viernes, 1 de julio de 2016

La poética de la lectura (III)

Una aproximación a la obra de 
Jorge Luis Borges

David De los Reyes

 

Tumba de J.L. Borges en el cementerio del
Grand Palé en Ginebra, Suiza

Observación: Esta es la tercera parte de mi ensayo sobre la obra de Borges. Las otras dos han sido publicadas en los meses mayo y junio de este año en el blog. Falta una parte más, a publicar en el mes de agosto.

 IV

Carlos  Fuentes ha comentado la poética de la lectura en Borges en su libro Valiente Nuevo Mundo (1990). De él vamos a comentar y transcribir ciertos textos que nos parecen importantes para nuestro escrito. Fuentes comenta que en Borges  encontramos, entre muchas de sus narraciones, un tiempo y un espacio totales, que son sólo aproximados por un conocimiento total. Borges encierra tal conocimiento en una biblioteca,  la cual posee también la condición de ser total; ello tiene por fin el hacernos sentir que el  mundo de los libros está liberado de las demandas de la cronología o de la sucesión total: un autor, una biblioteca, un libro, significan todos los autores, todas las bibliotecas y todos los libros, presentes aquí, ahora, contemporáneos los unos de los otros no sólo en el espacio (La Biblioteca de Babel , El Aleph) sino en el tiempo: Kafka junto a Dante junto a Shakespreare junto a Kafka junto a Borges, (Fuentes 1990.p.38-39). Para Fuentes, igualmente, somos nosotros los lectores quienes trastocamos la unidad del libro o del conocimiento o de la literatura o del tiempo y el espacio en una multiplicidad. La unidad de la literatura brota de la pluralidad de las lecturas. Borges acaso crea totalidades herméticas, de tiempo y espacio, como planteamiento inicial e irónico de la narración, pero las traiciona enseguida con accidentes cómicos, particularizantes (ej.: Funes el memorioso, sabe siempre qué hora es). Borges sabe que el hombre puede concebir un tiempo y un espacio y un conocimiento absoluto, pero el poder de tales absolutos está en las manos de esos mismos hombres que lo han creado y éstos serán siempre seres plurales, imperfectos, mortales. Fuentes le va a endilgar un término para descifrar, en cierta forma, esa unidad de tiempo y espacio en la obra borgeana; término que es tomado de Batjin: la cronotopía (Batjin: llama así a que todo proceso de asimilación de historia y literatura debe pasar primeramente por la definición de un tiempo y un espacio). La cronotopía absoluta se vuelve relativa mediante la lectura. Todo libro es un ente inagotable y cambiante por el sólo hecho de ser, constantemente, leído. El tiempo de la escritura puede ser finito y crear, sin embargo, una obra total, absoluta: pero el tiempo de la lectura, siendo infinito, crea cada vez que es leída una obra parcial, relativa, (ídem p. 39). La historia, todos los siglos de siglos, y pudiéramos decir la eternidad, sólo discurren, gracias al lector en un “ahora”. Sólo en el presente se lee la historia. En la narración de Pierre Menard, autor del Quijote, Fuentes nos advierte que cada escritor crea sus propios antepasados. La literatura revierte la condición natural de todo fenómeno físico o lógico; la causa sigue al efecto ¿Por qué? El hecho reside en que “el tiempo literario es reversible”, pues la totalidad de la literatura se nos ofrece a cada instante a nosotros los lectores: al leerlo, nosotros nos convertimos en la causa de Cervantes; pero a través de nosotros, los lectores de Cervantes (y  Borges) se vuelven nuestros contemporáneos – pero también contemporáneos entre sí.  Pierre Menard es el autor de Don Quijote porque cada lector es el autor de lo que lee, (ídem, p.40). Lo dijo Vico, lo dijo Batjin, lo dijo Borges y lo repite Fuentes: creamos la historia porque nosotros leemos la historia, la cual es cambiante a cada nueva lectura, por la función  de la cronotopía, por la invención del tiempo y espacio relativo nuestro que se cuela al tiempo y espacio ideal de la historia, de la literatura o de cualquier libro en el momento de su lectura. La cronotopía total de Borges  dio a los escritores hispanoamericanos la comprensión simultánea de tres realidades. La primera fue la realidad universal del tiempo y el espacio modernos, relativistas aunque inclusivos. En la cronotopía Borgeana se encuentran, narrativamente vivos, Einstein y Heisenberg. La posición de los objetos en el espacio es definida en su relación relativa con otros objetos en el espacio. El orden temporal de dos eventos no es independiente del observador del evento. El observador no puede separarse de un punto de vista. Tiene que ser considerado parte del sistema. No puede haber sistemas cerrados porque cada observador describirá el fenómeno de manera distinta. (ídem p. 41). Para ello es necesario el lenguaje. Espacio y tiempo son productos de un lenguaje; es más, son lenguaje; espacio y tiempo son nombres  en un sistema descriptivo abierto y relativo, (ídem). Si tomamos lo anterior como una premisa cierta nos encontramos que sólo el lenguaje es quien da existencia y presencia a distintos espacios y tiempos; espacios y tiempos divergentes, convergentes y paralelos como lo es en la escritura borgeana. Con Borges la literatura hispanoamericana asume la paradoja de la relatividad para dar cuenta de la totalidad. El lector debe aprehender la obra en un momento del tiempo, más que como una consecuencia. Y esa instantaneidad requiere un despliegue espacial apropiado: una cronotopía, (ídem p. 43). Para Fuentes, Borges  es el escritor que ha explicado, para la narrativa hispanoamericana tal cronotopía moderna. Sus relatos serán aburridos para quien no posea una inteligencia que pueda comprender una diversidad de tiempos y espacios que, a la vez, revelen una diversidad de culturas. Borges nos muestra la parcialidad del eurocentrismo que es negado por la revolución de la conciencia cultural moderna (ídem, p.43). Con ello nos presenta un nuevo lugar para el escritor hispanoamericano: ya no hay centros exclusivos o aislados de la cultura. Las excentricidades de Herder – sólo Europa es histórica – o de Hegel –América es un todavía no, un nondum – dejaron de ser centrales cuando la violencia histórica generalizada del siglo XX demostró que todos somos excéntricos y que ser excéntricos es la única manera de ser central, (ídem). Nuestro tiempo es la negación de una kultur absoluta y central. La cultura se transforma en un conjunto de los aportes, diferencias y tensiones de la propia diversidad cultural de los distintos tiempos y espacios existentes. Tal idea nos lleva  a un nuevo tiempo, en el que no se niegue presente al pasado, pues éste puede ser, en efecto, el único presente de una cultura viviente, (ídem). Con ello arribamos al fin de la modernidad. En el S. XVIII se vivió con la negación del pasado (léase período pre-colombino junto a la colonia), como barbarie y la entronización del futuro como meta de todo paraíso forjado por esa concepción de un progreso infinito e indetenible y que, al final justo al borde de un vacío, encontraríamos el paraíso utópico eterno. Tal proyecto fue para los “latinos” el único que valía la pena como fórmula de salud social. No fueron capaces de crear otra medicina o tratamiento para el mal latino. Todo nos condujo a forjar repúblicas de una brillantez absoluta en sus leyes al lado de una hambrienta, injusta, sucia, relativa, nación real. La convicción de que bastaría trasladar las leyes de occidente a Venezuela, Bolivia o Guatemala, para transformarnos en naciones democráticas y prósperas; esto creó en nosotros un terrible divorcio entre la nación legal y la nación real. Nuestra adhesión a un único tiempo, el de la presunta universalidad europea, junto con el espejismo del progreso y felicidad, llevó al “latino” a sacrificar sus propios tiempos diversos. La América independiente negó al pasado, indio, africano e ibérico, identificado con el retraso denunciado por la  Ilustración; adoptó las leyes de una civilización pero aplastó nuestras civilizaciones múltiples; creó instituciones para la libertad que fracasaron porque carecían de instituciones para la igualdad y la justicia, (ídem p.44). Individuos de primer orden como Bello, Sarmientos, Lastarria, negaron implícita o explícitamente, la policultura afro-indo-ibérica.  Nuestro presente podrá ser exposición de la simultaneidad diversa de tiempos, espacios y culturas. Variedad de tiempos – divergentes, convergentes, paralelos – variedad de espacios – Tlön, Uqbar, Orbis Tertius -, variedad de culturas – azteca, quechua, grecorromana, medieval, renacentista -; y variedad de lenguajes para representar la variedad misma de tiempos, espacios y culturas. Variedad genética, asimismo, para dar cabida a la variedad lingüística: épica, drama, novela, poesía, mito, ensayo.(ídem p. 46). Nuestra modernidad significa encuentro con la vigencia de nuestro pasado, (ídem).
Carlos Fuentes convierte  su teoría de la cronotopía borgeana más que en una estética en tanto poética de la lectura, en una política del gusto cultural.  Encuentra carencias, negaciones deliberadas y escondidas, soterradas entre nuestra tradición hispanoamericana y lleva a comprender los principios que revela Borges entre su escritura; comprender que ya no hay culturas centrales sino que todos vivimos excéntricamente dentro de una relatividad cultural dentro de la diversidad de tiempos y espacios presentes e históricos; sólo al ser excéntricos, dice Fuentes, es como podemos llegar a ser centrales en tanto fenómeno cultural.

 

V

            Borges ha reclamado el comprender a la literatura como un hecho estético; ella es expresión; está hecha de palabras; y el lenguaje, en sí mismo, no es menos estético que una pintura o una sinfonía. Para él cada palabra es una obra única y poética. Las palabras son imágenes del alma de cada uno. El lenguaje es una creación compleja, en toda palabra se refleja una parte del universo; todas postulan el universo, cuyo más notorio tributo es la complejidad. Dentro de esa dialéctica borgeana comprendemos que si la literatura es un hecho estético, afirma igualmente que la mayoría de la literatura de hoy se construye en el énfasis, en la afectación. Encontramos que todo literato o escritor pretende dar la palabra última sobre los temas que toca, sacraliza a la literatura; se pretende hacer de ella una ceremonia más que un momento lúdico. Palabras definitivas, palabras que postulan sabiduría divinas o angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza – único, nunca, siempre, todo, perfección, acabado – son del comercio habitual de todo escritor. Y que está demás tanto reducir como extirpar un texto en forma inhábil, o no entender que la descuidada generalización e intensificación es una pobreza sentida por el lector, enfermedad de lo ampuloso en el uso del lenguaje. Y si bien encuentra que la literatura es expresión, no deja de ser él también enfático y certero cuando se refiere a la literatura francesa.  Su juicio es lapidario y asombra por la conclusión a que llega. Ha dicho que en París interesa menos el arte que la política del arte.  Y al afirmar eso saca su carta debajo de la manga. Si no se cree en esa inclinación por la política del arte, nos dice, que nos fijemos en la tradición pandillera de su literatura y de su pintura, siempre dirigidas por algún comité albergado por su nomenclatura o dialecto político. Un tipo de escritor que habla de derechas y de izquierdas; otro con carácter militar, pues habla de vanguardias y retaguardias. Para llegar a esa lúcida conclusión: a los franceses les ha interesado más la economía del arte que sus resultados. Hispanoamérica no ha dejado de copiarse a lo francés. Pero en Hispanoamérica la literatura resulta más bien como una prolongación de la política. Monegal ha escrito que quienes no estemos con el llamado progresismo, o el nacionalismo, o hasta el mismo marxismo, pasan a sufrir lo que se ha llamado la conspiración del silencio, o en forma más patética, muerte civil, del cual nos dice que es el recurso favorito para obliterar una obra que molesta por su importancia. Literatura más como discriminación y persecución – o como práctica política -, que búsqueda de la misma expresión. Borges opina que los que hoy suelen llamarse intelectuales no lo son en verdad; se ha convertido la inteligencia en un oficio o en un instrumento para la acción. El intelectual es, para él, el contemplativo puro, que, a veces, condesciende a escribir y, muy contadas veces, a publicar: Hugo de San Víctor, escolástico, esteta y místico en el siglo XII y en su tratado De Modo dicendi et meditandi (Martene-Durand, V,c.887) nos habla de la contemplación así: “Tres son las facultades del alma racional: inteligencia, pensamiento y contemplación... La contemplación es la intuición perspicaz y libre del espíritu para percibir incluso las cosas más dilatadas. El pensamiento y la contemplación se diferencian al parecer, en que el pensamiento se ocupa siempre de las cosas ocultas a nuestra inteligencia, y la contemplación, por su parte, de las cosas evidentes por su naturaleza o por nuestra capacidad; además, el pensamiento siempre se centra en indagar una sola cosa, mientras que la contemplación se extiende a numerosas cosas o incluso a todas... La contemplación es la fuerza vital de la inteligencia, que teniendo todo ante la vista, lo abarca con clara mirada, y así, en cierto modo, la contemplación posee aquello a lo que aspira el pensamiento... En el pensamiento está la inquietud, en la inteligencia la admiración y en la contemplación la belleza”. Y si nos remontamos al siglo IV a. de n. e., nos dirá Aristóteles en su Etica a Nicómaco (1177 b 1), de la contemplación que parecería que ella sola (el arte de la contemplación), se ama por sí misma; pues nada se obtiene de ella excepto la contemplación, mientras que en las actividades prácticas conseguimos algo más o menos además de la acción. Y se piensa que la felicidad está en el ocio; en efecto, estamos ocupados para tener ocio y combatimos para tener paz.

Borges de igual forma declara que, independientemente del intelectual contemplativo, sólo existen buenas o malas literaturas. Y las literaturas comprometidas le suenan a equitación protestante. Por ello, un texto, no puede ser algo definitivo, algo que tenga una conclusión única. Una obra estética no puede albergar un único significado e intensidad expresiva para todos por igual y de manera intemporal. Comprende a toda obra un mundo abierto y presente a cada nuevo lector que, a su vez, la modificará con sus propias experiencias y de acuerdo a los valores y a “cómo se lea” en su entorno epocal. No hay textos absolutos pues los textos humanos no lo son; si llegasen a ser absolutos pertenecerían a la ley divina, es decir, - al decir de Borges – leyes inhumanas; los textos, si tienen una virtud, es la de poder ser ambiguos, la de contener en ellas el poder de seguir interrogando, con lo cual nos muestra su cualidad intrínseca de mantenerse viva. Decir que un texto es definitivo es perder la riqueza que puede ganar con el diálogo del lector. El concepto de texto definitivo pertenece a la religión o al cansancio, dirá. Toda obra que perdura es siempre capaz de una infinita y plástica antigüedad; obra que posee una multiplicidad de efectos en la pluralidad de lectores que la aborden. Aunque todo escritor tiene la ambición de escribir dicho contra-texto, un libro de los libros que incluya a todos, a manera de arquetipo platónico, comprendiendo que en él se halla la verdad del resto o el origen de todos, un texto cuya virtud no aminore con los años, lo cual es imposible. Comprendiendo que el estilo de todo deseo, y aquí  hablando del deseo de todo escritor, es la eternidad, de la cual Borges se burla. Se comprende que el lenguaje no puede ser un hecho científico sino artístico (observación de Chesterton); lo inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia. Hacer del lenguaje poético y literario algo científico es limitar sus significados y cerrar la mutabilidad de su plasticidad infinita; de olvidar la potencialidad de su ambigüedad a cada nueva lectura y relectura. Y reclama, por ejemplo, a Quevedo, que nunca lo hubo pensado así; según Borges, para aquél el lenguaje siempre fue esencialmente, un instrumento lógico (OI/OC.662). Al igual halla que en las mentalidades clásicas, y la de él es una, la literatura es lo esencial, no los individuos. Joyce o Moore incorporan, en sus obras, páginas y sentencias ajenas. Wilde regalaba argumentos para que otros lo ejecutaran y desarrollaran. Eso muestra para Borges una misma actitud ante el arte literario: un sentido ecuménico e impersonal; lo importante era la literatura, no el individuo. De ahí el error en la adoración del literato o de formar un mito alrededor del escritor pasando a un segundo plano a la literatura, a la obra literaria. Para quien copia minuciosamente un escritor lo hace en forma impersonal por sospechar – dice Borges – que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia. El mismo Borges incurrió en ello y confiesa que para él, durante muchos años, que la casi infinita literatura estaba en un solo hombre. Tal hombre fue Carlyle, o Johannes Becher, o  Whitman, o Cansinos-Asséns, o De Quincey.
Sobre la Divina Comedia de Dante

Conferencia de Jorge Luis Borges*


*Tomado de su libro: Siete Noches. F.C.E. México



Paul Claudel ha escrito en una página indigna de Paul Claudel que los espectáculos que nos aguardan más allá de la muerte corporal no se parecerán, sin duda, a los que muestra Dante en el Infierno, en el Purgatorio y en el Paraíso. Esta curiosa observación de Claudel, en un artículo por lo demás admirable, puede ser comentada de dos modos. En primer término, vemos en esta observación una prueba de la intensidad del texto de Dante, el hecho de que una vez leído el poema y mientras lo leemos tendemos a pensar que él se imaginaba el otro mundo exactamente como lo presenta. Fatalmente creemos que Dante se imaginaba que una vez muerto, se encontraría con la montaña inversa del Infierno o con las terrazas del Purgatorio o con los cielos concéntricos del Paraíso. Además, hablaría con sombras (sombras de la Antigüedad clásica) y algunas conversarían con él en tercetos en italiano. Ello es evidentemente absurdo. La observación de Claudel corresponde no a lo que razonan los lectores (porque razonándola se darían cuenta de que es absurda) sino a lo que sienten y a lo que puede alejarlos del placer, del intenso placer de la lectura de la obra. Para refutarla, abundan testimonios. Uno es la declaración que se atribuye al hijo de Dante. Dijo que su padre se había propuesto mostrar la vida de los pecadores bajo la imagen del Infierno, la vida de los penitentes bajo la imagen del Purgatorio y la vida de los justos bajo la imagen del Paraíso. No leyó de un modo literal. Tenemos, además, el testimonio de Dante en la epístola dedicada a Can Grande della Scala. La epístola ha sido considerada apócrifa, pero de cualquier modo no puede ser muy posterior a Dante y, sea lo que fuere, es fidedigna de su época. En ella se afirma que la Comedia puede ser leída de cuatro modos. De esos cuatro modos, uno es el literal; otro, el alegórico. Según éste, Dante sería el símbolo del hombre, Beatriz el de la fe y Virgilio el de la razón. La idea de un texto capaz de múltiples lecturas es característica de la Edad Media, esa Edad Media tan calumniada y compleja que nos ha dado la arquitectura gótica, las sagas de Islandia y la filosofía escolástica en la que todo está discutido. Que nos dio, sobre todo, la Comedia, que seguimos leyendo y que nos sigue asombrando, que durará más allá de nuestra vida, mucho más allá de nuestras vigilias y que será enriquecida por cada generación de lectores. Conviene recordar aquí a Escoto Erígena, que dijo que la Escritura es un texto que encierra infinitos sentidos y que puede ser comparado con el plumaje tornasolado del pavo real. Los cabalistas hebreos sostuvieron que la Escritura ha sido escrita para cada uno de los fieles; lo cual no es increíble si pensamos que el autor del texto y el autor de los lectores es el mismo: Dios. Dante no tuvo por qué suponer que lo que él nos muestra corresponde a una imagen real del mundo de la muerte. No hay tal cosa. Dante no pudo pensar eso. Creo, sin embargo, en la conveniencia de ese concepto ingenuo, ese concepto de que estamos leyendo un relato verídico. Sirve para que nos dejemos llevar por la lectura. De mí sé decir que soy lector hedónico; nunca he leído un libro porque fuera antiguo. He leído libros por la emoción estética que me deparan y he postergado los comentarios y las críticas. Cuando leí por primera vez la Comedia, me dejé llevar por la lectura. He leído la Comedia como he leído otros libros menos famosos. Quiero confiarles, ya que estamos entre amigos, y ya que no estoy hablando con todos ustedes sino con cada uno de ustedes, la historia de mi comercio personal con la Comedia. Todo empezó poco antes de la dictadura. Yo estaba empleado en una biblioteca del barrio de Almagro. Vivía en Las Heras y Pueyrredón, tenía que recorrer en lentos y solitarios tranvías el largo trecho que desde ese barrio del Norte va hasta Almagro Sur, a una biblioteca situada en la Avenida La Plata y Carlos Calvo. El azar (salvo que no hay azar, salvo que lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad) me hizo encontrar tres pequeños volúmenes en la Librería Mitchell, hoy desaparecida, que me trae tantos recuerdos. Esos tres volúmenes (yo debería haber traído uno como talismán, ahora) eran los tomos del Infierno, del Purgatorio y del Paraíso, vertidos al inglés por Carlyle, no por Thonias Carlyle, del que hablaré luego. Eran libros muy cómodos, editados por Dent. Cabían en mi bolsillo. En una página estaba el texto italiano y en la otra el texto en inglés, vertido literalmente. Imaginé este modus operandi: leía primero un versículo, un terceto, en prosa inglesa; luego leía el mismo versículo, el mismo terceto, en italiano; iba siguiendo así hasta llegar al fin del canto. Luego leía todo el canto en inglés y luego en italiano. En esa primera lectura comprendí que las traducciones no pueden ser un sucedáneo del texto original. La traducción puede ser, en todo caso, un medio y un estímulo para acercar al lector al original; sobre todo, en el caso del español. Creo que Cervantes, en alguna parte del Quijote, dice que con dos ochavos de lengua toscana uno puede entender a Ariosto. Pues bien; esos dos ochavos de lengua toscana me fueron dados por la semejanza fraterna del italiano y el español. Ya entonces observé que los versos, sobre todo los grandes versos de Dante, son mucho más de lo que significan. El verso es, entre tantas otras cosas, una entonación, una acentuación muchas veces intraducibie. Eso lo observé desde el principio. Cuando llegué a la cumbre del Paraíso, cuando llegué al Paraíso desierto, ahí, en aquel momento en que Dante está abandonado por Virgilio y se encuentra solo y lo llama, en aquel momento sentí que podía leer directamente el texto italiano y sólo mirar de vez en cuando el texto inglés. Leí así los tres volúmenes en esos lentos viajes de tranvía. Después leí otras ediciones. He leído muchas veces la Comedia. La verdad es que no sé italiano, no sé otro italiano que el que me enseñó Dante y que el que me enseñó, después, Ariosto cuando leí el Furioso. Y luego el más fácil, desde luego, de Croce, He leído casi todos los libros de Croce y no siempre estoy de acuerdo con él, pero siento su encanto. El encanto es, como dijo Stevenson, una de las cualidades esenciales que debe tener el escritor. Sin el encanto, lo demás es inútil. Leí muchas veces la Comedia, en distintas ediciones, y pude gozar de los comentarios. De todas ellas, dos me reservo particularmente: la de Mornigliano y la de Grabher. Recuerdo también la de Hugo Steiner. Leía todas las ediciones que encontraba y me distraía con los distintos comentarios, las distintas interpretaciones de esa obra múltiple. Comprobé que en las ediciones más antiguas predomina el comentario teológico; en las del siglo diecinueve, el histórico, y actualmente el estético, que nos hace notar la acentuación de cada verso, una de las máximas virtudes de Dante. Se ha comparado a Milton con Dante, pero Milton tiene una sola música: es lo que se llama en inglés “un estilo sublime”. Esa música es siempre la misma, más allá de las emociones de los personajes. En cambio en Dante, como en Shakespeare, la música va siguiendo las emociones. La entonación y la acentuación son lo principal, cada frase debe ser leída y es leída en voz alta. Digo es leída en voz alta porque cuando leemos versos que son realmente admirables, realmente buenos, tendemos a hacerlo en voz alta. Un verso bueno no permite que se lo lea en voz baja, o en silencio. Si podemos hacerlo, no es un verso válido: el verso exige la pronunciación. El verso siempre recuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito, recuerda que fue un canto. Hay dos frases que lo confirman. Una es la de Homero o la de los griegos que llamamos Homero, que dice en la Odisea: “los dioses tejen desventuras para los hombres para que las generaciones venideras tengan algo que cantar”. La otra, muy posterior, es de Mallarmé y repite lo que dijo Homero menos bellamente; “tout aboutit en un livre”, “todo para en un libro”. Aquí tenemos las dos diferencias; los griegos hablan de generaciones que cantan, Mallarmé habla de un objeto, de una cosa entre las cosas, un libro. Pero la idea es la misma, la idea de que nosotros estamos hechos para el arte, estamos hechos para la memoria, estamos hechos para la poesía o posiblemente estamos hechos para el olvido. Pero algo queda y ese algo es la historia o la poesía, que no son esencialmente distintas. Carlyle y otros críticos han observado que la intensidad es la característica más notable de Dante. Y si pensamos en los cien cantos del poema parece realmente un milagro que esa intensidad no decaiga, salvo en algunos lugares del Paraíso que para el poeta fueron luz y para nosotros sombra. No recuerdo ejemplo análogo de otro escritor, * únicamente quizá en La tragedia de Macbeth de Shakespeare, que empieza con las tres brujas o las tres parcas o las tres hermanas fatales y que luego sigue hasta la muerte del héroe y en ningún momento afloja la intensidad. Quiero recordar otro rasgo: la delicadeza de Dante. Siempre pensamos en el sombrío y sentencioso poema florentino y olvidamos que la obra está llena de delicias, de deleites, de ternuras. Esas ternuras son parte de la tramación. El verso siempre recuerda que fue un arte oral antes de ser un arte escrito, recuerda que fue un canto. Hay dos frases que lo confirman. Una es la de Homero o la de los griegos que llamamos Homero, que dice en la Odisea: “los dioses tejen desventuras para los hombres para que las generaciones venideras tengan algo que cantar”. La otra, muy posterior, es de Mallarmé y repite lo que dijo Homero menos bellamente; “tout aboutit en un livre”, “todo para en un libro”. Aquí tenemos las dos diferencias; los griegos hablan de generaciones que cantan, Mallarmé habla de un objeto, de una cosa entre las cosas, un libro. Pero la idea es la misma, la idea de que nosotros estamos hechos para el arte, estamos hechos para la memoria, estamos hechos para la poesía o posiblemente estamos hechos para el olvido. Pero algo queda y ese algo es la historia o la poesía, que no son esencialmente distintas. Carlyle y otros críticos han observado que la intensidad es la característica más notable de Dante. Y si pensamos en los cien cantos del poema parece realmente un milagro que esa intensidad no decaiga, salvo en algunos lugares del Paraíso que para el poeta fueron luz y para nosotros sombra. No recuerdo ejemplo análogo de otro escritor, * únicamente quizá en La tragedia de Macbeth de Shakespeare, que empieza con las tres brujas o las tres parcas o las tres hermanas fatales y que luego sigue hasta la muerte del héroe y en ningún momento afloja la intensidad. Quiero recordar otro rasgo: la delicadeza de Dante. Siempre pensamos en el sombrío y sentencioso poema florentino y olvidamos que la obra está llena de delicias, de deleites, de ternuras. Esas ternuras son parte de la trama de la obra. Por ejemplo, Dante habrá leído en algún libro de geometría que el cubo es el más firme de los volúmenes. Es una observación corriente que no tiene nada de poética y sin embargo Dante la usa como una metáfora del hombre que debe soportar la desventura: “buon tetrágono a i colpe di fortuna”; el hombre es un buen tetrágono, un cubo, y eso es realmente raro. Recuerdo asimismo la curiosa metáfora de la flecha. Dante quiere hacernos sentir la velocidad de la flecha que deja el arco y da en el blanco. Nos dice que se clava en el blanco y que sale del arco y que deja la cuerda; invierte el principio y el fin para mostrar cuan rápidamente ocurren esas cosas. Hay un verso que está siempre en mi memoria. Es aquel del primer canto del Purgatorio que se refiere a esa mañana, esa mañana increíble en la montaña del Purgatorio, en el Polo Sur. Dante, que ha salido de la suciedad, de la tristeza y el horror del Infierno, dice “dolce color d’ oriental zaffiro”. El verso impone esa lentitud a la voz. Hay que decir oriental: dolce color ¿’oriental zafiro che s’accoglieva nel sereno aspetto del mezzo puro infino al primo giro.
Quisiera demorarme sobre el curioso mecanismo de ese verso, salvo que la palabra “mecanismo” es demasiado dura para lo que quiero decir. Dante describe el cielo oriental, describe la aurora y compara el color de la aurora el del zafiro. Y lo compara con un zafiro que se llama zafiro oriental”, zafiro del Oriente. En dolce color d’ oriental zaffiro hay un juego de espejos, ya que el Oriente se explica por el color del zafiro y ese zafiro es un “zafiro oriental”. Es decir, un zafiro que está cargado de la riqueza de la palabra “oriental”; está lleno, digamos, de Las mil y una noches que Dante no conoció pero que sin embargo ahí están. Recordaré también el famoso verso final del canto quinto del Infierno: “e caddi come carpo morto cade”. ¿Por qué retumba la caída? La caída retumba por la repetición de la palabra “cae”. Toda la Comedia está llena de felicidades de ese tipo. Pero lo que la mantiene es el hecho de ser narrativa. Cuando yo era joven se despreciaba lo narrativo, se lo llamaba anécdota y se olvidaba que la poesía empezó siendo narrativa, que en las raíces de la poesía está la épica y la épica es el género poético primordial, narrativo. En la épica está el tiempo, en la épica hay un antes, un mientras y un después; todo eso está en la poesía. Yo aconsejaría al lector el olvido de las discordias de los güelfos y gibelinos, el olvido de la escolástica, incluso el olvido de las alusiones mitológicas y de los versos de Virgilio que Dante repite, a veces mejorándolos, excelentes como son en latín. Conviene, por lo menos al principio, atenerse al relato. Creo que nadie puede dejar de hacerlo. Entramos, pues, en el relato, y entramos de un modo casi mágico porque actualmente, cuando se cuenta algo sobrenatural, se trata de un escritor incrédulo que se dirige a lectores incrédulos y tiene que preparar lo sobrenatural. Dante no necesita eso: “Nel mezzo del cammin di nostra vita / mí ritrovai per una selva oscura”. Es decir, a los treinta y cinco años “me encontré en mitad de una selva oscura” que puede ser alegórica, pero en la cual creemos físicamente: a los treinta y cinco años, porque la Biblia aconseja la edad de setenta a los hombres prudentes. Se entiende que después todo es yermo, “bleak”, como se llama en inglés, todo es ya tristeza, zozobra. De modo que, cuando Dante escribe “nel mezzo del cammin di nostra vita”, no ejerce una vaga retórica: está diciéndonos exactamente la fecha de la visión, la de los treinta y cinco í años. No creo que Dante fuera un visionario. Una visión es breve. Es imposible una, visión tan larga como la de la Comedia. La visión fue voluntaria: debemos abandonarnos a ella y leerla, con fe poética. Dijo Coleridge que la fe poética es una voluntaria suspensión de la incredulidad. Si asistimos a una representación de teatro sabemos que en el escenario hay hombres disfrazados que repiten las palabras de Shakespeare, de Ibsen o de Pirandello que les han puesto en la boca. Pero nosotros aceptamos que esos hombres no son disfrazados; que ese hombre disfrazado que monologa lentamente en las antesalas de la venganza es realmente el príncipe de Dinamarca, Hamlet; nos abandonamos. En el cinematógrafo es aún más curioso el procedimiento, porque estamos viendo no ya al disfrazado sino fotografías de disfrazados y sin embargo creemos en ellos mientras dura la proyección. En el caso de Dante, todo es tan vivido que llegamos a suponer que creyó en su otro mundo, de igual modo como bien pudo creer en la geografía geocéntrica o en la astronomía geocéntrica y no en otras astronomías. Conocemos profundamente a Dante por un hecho que fue señalado por Paul Groussac: porque la Comedia está escrita en primera persona. No es un mero artificio gramatical, no significa decir “vi” en lugar de “vieron” o de “fue”. Significa algo más, significa que Dante es uno de los personajes de la Comedia. Según Groussac, fue un rasgo nuevo. Recordemos que, antes de Dante, San Agustín escribió sus Confesiones. Pero estas Confesiones, precisamente por su retórica espléndida, no están tan cerca de nosotros como lo está Dante, ya que la espléndida retórica del africano se interpone entre lo que quiere decir y lo que nosotros oímos. El hecho de una retórica que se interpone es desgraciadamente frecuente. La retórica debería ser un puente, un camino; a veces es una muralla, un obstáculo. Lo cual se observa en escritores tan distintos como Séneca, Que-vedo, Milton o Lugones. En todos ellos las palabras se interponen entre ellos y nosotros. A Dante lo conocemos de un modo más íntimo que sus contemporáneos. Casi diría que lo conocemos como lo conoció Virgilio, que fue un sueño suyo. Sin duda, más de lo que lo pudo conocer Beatriz Portinari; sin duda, más que nadie. Él se coloca ahí y está en el centro de la acción. Todas las cosas no sólo son vistas por él, sino que él toma parte. Esa parte no siempre está de acuerdo con lo que describe y es lo que suele olvidarse. Vemos a Dante aterrado por el Infierno; tiene que estar aterrado no porque fuera cobarde sino porque es necesario que esté aterrado para que creamos en el Infierno. Dante está aterrado, siente miedo, opina sobre las cosas. Sabemos lo que opina no por lo que dice sino por lo poético, por la entonación, por la acentuación de su lenguaje. Tenemos el otro personaje. En verdad, en la Comedia hay tres, pero ahora hablaré del segundo. Es Virgilio. Dante ha logrado que tengamos dos imágenes de Virgilio: una, la imagen que nos deja la Eneida o que nos dejan las Geórgicas; la otra, la imagen más íntima que nos deja la poesía, la piadosa poesía de Dante. Uno de los temas de la literatura, como uno de los temas de la realidad, es la amistad. Yo diría que la amistad es nuestra pasión argentina. Hay muchas amistades en la literatura, que está tejida de amistades. Podemos evocar algunas. ¿Por qué no pensar en Quijote y Sancho, o en Alonso Quijano y Sancho, ya que para Sancho “Alonso Quijano” es Alonso Quijano y sólo al fin llega a ser Don Quijote? ¿Por qué no pensar en Fierro y Cruz, en nuestros dos gauchos que se pierden en la frontera? ¿Por qué no pensar en el viejo tropero y en Fabio Cáceres? La amistad es un tema común, pero generalmente los escritores suelen recurrir al contraste de los dos amigos. He olvidado otros dos amigos ilustres, Kim y el lama, que también ofrecen el contraste. En el caso de Dante, el procedimiento es más delicado. No es exactamente un contraste, aunque tenemos la actitud filial: Dante viene a ser un hijo de Virgilio y al mismo tiempo es superior a Virgilio porque se cree salvado. Cree que merecerá la gracia o que la ha merecido, ya que le ha sido dada la visión. En cambio, desde el comienzo del Infierno sabe que Virgilio es un alma perdida, un reprobo; cuando Virgilio le dice que no podrá acompañarlo más allá del Purgatorio, siente que el latino será para siempre un habitante del terrible “nobile castello” donde están las grandes sombras de los grandes muertos de la Antigüedad, los que por ignorancia invencible no alcanzaron la palabra de Cristo. En ese mismo momento, Dante dice: “Tu, duca; tu, signare; tu, maestro”... Para cubrir ese momento, Dante lo saluda con palabras magníficas y habla del largo estudio y del gran amor que le han hecho buscar su volumen y siempre se mantiene esa relación entre los dos. Esa figura esencialmente triste de Virgilio, que se sabe condenado a habitar para siempre en el nobile castello lleno de la ausencia de Dios... En cambio, a Dante le será permitido ver a Dios, le será permitido comprender el universo. Tenemos, pues, esos dos personajes. Luego hay miles, centenares, una multitud de personajes de los que se ha dicho que son episódicos. Yo diría que son eternos. Una novela contemporánea requiere quinientas o seiscientas páginas para hacernos conocer a alguien, si es que lo conocemos. A Dante le basta un solo momento. En ese momento el personaje está definido para siempre. Dante busca ese momento central inconscientemente. Yo he querido hacer lo mismo en muchos cuentos y he sido admirado por ese hallazgo, que es el hallazgo de Dante en la Edad Media, el de presentar un momento como cifra de una vida. En Dante tenemos esos personajes, cuya vida puede ser la de algunos tercetos y sin embargo esa vida es eterna. Viven en una palabra, en un acto, no se precisa más; son parte de un canto, pero esa parte es eterna. Siguen viviendo y renovándose en la memoria y en la imaginación de los hombres. Dijo Carlyle que hay dos características de Dante. Desde luego hay más, pero dos son esenciales: la ternura y el rigor (salvo que la ternura y el rigor no se contraponen, no son opuestos). Por un lado, está la ternura humana de Dante, lo que Shakespeare llamaría “the milk of human kindness”, “la leche de la bondad humana”. Por el otro lado está el saber que somos habitantes de un mundo riguroso, que hay un orden. Ese orden corresponde al Otro, al tercer interlocutor. Recordemos dos ejemplos. Vamos a tomar el episodio más conocido del Infierno, el del canto quinto, el de Paolo y Francesca. No pretendo abreviar lo que Dante ha dicho —sería una irreverencia mía decir en otras palabras lo que él ha dicho para siempre en su italiano—; quiero recordar simplemente las circunstancias. Dante y Virgilio llegan al segundo círculo (si mal no recuerdo) y ahí ven el remolino de almas y sienten el hedor del pecado, el hedor del castigo. Hay circunstancias físicas desagradables. Por ejemplo Minos, que se enrosca la cola para significar a qué círculo tienen que bajar los condenados. Eso es deliberadamente feo porque se entiende que nada puede ser hermoso en el Infierno. Al llegar a ese círculo en el que están penando los lujuriosos, hay grandes nombres ilustres. Digo “grandes nombres” porque Dante, cuando empezó a escribir el canto, no había llegado aún a la perfección de su arte, al hecho de hacer que los personajes fueran algo más que sus nombres. Sin embargo esto le sirvió para describir al nobile castello. Vemos a los grandes poetas de la Antigüedad. Entre ellos está Homero, espada en mano. Cambian palabras que no es honesto repetir. Está bien el silencio, porque todo condice con ese terrible pudor de quienes están condenados al Limbo, de quienes no verán nunca el rostro de Dios. Cuando llegamos al canto quinto, Dante ha llegado a su gran descubrimiento: la posibilidad de un diálogo entre las almas de los muertos y el Dante que los sentirá y juzgará a su modo. No, no los juzgará: él sabe que no es el Juez, que el Juez es el Otro, un tercer interlocutor, la Divinidad. Pues bien: ahí están Homero, Platón, otros grandes hombres ilustres. Pero Dante ve a dos que él no conoce, menos ilustres, y que pertenecen al mundo contemporáneo: Paolo y Francesca. Sabe cómo han muerto ambos adúlteros, los llama y ellos acuden. Dante nos dice: “Quali colombe dal disio chiamate”. Estamos ante dos reprobos y Dante los compara con dos palomas llamadas por el deseo, porque la sensualidad tiene que estar también en lo esencial de la escena. Se acercan a él y Francesca, que es la única que habla (Paolo no puede hacerlo), le agradece que los haya llamado y le dice estas palabras patéticas: “Se fosse árnica U Re dell’universo / noi preghremmo lui per la tua pace”, “si fuese amigo el Rey del universo (dice Rey del universo porque no puede decir Dios, ese nombre está vedado en el Infierno y en el Purgatorio), le rogaríamos por tu paz”, ya que tú te apiadas de nuestros males. Francesca cuenta su historia y la cuenta dos veces. La primera la cuenta de un modo reservado, pero insiste en que ella sigue estando enamorada de Paolo. El arrepentimiento está vedado en el Infierno; ella sabe que ha pecado y sigue fiel a su pecado, lo que le da una grandeza heroica. Sería terrible que se arrepintiera, que se quejara de lo ocurrido. Francesca sabe que el castigo es justo, lo acepta y sigue amando a Paolo. Dante tiene una curiosidad. “Amor condusse noi ad una morte”: Paolo y Francesca han sido asesinados juntos. A Dante no le interesa el adulterio, no le interesa el modo como fueron descubiertos ni ajusticiados: le interesa algo más íntimo, y es saber cómo supieron que estaban enamorados, cómo se enamoraron, cómo llegó el tiempo de los dulces suspiros. Hace la pregunta. Apartándome de lo que estoy diciendo, quiero recordar una estrofa, quizá la mejor estrofa de Leopoldo Lugones, inspirada sin duda en el canto quinto del Infierno. Es la primera cuartera de “Alma venturosa”, uno de los sonetos de Las horas doradas, de 1922: Al promediar la tarde de aquel día, Cuando iba mi habitual adiós a darte, Fue una vaga congoja de dejarte Lo que me hizo saber que te quería.
Un poeta inferior hubiera dicho que el hombre siente una gran tristeza al despedirse de la mujer, y hubiera dicho que se veían raramente. En cambio, aquí, “cuando iba mi habitual adiós a darte” es un verso torpe, pero eso no importa; porque decir “un habitual adiós” expresa que se veían frecuentemente, y luego “fue una vaga congoja de dejarte / lo que me hizo saber que te quería”. El tema es esencialmente el mismo del canto quinto: dos personas que descubren que están enamoradas y que no lo sabían. Es lo que Dante quiere saber, y quiere que le cuente cómo ocurrió. Ella le refiere que leían un día, para deleitarse, sobre Lancelote y cómo lo aquejaba el amor. Estaban solos y no sospechaban nada. ¿Qué es lo que no sospechaban? No sospechaban que estaban enamorados. Y estaban leyendo una historia de La matiere de Bretagne, uno de esos libros que imaginaron los britanos en Francia después de la invasión sajona. Esos libros que alimentaron la locura de Alonso Quijano y que revelaron su amor culpable a Paolo y Francesca. Pues bien: Francesca declara que a veces se ruborizaban, pero que hubo un momento, “guando leggemmo il disiato riso”, “cuando leímos la deseada sonrisa”, en que fue besada por tal amante; éste que no se separará nunca de mí, la boca me besó, “tutto tremante”. Hay algo que no dice Dante, que se siente a lo largo de todo el episodio y que quizá le da su virtud. Con infinita piedad, Dante nos refiere el destino de los dos amantes y sentimos que él envidia ese destino. Paolo y Francesca están en el Infierno, él se salvará, pero ellos se han querido y él no ha logrado el amor de la mujer que ama, de Beatriz. En esto hay una jactancia también, y Dante tiene que sentirlo como algo terrible, porque él ya está ausente de ella. En cambio, esos dos réprobos están juntos, no pueden hablarse, giran en el negro remolino sin ninguna esperanza, ni siquiera nos dice Dante la esperanza de que los sufrimientos cesen, pero están juntos. Cuando ella habla, usa el nosotros: habla por los dos, otra forma de estar juntos. Están juntos para la eternidad, comparten el Infierno y eso para Dante tiene que haber sido una suerte de Paraíso. Sabemos que está muy emocionado. Luego cae como un cuerpo muerto. Cada uno se define para siempre en un solo instante de su vida, un momento en el que un hombre se encuentra para siempre consigo mismo. Se ha dicho que Dante es cruel con Francesca, al condenarla. Pero esto es ignorar al Tercer Personaje. El dictamen de Dios no siempre coincide con el sentimiento de Dante. Quienes no comprenden la Comedia dicen que Dante la escribió para vengarse de sus enemigos y premiar a sus amigos. Nada más falso. Nietzsche dijo falsísimamente que Dante es la hiena que versifica entre las tumbas. La hiena que versifica es una contradicción; por otra parte, Dante no se goza con el dolor. Sabe que hay pecados imperdonables, capitales. Para cada uno elige una persona que ha cometido ese pecado, pero que en todo lo demás puede ser admirable o adorable. Francesca y Paolo sólo son lujuriosos. No tienen otro pecado, pero uno basta para condenarlos. La idea de Dios como indescifrable es un concepto que ya encontramos en otro de los libros esenciales de la humanidad. En el Libro de Job, ustedes recordarán cómo Job condena a Dios, cómo sus amigos lo justifican y cómo al fin Dios habla desde el torbellino y rechaza por igual a quienes lo justifican y a quienes lo acusan. Dios está más allá de todo juicio humano y para ayudarnos a comprenderlo se sirve de dos ejemplos extraordinarios: el de la ballena y el del elefante. Busca estos monstruos para significar que no son menos monstruosos para nosotros que el Leviatán y el Behemot (cuyo nombre es plural y significa muchos animales en hebreo). Dios está más allá de todos los juicios humanos y así lo declara Él mismo en el Libro de Job. Y los hombres se humillan ante Él porque se han atrevido a juzgarlo, a justificarlo. No lo precisa. Dios está, como diría Nietzsche, más allá del bien y del mal. Es otra categoría. Si Dante hubiera coincidido siempre con el Dios que imagina, se vería que es un Dios falso, simplemente una réplica de Dante: En cambio, Dante tiene que aceptar ese Dios, como tiene que aceptar que Beatriz no lo haya querido, que Florencia es infame, como tendrá que aceptar su destierro y su muerte en Ravena. Tiene que aceptar el mal del mundo al mismo tiempo que tiene que adorar a ese Dios que no entiende.

Hay un personaje que falta en la Comedia y que no podía estar porque hubiera sido demasiado humano. Ese personaje es Jesús. No aparece en la Comedia como aparece en los Evangelios: el humano Jesús de los Evangelios no puede ser la Segunda Persona de la Trinidad que la Comedia exige. Quiero llegar, por fin, al segundo episodio, que es para mí el más alto de la Comedia. Se encuentra en el canto veintiséis. Es el episodio de Ulises. Yo escribí una vez un artículo titulado “El enigma de Ulises”. Lo publiqué, lo perdí después y ahora voy a tratar de reconstruirlo. Creo que es el más enigmático de los episodios de la Comedia y quizá el más intenso, salvo que es muy difícil, tratándose de cumbres, saber cuál es la más alta y la Comedia está hecha de cumbres. Si he elegido la Comedia para esta primera conferencia es porque soy un hombre de letras y creo que el ápice de la literatura y de las literaturas es la Comedia. Eso no im-plica que coincida con su teología ni que esté de acuerdo con sus mitologías. Tenemos la mitología cristiana y la pagana barajadas. No se trata de eso. Se trata de que ningún libro me ha deparado emociones estéticas tan intensas. Y yo soy un lector hedónico, lo repito; busco emoción en los libros. La Comedia es un libro que todos debemos leer. No hacerlo es privarnos del mejor don que la literatura puede darnos, es entregarnos a un extraño ascetismo. ¿Por qué negarnos la felicidad de leer la Comedia? Además, no se trata de una lectura difícil. Es difícil lo que está detrás de la lectura: las opiniones, las discusiones; pero el libro es en sí un libro cristalino. Y está el personaje central, Dante, que es quizá el personaje más vivido de la literatura y están los otros personajes. Pero vuelvo al episodio de Ulises. Llegan a una hoya, creo que es la octava, la de los embaucadores. Hay, en principio, un apostrofe contra Venecia, de la que se dice que bate sus alas en el cielo y en la tierra y que su nombre se dilata en el infierno. Después ven desde arriba los muchos fuegos y adentro de los fuegos, de las llamas, las almas ocultas de los embaucadores: ocultas, porque procedieron ocultando. Las llamas se mueven y Dante está por caerse. Lo sostiene Virgilio, la palabra de Virgilio. Se habla de quienes están dentro de esas llamas y Virgilio menciona dos altos nombres: el de Ulises y el de Diomedes. Están ahí porque fraguaron juntos la estratagema del caballo de Troya que permitió a los griegos entrar en la ciudad sitiada. Ahí están Ulises y Diomedes, y Dante quiere conocerlos. Le dice a Virgilio su deseo de hablar con estas dos ilustres sombras antiguas, con esos claros y grandes héroes antiguos. Virgilio aprueba su deseo pero le pide que lo deje hablar a él, ya que se trata de dos griegos soberbios. Es mejor que Dante no hable. Esto ha sido explicado de diversos modos. Torcuato Tasso creía que Virgilio quiso hacerse pasar por Homero. La sospecha es del todo absurda e indigna de Virgilio porque Virgilio cantó a Ulises y a Diomedes y si Dante los conoció fue porque Virgilio se los hizo conocer. Podemos olvidar las hipótesis de que Dante hubiera sido despreciado por ser descendiente de Eneas o por ser un bárbaro, despreciable para los griegos. Virgilio, como Diomedes y Ulises, son un sueño de Dante. Dante está soñándolos, pero los sueña con tal intensidad, de un modo tan vivido, que puede pensar que esos sueños (que no tienen otra voz que la que les da, que no tienen otra forma que la que él les presta) pueden despreciarlo, a él que no es nadie, que no ha escrito aún su Comedia. Dante ha entrado en el juego, como nosotros entramos: Dante también está embaucado por la Comedia. Piensa: éstos son claros héroes de la Antigüedad y yo no soy nadie, un pobre hombre. ¿Por qué van a hacer caso de lo que yo les diga? Entonces Virgilio les pide que cuenten cómo murieron y habla la voz del invisible Ulises. Ulises no tiene rostro, está dentro de la llama. Aquí llegamos a lo prodigioso, a una leyenda creada por Dante, una leyenda superior a cuanto encierran la Odisea y la Eneida, o a cuanto encerrará ese otro libro en que aparece Ulises y que se llama Sindibad del Mar (Simbad el Marino), de Las mil y una noches. La leyenda le fue sugerida a Dante por varios hechos. Tenemos, ante todo, la creencia de que la ciudad de Lisboa había sido fundada por Ulises y la creencia en las Islas Bienaventuradas en el Atlántico. Los celtas creían haber poblado el Atlántico de países fantásticos: por ejemplo, una isla surcada por un río que cruza el firmamento y que está lleno de peces y de naves que no se vuelcan sobre la tierra; por ejemplo, de una isla giratoria de fuego; por ejemplo, de una isla en la que galgos de bronce persiguen a ciervos de plata. De todo esto debe de haber tenido alguna noticia Dante; lo importante es qué hizo con estas leyendas. Originó algo esencialmente noble. Ulises deja a Penélope y llama a sus compañeros y les dice que aunque son gente vieja y cansada, han atravesado con él miles de peligros; les propone una empresa noble, la empresa de cruzar las Columnas de Hércules y de cruzar el mar, de conocer el hemisferio austral, que, como se creía entonces, era un hemisferio de agua; no se sabía que hubiera nadie allí. Les dice que son hombres, que no son bestias; que han nacido para el coraje, para el conocimiento; que han nacido para conocer y para comprender. Ellos lo siguen y “hacen alas de sus remos”... Es curioso que esta metáfora se encuentra también en la Odisea, que Dante no pudo conocer. Entonces navegan y dejan atrás a Ceuta y Sevilla, entran por el alto mar abierto y doblan hacia la izquierda. Hacia la izquierda, “sobre la izquierda”, significa el mal en la Comedia. Para ascender por el Purgatorio se va por la derecha; para descender por el Infierno, por la izquierda. Es decir, el lado “siniestro” es doble; dos palabras con lo mismo. Luego se nos dice: “en la noche, ve todas las estrellas del otro hemisferio” —nuestro hemisferio, el del Sur, cargado de estrellas—. (Un gran poeta irlandés, Yeats, habla del starladen sky, del “cielo cargado de estrellas”. Eso es falso en el hemisferio del Norte, donde hay pocas estrellas comparadas con las del nuestro.) Navegan durante cinco meses y luego, al fin, ven tierra. Lo que ven es una montaña parda por la distancia, una montaña más alta que ninguna de las que habían visto. Ulises dice que la alegría se cambió en llanto, porque de la tierra sopla un torbellino y la nave se hunde. Esa montaña es la del Purgatorio, según se ve en otro canto. Dante cree que el Purgatorio (Dante simula creer para fines poéticos) es antípoda de la ciudad de Jerusalén. Bueno, llegamos a este momento terrible y preguntamos por qué ha sido castigado Ulises. Evidentemente no lo fue por la treta del caballo, puesto que el momento culminante de su vida, el que se refiere a Dante y el que se refiere a nosotros, es otro: es esa empresa generosa, denodada, de querer conocer lo vedado, lo imposible. Nos preguntamos por qué tiene tanta fuerza este canto. Antes de contestar, querría recordar un hecho que no ha sido señalado hasta ahora, que yo sepa. Es el de otro gran libro, un gran poema de nuestro tiempo, el Moby Dick de Herman Melville, que ciertamente conoció la Comedia en la traducción de Longfellow. Tenemos la empresa insensata del mutilado capitán Ahab, que quiere vengarse de la ballena blanca. Al fin la encuentra y la ballena lo hunde, y la gran novela concuerda exactamente con el fin del canto de Dante: el mar se cierra sobre ellos. Melville tuvo que recordar la Comedia en ese punto, aunque prefiero pensar que la leyó, que la asimiló de tal modo que pudo olvidarla literalmente; que la Comedia debió ser parte de él y que luego redescubrió lo que había leído hacía ya muchos años, pero la historia es la misma. Salvo que Ahab no está movido por ímpetu noble sino por deseo de venganza. En cambio, Ulises obra como el más alto de los hombres. Ulises, además, invoca una razón justa, que está relacionada con la inteligencia, y es castigado. ¿A qué debe su carga trágica este episodio? Creo que hay una explicación, la única valedera, y es ésta: Dante sintió que Ulises, de algún modo, era él. No sé si lo sintió de un modo consciente y poco importa. En algún terceto de la Comedia dice que a nadie le está permitido saber cuáles son los juicios de la Providencia. No podemos adelantarnos al juicio de la Providencia, nadie puede saber quién será condenado y quién salvado. Pero él había osado adelantarse, por modo poético, a ese juicio. Nos muestra condenados y nos muestra elegidos. Tenía que saber que al hacer eso corría peligro; no podía ignorar que estaba anticipándose a la indescifrable providencia de Dios. Por eso el personaje de Ulises tiene la fuerza que tiene, porque Ulises es un espejo de Dante, porque Dante sintió que acaso él merecería ese castigo. Es verdad que él había escrito el poema, pero por sí o por no estaba infringiendo las misteriosas leyes de la noche, de Dios, de la Divinidad. He llegado al fin. Quiero solamente insistir sobre el hecho de que nadie tiene derecho a privarse de esa felicidad, la Comedia, de leerla de un modo ingenuo. Después vendrán los comentarios, el deseo de saber qué significa cada alusión mitológica, ver cómo Dante tomó un gran verso de Virgilio y acaso lo mejoró traduciéndolo. Al principio debemos leer el libro con fe de niño, abandonarnos a él; después nos acompañará hasta el fin. A mí me ha acompañado durante tantos años, y sé que apenas lo abra mañana encontraré cosas que no he encontrado hasta ahora. Sé que ese libro irá más allá de mi vigilia y de nuestras vigilias.