jueves, 1 de diciembre de 2016

Constantin Stanislavski
 o la continua  innovación del actor

David De los Reyes 


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No hay pequeños papeles, sólo hay pequeños actores,  frase que el gran actor ruso, Konstantin Stanislavski (Moscú 1863-1938),  repetiría muchas veces como director frente a los actores de la compañía  Teatro de Arte de Moscú. En el teatro, no por los grandes personajes es que crecen los actores, son los actores los que dan vida y credibilidad con la disciplina de su arte a los personajes ficticios de una obra.
            Dentro del teatro del siglo XX, Stanislavski  fue quien más  dedicó  su talento y  tiempo a descifrar las múltiples posibilidades del cambiante arte del actor. Se le ha identificado con un método de actuación, apreciación de la que  renegaría en 1936,  dos años antes de su muerte. Repudió  cualquier intento de codificar su sistema de la preparación del actor. Únicamente encontraría respuestas a las dificultades de la actuación a través de su concepción de la naturaleza orgánica creadora de la acción teatral; fue lo que llamaron posteriormente discípulos, continuadores y otras escuelas de teatro el método Stanislavski,  un lema para vender  y garantizar  cierto prestigio a quienes impartía dicha enseñanza; son a quienes se les llamó, peyorativamente, actores de método; era una estatización  de la continua invención y creación orgánica de la actuación, con la que se identificó nuestro afamado actor ruso.
            Sus  ensayos comenzarían por describir lo que él llamó la lógica y secuencia de sentimiento. ¿En qué  consistía? El actor, ante su personaje,  se encontraba desnudo de palabras y   pedía  que lo interpretase mediante la pura acción  para encontrar la línea interior del movimiento escénico,  captando así a  su personaje a través de su cuerpo y de sus músculos. Una vez obtenido esto, el actor  sabía ya  qué era lo que debía aspirar para su representación. Ello le daba finalidad, razón a su actuación y era el  momento de búsqueda para  el desarrollo de su arte en la escena. Era encontrar la idea dominante y el hilo de la actuación, dos elementos donde apoyó su arte teatral. Más que dedicarse a explicar lo que no se debe hacer se explayó en  mostrar el cómo  lograr los resultados requeridos.
            Actor que se sometió al dictamen de la obra escrita, siempre desconfió de los productores y actores que no vacilaban en trastocar, cambiar, adaptar y hasta destruir la labor del dramaturgo.  El dramaturgo sería el único legislador  en la escena. Si esto se hubiese asumido en toda su fuerza muchos de los experimentos y desarrollos del arte teatral no se hubiesen dado en el siglo XX; se hubiese limitado  al teatro a permanecer dentro del naturalismo stanislavskiano.
            Sin embargo buscaba autenticidad en la escena y odio mortal contra toda falsedad teatral.  Comprendió que gracias a ese mismo rechazo de la superficialidad en la actuación  logró   acercarse al pleno sentido de lo que debe ser la vida del artista.  La llamó el camino de la verdad y éste  dio origen al sentimiento y por el sentimiento surgía  la intuición creadora que necesitaba para su trabajo personal. ¿Cómo puede esperarse, pues, que piense en amor, sin hablar de experimentar las sensaciones de amor, en tales circunstancias?  Búsqueda de una concentración  lo más completa posible de la naturaleza física y espiritual  del actor.  En el teatro hasta la mentira más obvia debe convertirse  en verdad para ser arte. En el arte, todo aquel  que no avanza siempre retrocede.
            Su teatro está dirigido a la gente común.  Estaba convencido que el  teatro como institución sólo merecía existir mientras no se separase de esta afirmación.  Consideró  demasiado importante la influencia ejercida por el actor ante su público, sólo a través de esa relación era que se justificaba el acto creador de la escena. La misma palabra griega actúo (ago - ago)   nos  refiere a la fuerza  de la palabra-sentimiento lanzada al público desde el escenario.  La fuerza  del pensamiento  de un actor estalla como una bomba con alta carga explosiva entre la gente.
            Exigía, para crear  una compañía  de teatro,  que todos los actores que la conformasen  tuvieran el mismo nivel de educación. Todo  dirigido a obtener  un resultado fundamental: crear actores que hubiesen sido entrenados en el espíritu del verdadero arte; actores  creadores, alejados de  la mera imitación y de la acción farsante: actores maníaco ignorantesla más grande sabiduría es la comprensión de la propia ignorancia.
            Stanislavski hizo de su vida artística una continua búsqueda de belleza:  no hay nada en el mundo más ávido de belleza que el alma humana.  Y la alegría que inspiró a su trabajo fue  el motor de aquella búsqueda: Vigilaos, y advertiréis que vuestro talento crece sin cesar, si empezáis el día con un sentimiento de alegría por poder vivir dentro  del trabajo que amáis.

Stanislavski, Konstantin, 1980: El arte escénico. Ed. Siglo XXI, México.
                                            1981: Un actor se prepara. Ed. Diana, México.
                                            1981. Manual del actor. Ed. Diana, México.                     






Retrato de un hombre Civilizado

Emil Cioran





El encarnizamiento por borrar del paisaje humano lo irregular, lo imprevisto y lo deforme, linda con la indecencia. Sin duda es deplorable que todavía devoren en ciertas tribus a los ancianos estorbosos; sin embargo, no hay que olvidar que el canibalismo representa, tanto un modelo de economía cerrada, como una costumbre que, algún día, seducirá al atestado planeta. y a pesar de que se persiga sin piedad a los antropófagos, no me conmueve que vivan en el terror y que terminen por desaparecer, minoría ya de por sí, desprovista de confianza en sí misma, incapaz de abogar por su propia causa. Distinta en extremo me parece la situación de los analfabetas, considerable masa apegada a sus tradiciones y privaciones y a la que se castiga con una injustificable virulencia. Pues, a fin de cuentas, ¿es un mal no saber leer ni escribir? Francamente no lo creo. E incluso pienso que deberemos vestir luto por el hombre cuando desaparezca el último iletrado. 
El interés de los hombres civilizados por los pueblos que se llaman atrasados, es muy sospechoso. Incapaz de soportarse más a sí mismo, el hombre civilizado descarga sobre esos pueblos el excedente de males que lo agobian, los incita a compartir sus miserias, los conjura para que afronten un destino que él ya no puede afrontar solo. A fuerza de considerar la suerte que han tenido de no "evolucionar", experimenta hacia ellos los resentimientos de un audaz desconcertado y falto de equilibrio. ¿Con qué derecho permanecen aparte, fuera del proceso de degradación al cual él se encuentra sometido desde hace tanto tiempo sin poder liberarse? La civilización, su obra, su locura, le parece un castigo que pretende infligir a aquellos que han permanecido fuera de ella. "Vengan a compartir mis calamidades; solidarícense con mi infierno", es el sentido de su solicitud, es el fondo de su indiscreción y de su celo. Excedido por sus taras y, más aún, por sus "luces", sólo descansa cuando logra imponérselas a los que están felizmente exentos. El hombre civilizado ya procedía así incluso en la época en que no era ni tan "ilustrado" ni estaba tan harto, sino entregado a la avaricia y a su sed de aventuras y de infamias. Los españoles, por ejemplo, en la cúspide de su carrera, debieron sentirse tan oprimidos por las exigencias de su fe y los rigores de la Iglesia, que se vengaron de ellos mediante la Conquista. 
¿Alguien trata de convertir a otro? No será jamás para salvarlo, sino para obligarlo a padecer, para exponerlo a las mismas pruebas por las que atravesó el impaciente convertidor: ¿vigilia, plegaria tormento? Pues que al otro le ocurra lo mismo, que suspire, que aúlle, que se debata en medio de iguales torturas. La intolerancia es propia de espíritus devastados cuya fe se reduce a un suplicio más o menos buscado que desearían ver generalizado, instituido. La felicidad del prójimo no ha sido nunca ni un móvil ni un principio de acción, y sólo se la invoca para alimentar la buena conciencia y cubrirse de nobles pretextos: el impulso que nos guía y que precipita la ejecución de cualquiera de nuestros actos, es casi siempre inconfesable. Nadie salva a nadie; no se salva uno más que a sí mismo, aunque se disfrace con convicciones la desgracia que se quiere otorgar. Por mucho prestigio que tengan las apariencias, el proselitismo deriva de una generosidad dudosa, en sus efectos que una abierta agresividad. Nadie está dispuesto a soportar solo la disciplina que ha asumido ni el yugo que ha aceptado. La venganza asoma bajo la alegría del misionero y del apóstol. Su aplicación en convertir no es para liberar sino para convertir. 
En cuanto alguien se deja envolver por una certeza, envidia en otros las opiniones flotantes, su resistencia a los dogmas y a los slogans, su dichosa incapacidad de atrincherarse en ellos. Se avergüenza secretamente de pertenecer a una secta o a un partido, de poseer una verdad y de haber sido su esclavo, y así, no odiará a sus enemigos declarados, a los que enarbolan otra verdad, sino al Indiferente culpable de no perseguir ninguna. Y si para huir de la esclavitud en que se encuentra, el Indiferente busca refugio en el capricho o en lo aproximado, hará todo lo posible por impedírselo, por obligarlo a una esclavitud similar, idéntica a la suya. El fenómeno es tan universal que sobrepasa el ámbito de las certezas para englobar el del renombre. Las Letras, como era de esperarse, proporcionarán la penosa ilustración. ¿Qué escritor que goce de una cierta notoriedad no acaba por sufrir a causa de ella, por experimentar el malestar de ser conocido o comprendido, de tener un público, por restringido que sea? Envidioso de los amigos que se pavonean en la comodidad del anonimato, se esforzará por sacarlos de él, por turbar su apacible orgullo con el fin de que también ellos experimenten las mortificaciones y ansiedades del éxito. Para alcanzarlo, cualquier maniobra le parecerá legítima, y a partir de entonces su vida se convierte en una pesadilla. Los aguijonea, los obliga a producir y a exhibirse, contraría sus aspiraciones a una gloria clandestina, sueño supremo de los delicados y de los abúlicos. Escriban, publiquen, les repite con rabia, con impudicia. Y los desgraciados se empeñan en ello sin pensar en lo que les aguarda. Sólo el escritor famoso lo sabe. Los espía, pondera sus tímidas divagaciones violencia y desmesura, con un calor furibundo, y, para precipitarlos en el abismo de la actualidad, les encuentra o les inventa admiradores o discípulos, o una turba de lectores, asesinos omnipresentes e invisibles. Perpetrado el crimen, se tranquiliza y se eclipsa, colmado por' el espectáculo de sus protegidos presa de los mismos tormentos y vergüenzas que él, vergüenzas y tormentos resumidos en la fórmula de no recuerdo qué escritor ruso: "Se podría perder la razón ante la sola idea de ser leído". 
Así como el autor atacado contaminado por la celebridad se esfuerza por contagiar a los que no la han alcanzado, así el hombre civilizado, víctima de una conciencia exacerbada, se esfuerza por comunicar sus angustias a los pueblos refractarios a sus divisiones internas, pues ¿cómo aceptar que las rechacen, que no sientan ninguna curiosidad por ellas? No desdeñará entonces ningún artificio para doblegarlos, para hacerlos que se parezcan a él y que recorran su mismo calvario: los maravillará con los prestigios de su civilización que les impedirán discernir lo que podría tener de bueno y lo que tiene de malo. Y sólo imitarán sus aspectos nocivos, todo lo que hace de ella un azote concertado y metódico. ¿Esos pueblos eran inofensivos y perezosos? Pues desde ahora querrán ser fuertes y amenazadores para satisfacción de su bienhechor que se interesará en ellos y les brindará "asistencia", satisfecho al contemplar cómo se enredan en los mismos problemas que él y cómo se encaminan hacia la misma fatalidad. Volverlos complicados, obsesivos, locos. Su joven fervor por los instrumentos y el lujo, por las mentiras de la técnica, le asegura al civilizado que ya se convirtieron en unos condenados, en compañeros de su mismo infortunio, capaces de asistirlo ahora a él, de cargar sobre sus hombros una parte del peso agobiante, o, al menos, de cargar uno tan pesado como el suyo. A eso llama "promoción", palabra escogida para disfrazar su perfidia y sus llagas. 
Ya sólo encontramos restos de humanidad en los pueblos que, distanciados de la historia, no tienen ninguna prisa por alcanzarla. A la retaguardia de las naciones, no tocados por la tentación del proyecto, cultivan sus virtudes anticuadas, se afanan por permanecer fuera de época. Son "retrógrados", no cabe .duda, y permanecerían gustosos en su estancamiento si tuvieran los medios para hacerlo. Pero el hábil complot que los "avanzados" traman contra ellos no se lo permite. Una vez desencadenado el proceso de degradación, furiosos por no haber podido oponerse a él, se dedicarán, con el desenfado de los neófitos, a acelerar su curso, a provocar el horror, según la ley que hace que prevalezca siempre el nuevo mal sobre el antiguo bien. y querrán ponerse al día aunque sólo sea para demostrar a los otros que también ellos saben lo que es caer, y que incluso pueden, en materia de decadencia, sobrepasarlos. ¿De qué sirve asombrarse o quejarse? ¿No están los simulacros por encima de la esencia, la trepidación por encima del reposo? ¿Acaso no se diría que asistimos a la agonía de lo indestructible? Cualquier paso adelante, cualquier forma de dinamismo lleva consigo algo de satánico: el "progreso" es el equivalente moderno de la Caída, la versión profana de la condenación. y los que creen en él son sus promotores. Y todos nosotros no somos más que réprobos en marcha, predestinados a lo inmundo, a esas máquinas, a esas ciudades que únicamente un desastre exhaustivo podría suprimir. Esa sería la oportunidad de demostrar cuán útiles son nuestros inventos, y rehabilitarlos. 
Si el "progreso" es un mal tan grande, ¿cómo es posible que no hagamos nada para desembarazarnos de él? ¿lo deseamos realmente? En nuestra perversidad es lo "máximo" que perseguimos y deseamos: búsqueda nefasta, contraria en todo punto a nuestra dicha. Uno no avanza ni se "perfecciona" impunemente. Sabemos que el movimiento es una herejía, y por eso mismo nos atrae y nos lanzamos en él, depravados irremediablemente, prefiriéndolo a la ortodoxia de la quietud. Estábamos hechos para vegetar, para florecer en la inercia, y no para perdernos en la velocidad y en la higiene responsable de la abundancia de esos seres desencarnados y asépticos, de ese hormigueo de fantasmas donde todo bulle y nada está vivo. Al organismo le es indispensable una cierta dosis de mugre (fisiología y suciedad son términos intercambiables), por ello la perspectiva de una higiene a escala universal inspira legítimas aprehensiones. Debimos conformarnos, piojosos y serenos, con la compañía de las bestias, estancarnos a su lado durante algunos milenios más, respirar el olor de los establos y no el de los laboratorios, morir de nuestras enfermedades y no de nuestros remedios, dar vueltas alrededor de nuestro vacío y hundirnos en él suavemente. Hemos sustituido la ausencia, que debió haber sido una tarea y una obsesión, por el acontecimiento, y todo acontecimiento nos mancha y nos corroe puesto que surge a expensas de nuestro equilibrio y de nuestra duración. Mientras más se reduce nuestro futuro, más nos dejamos sumergir por lo que nos arruina. Estamos tan intoxicados con la civilización, nuestra droga, que nuestro apego a ella presenta todos los síntomas de una adicción, mezcla de éxtasis y de odio. Tal como van las cosas, no hay duda de que acabará con nosotros, y ya no podemos renunciar a ella, o liberarnos, hoy menos que nunca. ¿Quién vendrá en nuestra ayuda? ¿Un Antistenes, un Epicuro, un Crisipo que ya encontraban demasiado complicadas las costumbres antiguas? ¿qué pensarían de las nuestras, y quién de ellos, transportado a nuestras metrópolis, tendría suficiente temple como para conservar su serenidad? Más sanos y más equilibrados en todos los aspectos, los antiguos podrían haber prescindido de una sabiduría que, no obstante, elaboraron: lo que nos descalifica para siempre es que a nosotros ni nos importa ni tenemos la capacidad para elaborar una. ¿Acaso no es significativo que entre los modernos el primero en denunciar con vigor los estragos de la civilización, por amor a la naturaleza, haya sido lo contrario de un sabio? Le debemos el diagnóstico de nuestro mal a un insensato, más marcado que cualquiera de nosotros, un maniático comprobado, precursor y modelo de nuestros delirios. y no menos significativo me parece el reciente acontecimiento del psicoanálisis, terapéutica sádica, preocupada más por irritar nuestros males que por calmarlos, y singularmente experta en el arte de sustituir nuestros ingenuos malestares por malestares alambicados. 
Cualquier necesidad, al dirigirse hacia la superficie de la vida para escamoteamos las profundidades, le confiere un precio a lo que no tiene ni sabría tenerlo. La civilización, con todo su aparato, está fundamentada en nuestra propensión a lo irreal y a lo inútil. Si consintiéramos en reducir nuestras necesidades, en no satisfacer más que las indispensables, ésta se hundiría de inmediato. Así, para durar, se reduce a crearnos siempre nuevas necesidades, multiplicándolas sin descanso, pues la práctica general de la ataraxia le traería consecuencias más graves que las de una guerra de destrucción total. La civilización, al agregarle a los inconvenientes fatales de la naturaleza los inconvenientes gratuitos, nos obliga a sufrir doblemente, diversifica nuestros tormentos y refuerza nuestras desgracias. y que no vengan a machacarnos que ella nos ha curado del miedo. De hecho, la correlación es evidente entre la multiplicación de nuestras necesidades y el acrecentamiento de nuestros terrores. Nuestros deseos, fuente de nuestras necesidades, suscitan en nosotros una constante inquietud, intolerable de una manera muy diferente al escalofrío que se siente ante algún peligro de la naturaleza. Ya no temblamos a ratos, temblamos sin parar. ¿Qué hemos ganado con trocar miedo por ansiedad? ¿Y quién no escogería entre un pánico instantáneo y otro difuso y permanente? La seguridad que nos envanece disimula una agitación ininterrumpida que envenena nuestros instantes, los presentes y los futuros, haciéndolos inconcebibles. Feliz aquel que no resiente ningún deseo, deseo que se confunde con nuestros terrores. Uno engendra a los otros en una sucesión tan lamentable como malsana. nos mejor en aguantar el mundo y en considerar cada impresión que recibimos como una impresión impuesta que no nos concierne que soportamos como si no fuera nuestra. "Nada de lo que sucede me concierne, nada es mío", dice el Yo cuando se convence de que no es de aquí, que se ha equivocado de universo y que su elección se sitúa entre la impasibilidad y impostura. 
Resultado de las apariencias, cada deseo, al hacernos dar un paso fuera de nuestra esencia, nos ata a un nuevo objeto limita nuestro horizonte. Sin embargo, a medida que se exaspera, el deseo nos permite entender esa sed mórbida de la que emana. Si deja de ser natural y nace de nuestra condición de civilizados, es impuro y perturba y mancha nuestra sustancia. Es vicio todo lo que se agrega a nuestros imperativos profundos, todo lo que nos deforma y perturba sin necesidad. Hasta la risa y la sonrisa son vicios. En cambio, es virtud lo que nos induce a vivir a contra corriente de nuestra civilización, lo que nos invita a comprometer y a sabotear su marcha. En cuanto a la felicidad -si es que esta palabra tiene un sentido-, consiste en la aspiración a lo mínimo y a la ineficacia, en el más acá erigido en hipóstasis. Nuestro único recurso: renunciar, no sólo al fruto de nuestros actos, sino a los actos mismos, constreñirse a la improducción, dejar inexploradas una buena parte de nuestras energías y de nuestras oportunidades. Culpables de querer realizarnos más allá de nuestras capacidades y de nuestros méritos, fracasados por ineptos para el verdadero cumplimiento, nulos a fuerza de tensión, grandes por agotamiento, por la dilapidación de nuestros recursos, nos prodigamos sin tener en cuenta nuestras posibilidades y nuestros límites. De ahí nuestro hastío, agravado por los mismos esfuerzos que hemos desplegado para acostumbrarnos a la civilización, a todo lo que implica de corrupción tardía. Que también la naturaleza esté corrompida es algo que no negamos; pero esta corrupción sin fecha es un mal inmemorial e inevitable al que nos hemos acostumbrado, mientras que el de la civilización viene de nuestras obras o dc nuestros caprichos, y tanto más agobiante cuanto que nos parece fortuito, marcado por la opción o la fantasía, por una fatalidad premeditada o arbitraria. Con razón o sin ella, creemos que este mal pudo no surgir, que dependía de nosotros el que no se produjera. Lo que acaba por hacérnoslo más odioso de lo que es. Nos descorazona tener que soportarlo y enfrentar sus sutiles miserias cuando pudimos habernos contentado con aquellas útiles miserias vulgares, pero soportables, con las que la naturaleza nos ha dotado ampliamente. 
Si pudiéramos abstenernos de desear, de inmediato estaríamos a salvo de un destino; con el sacrificio de nuestra identidad, reacios a amalgamarnos al mundo, superiores a los seres, a las cosas, a nosotros mismos, obtendríamos la libertad, inseparable de un entrenamiento de anonimato y de abdicación. "Soy nadie, he vencido mi nombre", exclama aquel que, no queriendo rebajarse a dejar huella, trata de conformarse a la prescripción de Epicuro: "Esconde tu vida". Siempre regresamos a los antiguos cuando se trata de ese arte de vivir cuyo secreto hemos perdido en dos mil años de sobre naturaleza y de caridad compulsiva. Regresamos a la ponderación antigua en cuanto decae el frenesí que el cristianismo nos ha inculcado; la curiosidad que despiertan los sabios antiguos corresponde a una disminución de nuestra fiebre, a un regreso hacia la salud. Y volvemos a ellos porque el intervalo que nos separa del universo es más vasto que el universo mismo y, por ello, nos proponen una forma de desapego que inútilmente buscaríamos en los santos. 
Al transformarnos en frenéticos, el cristianismo nos preparaba, a pesar de sí mismo, a engendrar una civilización de la que él es víctima: ¿acaso no creó en nosotros demasiadas necesidades, demasiadas exigencias? Necesidades y exigencias interiores en su inicio, que iban a degradarse y a volverse exteriores, así como el fervor del que emanaban tantas plegarias suspendidas bruscamente, y que, al no poder ni desvanecerse ni quedar sin empleo, se puso al servicio de dioses de recambio forjando símbolos a la medida de su nulidad. Estamos entregados a una falsificación de infinito, a un absoluto sin dimensión metafísica, sumergidos en la velocidad a falta de estarlo en el éxtasis. Esa chatarra jadeante, réplica de nuestra inquietud, yesos espectros que la conducen, ese desfile de autómatas, esa procesión de alucinados, ¿a dónde van, qué buscan?, ¿qué espíritu de demencia los impulsa? Cada vez que estoy a punto de absolver a los hombres civilizados, cada vez que tengo dudas sobre la legitimidad de la aversión o del terror que me inspiran, me basta con pensar en las carreteras campestres de un día domingo para que la imagen de esa gusanera motorizada me reafirme en mi asco o en mis temores. En medio de esos paralíticos al volante que han abolido el uso de las piernas, el caminante parece un excéntrico o un proscrito: pronto será visto como un monstruo. No más contacto con el suelo: todo lo que en él se hunde se nos ha vuelto extraño e incomprensible. Desarraigados, incapaces de congeniar con el polvo o con el lodo, hemos logrado la hazaña de romper, no sólo con la intimidad de las cosas, sino con su misma superficie. En este punto la civilización aparecería como un pacto con el diablo, si es que el hombre tuviera todavía un alma que vender. 
¿Es realmente para ganar tiempo que se inventaron esos aparatos? Más desprovisto, más desheredado que el troglodita, el hombre civilizado no tiene un instante para sí; incluso sus ocios son enfebrecidos o agobiantes: un presidiario con licencia que sucumbe en el aburrimiento de no hacer nada y en la pesadilla de las playas. Cuando se han recorrido comarcas donde el ocio es de rigor y donde todos lo ejercen, se adapta uno mal a un mundo donde nadie lo conoce ni sabe gozarlo, donde nadie respira. El ser esclavizado por las horas, ¿es todavía un ser humano? ¿Tiene derecho a llamarse libre cuando sabemos que se ha sacudido todas las esclavitudes salvo la esencial? A merced del tiempo que alimenta y nutre con su propia sustancia, el hombre civilizado se extenúa y debilita para asegurar la prosperidad de un parásito o de un tirano. Calculador a pesar de su locura, se imagina que sus preocupaciones y problemas aminorarían si pudiera "programárselos" a pueblos "subdesarrollados" a los que le reprocha no entrar "al aro", es decir, al vértigo. Para mejor precipitarlos en él, les inyectará el veneno de la ansiedad y no los dejará en paz hasta que observe en ellos los mismos síntomas de ajetreo. Con el fin de realizar su sueño de una humanidad sin aliento, perdida y atada al reloj, recorrerá los continentes, siempre en busca de nuevas víctimas sobre quienes verter el excedente de su febrilidad y de sus tinieblas. Mirándolo se adivina la verdadera naturaleza del infierno: ¿acaso no es ahí el lugar donde el tiempo es condena eterna? 
De nada sirve someter al universo y apropiárnoslo: mientras no hayamos triunfado sobre el tiempo, seguiremos siendo esclavos. Ahora bien, esa victoria se adquiere merced a la renuncia, virtud hacia la que nuestras conquistas nos vuelven particularmente ineptos, de manera que, mientras más numerosas son, más se intensifica nuestra sujeción. La civilización nos enseña cómo apoderarnos de las cosas, cuando debería iniciarnos en el arte de despojarnos de ellas, pues no hay libertad ni "verdadera vida" si no se aprende a renunciar. Me apodero de un objeto, me considero su dueño, y, de hecho, sólo soy su esclavo, como también soy esclavo del instrumento que fabrico y manejo. No hay nueva adquisición que no signifique una cadena más, ni hay factor de poder que no sea causante de debilidad. Hasta nuestros dones contribuyen a encadenarnos; el espíritu que se eleva por encima de los demás es menos libre: confinado en sus facultades y en sus ambiciones, prisionero de sus talentos, los cultiva a sus expensas, los hace valer a costa de su salvación. Nadie se libera si se obliga a ser alguien o algo. Todo lo que poseemos o producimos, todo 10 que se sobrepone a nuestro ser, nos desnaturaliza y ahoga. y qué error, qué herida haberle adjudicado la existencia a nuestro mismo ser cuando hubiéramos podido, inmaculados, preservarlo en lo virtual y en lo invulnerable. Nadie se cura del mal de nacer, plaga capital si es que existe una. Y aceptamos la vida y soportamos todas sus pruebas sólo porque tenemos la esperanza de curarnos algún día. Los años pasan, la llaga permanece. 
Mientras más se diferencia y complica la civilización, más maldecimos los lazos que nos atan a ella. Según Solovieiv, la civilización llegará a su fin (que será, según el filósofo ruso, el fin de todo) en la plenitud del "siglo más refinado". Lo cierto es que nunca estuvo tan amenazada ni fue tan odiada como en los momentos en que parecía mejor establecida, según atestiguan los ataques, en pleno Siglo de las Luces, contra sus costumbres y prestigios, contra todas las conquistas que la enorgullecían. "En los siglos cultos se convierte en una especie de religión adorar lo que se admiraba en los siglos vulgares", anota Voltaire, no muy apto para comprender las razones de tal entusiasmo. En todo caso, fue en la época de los salones cuando el "retorno a la naturaleza" se impuso, igual como la ataraxia sólo podía ser concebida en un tiempo en que, cansados de divagaciones y de sistemas, los espíritus preferían las delicias de un jardín a las controversias del ágora. La búsqueda de la sabiduría proviene siempre de una civilización harta de sí misma. Cosa curiosa: nos es difícil imaginar el proceso que llevó al mundo antiguo a la saciedad, el objeto ideal de nuestras nostalgias. Por lo demás, comparado al innombrable hoy, cualquier época nos parece bendita. Al apartarnos de nuestro verdadero destino, tramos, si es que no estamos ya en él, en el siglo final, en ese siglo refinado por excelencia (complicadohubiera sido el adjetivo exacto) que será necesariamente en el que, a todos los niveles, nos encontraremos en la antípoda de lo que deberíamos haber sido. 
Los males inscritos en nuestra condición son superiores a los bienes; e incluso si se equilibraran, nuestros problemas no estarían resueltos. Tal y como sugiere la civilización, estamos aquí para debatirnos con la vida y la muerte, y no para esquivarlas. Y aunque la civilización consiguiera, secundada por la inútil ciencia, eliminar todos los azotes, o, para engatusarnos, empresa de disimulo, de encubrimiento de lo insoluble, nos prometiera otros planetas a guisa de recompensa, sólo lograría acrecentar nuestra desconfianza y nuestra desesperación. Mientras más se agita y se pavonea, más envidiamos las edades que tuvieron el privilegio de ignorar las facilidades y las maravillas con que nos gratifica sin cesar. "Con un poco de pan, de cebada y de agua, se puede ser tan feliz como Júpiter", repetía el sabio que nos conminaba a esconder nuestra vida. ¿Es manía citarlo siempre? ¿Y a quién dirigirse entonces, a quién pedir consejo? ¿A nuestros contemporáneos?, esos indiscretos, esos intranquilos culpables de habernos convertido, al deificar las confesiones, el apetito y el esfuerzo, en unos fantasmas líricos, insaciables y extenuados. Lo único que excusa su furia es que no se derive de un nuevo instinto, ni de un impulso sincero, sino del pánico ante un horizonte cerrado. Muchos de nuestros filósofos que se asoman, aterrados, al porvenir, no son más que los intérpretes de una humanidad que, sintiendo que los instantes se le escapan, trata de no pensar en ello -sin dejar de pensar. Sus sistemas ofrecen la imagen y el desenvolvimiento discursivo de esa obsesión. Lo mismo ocurre con la Historia, quien solicita su interés cuando ya el hombre tiene todas las razones para dudar que aún le pertenezca y siga siendo su agente. De hecho todo ocurre como si, escapándosele, la Historia, él comenzara una carrera no histórica, breve y convulsionada, que relegaría a nivel de tonterías las calamidades que hasta ahora lo enorgullecían tanto. Su dosis de ser se adelgaza a cada paso que avanza. Sólo existimos gracias al retroceso, gracias a la distancia que mantenemos entre las cosas y nosotros mismos. Moverse es entregarse a lo falso y a lo ficticio, es practicar una discriminación abusiva entre lo posible y lo fúnebre. Al grado de movilidad que hemos llegado, ya no somos dueños ni de nuestros gestos ni de nuestra suerte. Seguramente nos preside una providencia negativa cuyos designios, a medida que nos aproximamos de nuestro se hacen cada vez más impenetrables pero que se develarían sin esfuerzo ante cualquiera que solamente quisiera detenerse y salir de su papel para contemplar, aunque fuera por un instante, el espectáculo de esa trágica horda sin aliento a la cual pertenece. 
Y, pensándolo bien, el siglo final no será el más refinado, ni siquiera el más complicado, sino el más apresurado, aquel en que, disuelto el ser en el movimiento, la civilización, en un supremo ímpetu hacia lo peor, se desmenuzará en el torbellino que suscitó. Y puesto que nada puede impedirle ya que se hunda él, renunciemos a ejercer nuestras virtudes en su contra, sepamos distinguir, incluso en los excesos en los que se complace, algo exaltante que nos invite a moderar nuestras indignaciones y a revisar nuestro desdén. Así nos parecerán menos odiosos esos espectros, esos alucinados al reflexionar sobre los móviles inconscientes y las profundas razones de su frenesí: ¿acaso no sienten que el plazo que les ha sido acordado se reduce día con día v que el desenlace está cerca? ¿y no es para alejar esta idea por lo que se en la velocidad? Si estuvieran seguros de algún otro porvenir no tendrían ningún motivo para huyendo de sí mismos: reducirían su ritmo y se instalarían sin temor en una expectativa indefinida. Pero ni siquiera se trata de este porvenir o de otro cualquiera, puesto que simplemente no tienen ninguno; esa es una oscura certeza informulada que surge del enloquecimiento de la sangre, que temen enfrentar, que quieren olvidar apresurándose, yendo cada vez más rápido y negándose un solo instante para sí mismos. Las máquinas son el resultado, y no la causa, de tanta prisa, de tanta impaciencia. No son ellas las que empujan al hombre civilizado hacia su perdición; es porque ya iba hacia ellas que las inventó como medios, como auxiliares para perderse más rápida y eficazmente. No contento con ir hacia ella, quería rodar. En este sentido, pero sólo en éste, las máquinas le permiten "ganar tiempo". Y las distribuye, las impone a los "atrasados" para que puedan seguirlo, adelantarse incluso en la carrera hacia el desastre, en la instauración de una locura universal y mecánica. y con el fin de asegurar este acontecimiento, se encarniza nivelando, uniformando el paisaje humano, borrando las irregularidades y proscribiendo las sorpresas. Lo que quisiera es que reinara la anomalía, la anomalía rutinaria y monótona, convertida en reglamento de conducta, en imperativo. A los que se escabullan los acusa de oscurantistas o extravagantes, y no se dará por vencido hasta que los introduzca en el camino correcto, es decir en sus errores de hombre civilizado. Los primeros en negarse son los iletrados, y por ello los obligará a aprender a leer y a escribir, con el fin de que, atrapados en la trampa del saber, ninguno escape a la desgracia común. Tan grande es la obnubilación del hombre civilizado, que no concibe que se pueda optar por un género de perdición distinta a la suya. Desprovisto del descanso necesario para ejercitarse en la autoironía, se priva también de cualquier recurso contra sí mismo, y tanto más nefasto resulta para los demás. Agresivo y conmovedor, no deja de tener algo patético: es comprensible que, frente a lo inextricable que lo aprisiona, sienta uno cierto malestar en atacarlo y denunciarlo, sin contar con que siempre es de mal gusto hablar de un incurable, aunque sea odioso. Sin embargo, si nos negáramos al mal gusto, ¿aún podría jamás emitir juicio alguno? 



Cioran Emil E. La caída en el tiempo. Planeta-Agostini, Barcelona, 1986. Pags. 29-47. Traducción de Esther Seligson.

martes, 1 de noviembre de 2016

El Tirano en Jenofonte (III)

David De los Reyes




Este es la  última parte del tema del tirano  en la ora de Jenofonte. En los meses deseptiembre y octubre del  blog encontrarán las dos primeras entregas del mismo.

VII
El Sócrates de Jenofonte y la tiranía
Jenofontes (Memorabilia:1999) da una visión bastante unitaria de Sócrates  respecto a cómo se debe gobernar. Para el  filósofo de la ciudad  solo hay una condición suficiente para  ello. Reside en el conocimiento y no en la fuerza ni el fraude o la elección, o la herencia. Esto hace a un hombre rey o gobernante. Si ello  tiene  fortaleza argumentativa, el gobierno constitucional, y en particular, el gobierno democrático derivado de elecciones, no vendría a ser más legítimo que el gobierno tiránico, gobierno derivado por la fuerza o el fraude.  Tanto uno como otro serán legítimos en la medida que  el tirano o los gobernantes elegidos escuchen los consejos de aquellos que hablan bien, porque ello deriva del pensar bien. Esto da pie para que el gobierno del tirano que, tras haber llegado al poder bien por  un golpe de fuerza o el fraude electoral, o tras haber cometido una serie de crímenes, pueda enmendarse  al escuchar las sugerencias de los hombres razonables, y convertirse en un gobierno más legítimo  que un gobierno de magistrados electos que rehúsan escuchar y conocer los aportes de los hombres que poseen el conocimiento político de lo mejor para la ciudad. El  Sócrates de Jenofonte está tan poco comprometido con la causa del constitucionalismo que puede describir los hombres sensatos que aconsejan al tirano  como sus aliados.  Es decir, concibe la relación entre los sabios y el tirano igual al Simónides del Hieron[1].  Jenofonte pareciera prodigar la posibilidad de una tiranía benefactora que escuchará, como en su diálogo,  los consejos de los sabios; siendo tales consejos, en principio, preferibles al imperio de la ley. Ni en los mejores casos de aceptación del tirano en la historia antigua fue así. Respecto a ese concepto de tirano benefactor  no hay ninguna referencia a tal tipo de tirano que haya existido realmente.  Pareciera que todos, unos más y unos menos,  han sido (y son) sordos.
En cuanto al mismo Jenofonte se debe conocer que no parte del hecho de considerar importante  la libertad como objetivo fundamental de la democracia, la cual es distinta de la aristocracia, cuyo fin es la virtud. Jenofonte no era demócrata,  su opinión la hemos  conocido por la voz de Hierón al decir que los sabios no se interesan en la libertad. Su concepción de tiranía benefactora está más cercana a la idea de virtud que a la defensa de la libertad. Podemos también pensar que sólo si la virtud fuera imposible sin la libertad, la exigencia de la libertad estaría ampliamente justificada desde  su punto de vista. 
Sin embargo la definición de justicia de Sócrates nos lleva a tener cierta perspicacia del caso. Nos dice que justicia  es idéntica a la legalidad en obediencia a las leyes, y la mejor tiranía, que es la intención de Simónides con Hieron, siempre será un gobierno sin leyes. Ante esa definición pareciera ser que en el mundo antiguo la tiranía vino a ser irreconciliable  con esa exigencia socrática de justicia. Saltan el marco jurídico de realizar la justicia dentro de la legalidad establecida, es decir, las reglas y normas de conducta que deberían tener los ciudadanos, incluyendo  los funcionarios de estado para reafirmar el bien de la ciudad.  El hombre justo, dentro de este itinerario jenofontino en sus Recuerdos de Sócrates, viene a ser aquel individuo que con su acción no perjudica a nadie y ayuda a todo aquél que tiene tratos con él. Ser justo significa ser simplemente un benefactor. 
Si la justicia en  toda tiranía es translegal, un régimen sin leyes puede tener visos de justicia. Esto en la medida que el régimen absoluto  gire en torno de beneficiar a los súbditos y escuchar a los hombres sabios de la polis. Gobierno justo y benefactor está en relación directa con  la virtud del hombre que gobierna. Esto nos lleva a que un gobernante nato  es realmente superior  al gobierno de leyes en la medida que dicho gobernante  se convierta en la ley que ve. Las leyes pueden prestarse a múltiples interpretaciones injustas. De por sí ellas mismas no ven, conociendo que toda justicia legal es ciega. Un buen gobernante puede ser, según esta preocupación de Jenofonte, un buen benefactor, ateniéndonos a la convicción que las leyes no son necesariamente benefactoras. Bajo este argumento nos topamos que las leyes  adolecen de poder ver. Ello define a la tiranía en tanto gobierno monárquico absoluto transmutando en un gobierno tiránico excelente, siendo superior  al gobierno de leyes o justo. Bajo este argumento, Jenofonte ante  la pregunta ¿qué es la ley?  obliga, ante los tiranos, concederles cierta suspensión de juicio. Pueden tener la altura moral requerida y el criterio político más exigente que cualquier orden legal. Es por lo que se puede comprender que  su Hierón de más peso al elogio del tirano en tanto benefactor que llegar a condenarlo del todo. Busca un término medio en vez de condenarlo o aceptarlo.
El imperio de la ley, bajo la mirada de los clásicos, sólo se da dentro de una sociedad conservadora, como  la que prodigaba Sócrates. Dentro de un tiempo de transición y de rápida introducción de mejoras de otro tipo de avance político, se justificó en la antigüedad la compatibilidad  y aceptación, por un tiempo, de una tiranía benefactora.
La tiranía la más de las veces se ha mostrado, a través de la historia de la humanidad, como un régimen nocivo, injusto, deplorable e inhumano. El hombre tirano, no se posesionó, en apariencia, de un concepto mejor. Un tirano benefactor es más un producto teórico que histórico. Pero hubo tiranos que tuvieron la simpatía de los pueblos que mandaron[2]. Como dijimos antes, ante una situación que requería cambios políticos rápidos y oportunos fue una vía expedita. Sucedió en diferentes poleis de la antigua Grecia. La tiranía fue una solución eficiente y pragmática a los problemas que provocaron la ruptura de las clases sociales y el freno al advenimiento de un caos mayor. Para diferentes autores proclives a los regímenes fuertes, la tiranía fue una solución correcta para restaurar el orden, y superar un estado de naturaleza al estilo hobbesiano de todos contra todos. 
Las artes y la filosofía  no fueron indiferentes en elogiar la figura del tirano. En el campo de las letras griegas hubo autores que exaltaron tales personajes, como lo fueron los  poetas Baquílides y Píndaro, que alabaron a los tiranos y pasaron a la historia por las odas que a ellos les dedicaron. O  un Platón que incurrió dos veces a querer educar a tiranos y por ello sufrió graves consecuencias. Bien sabemos, como es el mismo caso de Hierón, el tratamiento que la tiranía dio a la ciudad los llevó a  mejorar sus condiciones urbanas, artísticas y de seguridad con su mandato. Su influencia también se traslado de las artes al derecho, a la economía de las ciudades y la construcción de obras públicas. Fueron los conocidos casos de Periandro de Corinto, Pisístrato y sus hijos Hiparco e Hipias en Atenas, Clístenes de Sición, Teágenes de Megara, Pítaco de Mitilene. 



Tiranos que resurgen de un pasado olvidado   nos muestran que no todo fue malo para el pueblo de las poleis que ellos condujeron; y, que merced a muchos de ellos, la tiranía devino en democracia. O al menos sería un proceso de transición para la superación de una oligarquía  hasta llegar a una democracia en tanto gobierno de leyes. Aristóteles ha dado cuenta de ello al  relatar que en Siracusa, en el segundo cuarto del siglo V a.C., con la caída de la tiranía sobrevino la democracia. Por ello surgieron tribunales populares ante los cuales antiguos terratenientes (la mayoría  pertenecientes a la aristocracia), que habían sido desposeídos de sus tierras por el anterior régimen absoluto pudieron, al amparo de los magistrados demócratas, intentar recuperarlas demandando legalmente. 
Tal pasaje puede dar otra segunda lectura que ilumina sobre la evolución política de las poleis. Los desplazados de sus posesiones territoriales por el tirano eran nobles en su mayoría.  Estos propietarios aristocráticos estarían vinculados con los oligarcas, que manejaban las ciudades en tanto soberanos oligarcas e intérpretes de un derecho divino intocable  e inmodificable. En su momento fueron la llave para derivar el estado hacia un  poder personal absoluto y totalitario. Surge una contrapartida. Y es que en alguna parte de la clase aristocrática aparecerá un líder  y un movimiento que capta su disconformidad y arremetería, apoyándose con una porción de la oligarquía y  con  el pueblo concretamente descontento, ir contra el gobierno despótico e injusto oligárquico. ¿Cómo comenzaba tal situación de cambio? Se originaba con que el nuevo liderazgo da la espalda a sus congéneres o miembros del mismo clan, practicando una política a todas luces demagógica. El pueblo, reunido en asamblea, lo recompensaba asignándole al futuro tirano una guardia de corps, con la que él no tardaba en hacerse con el poder absoluto. Su afianzamiento empleaba no tanto la represión (tal como hizo Periandro de Corinto), sino de una política populista, basada en mantener entretenido al pueblo a base de ambiciosos programas de obras públicas y brillantes festejos populares, y en desarrollar una estrategia cuidadosa con relación a su más temido enemigo, a saber, la aristocracia - oligarquía, a la que procuraban a toda costa tener a raya. Nada de eso ha cambiado en los usos de las tiranías modernas  y contemporáneas. Este fue el modo operandi de los tiranos para desterrar a los nobles contestatarios y confiscar sus propiedades. 
En el momento que la situación pública empezaban a ir mal para el tirano, el pueblo le daba la espalda y acudía a sus antiguos líderes naturales, los nobles, y pactaba con ellos el derrocamiento de la tiranía y la instauración de un nuevo régimen político: la democracia. Es lo que sabemos en la Atenas del alcmeónida Clístenes, quien  fue el encargado de dirigir, desde el exilio, el movimiento de protesta contra la tiranía. Curiosamente, Clístenes era, por parte de padre, un noble alcmeónida y, por parte de madre, era nieto del tirano de Sición, de quien llevaba el nombre (Clístenes de Sición, 600-570 aC). Es lo que pasó igualmente en Siracusa donde se evidencia que fueron los eupátridas o nobles, juntos a  los poseedores de tierra (los gamóroi, γαµόροι) los que, primeramente, incurrieron en las iras del tirano que habían sido desterrados y desposeídos de sus propiedades por él. Al instaurar la democracia, se vieron obligados a pleitear ante los dicastas o jurados populares, nombrados por sorteo entre los sencillos y simples ciudadanos, para recuperar las propiedades perdidas. Esto gracias a la democracia. Esto dio la necesidad de desarrollar  el arte de la oratoria, en tanto práctica para la persuasión de jurados populares, y defenderse en los tribunales  dentro de un proceso político donde aliados la nobleza antigua y el pueblo, derrocan al tirano, estableciendo en su lugar la democracia. La democracia dará nacimiento a los oradores públicos (Üτïρες: ütïres), es decir, los políticos, que bien ante la asamblea o ante un tribunal de jurados con su arte de la oratoria, persuadirían a sus conciudadanos estructurando sus discursos a las emociones, a los sentimientos y las actitudes del sufrido pueblo, que, eliminados los tiranos, se había convertido ya por fin en juez y árbitro de su propio destino.
De ahí que se pueda observar que la tiranía fue, en muchos casos, un régimen de transición entre la oligarquía y la democracia antigua. No precisamente ha sido así dentro de la evolución del estado en la modernidad. Leo Strauss (2005) ha señalado en su clásico estudio Sobre la tiranía varias características de la condición moderna del poder tiránico. La diferencia esencial entre la tiranía en la antigüedad y la del siglo XX es que  ésta última tiene a su disposición grandes recursos tecnológicos que lo ayudan a afianzarse el control institucional y ciudadano. Además presupone una clase o interpretación de una ciencia aplicada que gira en torno al dominio de las decisiones y acciones individuales. En una tiranía clásica la ciencia no estaba ahí para ser aplicada  para la conquista de la naturaleza. La naturaleza era dadora de reglas de conducta y de vida en los griegos. Y la ciencia no estuvo nunca para ser difundida o popularizada, en tanto divulgación, como lo es ahora.  Este autor estuvo convencido, a pesar de la diferencia  morfológica política de la antigüedad  respecto a la modernidad, que nuestra época y su carácter específico del poder,  no es entendible a menos que se haya estudiado esa forma elemental de la tiranía clásica; de haber estudiado su sentido natural en tanto tiranía pre-moderna. Sus palabras (2005. p. 42)Este estrato básico de la tiranía moderna nos sigue resultando a efectos prácticos, ininteligible si no recurrimos a la ciencia política de los clásicos. La ciencia política clásica  se orientaba, por la búsqueda de la perfección del hombre, entre una paideia (educación) y un areté (virtud). De cómo deben vivir los hombres, culminando con una descripción del mejor orden político. Se entendía que ese orden era tal que su realización era imposible sin un cambio milagroso en la naturaleza humana: había que transformar en el ser humano, mediante una educación estructurada (paideia), su naturaleza humana.  Que ello se diera en principio, era considerado casi improbable.  Dependía del azar, de la fortuna, de la oportunidad (kairos).  En la modernidad nos topamos con Maquiavelo[3] que atacará esa concepción, exigiendo que nos orientemos  no por cómo deberían ser los hombres sino como viven de hecho, sugiriendo que el azar, lo contingente, podía llegar a ser controlado. Este ataque  es el que  sostiene todas las bases del pensamiento político específicamente moderno. Entender  así la política puso de lado buscar las garantías para la realización de lo ideal, obteniendo un rebajamiento de los criterios de la vida política y la emergencia de la filosofía de la historia (“El hombre es lo que hace”, dirá Hegel, heredero del pensador renacentista florentino en temas políticos). Condujo a separarse del sentido de los filósofos políticos de la época clásica acerca de la relación entre ideal y realidad (Ibid, 2005, p.44).  
Strauss preveía que la amenaza de la nueva tiranía moderna se convertía, gracias a la conquista de la naturaleza, tanto en los aspectos humanos físicos como psíquicos, en lo que ninguna tiranía anterior llegó a ser: perpetua y universal. Un mundo de múltiples  ratoneras, sin escapatoria, a sufrir por algún tipo de técnica tiránica gracias a los módulos y gagets tecnológicos electrónicos; toda una ingeniería digital policial con un abstracto, pero efectivo, micropoder tiránico universal; hemos pasado del big brother al big data. Su  mayor preocupación se centró en  la espantosa alternativa de conducir al hombre, y al pensamiento en general, al redil del colectivismo consumista o político impuesto, sea de un plumazo y sin piedad, mediante procesos lentos y suaves, sutiles pero mortales para la conciencia  libre y evolutiva del hombre. Strauss, en su  llamado de alerta, fue en despertar la interrogación incisiva de cómo podríamos escapar a ese dilema. Su tema reiterativo en su reflexión sobre la filosofía política y los procesos políticos del mundo contemporáneo  estuvo en reconsiderar  las condiciones elementales de la libertad humana, que para él nunca habían sido tan cercenadas y frágiles ante la vorágine del espejismo  de la sociedad tecnológica y de una democracia representativa disfrazada de tolerancia y progreso. 
La tiranía como transición entre un régimen oligárquico, aristocrático a uno democrático, podemos observarla en la evolución que han tenido ciertos estados actuales como es el caso de Alemania en la primera mitad del siglo XX, que pasó por ese esquema, de una oligarquía que pasa por un breve lapso democrático, se pasa a ser una tiranía, como es el caso de Hitler, y luego resurgen, después de un estado administrado por potencias extranjeras, una especie de aristocracia intelectual fuerte, decantando en una consolidada democracia representativa en el presente; como una potencia que impulsa las decisiones de una buena parte de la Unión Europea actual. Este puede ser un resultado  afirmativo de ese ciclo   por la que pasa todo estado que ha  sufrido una tiranía. Su aspecto negativo lo encontramos en otro ejemplo. Es el caso de Rusia, que pasa por un periodo oligárquico imperial con los Zares de Rusia, luego una tiránica revolución totalitaria con el tirano de Stalin y su nomenklatura, llegándo a una democracia ampliamente cuestionada por su corte autoritario en la actualidad, pareciendo volver a un corrupto régimen autoritario y tiránico. Son algunos modelos de las nuevas tiranías contemporáneas que deberán analizarse en otro espacio, pero que queda como trabajo pendiente a futuro.




Bibliografía

Diógenes de Laercio, 1999: Vies et doctrines des philosophes illustres. Ed. La Pochotéque. Paris
Grote, George, 1888: Plato and the other companions of Socrates, London
Iglesias Zoido, Juan C., 1996-2003: La arenga militar en Jenofonte. Apropósito de la Ciropedia. Rev. Norba. Vol.16. p. 157-166.

Jenofonte, 1999: Anabasis. Ed. Gredos. Madrid
                  1987:Ciropedia. Ed. Gredos. Madrid
                 1994: Helénicas. Ed. Gredos. Madrid
                 2005: Hierón. En: Strauss, Leo. Sobre la tiranía. Ed. Encuentro. Madrid
 1999: Socráticas: (Memorabilia. Recuerdos de Sócrates), Económía y Ciropedia. Ed. Océano. Barcelona 
Strauss, Leo, 2005: Sobre la tiranía. Ed. Encuentro. Madrid
López Eire, A., 1998: La etimología de la palabra ρητωρ y los orígenes de la retórica. Ed. Universidad de Salamanca. Rev. Faventia 20/2, 1998. p.61-69
Morales, D., 2001: Arte de vida y modelos éticos en la Ciropedia y Memorabilia de Jenofonte. Rev. Onomazein, N°6. p.309-326.






[1] Ver: Recuerdos de Sócrates III, 1,10-13.
[2] El gobierno del tiránico tuvo una rápida difusión entre los siglos VII y VI a.C. No todo el territorio de la Grecia antigua estuvo manejado por tiranías. De 150  ciudades griegas sólo 27 tuvieron tiranos o gobiernos parecidos, dentro de polis  de mediano tamaño territorial y demográfico y menos en las ciudades o comunidades pequeñas.  En Sicilia hubo tiranos ricos y potentes que no surgieron de las filas populares. Casos de estos fueron  el de Falaris de Akragas (570 -555),  en Corinto  a los Cipsélidas (657-585) y en Atenas a los Pisistratas (560-511). Todas fueron tiranías que se identifican plenamente con el significado de  ese término.
[3] Strauss ha referido la importancia del Hierón de Jenofonte para la obra de Maquiavelo. Nos dice que: “el más grande hombre que ha imitado a Hierón es Maquiavelo. No me sorprendería  que un estudio suficientemente atento  a la obra de Maquiavelo llevaría a la conclusión de que la perfecta comprensión por parte de Maquiavelo de la principal lección pedagógica de Jenofonte es lo que explica en las frases más espeluznantes que aparecen en El Principe”. Ver. Op. Cit., p.91.

sábado, 1 de octubre de 2016



Del Tirano en Jenofontes  II

David De los Reyes



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Observación: Este ensayo es la segunda parte del publicado con el mismo nombre en el mes de septiembre de este mismo años. La tercera parte y última  se publicará en el mes de noviembre.


V
El Hieron: para una hermenéutica del tirano
El diálogo está dividido en 11 epígrafes.  En una primera lectura rápida pareciera que tratara de un tema individual, la vida del tirano y su comparación con la del hombre de a pie. Pero al entrar en  detalle en cada una de esas secciones, encontramos una sucesión de eventos y casos que serían pertinentes a Jenofonte explorar y  expresar la comprensión de sus ideas sobre el buen gobierno y el gobierno desviado. En el primero priva cierto sentido de justicia apegado a la ley, en el segundo la injusticia reina por voluntad del que manda. Y más de cerca, nos abrimos a la entramada tela narrativa de la desgraciada condición del tirano en general. Se pretende construir un arquetipo del tirano en la antigüedad, de su soledad, sus sufrimientos, sus angustias, su vida acorralada en palacio y, sobre todo, el temor permanente a ser defenestrado y aniquilado. Situación que no deja de modelar, a su vez, la vida social en  general y el tipo de relaciones humanas asentadas  alrededor del comportamiento de un Estado tiránico. Nosotros presentaremos una hermenéutica del tirano en la antigüedad bajo la fisonomía espiritual  de este modelo. Descripción e interpretación que si la traemos a nuestro tiempo, pudiéramos afirmar, que se asemeja y  contrasta con los gobernantes de ciertos estados totalitarios  y democracias populares contemporáneas, junto  al control y sujeción de la vida privada, la cual es manejada al antojo por una burocracia servil e interventora en todos los órdenes de la sociedad. Además se puede agregar  lo que implica hoy en día el desarrollo y la intervención de la tecnología de control electrónica aplicada en todos los estamentos de la vida, tanto pública como privada. Una sociedad que ha aceptado ser tiranizada siempre tenderá a tiranizar el pensamiento individual y colectivo.
Jenofonte nos da una opción de entrada para abrir la puerta de la tiranía y no permitir asumir la desgracia de los  seres moldeados por el comportamiento tiránico  en nuestra condición consciente de individuos que cultivan, de forma elitesca, la conciencia de libertad individual frente al mundo conformista de las mayorías.
En todas sus páginas encontramos un leit-motiv que  va cobrando fuerza hasta su final: el tirano no le va nunca bien  porque está enfrentado  con toda la ciudad.  Es un tipo de relación encontrada. Sabemos que en la historia también estaría la aceptación del tirano por un gran número de partidarios que vendrán a ejercer un control con respecto a todos aquellos que se sienten acosados por el ejercicio del gobierno del tirano.  Y siempre debe tomar medidas impopulares que pueden ser consideradas criminales. Pero el tirano confesará que goza menos y sufre más que el común. La ambición de tener el poder de forma absoluta es, según la óptica jenofontina, que puede, en apariencia, disfrutar más placeres y tipos de vida  más abundantes y variadas  que cualquier otro; que, a la luz pública y a la envidia eterna  humana, es favorecido  en la perspectiva de disfrutar múltiples placeres por encima de todos. Dada esta introducción queda entrar al desarrollo del tema en cada una de las partes del diálogo.
¿Cuál es la opinión del hombre vulgar acerca de la tiranía? Podemos resumirla así: ella es mala para la ciudad, pero buena para el tirano, ya que la vida del tirano es del género  de vida más gozoso, envidiable y deseable. Es la visión que  maneja el poder bajo el manto de un fin hedonista personal, propio del hombre común y sin criterio; los placeres  del cuerpo y la riqueza o el poder son más importantes que la virtud. A esta opinión se le oponen los hombres probos que como tales,  no tienen que ser  hombres sabios, sino justos y valientes, es decir,  buenos ciudadanos;  para estos últimos, la tiranía es mala no sólo para la ciudad sino para el tirano mismo, por carecer de moderación y autocontrol del hombre que sabe cuáles son sus límites. Recordemos la leyenda de Zeus, quien recurría a introducir en su vida la vanidad y la soberbia para aquellos que quería destruir…



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VI
Disección de las partes del Hierón
El primer epígrafe nos presenta el encuentro de ambos personajes. Situación que se da solo cuando ambos tuvieron tiempo libre.  Frase que nos lleva a entender que el poeta Simónides no visitó a Hierón por llegar a tener ese encuentro de forma interesada, sino que ambas partes buscaron un intervalo a convenir  de forma libre en sus días para verse. Ni Hierón lo mandó a buscar ni Simónides ansiaba visitarlo, o porque éste fuera llamado a buscar por el tirano.  El tirano aún puede reconocer que hay ciertos hombres, y en este caso un extranjero, que pueden gozar de su tiempo por libre decisión individual y no someterse a su dictamen y capricho. Esa consideración hacia su invitado pudiera ser un punto a favor del gobernante y del tipo de tirano que  se nos da a conocer en  la narración[1], quien atrajo a su corte poetas, filósofos y artistas. Simónides no es su súbdito, sino un visitante honorable. Es un hombre libre que el tirano no irrumpe, por mandato, en su voluntad.
Esta primera parte del diálogo el motivo  principal gira en torno a la posesión de bienes o riquezas, en la facilidad del tirano en favorecer a sus allegados y hacer el mal a sus enemigos. Pero el tirano soslaya estas preguntas centrándose en los placeres del ciudadano particular que son, paradójicamente, mayores que los disfrutados por él: paz, viajes, seguridad, y hasta las victorias de la guerra son proclives de causarles problemas. La comparación se da por comprender que, antes que ser tirano, ha sido un mortal común y posee la experiencia de ambas situaciones, pudiendo distinguir la calidad de  vida del tirano y la del hombre particular en relación a gozos y sufrimientos humanos.
Aquí el placer y el dolor adquieren  un sentido de buena vida o no para el tirano; el placer como máxima satisfacción humana; las acciones persiguen el placer o pueden arrojar dolor: qué vida de mortales o que tiranía es deseable sin placer. Sin él ni siquiera la vida perdurable de los dioses ha de envidiarse, nos dice el poeta Simónides. Placer y dolor presuponen un tipo de conocimiento, proporcionan un grado de discernimiento o juicio, siendo una percepción de los sentidos (como cuerpo) o del pensamiento (en tanto alma).  Jenofonte pone en boca del poeta una cierta inclinación  hacia  el hedonismo como  tabla  y finalidad  de la vida, e incluso como inclinación filosófica. Hemos dicho cierta inclinación hedonista porque si se entiende la tesis que lo placentero es idéntico a lo bueno, la concepción presentada en el diálogo no es plenamente hedonista. Antes de mencionar al placer  nos habla de lo bueno. En la enumeración de las variantes del placer se expone que lo placentero y lo bueno definen esencialmente las cosas buenas.  Y las cosas malas  son, a veces, placenteras y otras dolorosas. Los placeres  obtienen su jerarquía  en relación a estar más o no en consonancia con la naturaleza humana, con lo cual se pudiera tomar como un principio hedonista aceptada por el pensador. En relación a esa consonancia  con el sentido griego de naturaleza humana, en tanto  dadora de verdaderos y buenos valores,  también  compara la cualidad de los hombres en tanto corrientes y verdaderos.  Estos últimos se les tiene en mayor estima, por haber desarrollado su naturaleza humana en tanto perfección, y verdad, con lo cual podemos encontrar que no hay un único criterio hedonista para referirse a lo bueno en sí. 
En la obra hallamos tres tipos de placeres en discusión: los del cuerpo, los del alma y los comunes al cuerpo y al alma. Subdivide los del cuerpo en relación a un  órgano particular (ojos, oídos, órganos sexuales, etc.) y los  relacionados con el cuerpo en tanto totalidad. El alma no  es subdivida  pues  no posee partes como el cuerpo; el alma siempre será una. El placer será cambiado en la segunda parte de la obra como criterio  de comparación como estilo de vida superior. Será, para entonces, el sentido del honor como virtud deseable que lleva actuar a los hombres públicamente por alcanzar  poder. 
Pudiéramos comparar la postura del hedonismo en tanto bien para Simónides con el criterio de Sócrates que  esgrime en su última conversación con sus amigos antes de tomar la cicuta, y que Jenofonte suscribe en su Recuerdo del maestro. En ese momento último el filósofo de la ciudad deja asentado que el mayor placer  no es tanto la sabiduría  o la virtud en sí misma, sino tener conciencia  del propio progreso  en seguir la búsqueda sin termino de la sabiduría y de la virtud, correspondiente al principio socrático del insistente conocimiento de sí mismo; tal conciencia del progreso personal en esa búsqueda es el mayor placer  y, por tanto, el bien supremo para el hombre. En el caso del tirano, parte de su condición, es que es llevado a actuar  por el gusto inequívoco del placer no sólo corporal sino del poder y la riqueza;  la idea del bien no está en sus alforjas, y será indiferente a  la virtud.

En el diálogo, Simónides nos da una lista de los disfrutes del hombre común para su época, en función de los sentidos, del cuerpo en su totalidad y del alma; a cada una de estas partes de la existencia del hombre refiere un tipo de afecto placentero o displacentero. ¿Cuáles son tales placeres, que nos muestra un inventario de los sentidos y sus hábitos en la vida cotidiana de la Grecia antigua? Los particulares  disfrutan y se apenan con las imágenes al percibirlas por los ojos, con los sonidos por los oídos, con los olores por la nariz, con las comidas y las bebidas por la boca, y con el sexo por las  partes que todos sabemos.  Se  nos muestra que cada órgano y sentido humano tiene su correlación con el disfrute o el pesar de su virtud placentera. Pero su  juicio no queda ahí: pero las cosas frías o calientes, duras o blandas, ligeras o pesadas –dijo- me parecen que las disfrutamos o padecemos captándolas con todo el cuerpo. El cuerpo por ser un medio  táctil y sensible capta totalmente distintas sensaciones que lo hacen disfrutar. Al alma están referidas las afecciones de orden moral, como experimentar lo bueno y lo malo, aunque también puede darse que están presentes y en relación, a la vez, sentidas junto al cuerpo.  No deja de lado al placer nocturno de los sueños, sin embargo es un  disfrute ambiguo pues cómo, con qué y cuándo, esto –dijo- me parece que lo ignoro en mayor medida. Distingue que ello no es para extrañarse puesto que las cosas nos ofrecen sensaciones más claras en la vigilia que en el sueño.  
La distinción  que nos da Jenofonte entre el disfrute del tirano y el hombre común será  de orden cuantitativo. Ambos  tipos de humanos gozan  de la misma forma, pero el tirano, por todo lo que representa, debe hacerlo en mayor cuantía: el tirano disfruta muchas  más veces con todas esas cosas, y padece menos dolores, lo cual es una gran mentira o una verdad aparente. Placer y dolor, como hemos dicho antes, constituyen el criterio último de preferencia entre los dos tipos de vida. La mayoría dirá, sin pensarlo, que  el tirano  tiene una vida más placentera que cualquier mortal. Esta es la mirada que el común tiene respecto a la figura del tirano, o al menos lo que se nos quiere hacer ver y creer respecto a todo aquel que ocupa un cargo  relevante de poder. El transcurso del diálogo se nos mostrará, por confesión de Hierón, que no es así. Los tiranos disfrutan mucho menos que los particulares que llevan una vida moderada, experimentando un intenso y reiterado sufrimiento mayor que estos. 
Ante semejante respuesta Simónides reacciona asombrado.  La pregunta no se hace esperar. Entonces ¿cómo es que haya tantos hombres que desean ser tiranos? Si no es así ¿por qué se iba a envidiar  querer  ocupar el puesto del tirano por todos?
Ello se debe a la ignorancia. Hierón afirma que es por falta de experiencia de ambos géneros de vida.  Su argumento se desarrolla en función de la relación de los placeres con los sentidos del cuerpo. Respecto al placer de las imágenes con la vista, confiesa que los tiranos están escasos de ellas. Pues en todos los lugares hay cosas dignas de verse, y los particulares van a todos esos lugares, así como a las ciudades que desean para ver los espectáculos, y a las fiestas públicas, donde se reúnen las cosas que a los hombres les parece más dignas de verse. Para el tirano ello está vetado. No sacan mucho de asistir a un espectáculo por no sentirse seguros dentro del círculo de asistentes y no pueden ser más fuertes que los presentes. Tampoco controlan  firmemente y de forma absoluta los asuntos domésticos del estado en torno al poder. Siempre se manifiesta una desconfianza en los otros e irse, si quisiera, de viaje: el temor de serle arrebatado su mando no cesa nunca, como también que no sean capaces de castigar a los que han cometido esa injusticia. Los pocos espectáculos que pueden disfrutar son los dados dentro de palacio a precio alto, aquellos que los (…) muestran exigen  despedirse del tirano habiendo ganado, en poco tiempo, mucho más de lo que ganan en toda su vida con todos los demás hombres.
Si en todas estas situaciones los tiranos llevan la de perder,  Simónides advierte que no debe ser  respecto a lo que es grato de oír, que en el caso del tirano se trata de ser alabado, admirado, lisonjeado, pues de esto nunca están faltos los gobernantes. Los presentes que lo acompañan, bien por temor o conveniencia, siempre alaban lo que hace y lo que dice.  Siendo lo más duro de oír la censura, las críticas contra él, y de ello  los tiranos están libres: pues nadie quiere acusar al tirano ante sus ojos. Situación que nos confirma que ante el tirano pocos pueden ser realmente sinceros. Ante el hombre de poder absoluto nadie se siente libre; nadie se muestra de verdad.  Sólo puede hablar libremente uno: el tirano. Los demás, como sabemos, tienen el temor de sacar verdades con sus palabras y hieran su vanidad egocéntrica o critique  los resultados y el estado de su gobierno. Cualquiera  se inhibirá de inferir críticas o malestares públicos, en relación al  gobierno del tirano  ante los habitantes de la ciudad o Estado. En la tiranía, como bien sabemos, y sabía Jenofonte,  la censura es algo implícito y consustancial a su existencia. El tirano controla la palabra de todos y nadie puede controlar la de él. La palabra del tirano es la ley enunciada de forma fluida y de acuerdo a las circunstancias que le convengan al poderoso. Una palabra que termina siendo portadora de la mayor de las corrupciones del lenguaje: convertir la verdad en mentira y hacer de la mentira verdad.
Hierón es, según la representación jenofontina, un ser  inteligente, sincero  y, hasta se podría decir, sabio en su condición;  observa cuál es el horizonte de la conciencia de los ciudadanos en que recae esta censura. Se pregunta qué placer se puede sacar  de aquellos que, de forma hipócrita y temerosa,  no dicen nada malo de él, y todos guardan silencio tramando algo contra el tirano. ¿Qué placer se puede tener de las alabanzas que no son sino adulación? Sólo las palabras que se profieren  por una conciencia de manera libre agradan, son las que se aceptan. La brumosa adulación es un termómetro para el tirano del temor y del odio que proporciona su persona al resto.
Hierón  conoce de placeres y sabe que sólo aquello que sale de la rutina, de la inercia cotidiana, de lo acostumbrado,  es lo que realmente  nos agrada. ¿Por qué nos gustan  y esperamos gustosos las fiestas o los festivales, y los tiranos no sienten lo mismo? Estos últimos siempre tienen la mesa a rebosar, no presentan ninguna novedad… las fiestas. Ante tal placer quedan peor parados que los particulares. Servir lo extraordinario de forma continua lleva a convertirse en algo corriente, insípido, común, gastado y, por ende, aburrido. Nada o pocas cosas  despiertan el aguijón del asombro o la curiosidad. El que se sirve muchas cosas  obtiene menos placer que aquellos que viven modestamente. Afirma, el tirano, que quien más disfruta de cada actividad es el que más deseoso está de realizarla. La intensidad del deseo nos transmite la intensidad de sentir placer.
Los tiranos acuden a un banquete con  más disgusto que el hombre particular. Para que no decaiga en la mancillada costumbre, la realización de los manjares  se nos refiere en el diálogo junto una observación interesante a tomar en cuenta. Los manjares que les son presentados a éstos siempre vendrán alterados de su sabor original. Poseerán un uso de especies  desbordantes y fuertes. Se agrega  una fuerte sazón artificial. Se prepararan con  sustancias  picantes, sabores intensos, dulces, agrios o parecidos. Tal sazón es, para Simónides, contrarias a la naturaleza de los hombres. Tal perturbación gustosa en los alimentos  es propia de almas blandas y débiles. Aquellos que  comen  con gusto en absoluto necesitan  de tales artificios gustativos. El hecho es que quien posee todo tipo de comidas termina por no comer ninguna con apetito. Lo contrario le ocurre a quien carece de alguna, el cual lleva a hartarse con gusto, cuando se le ofrece la oportunidad de saborearla.
Pasada toda esta reflexión  del gusto  y los alimentos, Simónides nos suma otra preocupación: sobre  la sexualidad del tirano. Zanjada la diatriba gatronómica entre la intensidad del placer para el tirano y el hombre  particular, pareciera ser que lo que queda por envidiar e infundir deseos a cualquier mortal  esta en  torno a la diversidad de los placeres del sexo, ya que estos pueden llegar  a tener relaciones con la persona más bella que veáis.  Hierón corrige. El tirano vive en una pobreza y una verdadera satisfacción de placeres eróticos.   Están escasos de sexo los tiranos, por no decir casi nada. El sexo tampoco es por lo que el tirano aspira serlo; el hombre particular medio lleva una gran ventaja en el disfrute del cuerpo. Ni la alcoba nupcial se salva del tema.  Pocas son las oportunidades matrimoniales para un tirano: el primer tipo de matrimonio puede ser aquel en que se contrae con los que son más grandes que uno mismo en riqueza y poder, el cual pareciera ser el más bello y proporciona al que se casa cierta honra acompañada de placer; el segundo es el matrimonio entre iguales; y tercero,  el matrimonio  con inferiores, considerado deshonroso y sin provecho. Para un tirano pocas elecciones quedan. Según la óptica del personaje, tiene sólo una mediana opción: pues si no se casa con una extranjera, tendrá que hacerlo con una mujer inferior a él. Ante tales posibilidades  ninguna es digna de estimación para Hierón.
Respecto al tipo de mujeres con que se rodea, observa que las atenciones que prodigan las mujeres  más ambiciosas son las que más complacen, en cambio las ofrecidas por esclavas  no son estimadas, y si omiten algo ocasionan grandes irritaciones y molestias.
El relato tampoco deja de lado la posible satisfacción homosexual, propia y aceptada abiertamente en toda la cultura de la filia y del eros en la antigüedad griega y hasta romana. De esto se nos dice  que en los amores con muchachos el tirano carece de placeres mucho más todavía que en los amores conducentes a la procreación. Las relaciones son más intensas y agradan más las que tienen el sincero amor de por medio. Y el amor es algo de lo que pareciera no disponerse para el tirano. El pequeño Cupido teme clavarle su flecha del enamoramiento: pues el amor no se complace en aspirar a las cosas ya disponibles, sino a las que despiertan esperanza. Como aquel que no tiene sed no disfruta  con la bebida, aquel que no siente amor tampoco puede experimentar las relaciones sexuales más placenteras. El tirano es un impotente o carente  respecto a las emociones gozosas comunes del hombre moderado de la antigüedad. Su condición de poseer el poder lo limita, lo separa, lo aísla en torno al cetro del poder. Queda sin  obtener una real  satisfacción en los simples y personales placeres del hombre particular. Strauss (2005:78),  observa que es aquí donde en el Hierón la inferioridad de la tiranía se muestra con mayor claridad en lo relativo a los placeres del sexo, y en especial a la homosexualidad.
El tirano desea alcanzar y obtener no lo que puede disponer, por mandato y capricho. Él desea lo que con menos frecuencia le acaece en su rutinaria y aburrida vida palaciega resguardada y rodeada por los guardias de corps.  Sin embargo en esta parte del diálogo  sale a relucir un ser que para Hierón es altamente estimado. Nos da el ejemplo del afecto que siente por su mancebo preferido, llamado Daíloco[2], a quien ama, y  del que espera alcanzar su reciprocidad afectiva,  obteniéndola por la amistad y el buen grado de la convivencia. Su emoción amorosa sabe que no debe poseerla y  arrebatarla por la fuerza. Con ello vendría a sentir que se infringe a sí mismo  un mal. Situación donde Hierón muestra algo que todo tirano no debe exteriorizar, es decir, tener compasión y pasión amorosa por el otro. El amor como la única emoción que lleva a conectar  al tirano con su lado humano y reconocimiento de cierta igualdad y trato con otro ser.
Lo contrario a lo anterior es lo que pasa con los enemigos. Obtiene un gran placer cuando  los ha vencido, siendo esta acción de fuerza lo más satisfactorio. Así  encuentra que los favores otorgados voluntariamente por los muchachos son los más placenteros. ¿Qué es lo placentero para Hierón? ¿En dónde encuentra el tirano su placer de serlo? Hierón confiesa que está en las miradas que nos dirige aquel que nos ama, sus preguntas formuladas, sus respuestas expresadas y, para que no quede duda, aún más placenteras y encantadoras son las disputas y las rencillas con  estos muchachos de gusto y compañía carnal afectiva. La conversación y el diálogo sincero como un motivo de gran placer para aquel que no experimenta ningún trato sincero.  Lo contrario sería disfrutar en contra de su voluntad, lo cual tendría para él una  semejanza con el brutal saqueo, sin ser las relaciones sexuales gustosas y amorosas. Es contrario al gozo hacer sufrir al amado, ser odiados al mismo tiempo que besamos y tocar a quien nos aborrece, cómo no va ser esta pasión repulsiva y lamentable.  Nos da su opinión sobre la diferencia entre  el amor vivido por el particular y el del tirano. El particular, cuando su amado le presta un servicio, considera prueba suficiente de que le complace porque le ama el saber que se le prestó ese servicio sin que fuera forzoso hacerlo, el tirano nunca puede estar seguro de ser amado…con estas palabras entendemos lo decepcionante para Hierón de lo que es su vida como tirano. La inseguridad es lo que nutre sus días de saberse poderoso por encima de los demás, sin tener una regla ni ley a seguir,  sino la  suya propia del momento. Y esto se prolonga en la convivencia humana que nutre su mandato. Una mayoría temerosa por un hombre temeroso de todos. Quedando sólo en su aislamiento.  Vigilado por su guardia de corps de forma permanente, pasa  sus atemorizados  y fatídicos días acechantes e intranquilos. Convertirse en tirano es condición para dejar de disfrutar  los placeres comunes de los hombres. Lo inunda la emoción permanente de temor, el aguafiestas de todos los placeres.
Notamos  en el desarrollo del diálogo que siempre nos hablará de las cosas que carece el tirano, a pesar de mostrarse como aquel que tiene más placer y control sobre todas las cosas. Simónides siempre referirá lo que el tirano disfruta o puede llegar a disfrutar. Lo cierto es que sea uno u otro el tirano siempre  suelen ser más odiado que amado, aunque reciban honores.
Concluye  este epígrafe con la voz de Hierón.   Dice: los que prestan servicio por miedo imitan todo lo posible las acciones de los que sienten amistad. Por eso de nadie proceden tantas intrigas  contra el tirano como de los que fingen ser sus mejores amigos.

En el segundo epígrafe nos encontramos con un recorrido que amplía lo que se acaba de dialogar. De los bienes que disfruta todo ciudadano: de paz, viajes, seguridad e incluso de la misma guerra, pero que suponen siempre molestias o problemas para la tranquilidad del tirano.
Simónides  habla de quiénes son  hombres verdaderos. Son aquellos que se apartan de todo  exceso, de alimentos, bebidas y condimentos de cuidado y hasta de las relaciones sexuales. Sin embargo el tirano  pareciera realmente distinguirse por la gran cantidad de posesiones que puede disponer para él, además de llegar a cumplir y hacer grandes acciones, el ejecutarlas, viviendo muchas cosas y situaciones extraordinarias. Enumera: caballos que destacan por su virtud, armas que destacan por su belleza, magníficos atavíos para las mujeres, las casas más esplendidas y están provistas de los objetos más valiosas, y además poseéis la servidumbre mejor por número  y conocimientos, y sois los más capaces de infligir daño a los enemigos y ayudar a los amigos. Obtener posesiones pareciera ser su razón de vida. Es en lo único que puede sentirse más firme. Las cosas materiales no sienten, sólo están y su vida se  rodea de  muerte, de lo estático, de lo que no se puede manifestar y sólo posesionar. En el fondo nos encontramos con un gran sentido de carencia afectiva y vital. Carencia  propia de todo aquel que desata la acción de su vida por poseer más que los demás; una rivalidad inútil. Al llegar su fin, como el personaje de El Ciudadano Kane de Orson Wells, el magnate tirano se encontrará sólo,  enfermo y rodeado de cosas que no le pueden devolver la alegría de vivir, la tranquilidad del momento final, la de sentirse rodeado de los seres cercanos.  Para este arquetipo de hombre déspota tales pensamientos y emociones no suelen presentarse para su conciencia.  Aunque Hierón, como veremos, es un tirano atípico. Reconocerá que lo mejor que puede hacer el tirano por el mismo será suicidarse.   
Tales observaciones, miradas aduladoras  y envidias de los otros, sólo son un engaño. La mayoría tiene una mirada errónea del fasto que rodea la vida al tirano. La muchedumbre sólo juzga por las apariencias. La tiranía tiene la condición de exhibir, ante la vista de todos, posesiones que consideran de mucho valor, un gran fasto, un gran lujo de oropeles. Y mientras tanto, mantiene  en su fuero interior todas las adversidades con las que convive su día a día. Carga  con  preocupaciones insoslayables por su condición de dominador y controlador perpetuo. Agrios  eventos someten y viven en el alma del tirano. Es ahí, en ese pequeño espacio interior, donde se debe prestar atención para conocer la felicidad o la desdicha de los hombres. Hierón no le asombra que la mayoría pase esto por alto. Es un problema de entendimiento y vista. Más que intentar comprender, la muchedumbre  se atiene solo a lo que ve. Lo peor, advierte, es que en ello caen hasta los mejores dotados para comprender: pero que ignoréis estas cosas también vosotros, los que parecéis ver mejor con el entendimiento que con los ojos la mayor parte de las cosas, esto me parece de lo más asombroso.
La conclusión que da el tirano es a la final participa mínimamente de los grandes bienes y padecen una permanente multitud de grandes males. Con ello  pasa a hablarnos sobre los pormenores de la paz y las tribulaciones de la guerra. Si la paz es uno de los grandes bienes para todo hombre, es igualmente un estado del que menos participan los tiranos. La guerra en cambio,  se tiene por el peor de los males,  y el tirano no puede dejar de participar en ella. No hacerlo puede por ello perder su vida. Los ciudadanos, si no están participando en una guerra colectiva, pueden seguir el ritmo de su vida cotidiana. Tienen la posibilidad de viajar a donde quieran sin el temor de que alguien les quite la vida. Cosa distinta en los tiranos cuando viajan. La inseguridad se presenta para él en todos sus matices. Siempre van armados y custodiados por los esbirros o guardaespaldas cercanos. Sienten que en todas partes están  sometidos a enfrentar una guerra: creen que es necesario  vivir armado y llevar siempre consigo a gente armada.  Tampoco los ciudadanos tienen que temer por su seguridad al regresar de una guerra. Los tiranos, no más llegar  a su ciudad,  de inmediato se les despierta la inquietud. Imaginan que están en medio de numerosísimos enemigos.  El tirano, pues, no se siente ni está seguro  cuando está en casa. Le asalta la obsesión de tener que protegerse al máximo. Los hombres particulares disfrutan del cese de la guerra en virtud de los armisticios y de la paz.  El tirano no siente nunca del todo la  paz ante aquellos que ha sometido, tampoco se confía de las treguas concertadas.
Hay situaciones en la guerra que padecen tanto los ciudadanos como los tiranos. Hay guerras que las ciudades emprenden y guerras que emprenden los tiranos contra los que ellos someten. La dureza de estas guerras las sufre en igual medida el que está en la ciudad como el tirano.  Ambos deben estar con suma atención, armados y defenderse de todo posible  ataque y peligro. Y si son derrotados sufren el peor mal, ambos padecen al perder la guerra.
Son distintos los placeres que obtienen los hombres de una ciudad al  luchar contra otra. Sin embargo, los tiranos nunca. Los hombres particulares, nos dice, obtienen cierto placer al conquistar un sitio, poniendo en fuga a los enemigos, cuánto perseguidos, cuándo matarlos, de qué modo se ufanan de lo hecho, cómo cobran fama resplandeciente, cómo disfrutan al pensar que han engrandecido su ciudad. Ante ese hecho la mayoría se jacta de lo acometido y de formar parte del plan, o también del burdo y asesino placer de ufanarse por haber matado a muchos. Así de hermosa les parece la victoria total. El tirano, ser que está picado por el germen de la permanente y persistente desconfianza hacia todo lo que hace con su vida, no duda si tiene que matar a los que se le oponen en cualquier momento. Sabiendo que con ello no engrandece el espíritu de la ciudad. Estas acciones de represión certifican que ahora tiene menor control de mando. Gobierna con menor efectividad. Su mandato está debilitado. Situación para no estar contento y tranquilo, ni evanecerse de los hechos cometidos. Trata de minimizar su angustiosa realidad disculpándose, al mismo tiempo que comete  injusticia. Tiene conciencia  que su hacer no tiene nada de noble. Habita en él  la simple pero persistente desesperación y temor por su existencia. Emoción  que lo lleva a negar toda vida que se  oponga a su  mandato. Y cuando mueren los que él tenía, no se muestra más audaz, sino  que se protege más aún que antes. Y sumido en una guerra  como esta que te muestro pasa la vida el tirano.  
La condición del gobernante déspota, a diferencia de quien ha decidido en practicar la vida del sabio, ha de tener y desarrollar fuertes inclinaciones bélicas e instintos de crueldad. Por encima de todo, sabe que la paz es un gran bien. La guerra genera lo contrario, pero es necesaria tenerla en cuenta. Independientemente de lo escrito antes respecto a  los placeres que puede darla guerra a los hombres, tanto ayer como hoy y siempre,  hay una conexión intrínseca e insoslayable entre  tiranía y guerra.  Jenofonte en su Ciropedia al tratar este asunto considera  que un punto de crueldad es un elemento esencial  para el gobernante en general.  De ahí  que no asombre que todo tirano siempre tenga a flor de labios palabras bélicas, amenazas posibles, tiranicidas por doquier, críticas escamosas penetrando sus oídos. Vida plagada de martirios  y desgracias tras un telón gris erguido por amarguras y sospechadas persecuciones asentadas en sus entrañas. El mal como persecución perpetua que arrastra su desgraciada vida que desgracia, a la vez, a otras vidas.

El tercer epígrafe nos llevará a uno de los temas más recurrentes de la antigüedad, el de la amistad (filia), del amor a los amigos y  los familiares. Se advierte lo poco que puede disfrutar quien de forma permanente  es víctima de conspiraciones reales o imaginarias.
Hierón pasa a tratar estas relaciones y se pregunta cómo  participa el tirano de la amistad, siendo ella un gran bien para todos los hombres. Por la amistad se es amado por otros y se complacen verlo y beneficiarlo, echando de menos su ausencia, e igual  recibirlo con  el mayor gusto al regresar. Los amigos  se alegran por los bienes que posee. Lo ayudan y acompañan  si sufre desgracia. Igual para los hombres de la ciudad la amistad no pasa inadvertida. Es  un placentero bien.
Se sabe  lo beneficioso de la amistad en tanto un bien mayor y un mayor placer. Tiene un valor más alto que el amor a la ciudad o a la patria. La amistad es entendida por el amor al ser amado o el cuido por un pequeño número de seres humanos que se conocen íntimamente (los familiares o amigos más próximos). Se suma la amistad a uno de los intensos placeres.  Diferencia la amistad con el sentido de la confianza. Confiar en otros es un gran bien, pero un hombre en que se confíe (un criado, un esclavo, un conocido), no es todavía un amigo. El tirano prácticamente no  posee verdaderos amigos. Sus súbditos son sus enemigos.
Condena al adulterio. Los adúlteros  rompen el lazo de compromiso y unión entre parejas y amigos. Señala esto como una acción a castigar para  aquellos que  pueden llegar a romper la amistad entre las parejas. En la antigüedad los adúlteros,  en algunas ciudades, eran castigados, llegándolos a ejecutar o   matarlos impunemente por el individuo afectado. Los adúlteros corrompen la amistad de las mujeres hacia sus maridos. Una esposa puede ser violada, pero no por ello su esposo la estimará menos si persiste la amistad (filia) entre ellos.
Hierón juzga que ser amado es un gran valor. Es uno de los bienes más grandes. Al ser amado le acaecen inmediatamente bienes de parte de los dioses y de parte de los hombres.  Respecto a  esta posesión los tiranos participan menos que cualquier otra persona, aunque aparenten lo contrario. Los tiranos no viven ni tienen firmes amistades como las que se constituyen  entre padres e hijos,  entre hermanos, o las mujeres con sus maridos, o entre camaradas. Por ello no duda afirmar que los particulares son amados verdaderamente más en  todas estas relaciones filiales antes dichas. ¿Qué se observa en la historia de los tiranos? Hierón, que conoce del tema, nos dice una cruenta realidad histórica. Muchos tiranos han matado a sus propios hijos, y muchos hermanos al establecer y convivir dentro del régimen tiránico,  se han convertido los unos en asesinos  de los otros. Igualmente  muchos tiranos han sido  destruidos por sus propias mujeres  y compañeros que parecían ser los de mayor grado de amistad.
El epígrafe tres termina con esta confesión: Así pues, siendo odiados de esta manera por quienes son más propensos por naturaleza y están más obligados por la ley a tenerles el mayor amor, ¿cómo podrán creer que son amados por algún otro? El tirano se labra su propia condición. El odio de los demás lo rodea. Nadie se siente seguro ante él. Tampoco con nadie puede sentirse seguro. Pensar que es amado por alguien es caer en una debilidad que puede terminar en su desaparición física. En definitiva es un ser  infrahumano.  Carece de verdadera amistad, confianza, sentimiento patriótico y de recibir genuinos honores. Siempre con la sombra permanente del agudo temor de perder su vida.

El cuarto epígrafe trata sobre  la condición  de la confianza en el régimen del tirano. En conseguir, por la fe en los demás, (confianza, del griego: εμπιστοσύνη/ empistosúne; del latín confidere: con: junto, todo; fidere: lealtad, fe, seguridad con o junto a: con lealtad), una paz social entre los seres de una comunidad. Tal sentimiento no está presente en el tirano. Teme, como ha confesado, hasta de los alimentos que ingiere. Se halla  permanente expuesto al temor de ser envenenado. La confianza surge con ese vínculo que implica sentirse con plena seguridad de algo o de alguien. Y confianza política es lo menos que posee un tirano. La mutua confianza es el cemento para las relaciones y cohesiones sociales. Se encuentra en el núcleo de todos los procesos políticos. Y está asociada con la participación social. Vendrá a ser un elemento central en el complejo círculo virtuoso que alimentan la continuidad y cohesión de una comunidad.
También  habla sobre la fortuna material requerida por el tirano. Se convierte, en todo momento, por sus permanentes  arribismos y ambiciones, en un ser constantemente carente de suficiente fortuna, pobre.
La confianza es otro gran bien para Hierón. En la prioridad que da el diálogo al tema encontramos que es la base de las íntimas y alegres relaciones entre mujer y  hombre. De igual forma, ¿qué sirviente es agradable si se desconfía de él? El tirano no participa de ello. Falta del poder  fiarse de los otros. Desconfianza es la emoción más sentida en todo tiempo: en las reuniones, en los seres cercanos, en los banquetes, en los alimentos habituales, etc. En los sacrificios a los dioses, se encuentra otra vez con el acecho del envenenamiento, siendo él quien debería llevar la pauta de las libaciones en honor a las divinidades: primero ordena a los criados que lo prueben, recelando comer o beber algo malo con ellas.
Otro punto de atención en este epígrafe es la ciudad, las patrias, es decir, el lugar donde se habita. Se convive ahí con los cercanos familiares y amigos. Se produce en ese espacio lo que se necesita para la vida, y cohabita con el recuerdo y los restos de los seres ya idos y enterrados bajo ese suelo protector.  En una ciudad bien llevada sus habitantes  pueden defenderse contra esclavos, malhechores, enemigos y, de esta forma, evitar morir violentamente. Las patrias deben otorgar protección a quienes la construyen y le dan vida a ese recinto geográfico espiritual y cultural. La idea de patria alberga implícitamente un gran placer a quienes la habitan. La verdadera patria debe garantizar una vida segura. Otorgar sentirse libre de temores es la conditio sine qua non  de todo placer, y el suelo patrio no escapa a esa norma. De ahí la atención a los que considera no patriotas, pues ponen esa seguridad y libertad ciudadana en peligro.  Advierte del rechazo social con los que tienen trato con asesinos. A estos se les niega purificarlos en sus ritos funerarios, quedando, dentro de su mitología religiosa, condenados el resto de su vida futura. Gracias a las patrias todos viven en un redil de relativa seguridad  creativa y vivificadora. Esto a  los tiranos también le es negado. Dando una máxima esclarecedora del odio hacia la mayoría de los tiranos por la ciudad antigua. Reconoce que las ciudades terminan honrando  al tiranicida: y en  vez de excluirlo  de los recintos sagrados, como hacen con los que matan a particulares, las ciudades erigen en los templos estatuas de los que así obraron.
Luego pasa hablar de las posesiones del tirano. El común de los mortales afirma que deben ser más que las de cualquier otro particular.  Y tienen que disfrutarlas más, opinión falsa. De igual manera que los atletas no disfrutan más por ser más fuertes que cualquier gente corriente, se afligen rotundamente cuando resultan más débiles que sus competidores. De similar forma el tirano no disfruta por tener más posesiones que los particulares. En cambio sufre por su envidia a otros gobernantes. Saber que tiene menos que otros tiranos, se consideran rivales de su propia riqueza. El temor a perder lo que se posee es mayor que la de un hombre corriente. Más, pareciera  aquí, ser menos.
Tampoco consigue más fácilmente que un particular las cosas o seres que desee. Un ciudadano si desea poseer una casa o un criado, y tiene los medios, se dirigirá a obtenerlos. Un tirano no quiere cosas tan simples y sencillas, comunes a todos. Desea poseer ciudades, muchas tierras, muchos puertos, ciudades fortificadas. Posesiones más difíciles de obtener que las anheladas por un hombre particular. Además, verás pocos pobres entre los particulares y muchos entre los tiranos. Esto por no juzgar lo mucho y lo poco por la categoría de cantidad, sino por la de necesidad, de modo que lo que rebasa de lo suficiente es mucho, y poco lo que no llega a bastante. La aparente abundancia del tirano no le basta para sus gastos; los particulares pueden recortar gastos, hacer economía en sus vidas si es necesario. Para los tiranos eso no es posible por la creciente cantidad de gastos  personales continuos y, sobre todo, en lo que se refiere a su protección y el mantenimiento de su guardia personal. Prescindir de ello sería su ruina.
Finalmente el epígrafe trae una comparación entre personas diligentes e indigentes. A los primeros, los diligentes, son definidos como personas capaces de proveerse lo necesario para sus vidas, de tener los medios justos  para cuanto necesiten. La indigencia, como ha señalado Tucídides en la Oración Fúnebre de Pericles, es un mal mental que impide salir de tal condición, siendo la pobreza una de las condiciones para arrastras tras sí todos los males. La pobreza es vista no solo como una condición carente de bienes materiales sino de una condición mental, espiritual, cultural  que puede arrastrar a vivir tramando algo malo y vil. Los tiranos son catalogados dentro de este perfil humano, viéndose  llevados a asaltar templos, propiedades y hombres por la necesidad  de permanentes riquezas para satisfacer sus gustos suntuarios. Los tiranos (como muchos políticos y militares contemporáneos), no saben producir riqueza. Saben vilipendiarla. Su condición primordial es gastar, expropiar, saquear las riquezas producidas por otros. Y esto Hierón lo conoce bien, pues los tiranos están siempre en guerra (real o imaginaria).  Se ven forzados a mantener un ejército. Lo contrario es su perdición; facilitaría ser aniquilados.

En el quinto epígrafe plantea la admiración, con cautela, de los hombres sabios, valientes y justos por los tiranos. Por su condición y temor, están obligados a apartarse de estos. Se rodean de personas injustas, corruptas y serviles, que puedan ser utilizadas, manipulas. Y, si se requiere, fácilmente aniquiladas sin temor a un escarnio público por tal tipo de asesinato. Cualquiera de esas tres condiciones existen en las huestes que habitan  el palacio del régimen. No sólo en la antigüedad, sino en todos los  tiempos.
Su admiración a los hombres virtuosos está limitada por el temor que causan en él. Los valientes, por defender su libertad frente a su opresión permanente; los sabios, por tramar algo en su contra; los justos, porque una mayoría preferiría ser regidos por ellos. A quienes le queda  acudir son los que pueden ser utilizados a su capricho e interés personal, ¿quiénes pueden ser estos? Los injustos, los incontinentes y los que tienen alma de esclavos. De cada uno ellos se nos muestran sus cualidades:
“Los injustos son fiables porque le temen, al igual que los tiranos,  que las ciudades lleguen hacerse libres y se apoderen de ellos; los incontinentes, a causa de su licencia actual; los que tienen alma de esclavo porque no se consideran a sí mismos dignos de ser libres”.

El tirano, existiendo la posibilidad de rodearse por los mejores hombres, se ve forzado a elegir los peores de su especie y de los que esgrimen una inteligencia para el establecimiento y el ejercicio del mal en función del dominio y la neutralización de  la mayoría. Para  rodearse por  hombres de bien, debería poseer el tirano un amor por su ciudad. Sin ello no podría  ser feliz, ni vivir en cierta y relativa armonía colectiva.  Pero toda tiranía tiene como finalidad y dominio causar permanentes molestias  hasta en su propia patria. Mejorar la condición de sus conciudadanos no está dentro de sus planes. Eso podría llevar a exigir ciertas condiciones por las que él no quiere verse reducido su poder. De hecho, los tiranos no se complacen procurando una buena vida y ampliando condiciones materiales y espirituales  a su ciudad. Esto porta el peligro de volver valientes algunos y se armen.  Su preferencia recae en los extranjeros.  Los hace más fuertes que los nativos de la ciudad. O acomoda su régimen junto a  huestes y consejeros extranjeros, valiéndose de ellos como guardia de corps.  Ni en los años de buenas cosechas o de altas producciones materiales el tirano  se congratulará agraciándose con  la ciudad. La regla es esta: Los tiranos creen que cuanto más necesitados estén los hombres, más se someterán a ser utilizados. La carencia, la escasez de lo necesario para la vida normal, como quiebre del alma de los hombres para su sometimiento. Todo régimen totalitario moderno conoce y aplica esa regla.  Atenas, por esto, siempre se nos presentó como una ciudad absolutamente contraria a la tiranía.

En el sexto epígrafe nos encontramos con la añoranza de los placeres que disfrutan comúnmente los ciudadanos. La amistad y la conversación entre amigos, el ir a banquetes,  la embriaguez compartida, el sueño reparador son algunos. El temor le niega al tirano hasta esos simples placeres de cualquier ciudadano de a pie.   Hierón, por serlo, y como ha de suponerse, su vida no es ni fácil ni grata.  Vive en el perpetuo miedo de ser asesinado.
El tirano se ve constreñido ante los goces comunes de un particular. No se puede reunir con  sus contemporáneos. Tampoco disfrutar la simple soledad cuando desea tranquilidad. Ni celebrar banquetes para apartar los momentos grises de la vida.  O anegar el alma en los festines,  con cantos y danzas. De llegar a despertar el deseo de tener relaciones sexuales entre los presentes al festín, cosa común en la antigüedad. Todas esas oportunidades particulares están alejadas de él. Está  privado de todos esos momentos que gustaría compartir o sentir. ¿Quiénes son ahora sus compañeros de celda palaciega? Tiene por compañeros a sus esclavos, con los que ni si quiera puede reunirse gratamente con ellos, ya que no encuentran en ellos benevolencia ni ecuánime compañía. Todo se desenvuelve entre los pasillos del temor permanente:
“Temer a la muchedumbre y temer también a la soledad, temer la falta de protección y temer a los mismos que nos protegen, no desear tener en torno tuyo a la gente desarmada, y tampoco ver con gusto que llevan armas, ¿cómo no va a ser una situación terrible?”

Pareciera que el tirano viene a ser un allegado del hijo del dios Ares y de Afrodita: el dios Phobos, el miedo (φοβος: el temor, pánico, huída), personificación del horror y del temor. El tirano es habitado, de manera permanente, por  Fobos (el miedo). Es sometido, por tal condición, a decantar destrucción humana y amenazas constantes. Sin embargo hayamos una rebelión de Fobos contra las ordenanzas de su padre Ares. Al plantearle éste las órdenes que debe cumplir no las lleva acabo. Se  mantiene al margen. Salva entonces  la raza humana. Es lo que intentará Simónides de mostrarle  a Hierón el camino a seguir para vencer toda sensación de temor y rodearse del aprecio y del afecto de  sus ciudadanos. Hierón no lo admite, sólo escucha. Su suerte está echada. Su destino parece estar cerrado de antemano por ser tirano.
Al tirano todo lo que le rodea lo lleva a tener desconfianza y miedo. Opta por una solución transitoria. Pero puede convertirse en permanente. Como se dijo, pasa  a confiar, para sus cargos y asesores,  de extranjeros, de mercenarios y no de  los habitantes de su ciudad. Hasta ve la necesidad de hacer a los esclavos más cercanos  libres. El alma del tirano está, por lo pronto, siempre espantada por sus temores permanentes. El miedo recurrente  y ante todo, es lo que destruye al tirano. Pareciera vivir una larga condena.  Su vida es un permanente sobresalto y delirante pánico.  Así las apariencias en exhibe en sus salidas públicas pareciera lo contrario, ser  todo poderoso. El miedo, en efecto, cuando está en las almas, no sólo es doloroso, sino que echa a perder todos los placeres concomitantes. Compara la vida precaria del tirano con el sufrimiento de los soldados al ser colocados en la primera línea de combate,  obteniendo malos alimentos y menos posibilidad de tener un reparador sueño. Aún los tiranos de apariencia más fuertes (¿los habrá después de comprender esta desdichada confesión?) sufren y padecen estos dolores. El miedo imaginario y real, se incrusta en su mente.  Se hace insoslayable. Esa idea obsesiva  lo fija a ver  en todas partes enemigos que quieren ponerle fin.
No hay ley, no hay seguridad, por lo que el tirano siempre tendrá que contratar soldados a sueldo. No hay guardianes fieles. Son escasos. Son más difíciles  encontrarlos que  cualquier otro tipo de trabajador. Incluso sabe la traición de quienes lo protegen y cumplen en razón de las dádivas pagadas. Pueden ganar mayor riqueza en menos tiempo cometiendo un tiranicidio que lo obtenido  a fuerza de tener servir por tiempo al tirano.
Se nos habla también de la envidia que surge contra él. Por favorecer a los amigos y someter a los enemigos no encuentra sosiego. Al asistir a algunos amigos sabe que sólo desapareciendo de su lado, de su vista, de su espacio vital,  es que pueden disfrutar de las riquezas obtenidas.  Desparecer de la forma más rápida para poder obtener mayor disfrute de sus posesiones.  Mientras estén junto al tirano creen que sus propiedades nunca las poseerán y disfrutarán de manera segura. Respecto a los enemigos advierte que una buena parte están entre las filas de la mayoría de su ciudad, lo cual hace imposible de eliminarlos a todos. Y si pudiera hacerlo se pregunta ¿a quién mandaría entonces? Debe valerse de sus vidas a la vez que debe defender la suya. Simónides le da esta conclusión: a aquellos ciudadanos que temes es duro verlos con vida y es duro también matarlos.

En el séptimo epígrafe, Jenofonte se adentra en el terreno de los honores, que por sí solos, justifican a la tiranía. El honor (timé), en griego tiene varios significados: estimación, valor, que significa riqueza; pero dentro del ámbito político viene a tener el significado de rectitud, decencia, gracia, fama, respeto; es la condición indispensable para ejercer un cargo público en una polis ordenada por leyes, es decir, bajo un régimen democrático y no tiránico..
Pero Hierón reconoce que los honores extendidos a su persona no son tales. Simple halagos; no hay verdadero respeto, no hay reconocimiento de ninguna dignidad, pues toda relación con el tirano está motivada por el miedo, lo cual hace que todo honor se diluya. No sea real sino ficticio. Ni siendo así, ficticio, el tirano disfruta. Todo tirano gobierna por miedo,  por el terror. En consecuencia los honores y los homenajes recibidos por parte de los súbditos no están dictados sino por ese mismo miedo que les inspira. Tales homenajes por miedo no son honores, simplemente denotan un acto servil. Y el acto de un esclavo súbdito no significa mayor relevancia para el sentimiento de satisfacción de ese amo aristócrata autoritario, que es el tirano de la antigüedad clásica. Evidente, por sus actos, de por sí, no puede engendrar ni amor, ni afecto, ni felicidad, pues estos tres fenómenos implican elementos  que no tienen nada que ver con la política, aunque sean usados para ello. Un político mediocre puede ser objeto de un  afecto auténtico e intenso por parte de sus conciudadanos.  Del mismo modo, un hombre de Estado puede ser universalmente admirado sin suscitar amor de ningún tipo.  Esto nos da a comprender, en el caso del Hierón, que el éxito político más completo es perfectamente compatible con una vida privada profundamente desdichada.
Simónides  formula una pregunta clave: ¿por qué el tirano sigue manteniéndose en el poder como tal, pues ni siquiera de honores goza con su vida el tirano?
Puede ser que el tirano nunca vino a sentir  ni tener realmente la condición y experiencia del honor. De por sí  no es un hombre verdaderamente honorable. La palabra honor en la antigüedad tenía, además del significado habitual del que es recto, decente, digno, respetado y famoso por sus obras, significaba la condición primordial de un ciudadano o súbdito que fuese a ocupar un cargo público. En latín honoris  es el premio público que se le da a la persona que es recta, decente y por ello merece ocupar un cargo de Estado. Honos significa cargo público. Los honesti son aquellos ciudadanos que el pueblo honra, otorgándole un puesto  dentro del gobierno de la ciudad. Un tirano no recibe  su cargo por lo decente, digno o recto, sino que lo asume, por la fuerza; toma el lugar del poder absoluto por medio de su voluntad y sus esbirros. El pueblo no lo premiará fácilmente por sus méritos. Si lo reconocen es motivado por una doble condición. La primera, por miedo.  La segunda, por la oportunidad de lo que pueden obtener y beneficiarse. Nunca es por la condición   virtuosa o recta que representa, a los ojos de todos, su persona. El tirano, por condición, no es un ser honorable en este sentido. Se le puede proclamar como un ser honorable. Pero tanto  él, en su foro interior, como quienes lo rodean, en el foro externo, tienen conciencia de su deficiencia  de honradez personal. Por ello, en principio, Hierón no puede aceptar que un tirano busque honores como los descritos aquí. Su ambición de poder lo lleva a otras latitudes.  Donde el honor no es un premio que se busque por proclamación pública. Todo pueblo mandado por un tirano está sometido a su voluntad única, a un mandato absoluto. En toda tiranía la ciudad se convierte en una prisionera del gobierno. Para ser honrado debería esa mayoría sentirse libre de proclamarlo. Tal situación no está en las miras de ningún régimen de este estilo, el cual siempre está conectado con un juicio moral negativo.
El diálogo nos ofrece una serie de reflexiones en torno a la búsqueda de honores  por los hombres. Por  honor los hombres son capaces, en el mejor de los casos,  de soportar todos los males,  de enfrentarlos, arrastrando penalidades y soportar peligros por doquier. Se lleva a cabo actos heroicos, donde se expone la vida por la obtención de un bien general y restituir el orden social perdido.  El poeta Simónides parte de una concepción de esta condición humana de forma equívoca. Piensa que el tirano obra como tal por los honores que obtendrá. El sabio,  recuerda en el diálogo, que los tiranos parecieran lanzarse  a soportar tantos inconvenientes por el reconocimiento general de ser honrados, y aspiran a que todos les sirvan sin pretextos por  admiración, que se levanten de sus asientos, cedan el paso, y todos los presentes  os honren con palabras y obras. Es el sentimiento  común en aquellos que nos despierta darles reconocimiento por su supuesto honor. Aquí introduce  una distinción respecto a los hombres.  Habrán hombres comunes,  particulares, y los que son llamados como hombres verdaderos o de verdad. Estos son los propios a otorgarles la condición de honorables. Son aquellos que, por sus acciones, su vida se ve  honrada por los demás. Los hombres de verdad se diferencian de los animales porque desean honores, es decir, ser reconocidos universalmente. Son, como hemos referido antes, los premiados por el pueblo. Admirados por su valía y rectitud, otorgándole el premio de ocupar un cargo público acorde a su personalidad.
Simónides sigue departiendo con Hierón, llevando sus palabras por caminos sofísticos. Compara  las acciones de los tiranos con la de los hombres verdaderos. Observa que el tirano padece y soportan todo tipo de situaciones en su vida, y por ello recibe honores por parte de los demás. Tal admiración el poeta lo considera como uno de los mayores gozos divinos que todo humano desea.
Hierón no tiene la misma opinión. Es un tirano realista y no admite falsos silogismos. El tipo de honores que recibe, son humo de adulación, volutas enfáticas.  Los compara con sus vaporosas e inestables relaciones sexuales. Que no son sinceras, ni  poseen un carácter amistoso. Son dadas por conveniencia, miedo y comercio. No son gratos placeres  los que dan aquellos que no corresponden por decisión personal. Tampoco placenteras y plenas las obtenidas mediante relaciones sexuales forzadas.  Los honores arrojados  por conveniencia se obtienen por  temor   y no por libre elección de quienes pueden honrarlo.  Sus palabras son lúcidas: la muchedumbre hace regalos a quienes odia, y sobre todo cuando teme recibir algún mal de ellos. Son acciones serviles. El miedo a los males  lleva a someterse ante el déspota. ¿Cuál es  el concepto de Hierón de aquel que debe ser honrado? Hierón no desconoce la condición del hombre en todas sus opciones. Es un tirano que no está esperando  ser engañado  con bellas y oportunas palabras. Carga con su desdicha, pero de forma consciente. Considera que el hombre de verdad es el que beneficia a  los demás, sintiendo que participan de sus buenas obras. Eso  hace hablar  afirmativa de él.  De esta manera voluntariamente le ceden el paso y se levantan de sus asientos. Todo por amor y no por miedo: y… le imponen coronas por su virtud pública y su beneficencia, y quieren hacer regalos. Por los servicios que le ha prestado a los súbditos obtendrá el reconocimiento de ser honrado. Considera que debe obtener  tal  premio. Este hombre verdadero no teme por su vida.  Se le cuida para que no  corra ningún peligro. Se prodiga  que lleve una vida relativamente feliz. Apartado del corrosivo miedo latente. Vive sin sombra de envidia por los demás. Condición  que no puede disfrutar el tirano. Que vive noche y día temiendo ser condenado a muerte por todos los hombres gracias a las injusticias que ha cometido y sigue cometiendo. El tirano es el señor del miedo. Un representante permanente del dios Fobos.  Lo infringe continuamente a los demás  por estar  sometido permanente por el miedo en sí mismo. La ciudad gobernada por el tirano no dejará tener la condición de vida del tirano, el miedo. El miedo ejercido sistemáticamente como cohesionador de un orden injusto, brutal, involutivo y particular contra todo. El miedo en las tiranías es la emoción más cercana. Lo siente todo el que habita en las celdas de su ciudad bajo la apariencia de libre movimiento.
En este epígrafe da una confesión determinante y conclusiva de Hierón en relación a la condición del tirano. Se nos presenta cuando Simónides  formula la siguiente pregunta a la decepcionante vida del desdichado y acorralado gobernante.
“-Y si ser tirano es así de penoso, Hierón, y tú te has dado cuenta ¿por qué  no te libras de un mal tan grande, sino que ni tú ni ningún otro ha estado nunca dispuesto a dejar la tiranía una vez la hubo adquirido?”

Un tirano se le conoce de lejos por no querer abandonar, por propia voluntad y de forma pacífica, el mando del Estado. Se perpetúa en el mando por todas las opciones que tenga a su haber. Y, lo peor, aunque quisiera, no puede librarse de ella. Todo por  miedo a perder su vida, a la fragilidad de su permanencia. Por ello  Hierón le responde a Simónides así:
“-Porque, Simónides, también en esto es sumamente miserable la tiranía: no es posible librarse de ella. Pues ¿cómo podría tirano alguno alcanzar a devolver tanto dinero como sustrajo, o sufrir tantas cadenas como impuso, u ofrecer en compensación morir tantas veces como vidas quito? Así que si alguien, Simónides, le conviene AHORCARSE, has de saber –dijo- que en mi opinión es el tirano a quien más le convendría. Pues él es el único a quien no conviene ni sufrir males ni ponerles término (mayúsculas de DDlR)”.

La respuesta es rotunda. El tirano, si quiere librarse de sí,  el único recurso que le queda es el suicidio. O solicitar su propia ejecución. La muerte como única liberación. Ahorcarse es  lo que más le conviene. Decisión dura y única por parte de Jenofonte, confesando el poco crédito que tiene a sus ojos tal ser del sometimiento perpetuo a los demás y a él mismo. Declaración que asombra por surgir  en boca de este personaje. Mostrando que este parágrafo cierra con una apreciación totalmente contraria a la inicial. Se buscaba reflexionar del honor del tirano y el tirano termina por declarar que si quiere dar una salida honorable a su vida, solo  le queda ahorcarse o   suicidarse por libre elección. Es la mejor opción para vencer los insoportables y persistentes miedos y vida inhumana  que soporta en su malhadada consciencia. El tirano es, indefectiblemente, tirano hasta con él mismo. Esa es la paradoja de su nefasta situación, pretenciosa de dominio y absurdidad.

El octavo epígrafe nos presenta  la propuesta final de Simónides. Se quiere enmendar las acciones y situación del tirano en su búsqueda de ser reconocido, amado, apreciado por  el conjunto de los  hombres de su ciudad. Simónides intenta convencer al oscuro personaje, condenado y reñido  con el amor y el respeto de sus súbditos,  cambiar sus actos hechos hasta entonces. Le pide que ofrezca premios: regalos, cuidado a los enfermos, tolerancia con la población mayor, etc.  Ello contrastará con la visión del realismo político que tiene el tirano en ejercicio. Debe imponer, para la subsistencia de su régimen, mayores impuestos, controles, vigilancias, castigos, mercenarios.  Es decir, un conjunto de elecciones y mandatos que terminan de sobremanera ser costosos a los ciudadanos. Son gastos suntuarios para alimentar el egocentrismo del poderoso en permanente temor. Veamos el texto.
Hasta este momento del diálogo notamos en las palabras de los personajes un desabrido sabor y desánimo  con la tiranía por parte del hombre de poder. Afirma desear ser amado, pero el camino para su obtención presenta muchos obstáculos. Simónides es insistente. Intenta  mostrarle  que un tirano al gobernar  no tiene ningún impedimento para  ser amado. En esto saca ventaja a cualquier particular. Se vuelve a las comparaciones entre el tirano y el hombre particular. Se quiere mostrar el peso de la sombra del primero sobre el segundo en cualquier situación pública o doméstica. ¿Quién será favorecido si alguien viene a dirigirles la palabra? ¿A quién querrán escuchar? ¿Con quién querrán compartir? ¿A quién querrán honrar y alabar? El tirano será siempre quien reciba mejor gratitud al propiciar cualquier acto que provea de algún bien al que lo necesite. Si llegan a preocuparse por la salud de un enfermo y ayudarlo a sobrepasar sus males, el tirano, por importancia y condición, alcanzará mayor gratitud que el hombre particular.
Igual al donar dádivas o regalar ocurrirá lo mismo.  Se quiere que el tirano se muestre como un hombre de verdad, con lo cual los dioses le otorgan algún honor y gracia. El  hombre de gobierno atrae más que el hombre común al ser contemplado por la mayoría. Siempre está en los hombres la permanente inclinación servil de creer disfrutar más con los que han recibido honores que   con nuestros iguales. El honor, así sea aparente y falso, desiguala y somete  voluntades, arrastradas por el autoflagelo  que da el sonido de la palabra muerte en los laberintos de su consciencia.
Independiente de su estado, vejez, bellosura o no del hombre, los honores es lo que más adorna. Ante ese barniz, cualquier cualidad negativa desaparece como por arte de magia e inmediatamente  muestran la faz  del brillo. Por lo que  otorgar beneficios más que nadie,  dar regalos  en abundancia y publicitarlos ante el común de los hombres,  conduce al gobernante ser más amados que el resto de los particulares. Simónides no ceja ante esta solicitud de cambio de actitud del tirano para enmendar los afectos  que dirigen ante (o contra) él.
Hierón siempre vuelve a echar de lado lo andado por su interlocutor.  Muestra su inconformidad con lo dicho por el poeta. Habla de sus negros pensamientos surgidos de su  vida personal como tirano experimentado.  El hecho es que estos gobernantes odiados se ven circunscritos a hacer muchas cosas que son censurables por los particulares. Y serán más odiados que amados o admirados. Un factor que priva para que surja esto está en el campo económico. La cantidad de dinero a conseguir por el tirano es buscada de manera forzosa. Bien por la imposición de mayores impuestos o bien por saqueo de los erarios privados o públicos. Requisito para obtener lo necesario para su tren de vida y mantener su propio resguardo y seguridad. Esto conduce a un tipo de injusticia permanente a todos aquellos que quieran insolentarse o aplicar el castigo a los que son considerados injustos por el régimen. Y cuando se presenta el momento oportuno para lanzarse con prontitud por tierra o por mar, no hay que ceder a los que llevan una vida fácil.  Y el referido hombre de verdad en tanto tirano requiere de mercenarios, de soldados leales en  razón de su paga. Este gasto es una pesada carga para los ciudadanos pues,  piensan que se mantienen a los mercenarios, no a causa de la igualdad  en honores con otros tiranos, sino a causa de su ambición.

En el noveno epígrafe  sigue con  el discurso de reconciliar del tirano con sus ciudadanos gracias por acciones que muestren cierta benevolencia.  Simónides advierte que hay ocupaciones  gratas (como el alabar y otorgar premios), y ocupaciones incómodas (como la de castigar y censurar, por decir algunas). Frente al público, el tirano tendrá cuido con la imagen que da, presentando, así sea de forma teatral y artificial,  más una imagen positiva que  indeseable. Deberá dedicarse ante el mundo, como ya se había aconsejado, a presentarse benevolente y reconciliador. Mostrarse en  gratas ocupaciones civiles que deparen favorecer. ante los ojos particulares, su estima. Enseñar cosas bellas y buenas. Elogiar y honrar a segundas partes.  Realizar acciones que aparezcan como nobles, resultando esas ocupaciones gratificantes para quienes las viva y quien las observe. El hombre verdadero, tendrá el cuido de encomendar a otros. Cualquier acción que cauce deficiencia de su imagen, como el obligar, censurar, reprender y castigar debe ser evitada. Todas aquellas  situaciones que reflejan de  por sí enemistad o un sentimiento negativo. 
Pero entregar premios deberá hacerlo el mismo tirano. Mantener una máscara de bondad y utilidad, sensibilidad y benevolencia otorga  credibilidad y cierta condición de honradez por la mayoría.
El ejemplo que nos da Jenofonte surge de las competencias que se daban entre los coros en su época:
“…en efecto, cuando queremos que nuestros coros compitan, el arconte concede los premios, pero encomienda a los jefes de los coros reunirlos, y a otros enseñarles y castigar  a los que hacen algo deficientemente. En consecuencia, de inmediato sienten éstos agrado por el arconte, y repulsión por los otros. Así pues, ¿qué impide que también se realicen  así  los otros asuntos  de la ciudad?”

De la misma forma deberá conducirse el tirano. Otorgará  premios  a aquellos que sean diestros en las armas, mantengan la disciplina, sean maestros en el arte de la equitación, que posean coraje en la guerra, hagan mantener la justicia en las relaciones contractuales. Actos que puedan ser practicados por todos con ahínco y emulación. También premios con beneficios económicos a los agricultores probos, pues:
“… la agricultura, la cosa más útil de todas pero la que menos suele hacerse por emulación, progresaría mucho si alguien otorga premios por comarcas o por aldeas a quienes más noblemente cultivasen la tierra, y a aquellos ciudadanos que se dedicasen decididamente a esto les proporcionaría muchos bienes”.

Estos reconocimientos tienen la finalidad, además de mejorar la imagen del tirano ante su ciudad, de aportar una serie de beneficios, pues aumentarían los ingresos, traerían cierta moderación y entusiasmo en las ocupaciones laborales,  sin importar perjuicio para el gobierno de la ciudad. Concibiendo reducir las maldades gracias a que todos estarían ocupados en sus faenas personales.  Es una postura inteligente pero no convincente a Hierón. No pasa por alto la importancia del comercio para la ciudad y mostrarse honroso ante aquellos que presentasen buena industria, progreso y trabajo en esa área del quehacer citadino. El comercio beneficia al conjunto de la ciudad y deberá también ser tomado en cuenta en el momento del reconocimiento premiado.  Aceptando que “quien llegue a descubrir alguna fuente de ingresos que no comporte perjuicio para la ciudad será honrado, ni siquiera la especulación misma andaría desocupada.  Simónides pide al tirano que premie a todo aquel que sea notorio en el desempeño mejor de la ciudad.  Otorgando el tirano las honras debidas por sus aportes  al buscar, con su tarea, de hacer algo bueno individual y colectivamente, incitando al conjunto a buscar muchas más. Y advierte, antes de terminar  su propuesta, lo siguiente al interlocutor:
“Pero si temes, Hierón, que al otorgar premios en muchas cosas surjan muchos gastos, has de saber  que no hay mercancías tan baratas como las que los hombres compran con premios. ¿No ves que los concursos hípicos y gimnásticos y de coro que permios pequeños incitan a grandes gastos y provocan  en los hombres muchos esfuerzos y muchos desvelos?”

Tales gastos harán que mantengan concentrados a todos aquellos que participen en obtener tales premios. Estarán ocupados y concentrados en progresar para ser reconocidos. Y a la vez se incita la inversión privada para arribar obtenerlo. Estos honores son una buena manipulación del tirano.  Proporcionando fama, un reconocimiento de benevolencia y el acercamiento a su persona por parte de los  súbditos. Estos han creído en la honradez –cuestionable- de los premios y del reconocimiento del amo-tirano por sus esfuerzos emprendidos. Este es el consejo y la estrategia del jefe de campaña de imagen Simónides que, desde la antigüedad, lanza a todos los gobernantes déspotas (y no), de turno al timón, como Palinuros ante el embate de los mares políticos adversos, sobre la nave del barco del gobierno.

En el décimo epígrafe el sabio poeta aconseja que se conviertan  los mercenarios en protectores de la ciudad, de sus habitantes y sus bienes, en lugar de sólo defender los intereses y la vida del tirano. Al incursionar en la vida civil estos mercenarios se busca que surja la creencia y convicción de la necesidad de su utilidad. Es aceptar por todos el gasto para su mantenimiento.  Obtienen  la simpatía ciudadana. Se solapa con ese acercamiento el gasto   que significan los mercenarios  para el erario público. Se oculta su fin principal sin mostrarlo abiertamente a la luz: su permanencia y pago en torno al tirano como defensores y guardianes íntimos de su persona. El pago del estamento militar es adornado y camuflado por estas obras menores de servicio público respecto a la defensa, seguridad y protección a la ciudadanía. En el fondo   los hombres de armas, parásitos de todos los tiempos, adquieren cierto lustre ante los ojos de los desarmados y sometidos civiles. Llegan a adorar a quienes los somete;  montan la bota en su cara y terminan lamiéndola. Un  dulce yugo que pretende  proteger sus vidas y propiedades a costa de haber perdido su libertad.
Este apartado comienza con una pregunta directa de Hierón a Simónides. Pide un consejo al sabio asesor de tiranos. Pero en cuanto a los mercenarios ¿sabes decirme cómo no ser odiado por ellos?¿O dices que el gobernante, al granjearse amistades, ya no tendrá necesidad de guardia personal? La preocupación de Hierón hacia sus huestes se hace presente. Hay un tufillo de desconfianza en su interrogante. Cuando lo ideal de un gobernante aceptado y respetado vendría a poder permanecer y moverse a donde quisiera ir, sin la necesidad permanente de sus guardianes de corps.
La respuesta de Simónides no es distinta a la esperada. El tirano no puede dejar de necesitar  en torno  a él los mercenarios. Advierte que los hombres serán más insolentes cuanto más satisfechas estén sus necesidades cubiertas. La abundancia, da seguridad; la escasez, sometimiento. La insolencia se corrige para Simónides con el aguijón permanente de la inseguridad, aunado al temor represivo que pueda influir la presencia de la guardia personal. Y  los hombres de bien, aquellos que no tienen mayor reclamo ante el régimen, igualmente les harán la vida más fácil  a la existencia de dicho cuerpo represivo mercenario. Son un freno para que ningún esclavo ose asesinar a su amo, como que pareciera ocurrir. De esta manera encuentra el poeta que la primera disposición de este cuerpo es, además de mantener los que vendrán a defender en todo momento al tirano, pasar a formar parte del orden  y vigilancia a todos los ciudadanos, socorriéndolos si se advierte tal situación semejante. Tendrán la función, además de guardar la vida del gobernante, de custodiar ciudadanos; sintiendo éstos últimos que participan también de su beneficio. Se busca establecer confianza y seguridad a los familiares como a los habitantes de la comarca. Ello proporciona la atmósfera  de tener más tiempo libre  para cuidar y procurar mejores bienes a los miembros de las familias, al verse protegidos respecto a sus conveniencias personales.  Se busca crear un cuerpo disciplinado, que hoy pudiéramos llamar profesional, donde tienen una misión específica   qué cumplir: la supuesta protección de cualquier incursión enemiga o de romper el orden de convivencia en la paz social. Tal visión optimista de los mercenarios pareciera ser completamente ingenua. Simónides se nos muestra poco experimentado con los desmanes de un cuerpo militar a las órdenes  de un mando único que se sobrepone por encima de cualquier objeción o crítica de los gobernados. Su idea es que los mercenarios son los más capaces para salvar las cosas de los amigos y hacer fracasar  las de los enemigos. Son soldados que no saben cometer injusticias, ni llevar ningún daño, serán los guardianes del pueblo, no delinquirán y socorrerán a los que sufren injusticia. Una visión demasiado poética para ser verdad. Si  esa fuera la imagen que dan a todos no tendrán ningún rechazo a su existencia ni a los gastos que implican el sentirse siempre a resguardo: ¿cómo no va a ser forzoso que gastar en éstos sea sumamente grato?

El último epígrafe del diálogo, el onceavo, pareciera un adelanto a la visión keynesiana moderna  al fomentar el gasto público por parte del Estado. Esto presenta ventajas para el país y para el gobernante en conjunto. Simónides, una vez más, exhorta a Hierón  no ser mezquino con sus riquezas para la construcción del bien común.  Recomienda al tirano, en tanto hombre de verdad,  realizar desembolsos sustanciosos a favor de la ciudad; estos son gastos en cosas necesarias en su mayor medida. Gastos contrarios al desembolso del erario público  en acrecentar o mejorar únicamente su propiedad personal. Una casa  bien ornada nunca  podrá compararse con el ornato que viene a ofrecer una ciudad provista de murallas, templos, columnas, plazas públicas, parques, estadios, avenidas, aseo y puertos. Tampoco está bien visto que el tirano y sus allegados estén bien armados y protegidos, y que el resto de sus gobernados indefensos por falta de armas ante cualquier ataque enemigo; se requiere tener el pueblo armado para su defensa. La economía se acrecienta no mirando solo por el producto de los propios bienes, sino atendiendo  cómo  puede llevarse a cabo un crecimiento de la riqueza de todos los ciudadanos. El principio que se toma de esta reflexión es que una mayor virtud se obtiene no pensando únicamente en la fortuna personal  sino en cómo acrecentar la felicidad  de la ciudad que dirige el gobernante.
Al tirano, en tanto hombre de verdad, no aconseja competir con los simples particulares. Todo lo  que haga será visto como teniendo una ventaja a priori frente a cualquiera. Ello hará que no se le admire: se le mirará con malos ojos, como quien se ha valido de muchos recursos  creando una ventaja ante todos. Lo peor para el tirano sería que llegase a perder o ser vencido en cualquier contienda entre particulares, lo cual daría pie para burlarse muchísimo de él. Así que si Hierón, o cualquier tirano, quiere rescatar el aprecio de sus  gobernados y reducir los temores de odio y rechazo,  debe aprender a competir no con las actividades que desempeñan los particulares sino con los dirigentes de otras ciudades: si tú haces  a la ciudad que riges la más feliz de estas, los heraldos te proclamarán vencedor en la más noble y magnífica competición entre los seres humano.
Este consejo arroja inmediatas consecuencias para beneficio del tirano.  En  primer lugar, podrá conseguir ser amado por  sus súbditos, que es  primordial para el gozo del mando del hombre de verdad. Su victoria sería pregonar no sólo por su voz  sino por el conjunto  de los hombres, cantando su virtud. No sería únicamente amado por su ciudad sino por muchas más. Sería admirado no por la riqueza personal acumulada, sino por su aporte a las mejoras públicas establecidas.  Una constelación de eventos públicos que  podría sentirse libre de movimientos. De poder estar en cualquier espacio público sin temor, y poder viajar para disfrutar de otras actividades en diversos lugares. El tirano pasaría por ser un gobernante sabio, noble y bueno, y muchos querrían estar bajo su servicio.  Los presentes serían sus aliados inmediatos; los ausentes estarían con el deseo de serlo.  Amistad,  aprecio, respeto, amor de los hombres, seres dispuestos al amor erótico-carnal,  son  algunos beneficios que Simónides podría imaginar con semejantes cambios y actitudes  de gobernante. Superaría su miedo, causando el efecto  en los otros que cuidarían de él de forma voluntaria. Tendría en verdad como tesoros todas las riquezas de tus amigos. Así que apresúrate Hierón, a enriquecer a tus amigos: pues te enriquecerás a ti mismo; engrandece la ciudad: pues te procurará poder a ti mismo; adquiere aliados para ella. Estos buenos propósitos son los que pudieran cambiar en algo  el gobierno defectuoso del tirano. Tomar a su patria por casa, a los ciudadanos por compañeros, a los amigos como hijos cercanos; la propuesta a realizar es en superar a cualquier haciendo el bien: Porque si  sobrepasas a tus amigos en hacer el bien, los enemigos no serán capaces de resistirse a ti. Esto da al tirano la condición más noble y dichosa entre  humanos: ser feliz sin ser envidiado.
Con estas palabras  cierra Jenofonte su diálogo.





[1] Reiteramos que todas las referencias al diálogo Hierón  de Jenofontes son tomadas de la edición Sobre la tiranía, de Leo Strauss, Ed. Encuentro, Madrid, 2005. Págs.: 21-40. Este libro tiene de entrada  todo el diálogo, además de la detallada reflexión que inspirará a Strauss en su reflexión acerca de la condición del tirano dentro de la filosofía política moderna y  su presente.
[2] Daíloco, amante del tirano por lo enfático de su nombradía en el texto, es la única referencia de relaciones personales de Hierón que aparece en el diálogo.