad cuya regla estriba en vivir según la naturaleza que es sinónimo, para esta escuela, de vivir según la razón, la cual es la facultad superior del hombre y, por ella, participa de la razón universal, que todo lo penetra y gobierna, y que es Dios. Pero a diferencia del cristianismo, el bienaventurado es quien vive en la misma virtud por sí misma, sin esperar ninguna recompensa eterna. Esta virtud y felicidad sólo la encontramos en el sabio, cosa que Agustín también coloca en su reflexión. El sabio no pone sus deseos en bienes exteriores, los cuales son pasajeros, efímeros e inestables; coloca sus deseos en alcanzar en objetos interiores que estén al alcance de su voluntad, los cuales nunca podrían ser arrebatados o cambiados. En el fondo se trata de dominar sus pasiones sometiéndolas a la razón. Cosa que en Agustín no está presente pues es sometiéndose al dictamen de las reglas que impone la perfección de Dios. El sabio sabe afrontar los dolores, las desgracias y adversidades con ánimo sereno y el alma tranquila, pues posee todo lo necesario para la vida bienaventurada. El sabio debe alcanzar, mediante la práctica filosófica, la plena serenidad que debe ser imperturbable. Los acontecimientos externos deben ser dominados pues si no está sometiéndose al destino, a la fortuna. Si el estoicismo, y sobretodo Séneca, nos habla de un Dios como razón universal, le otorga cualidades personales; la providencia no está separada del fatum, de la necesidad; postula la libertad pero afirma que hay una ley inexorable que gobierna a todo; se refiere al cosmopolitismo ya que la patria del sabio es el mundo; el sabio practica la filantropía: compadece los males y sufrimientos de sus semejantes, pero sin por ello perder la imperturbabilidad; el hombre es algo sagrado para el hombre (Séneca: Cartas a Lucilio, 95,33). Como podemos notar Agustín rescata lo que considera de interés para su filosofía cristiana. Pero sus otros principios son rechazados por su fatalismo, su aparente falta de libertad al estar sometidos al destino. Se separa respecto a la idea de felicidad, pues para el cardenal de Hipona sólo se encuentra en la posesión de Dios como Sumo Bien. Este es el punto que hará cambiar a la filosofía a la teología, terminando en un pensamiento sometido a los dictámenes de la suposición divina en tanto perfección proyectada por la misma razón humana, en su búsqueda de absoluto y perfección. La vida dichosa no habita, como para los estoicos, en el alma del sabio y en cómo haya dominado sus accidentes sino en la búsqueda y posesión de lo divino. Y la verdadera felicidad sólo se encuentra en la trascendencia de la muerte, al comprenderla en tanto paso para la vida eterna, al quedar el cuerpo incorruptible e inmortal sometido a su espíritu de manera imperturbable.
[9] Erasmo escribirá, ante tantos fanatismos construidos en base a las propuestas de San Agustín y otros santos de la Iglesia su Elogio de la estulticia (o de la locura, según las traducción).
[10] Esta inteligencia divina presupone tener precontenidas las ideas de todas las cosas posibles, pero idénticas y consustanciales a la misma esencia divina. Termina en un platonismo cristiano; todo artífice necesita de la inteligencia para poder realizar su obra. Pero a diferencia de los neoplatónicos que manifiestan que el mundo es una emanación degradada del Nous, aquí el mundo procede de una verdadera creación de Dios, por una decisión de su voluntad.
[11] Esto ya lo vimos infra al tocar el texto De la Vida feliz.
[12] Además de estas expresiones encontramos que Dios vela sobre nosotros con tu medicina. Es la mano que nos sana y cura, sacando de nuestra alma todo sarcasmo garcias al duro y afilado cuchillo medicinal que esgrime esa mano divina. Pero garcias a la furia de un alma sanas a otra alma (C.IX.8.18). Notamos que Dios aparece como un poderoso y no sólo como bueno.
[13] Puente de los asnos, el cual representa un prueba de habilidad para inexpertos e ignorantes, y por lo general ayuda a entender aquello que tiene cierta dificultad de entender y aprehender.
[14] El cual se borra con el bautismo y ello fue un problema casi irresoluble para los teólogos, incluyendo a Agustín.
[15] Para él los niños que no están bautizados y mueren sin cometer ningún pecado real sufren el tormento eterno en el infierno, simplemente por el hecho de no estar bautizados. Afirmará que Dios es justo y condena a los bebes inocentes al fuego eterno; la justicia de Dios requiere el comodín del pecado original para la condena de tales seres. No hay un lugar intermedio entre el reino y el suplicio para estos niños. Ver: Réplica Juliano o la obra De natura et origine animae, I. XI,13, también De corruptione et gratia, VII,12. En: http://www.sant-agostino.it/spagnolo/index.htm


Fuentes Bibliográficas
Agustín, 1996: De la vida feliz. Santillana, Madrid.
2006: Confesiones. Colihue. Buenos Aires.
Camps, V. (comp.) 2002: Historia de la ética, t.2. Ed. Crítica. Barcelona.
Copleston, F. 2000: Historia de la Filosofía, t.II. Ariel. Barcelona.
Fraile, G.: 1966: Historia de la Filosofía, t.II. Biblioteca de autores cristianos. Madrid.
García Bacca, J. 1986: Qué es Dios quién es Dios. Anthropos. Barcelona.
Lewis,C.: 1991: El problema del dolor. Editorial Universitaria. Santiago de Chile.
Marina, José M. 2001: El dictamen de Dios. Anagrama, Barcelona
Safranski, R. 2000: El mal. Tusquest. Barcelona.


Fuentes Electrónicas


Advertencia: Este artículo es de dominio público, agradecemos que sea citado con nuestra dirección electrónica: http://www.filosofiaclinicaucv.blogspot.com/