viernes, 1 de marzo de 2013


Rousseau y la idea de Revolución

(a los 300 años de su nacimiento)

David De los Reyes

 


Podemos  comenzar afirmando que  las ideas de Rousseau eran revolucionarias mas él no lo era. Nunca se alisto en ninguna facción, movimiento partido político que fuera en contra de Estado monárquico del momento; no alentó tampoco a qué  grupo alguno llevase a la acción sus ideas; nunca estuvo en su hacer alentar la acción revolucionaria organizando a las masas o estableciendo un conjunto de acciones encaminadas a cambiar el orden existe como tal.  Su fuerte personalidad individual lo llevó a trascender tales contingencias  que le ofrecía la sociedad de su momento. Lo que si hizo fue llevar a cabo duras críticas a los modos y formas de la decadente sociedad francesa de su momento.
Así que podemos preguntarnos ¿Ideas revolucionarias? Sí y no. Sí respecto a lo que planteó en relación a la visión que tenía de la política, de su experiencia y particular experiencia de la republicana ginebrina y ello contrastaba e iría en contra del absolutismo reinante en la Europa de manera general, pero sobre todo a la extensión geográfico político francés.
No, porque su concepción no era una utopía para los  ginebrinos de ese entonces, el cual era su país de origen, donde se respiraba un aire democrático avangarde y surgido a través de una voluntad general en relación a las decisiones legales y públicas que se tenían en dicha ciudad. Por ello es que cuando se habla de Rousseau como revolucionario encontramos un exabrupto o una manipulación del personaje a causas extremas políticas mas que a una realidad  de su personalidad; no deja de ser sino una opinión poco sopesada, dicha a la ligera, infundada por aquellos que quieren ver en él un paladín de la revolución que vendría a  surgir en 1789 gracias a sus propuestas, pero que seguramente no hubiera participado en lo absoluto con los guillotinazos a la Robespierre. En su autobiografía Confesiones (parte I, libro V), encontramos una declaración personal de principios al respecto:
“Cuando se tomaron las armas en 1737 vi, estando en Ginebra, al padre y al hijo salir armados de la misma casa, el uno para subir al ayuntamiento, el otro para marchar a su barrio, seguros de encontrarse dos horas después  el uno frente al otro expuestos a degollarse mutuamente. Este espectáculo espantoso me hizo una impresión tan viva que juré no mezclarme jamás en ninguna guerra civil, y no sostener en el interior la libertad con las armas, ni personalmente ni por consentimiento, si alguna vez recobrase mis derechos de ciudadano (itálicas nuestras)”.

En una carta dirigida a la señora de Wooton, fechada  el 27 de septiembre de 1766, insiste: La sangre de un solo hombre tiene mayor valor que la libertad de todo el género humano…Se asume como  un hombre de mundo, solitario, ¿un cosmopolita diríamos  hoy? En su texto de Rousseau juez de Jean-Jacques (Diálogo III), lo vuelve advertir pues: profesa el respeto más sincero  a las leyes y a las constituciones nacionales, y que siente mayor aversión por las revoluciones y por los coligados de toda especie.  Sus palabras son elocuentes al respecto. Personalmente es un escritor que propone ideas. Políticamente se coloca al margen de toda manifestación violenta, que vaya en contra de la constitución asumida por una nación y no siente ninguna simpatía por cualquier movimiento revolucionario. ¿Utópica su propuesta? No, como ya dijimos, es la reconstrucción intelectual de la realidad ginebrina que coloca en contraste en relación al país que lo acoge es su ceno, Francia, y en el que va a germinar sus ideas republicanas, pero no por su voz sino por los dirigentes conspicuos que quieren llevar a cabo un cambio de orden político, en principio cercano a la monarquía constitucional, propuesto por Montesquieu; luego, gracias a la acción de huida de Luis XVI, en rechazo total a una reconciliación con el monarca se asumirán revolucionarios. Entonces buscan una justificación ideológica. Ahí está el Contrato Social.  Las ideas de Rousseau los guiará y les donará un proyecto de sociedad. Una sociedad donde la lógica y la razón conducirán a una desesperación que aniquilará a una buena parte de ciudadanos no simpatizantes con esa idea de cambio. Rousseau no vive el horror del Reino del Terror para verlo (¡de lo que se salva!). Tampoco para juzgar la situación. Es un ausente  que físicamente lo reviven mediante su invocación gracias a sus ideas, mas no por ejemplo de su experiencia de vida. Recordemos: la sangre de un solo hombre tiene mayor valor que la libertad de todo el género humano. El Dr. Guillotín y su racional máquina de la muerte si tenía más sed de sangre que el romántico, atribulado y excéntrico ginebrino.
Groethuysen observa, sin embargo,  que Rousseau intuyó que vendría una revolución, pues en el  Emilio refiere, con una certera frase, que nos aproximamos a un estado de crisis y al siglo de las revoluciones (libro III). Sabía que una constitución y una corte (junto a un monarca) decadente se cernía sobre Francia conduciéndola a su ruina (la secuela de todos los monarcas luises – XIV, XV y XVI- abonarían el suelo para el cambio, llevando al país a la inoperancia económica hacia al maltrato y displicencia social). Tampoco que una revolución sería conducida únicamente a través de sus ideas o que hicieran justicia en reconocer sus propuestas revolucionarias. Si aspiró a algún reconocimiento su obra política sería, (además de su descripción personal de fenómeno republicano político), de orden moral, de  comprender su  afán personal por el bien político y su cuestionamiento a la sociedad  en que vivió y por la cual sintió un amor-odio permanente, llevándolo a establecer unas relaciones polémicas con sus amigos y con las ideas y posturas, estilos de vida y gustos de su entorno epocal. El reconocimiento a que aspira es a su personalidad moral, no a su condición supuesta de  revolucionario. Jamás supuso que su nombre estaría ligado a la revolución que emergía en el suelo político y social de Francia. Como lo señala Groethuysen  (1985:243):
“Cuando, durante una de sus estancias en París, se entera de que hay trastornos, no piensa más que en buscar asilo fuera del reino, pero no lo hizo porque se sentía tranquilizado con su pequeñez (y su) apacible humor (Confesiones, parte II, libro XI), y porque creía que en la soledad en que (quería) vivir, no podía penetrar tormenta alguna hasta él”.

La tranquilidad de ser un paseante solitario lo protegía  y lo llevaba a vivir retirado, en soledad, con su condición de hombre separado de los acontecimientos sociales de los que, en realidad, no le interesaba participar e intervenir, ni física ni intelectualmente con sus ideas.  Sus ideas no buscan una actualización inmediata por medio de la acción. Para él está claro que la sociedad sería más dichosa si se hubieran limitado a su constitución primitiva y al ejercicio del derecho natural entre gentes. Pero ya no se puede remontar la sociedad a tiempos inocentes y de igualdad condición, pues  había dejado de serlo hacía muchos siglos. 
En su carta de Respuesta al Rey de Polonia afirma que si alguna gran revolución debiera surgir  sería casi tanto de temer como el mal que pudiera curar y que es censurable a desear imponer prever.  La Revolución es tan cuestionable y peligrosa como lo es censurable el régimen decadente y corrupto, autoritario e injusto que pretende sustituir (de la monarquía absoluta francesa). Pareciera que nuestro autor está próximo a que la sociedad evolucione para mejor mediante reformas, pero el poder nunca tiene miramientos contra todo aquello que le lleve a perder sus privilegios y su dominio ante lo social.
Respecto a poder recobrar el hombre cierta felicidad social podemos encontrar las aclaraciones dadas por él en el Contrato Social, donde juzga que el estado ideal y del porvenir sería el de la república, pero en las pequeñas repúblicas, no en las que pudieran surgir de los grandes reinos o de las naciones extensas. Su modelo de instituciones públicas es tomada de la constitución de Ginebra; ella es un ejemplo para Europa (Cartas escritas desde la montaña, parte I, carta IV). Sin embargo no hay ninguna declaración en la que exalte a los hombres de su presente  acariciar la posibilidad de  encontrar realizada esa forma de gobierno donde se coloca no a  unos hombres por encima de otros, sino sólo a las leyes por encima de los hombres.
¿Qué hizo que las ideas de Rousseau sean revolucionarias a pesar de que él no tenía en su personalidad ningún viso de revolucionario? Su pensamiento, de hecho, será revolucionario por  una idea de derecho, y ello significa querer una reforma, de solicitar reivindicación, establecer un deber-ser universal para el conjunto humano al que va referido. Independientemente que sus proyectos fuesen realizados o no nos encontramos que el derecho presenta en el Contrato Social  (libro I), una relación respecto a la obediencia o no de las leyes establecidas. Las leyes nos llevan a cumplirlas, el pueblo está obligado a ello, lo cual es lo justo; pero también advierte que también puede sacudirse del yugo que lo reprime y eso es mejor: porque, al recobrar la libertad por el mismo derecho que se le ha arrebatado, o está autorizado a recobrarla, o no lo estaban para quitársela. Con estas palabras vendría a legitimar una acción de rebelión o de revolución frente a un régimen injusto.
Su pensamiento es revolucionario por enfrentarse a un orden existente. No hay manera de reconciliar el deber ser con lo que es, en tanto realidad vivida por el pueblo; no valen simples reformas que permitan hacerlo evolucionar hacia un mejor estado de cosas existentes. En el orden existente podemos encontrar errores de principios realmente malos, en lo que se puede fijar una acción para encaminar lo que es hacia una condición legal y política mejor y más justa.
Para los filósofos de su momento podemos notar que, al fijarse en la historia, encuentran una evolución en del desarrollo de los estados. Rousseau irá en contra los fundamentos mismos de dicha teoría. Podemos encontrar que para ciertos pensadores  conciben amplias esperanzas en un futuro incierto sin temer que rechazar  de forma absoluta todo lo corrupto y malo de lo que se vive en el presente.  Ello no lo podrá admitir Rousseau. Pide el cambio total de todas las condiciones morales de la vida.  No se contenta sólo con la crítica o una oposición de ideas. La postura intelectual del ginebrino será más radical y, por tanto, más difícil: no se alza contra determinado abuso de un régimen sino contra un estado de cosas, contra un estilo de vida y el espíritu de toda una época, contra las maneras de pensar decadente y  del sentir de su presente en la mayoría y en los llamados ilustrados, pues en ello se encuentra la aceptación y la propagación de los abusos; su postura es contra una mentalidad establecida que hay que cambiar, en principio, individualmente y posteriormente concretizarla en el derecho constitucional.  Rousseau, que representa un símbolo:
Ha luchado contra su siglo, ha sido un mártir Este ginebrino es el primer francés de los nuevos tiempos. Ha hecho, por su manera de ser y por su modo de combatir contra la sociedad, una revolución individual que ha precedido a la gran revolución colectiva. No es de su siglo, se adelanta a su época, y los revolucionarios hubieran querido verlo entre ellos (idem:247).

Rousseau más que un revolucionario social y político ha mostrado su carta sobre la mesa de la metafísica política de  la modernidad: antes que ir a ver cómo se reacciona socialmente en el conjunto de los hombres, las nuevas propuestas de un estado nuevo ha manifestado la necesidad individual de cambiarse a sí ante de querer cambiar a los demás, de observar en nuestras maneras de sentir, pensar y ser en relación a lo que es nuestra vida individual, subjetiva, personal. Su vida se adelanta a su época; su condición de ciudadano de Ginebra le acompañará a lo largo de su existencia más allá de los límites de su ciudad. Será una permanente búsqueda personal y del conocerse de así, del amor de sí, que lo lleva a practicar maneras de vivir y existir que aún son demasiado novedosas para ser aceptadas de forma universal por un estado. Sólo las publicita pero antes de ello ya las  ha vivido en y por él en los límites de su propia convivencia e imaginario social e individual.
Más que ser  un utopista, que imagina posibilidades distintas al que encuentra en el orden existente, es un soñador. Elevándose por encima de la sociedad del momento, la combate de forma pertinaz con la palabra que ha forjado a partir de la ensoñación de espacios; de hombres y relaciones imaginados en tanto placer  que  surge de la construcción subjetiva personal ideal. Se ha expresado respecto a la insuficiencia  del mundo en que vive, ha hablado contra la propiedad, de la hipocresía, la miseria humana, de querer que no hubiera ricos y menos pobres. Sus razones nos muestra la intensidad de su sufrimiento al ver los principios en que se desenvuelve la sociedad en que habita junto a sus imperfecciones. Sin embargo no posee una visión concreta de las cosas; se despliega y se desparrama en la espuma de su imaginación y ello no da pie para una acción real guiada por una visión que le dé  una situación política real  vivida.  Combate contra todo el mundo sin tener una idea segura contra qué combate. La sociedad nos hace desdichados, pero  a qué sociedad se refiere, la de su presente, la del pasado, la de más allá o más acá; no es concreta su queja, sólo una emoción lanzada contra todo y contra nada.  “Es luchar en el vacío. En todo tiempo se ha lloriqueado mucho  sobre la condición de la naturaleza humana, sobre la sociedad y qué se yo sobre qué más, sin que todas las  lamentaciones hayan servido para algo” (idem:248). Nada es menos revolucionario que  una crítica a la sociedad en general. No hay qué objetivos a tomar,  solo molinos de viento que parecen gigantes sobre el horizonte. Así que quien se manifestara en concreto contra el régimen feudal reinante o contra la monarquía absoluta sería más peligroso que todas las críticas que un Rousseau  expresara pero sin llegar a precisar nada.
Sin embargo Rousseau es un espíritu peligroso para aquellos que gustan del reposo y de la tranquilidad, y piensan que todo va mejor que nunca.   Y al hombre social que dirige sus ataques será al del francés del siglo XVIII. No  hace crítica a un medio social; saca lo realmente humano de sus experiencias personales; y busca al fenómeno mismo para envestirlo. Vivió en lo general y sufrió por lo general; combina lo general con el punto de vista de lo concreto, llegando a ejercer un malestar en sus contemporáneos. Su hombre social es con el que se encontrará al ser arrancado de su vida fuera de  su ciudad: Ginebra y  se sabe distinto a él. Sus palabras son elocuentes al mostrarnos su malestar ante el prójimo francés: Dejadme vivir a mi antojo, soy distinto a vosotros.  Es de otro país, no de Francia, en donde encuentra un hombre social  que tiene maneras de vivir, traiciones e ideas distintas  a las suyas.  Y para él ello puede ser normal: ¿Qué de extraño que no sea como vosotros? Son dos maneras de ser que nacen de tradiciones diferentes. Será un extranjero a lo largo de su vida en donde quiera que se encuentre. Pareciera querer conservar en París el conjunto de las costumbres helvéticas que arraigaron en él. Encuentra que hay un divorcio entre su naturaleza y la de los demás. Lo que constituye la fuerza de Rousseau es que aquello  que hay en él de individual encuentra un fundamento en tradiciones que  expresan  la mentalidad de un pueblo, del pueblo ginebrino (idem:251).  De esta forma podemos comprenderlo, no es una especie de  taciturno solitario, de misógino,  o  un salvaje, un hombre natural sin más,  un nihilista que parte de la nada para volver a la nada. Es un hombre que sus modos de pensar y vivir son los que han permeado en él en los primeros tiempos de su vida y que están en permanente contraste (y contradicción republicana), con el resto de los hombres que encuentra a su  paso. Cuando critica a la sociedad francesa lo hace desde la orilla de su representación de los principios  y tradiciones de  un ginebrino. Invoca al campesino del Valais (suizo),  contra quienes  no saben concebir la vida más que bajo formas sociales y artificiales. Sea en lo religioso o en lo político su visión personal natal es determinante para su combate al hombre social francés. Así, por ejemplo, el Contrato Social no es una utopía, es  un orden existente de acuerdo a su modelo de patria real y rememorada. El pinta un mecanismo político real, un amor a la justicia, una necesidad de libertad personal y de igualdad ante la ley, una democracia republicana, sin que  con ello se pueda decir que será una mera representación calcada de la realidad ginebrina. En su concepción se mezcla esta objetividad política junto con sus aspiraciones e ideas personales que le conforman su imaginario político. Su felicidad se halla cerca de la comarca de Vaud (Suiza); leámos en Confesiones (parte I, lib.IV): Cuando el ardiente deseo de esta vida dichosa y amable, que  huye de mí y para la cual había nacido, viene a inflamar mi imaginación, es siempre en la comarca de Vaud, cerca del lago, en una campiña encantadora, donde se fija.
Eso desde su concepción crítica de la vida y cultura gala. Pero Francia será también un gran amor: Amo a Francia y la echaré de menos toda mi vida; si mi destino dependiera  de mí, iría allí a acabar mis días, nos dice cuando vive en Inglaterra y le escribe al marqués de Mirabeau, el 31 de enero de 1767. Rousseau amó a su patria pero, a la vez, se sintió atraído por una cultura que no era la suya y que no la encuentra en su país, y ella estará presente en el desenvolvimiento de la sociedad que amo y odio; en ella encuentra una fineza de tacto, de corazón de la que está de manera constante en toda su obra, pues para él el pueblo francés sigue amando lo que es justo y decoroso, dice al final de su vida en una carta a su amigo Dubelly, del 12 de marzo de 1770. Sigue siendo un republicano en una tierra donde nadie se hubiera atrevido a serlo, es decir, ningún francés se pronunciaría por querer cambiar la monarquía por una república. Si bien se adelanta  a su época por sus propuestas políticas no verán su realidad más tarde, cuando con un esfuerzo colectivo serán establecidas por la violencia y la confrontación a un orden decadente y sin esperanzas de seguir existiendo inmodificado en el suelo de la historia europea.
Rousseau puede manifestarse en contra de los reyes y la monarquía absoluta, pues no es fiel a ninguno; es un hombre libre, un extranjero que no es en absoluto súbdito del rey (Carta a Saint Germain, 26 de febrero de 1770). Nada le impide ser, pues, republicano; esa idea le es familiar, la ha absorbido de su país. Como se verá para entonces, nada más distinto que un francés de un ginebrino y viceversa. Como nos refiere Groethuysen:
“Quizá forma parte del espíritu de los suizos el buscar inspiraciones en otros países, ensanchar sus opiniones y vivir en una comunidad más grande que la suya, a reserva de sentir el Heimweh de que habla Rousseau en una de sus cartas. Por otra parte, el ejemplo de Rousseau demuestra que Suiza devuelve lo que toma de las demás naciones, haciendo ver a sus vecinos que hay formas de vida que no son ajenas a su espíritu, pero que ella sola, favorecida por las circunstancias, ha sabido desarrollar” (idem:263).

Sin embargo Rousseau nació  político, su país, con sólo respirar entre sus calles, le daba esa dimensión que carecían el resto de los individuos de otras regiones en que no se presentaba la vivencia real de practicar cotidianamente la política en su comunidad de forma expresa y declarada. De ahí que en él arraigó tanto el interés por ese campo pues, como  refiere en sus Confesiones (parte II, lib.IX): Había visto  que todo radicaba esencialmente en la política, y que, de cualquier manera que se hiciese, ningún pueblo sería sino aquello que la índole de su gobierno le haría ser.  Tal declaración no es mera sentencia intelectual de un historiador, de un filósofo, o de un economista sino de alguien que lo había vivido en realidad, en el mundo estrecho pero intenso de la concentrada política de la pequeña democracia de Ginebra. Los conflictos y avenencias de ese pueblo no parten de lo que sucede en la corte sino de las contradicciones, de las tendencias, de las fuerzas vivas que emanan del mismo pueblo en tanto enfrentamiento de opiniones y polémicas vividas. Los ginebrinos sabían más de la real politic que lo que pudiera pensar un filósofo de ese tiempo a través de lecturas y teorías enmarcado en el salón de su casa, sin respirar las pestilencias y los aromas de la calle en la polis misma. Comprendió que las sociedades políticas y civiles son organismos puramente humanos donde los vicios de los hombres hacen necesarias estas organizaciones, y solo las pasiones humanas las conservan. Quitadles todos los vicios a vuestros cristianos, y ya no tendrán necesidad de magistrados ni de leyes; quitadles todas las pasiones humanas, y el vínculo civil pierde  al instante toda su fuerza; ya no hay emulación ni gloria ni anhelo por las preferencias; el interés particular queda destruido; y perdido el sosten conveniente, el estado político cae en postración (Carta a Usteri, 15 de julio de 1763). Donde encontramos que la justificación del estado y su política tiene como móvil el interés, a la vez,  individual y general como fundamento de todo organismo político; condición que hemos visto cómo la han castrado todos los regímenes marxistas, socialistas, conservadores, fascistas, nacionalsocialistas y conservadores tanto de antes como de hoy.  La ambición por el poder está enraizada en toda civilización y  al detentarlo se abusa de él, entonces sólo queda por hacer que en el espíritu de los ciudadanos prevalezca el interés general por encima del particular; todo gobierno, por ende, debe estar subordinado a la voluntad general y debe estar observado y controlado de forma permanente por el pueblo. La desconfianza del pueblo ante sus gobernantes es esencial si quiere permanecer libre y para ello debe vigilar constantemente los poderes constituidos y su ejercicio.  En política republicana nos encontramos con el problema de poner la ley por encima de los hombres, haciendo reinar la justicia en la extensión de la organización social, sin tratar de  despertar sentimientos de justicia entre los hombres  al recordarles sus verdaderos intereses, destruyendo sus prejuicios o iluminándolos con razonamientos filosóficos u otros. Todos esos sentimientos serán precarios y llevarán a un mal funcionamiento de lo político. El punto central está en organizar la justicia a todos los niveles y hacer que los hombres honren y acepten las leyes de  su organización, sean aquellos considerados buenos o malos.
En las leyes Rousseau encontraba el perfeccionamiento político de las mismas, en la medida que ellas emanaban de una voluntad general libre. Ellas llevan a que un pueblo se constituya como una individualidad bien definida. No se trata de hacer sólo a los hombres mejores o de iluminarlos individualmente, sino de considerarlos desde el punto de vista colectivo; más que desarrollar unas facultades individuales de forma aislada, está en  buscar desarrollar unos valores morales sociales. De esta manera  no se trata de sacar de la filosofía  cómo se puede transformar  el orden existente sino que se debe tener otras concepciones para la evolución y cambios del ser político de un pueblo.  No sirve sólo declarar los derechos del hombre sino que es preciso introducirlos en la médula de la estructura misma de la organización social y en el arraigo del ser social político del pueblo. Rousseau, no es revolucionario, sólo nos muestra, nada más y nada menos, que para que le derecho a la libertad y, a la igualdad sea conservado para todos indistintamente debe vivir tanto en la voluntad general como un principio que inunde y sustente a las elecciones y acciones que emana de la voluntad individual. En Rousseau lo que podemos observar es su reiterado empeño en presentar unas técnicas de cómo se forma un pueblo,  en cómo se arraiga una sentimiento patriótico natural vinculando individualidades y sentimientos a una causa común por el bien global.
Nos habla que lo que pareciera ser el problema de todo revolucionario, es decir, plantearse el problema del cambio social dentro de un orden existente que lo amerita por las exigencias del espíritu y las necesidades de sobrevivencia de una nación, de un pueblo, junto a la condición de vida de cada individuo para sí.  Y ello estriba en cuáles son las condiciones que se deben cambiar. El orden reinante es complejo y ninguna revolución puede cambiar totalmente todos sus elementos, de sustituir unos factores por otros enteramente nuevos. La revolución hace enunciados sobre lo que considera como malo y se presenta como factor a cambiar pero para ello también es preciso saber cuál es la finalidad que se persigue con dicha alteración del orden nefasto. No sólo con cambiar se hace la revolución: los fines cuentan. En un principio nos encontramos que debe existir el sentimiento de un malestar generalizado y en un segundo momento en encontrar lo que lo motiva, el mal arraigado en algún adversario social, sea partido, líder, ejército, iglesia, grupos económicos, etc. Y lo difícil es hallar esa causa primera que genera los abusos que se hacen sentir colectivamente.
De ahí que se deba partir de un punto de vista general y encontrar las ideas y procesos que universales que pueden llegar a determinar los destinos de los hombres.  El adversario, el culpable de tal designio funesto, será el que impida la liberación de los espíritus y el desarrollo del hombre autónomo para sí pero dado a su colectividad. Para ello se tiene que desarrollar, postura rousseauniana, los derechos de todos unidos dentro de una comunidad de iguales ante la ley, en donde tiene que reinar la voluntad general; el adversario sería siempre un déspota pues sólo irá a sus intereses, así sea en nombre de conminar al pueblo  en todo momento junto a él. Lo que nos muestra este ginebrino que la mayoría de las desdichas sociales está arraigadas al grado de madurez de los pueblos en el sentido que sus desdichas, dentro del estado social,  se deben a que los hombres (en el poder), reinan o mandan por encima de las leyes; situación vivida con Luis XVI en Francia del siglo XVIII. Lo que busca este pensador nacido político, es construir un orden político no centrado en la figura del líder o del hombre providencial, mesiánico, único, sino en un orden popular fundado sobre la columna organizacional permanente pero dinámica de la ley y su sentido universal de justicia. Por tanto, si bien puede criticarse a las autoridades religiosas elevándose como ductores de pueblos sin precisar una ley humana y justificando una ley divina, igualmente podemos cuestionar el totalitarismo que surge tanto de un partido único y de  líderes elegidos, mesiánicos, caudillos militarescos, dictadores iluminados, caudillos tropicales o africanos, de animales soberbios y ególatras, que igualmente observarán que ellos tienen todo el derecho para colocarse por encima de las leyes y gobernar con las leyes diseñadas a sus intereses personales; la propuesta rousseauniana no decanta en  repúblicas establecidas por un culto de corderos y popular a la personalidad o a una iglesia, sino un culto ciudadano al ejercicio de las leyes de forma igual y racional  para todos ante ellas. 
Finalmente podemos decir como referimos al principio las ideas de Rousseau  son revolucionarias más no él, más no su bitácora de viaje individual. Su visión política está centrado en la conjunción de un orden en que  las leyes vuelvan a tener un sentido vital para el orden ciudadano, donde todos estemos bajo el cobijo de ellas y no poder presentarse ocasión para que cualquier se coloque por encima de su majestad. La voluntad del pueblo es un concepto que tiene un carácter revolucionario en la medida que es garante de que las leyes sean el factor determinante de la vida de una nación y no la nación esté determinada por la voluntad de un líder o de un partido único, que a la final siempre vela por su interés, su soberbia, su patología por el poder (y el presupuesto de una nación), y su vanidad política. Si bien las leyes pueden que no sean perfectas pueden llegar, por reforma y evolución cultural política de un pueblo, transformarse para que sigan permaneciendo como el instrumento que dirige las velas de una nación ante los vientos intempestivos de su historia.
Rousseau no era un revolucionario pero revolucionó el sentido de cómo hacer la política en la modernidad en función del bienestar común por medio de las leyes universales y democráticas.

Bibliografía
Groethuysen, B.: 1985: J.J. Rousseau. F.C.E. México
Rousseau, Ouvres completes, 5 vol. La Pléiade. Paris.


Derecho, política y democracia

María Eugenia Cisneros Araujo




“Expulsamos la justicia de la esfera administrativa, en la que el antiguo régimen la había dejado indebidamente introducirse; pero, al mismo tiempo, el gobierno se mezclaba en la esfera natural de la justicia, y lo consentimos, como si la confusión de poderes no fuera tan peligrosa y aún peor en ésta que en aquélla, porque la intervención de la justicia en la administración perjudica a los asuntos, mientras que la intervención de la administración en la justicia deprava a los hombres y tiende hacerlos a la vez revolucionarios y serviles.”
Tocqueville El antiguo régimen de la revolución


Introducción
La forma de organización social humana ha sido comprendida desde distintos ángulos. Por un lado se encuentran los pensadores que creen en una evolución de la conciencia de cada hombre y convicciones éticas que permitirían que éstos convivieran en armonía sin la necesidad de la figura del Estado. Por otro lado, los que consideran esa propuesta como una utopía y dirigen sus esfuerzos a justificar la existencia del Estado y la necesidad del Derecho como elementos fundamentales de la organización de la convivencia humana. Hay una premisa de importante valor a tomar en consideración cuando se analiza las formas sociales que enuncia lo siguiente: Entre distintas personas con intereses particulares dirigidos a un mismo objetivo surge un conflicto. “Cuando dos hombres que tienen hambre se encuentran ante un pedazo de pan, es probable, ya que no seguro, que cada uno de ellos intente tomarlo por la fuerza”[1]. En este sentido Thomas Hobbes en el Leviatán, expresa: “... si dos hombres desean una misma cosa que no puede ser disfrutada por ambos, se convierten en enemigos; y, para lograr su fin, que es, principalmente, su propia conservación y, algunas veces, sólo su deleite, se empeñan en destruirse y someterse mutuamente”[2]. A partir de esta premisa se dividen las propuestas en cuanto a su solución: los que consideran, que la naturaleza del hombre es preocuparse por su semejante y lo pueden resolver a partir de una toma de conciencia de la situación y encontrar una solución pacífica, o por el contrario, la naturaleza del hombre es competitiva, egoísta e individualista y el uso de la fuerza legítima resolverá el conflicto mediante la figura del Estado.
En todo caso, hay un elemento inherente a la naturaleza humana de un peso específico ante el encuentro de la satisfacción de intereses de personas distintas ante un mismo objeto que consiste en la necesidad de vivir en paz y esto se traduce en la necesidad de cada hombre de que su permanencia en la sociedad sea pacífica. La opción de una organización sin la figura del Estado donde los hombres viven en armonía sigue siendo utópica, por lo menos en las sociedades occidentales. La organización que se conoce es donde existe un Estado. Hobbes promotor de la necesidad de este ente explica que los hombres se encuentran en un estado de naturaleza donde reina la fuerza y la violencia. Esta condición produce en los hombres el miedo a la muerte y el deseo de obtener cosas necesarias para vivir cómodamente mediante su trabajo y la razón. Esta última le sugiere la creación de normas[3]y del Estado. En esta línea, Francisco Carnellutti considera:
“... el empleo de la violencia para la solución de los conflictos hace difícil, si no imposible, la permanencia de los hombres en sociedad y, con ello, el desenvolvimiento de los intereses que por su naturaleza colectiva requieren esa permanencia. Es así como en su propio interés los hombres se sienten impulsados a encontrar un medio que elimine la solución violenta de los conflictos de intereses, en cuanto tal solución pugna con la paz social, que es el interés colectivo supremo. En realidad, puesto que únicamente mediante la vida en sociedad pueden los hombres satisfacer gran parte de sus necesidades, y puesto que la guerra entre ellos disgrega la sociedad, la composición (solución pacífica) de los conflictos se convierte en interés colectivo (público), al cual podríamos dar, para distinguirlos de los intereses en conflicto (internos), el nombre de interés externo. En él radica la causa del Derecho.[4]

Por tanto, la expresión de la organización que buscan los hombres para vivir en paz es el ESTADO; y el Estado es la “organización en que el Derecho se traduce.”[5]
Es así, como uno de los fundamentos del Estado, es la fuerza traducida en la creación de normas que establecen deberes y derechos dirigidos a regular el comportamiento de los hombres con el fin de lograr la paz social. Al respecto afirma Mario Pesci Feltri:
“Los esfuerzos para lograr la organización de la vida social han llevado al hombre, a través de su historia, a la creación del Estado al cual se le atribuyen los poderes necesarios para lograr la organización requerida. Estos poderes del Estado son: el legislativo, mediante el cual crea para sus súbditos normas coactivas de comportamiento; el ejecutivo o administrativo, mediante el cual persigue directamente fines que interesan a la colectividad y que el individuo por su cuenta no podría alcanzar; el jurisdiccional que resuelve las controversias que surjan entre los asociados, imponiendo la observancia de las normas jurídicas, lo que permite al individuo lograr los fines que la norma jurídica ha considerado dignos de protección”.[6]

Es con la creación y constitución del Estado que entra en escena el derecho positivo. El derecho es el conjunto de preceptos legales que ordenan y organizan el poder del Estado. El derecho regula el ejercicio del poder político del Estado y simultáneamente el Estado obedece el marco jurídico que le ha sido establecido para su funcionamiento.
El objetivo del presente ensayo consiste en analizar cómo para Habermas sí es posible la vinculación del derecho, la ética y la política para constituir un Estado de derecho que se presenta institucionalmente como democracia deliberativa.




1. Facticidad y validez del derecho como proyecto político
La tesis de Habermas se centra en mostrar cómo es posible que el sistema jurídico regule el proceso político de tal forma que el ejercicio del poder responda a la aplicación del derecho. Al derecho como forma jurídica de las normas le corresponde la reconstrucción de los principios normativos en función de la organización jurídica del poder. La vinculación entre el derecho y la política la fundamenta en que la fuente de la normatividad es el principio del discurso. En otras palabras, aplica el principio del discurso a la forma jurídica. El resultado de la propuesta de Habermas consiste en unir la concepción procedimental del derecho con la concepción procedimental de la racionalidad comunicativa para garantizar un desarrollo constructivo de las condiciones de legitimidad del sistema político. La cuestión radica en el control de los subsistemas dinero, político-administrativo y legalidad. Mientras estos subsistemas respondan a la racionalidad cognitiva instrumental, entonces las condiciones para sustentar un Estado democrático de derecho son frágiles. Para fortalecer esas condiciones es necesario que los sujetos estén dispuestos a la construcción permanente de una racionalidad comunicativa para discutir todo lo relativo a la esfera pública y los poderes públicos. Habermas está convencido que una verdadera interacción social se encuentra en la unidad entre la vida política, la organización del Estado y la racionalidad comunicativa.
En su teoría de la acción comunicativa, el mencionado sociólogo, deja claro la importancia del medio lingüístico para que se vinculen las interacciones y se estructuren las formas de vida por el entendimiento que se produce entre los sujetos en el intercambio de razones y esta situación ideal del habla es lo que hace posible la racionalidad comunicativa. El desarrollo da la racionalidad comunicativa consiste en que los participantes sean capaces de ligar su acuerdo al reconocimiento intersubjetivo de pretensiones de validez susceptibles de crítica y se muestren dispuestos a asumir las obligaciones relevantes que se derivan del consenso. La racionalidad comunicativa refiere a convicciones a ideas susceptibles a la crítica y que a su vez pueden ser aclaradas argumentativamente. El problema que encuentra Habermas en su teoría de la acción comunicativa es que el fundamento de validez centrado en la intersubjetividad de razones es débil porque el contenido de ese cimiento viene dado únicamente por la motivación racional y ésta no asegura que las convicciones morales se traduzcan en acciones. Esto hace que la racionalidad comunicativa como acto ideal del habla, como formación de la voluntad de los sujetos participantes esté limitada al ámbito de la filosofía moral y al terreno de lo ético. Por consiguiente, la racionalidad comunicativa requiere complementarse con el derecho. Es decir, a la racionalidad comunicativa hay que incorporarle un contenido normativo. De esta forma, lo que persigue Habermas es que la teoría de la acción comunicativa conceda un lugar central al derecho para constituirse en una teoría discursiva del derecho. En este contexto, las normas jurídicas estructuran el procedimiento que garantiza que los sujetos se entiendan como libres e iguales y puedan llegar a un acuerdo racionalmente motivado. La construcción del discurso explicativo se basa en el lenguaje como el medio que permite la exposición de razones por parte de los sujetos para lograr el entendimiento y llegar a un consenso. La fuerza de cohesión social estriba en las razones o argumentos. “…las operaciones explícitas de entendimiento se mueven de por sí en el horizonte de convicciones comunes aproblemáticas…”[7]. Pero las razones o argumentos son susceptibles de críticas lo que conlleva a desacuerdos. A medida que la sociedad evoluciona y se complejiza los disentimientos crecen. Se hace insuficiente las razones como formadoras de convicción para producir la interacción social en la esfera de la racionalidad comunicativa.  El modo de regular esta situación es mediante la  intervención del derecho. El derecho posibilita la integración social a partir de la racionalidad comunicativa porque la intersubjetividad que despliegan los sujetos está orientada por el reconocimiento de pretensiones de validez normativas. Y en este ámbito la fuerza vinculante de las convicciones racionalmente motivadas viene dada por el derecho. En este terreno, el derecho cumple una doble función: por un lado, regula normativamente las interacciones estratégicas; por el otro, se ocupa de la integración social sobre la base de pretensiones de validez normativas intersubjetivamente reconocidas. En palabras de Habermas “El tipo de normas buscado tendría…que causar en sus destinatarios una disponibilidad a la obediencia basada simultáneamente  en la coerción física y en la validez legítima”[8]. La validez del derecho tiene que ver con la imposición del derecho por parte del Estado y la racionalidad como fuerza fundadora de legitimidad que garantiza que el procedimiento de producción del derecho tenga como fin proteger el ejercicio de la libertad de los sujetos que participan en la construcción del discurso explicativo. Así, la integración social es posible sobre la base de reglas normativamente válidas que desde el punto de vista moral merezcan el reconocimiento racionalmente motivado de sus destinatarios. El derecho, en su doble papel, es coercitivo y también garantizador de la libertad. Dicho de otra manera: contiene un componente de legalidad y otro de legitimidad. La legalidad tiene que ver con la aplicación fáctica de la ley positiva. La legitimidad depende de la validez normativa, esto es, que el sistema jurídico haya sido producido por un procedimiento racional discursivo que se pueda justificar en el campo práctico, ético y moral. Por tanto, la validez social de las normas jurídicas se determina por el grado de aceptación que tengan los destinatarios respecto a la formación del sistema jurídico. La legalidad regula los comportamientos que se guían por la racionalidad cognitivo-instrumental. La legitimidad se ocupa de regular el procedimiento que orientará el desarrollo de la racionalidad comunicativa para posibilitar la interacción social vinculando el derecho, la política y la moral. En este último sentido, los destinatarios cumplirán su deber por respeto a la ley. El respeto deviene de la motivación racional traducida en la convicción que aceptar que la ley guíe las acciones comunicativas garantiza la libertad y la interacción social bajo esta atmósfera. Como la legitimidad requiere de la convicción y el asentimiento de los destinatarios, la fuerza de validez de esa legitimidad tiene que derivar de la práctica del entendimiento intersubjetivo de los destinatarios. Esta práctica se traduce en la participación y comunicación en el procedimiento de producción de normas que consideren eficaz para fundar la legitimación. En otras palabras, la legitimidad tiene su origen en la racionalidad comunicativa. Esta raíz asegura que la producción del derecho deviene de un procedimiento democrático que acepta el conjunto de reglas porque se construyó a partir de la intersubjetividad. Es decir, la validez de la legitimidad del derecho viene dada porque los destinatarios que quedan sujetos a ese sistema jurídico entienden en su proceso de intersubjetividad que son los autores racionales de esas normas. Así, la integración social responde a los valores, normas y procesos de entendimiento. “Los miembros de la comunidad tienen que poder suponer que en una libre formación de la opinión y la voluntad políticas ellos mismos darían su aprobación a las reglas a las que están sujetos como destinatarios de ellas”[9]. De aquí, que Habermas considere también, la necesidad de organizar en forma de derecho legítimo el poder político. El poder político impone el derecho. A su vez, el derecho debe su positividad al poder político. El poder político se organiza jurídicamente y esto es lo que constituye el Estado de derecho. El Estado de derecho le corresponde regular jurídicamente al subsistema del dinero, político (administrativo) y de legalidad. Pero como en el origen del Estado de derecho se encuentra la opinión y libre voluntad pública de los sujetos, a ellos les corresponde preservar la validez de la legitimidad del sistema jurídico, controlar la aplicación del derecho por parte del poder a la esfera económica, de legalidad y político-administrativa así como el ámbito político-administrativo también controla a la opinión pública. Produciéndose una inter-relación permanente o control mutuo entre administración y opinión pública. Al respecto, Habermas sostiene:

“Las sociedades modernas no sólo se integran socialmente…por medio de valores, normas y procesos de entendimiento, sino también…a través de mercados y de poder empleado administrativamente. El dinero y el poder administrativo son mecanismos de integración de la sociedad, formadores de sistemas, que coordinan las acciones…a espaldas de esos participantes…”[10].

Ante la colonización del mundo de la vida por los subsistemas (dinero, político-administrativo y la mera legalidad) que responden a la racionalidad congnitivo-instrumental se requiere pasar a la racionalidad comunicativa. Sistema que se encargará con la ayuda del derecho de regular procedimentalmente los subsistemas y lograr así que la integración social responda a un Estado de derecho. Para ello se requiere la formación pública o procesos de aprendizaje por parte de los sujetos integrantes de la comunidad que ha decidido que su mundo de la vida se desarrolle a partir de la intersubjetividad lingüística como un proceso de entendimiento mutuo donde la acción comunicativa y el derecho se complementen. Esto significa que el derecho  debe posibilitar las condiciones de una integración social que se efectúa por operaciones de entendimiento intersubjetivo de sujetos que actúan comunicativamente mediante la aceptación de pretensiones de validez. La normatividad asegura la compatibilidad de las libertades de acción comunicativa que obtiene su legitimidad mediante un procedimiento racional que se apoya en la intersubjetividad de la libre formación de opinión y voluntad pública. El derecho garantiza a los ciudadanos el ejercicio de su autonomía política, allí se encuentra el vínculo entre la legalidad y la legitimidad. Es decir, la conexión entre las libertades subjetiva-privadas (autonomía privada) de los sujetos y la autonomía ciudadana (autonomía pública) es posible mediante la construcción discursiva de un sistema jurídico. En el fondo lo que está tratando de enlazar Habermas es el derecho que responde a la concepción liberal con el que deriva del republicanismo. Y esto lo hace proponiendo que la legitimidad del sistema jurídico radica en el proceso democrático de producción del derecho y en el origen de ese proceso está la soberanía popular. Para que la interacción social ocurra dentro de la esfera de la racionalidad comunicativa es necesario que el sistema jurídico sea producto del vínculo entre la formación de la voluntad política y un procedimiento democrático que exprese el consenso racional de todos los sujetos que han participado. De esta manera se da el nexo entre  la autonomía privada y la autonomía pública. El derecho en el ámbito de la racionalidad comunicativa es el medio que conecta el principio moral con el principio democrático para conseguir un balance entre estos.
La propuesta de Habermas consiste en mostrar que la legitimidad del derecho se basa en el mecanismo comunicativo: “como participantes en discursos racionales los miembros de una comunidad jurídica han de poder organizar si la norma de que se trate encuentra…el asentimiento de todos los posibles afectados”[11]. De esta forma, es por el sistema jurídico que es factible la vinculación entre los derechos subjetivos del hombre y el ámbito público, puesto que el derecho institucionaliza las formas de comunicación que se requieren para la producción de normas políticamente autónomas.

“La sustancia de los derechos del hombre se encierra entonces en las condiciones formales de la institucionalización jurídica de ese tipo de formación discursiva de opinión y la voluntad comunes, en el que la soberanía popular cobra forma jurídica”[12]. En este contexto la moral autónoma y el derecho positivo establecen una relación de complementariedad. “Las cuestiones jurídicas y las cuestiones morales se refieren…a los mismos problemas: el de cómo ordenar legítimamente las relaciones interpersonales y cómo coordinar entre sí las acciones a través de normas justificadas, el de cómo solucionar consensualmente los conflictos de acción sobre el trasfondo de principios normativos y reglas intersubjetivamente reconocidos…se refieren a los mismos problemas de forma distinta en ambos casos…”[13].

La moral se mueve dentro del saber cultural. El derecho obtiene su obligatoriedad y legitimidad en el plano institucional. Lo que permite la unión entre moral y derecho es el contenido normativo que presentan las normas morales. Cuando la fuerza de las razones es insuficiente, entonces entra lo normativo para insuflar fuerza a esas razones, y así lograr la convicción por parte de los sujetos de aceptar que su comportamiento sea guiado por respeto a la ley.

“Una moral racional que sólo cobrase eficacia a través de procesos de socialización y de la conciencia de los individuos permanecería restringida a un estrecho radio de acción. En cambio, a través de un sistema jurídico con el que está internamente vinculada, la moral puede irradiar sobre todos los ámbitos de acción, incluso sobre esos ámbitos sistémicamente autonomizados de interacciones regidas por medios de regulación o control sistémico, que descargan a los actores de todas las exigencias morales a excepción de la única de una obediencia generalizada al derecho”[14].

Se trata de razones ético-políticas y morales que se complementan y no sólo de motivos morales. El discurso que se produce en la intersubjetividad garantiza la imparcialidad con la que se llega al consenso de aceptar cumplir la ley por respeto. Esta complementariedad asegura que el principio democrático fije un procedimiento de producción legítima de normas jurídicas. Sólo tienen validez legítima aquellas normas jurídicas provenientes de un proceso discursivo cuyos autores aceptan por haber participado en su producción.
El sistema jurídico al que se refiere Habermas es aquel donde la legitimidad del derecho se mantiene porque su función coercitiva respeta los motivos racionales que llevan a los destinatarios a obedecer el derecho. En otras palabras, la fuerza de la legitimidad de la institución jurídica viene dada porque las normas jurídicas son aceptadas por convicción. En este entorno, surge el principio democrático que deviene del principio discursivo en forma jurídica.
Para Habermas un sistema de derechos asegura a la comunidad la legitimidad del sistema jurídico y la legitimación de los procesos de producción del derecho. Un Estado de derecho será aquel constituido de una asociación que puede entenderse como comunidad jurídica de miembros libres e iguales.
Ahora bien, para que la legitimidad jurídica de un Estado de derecho pueda perpetuar su estructura y organización es necesario el vínculo indisoluble entre el derecho y el poder. Entre la autonomía privada y la pública. Se produce una interacción bidireccional entre el derecho y el poder político. El poder político se organiza y estructura jurídicamente. El derecho garantiza que ese orden se consolide como un Estado de derecho. Simultáneamente el Estado en ejercicio del poder político se desarrolla y funciona de conformidad con las reglas jurídicas. En el fundamento de este proceso, la opinión pública se encarga de vigilar y controlar que esto sea así. Desde este punto de vista, a la opinión pública le corresponde el control de la legitimidad y la legalidad del sistema jurídico. Y también a la legitimidad y legalidad les toca controlar a la opinión pública. Se forma así un mecanismo de vinculaciones en función de preservar la autonomía y la libertad de los miembros de la comunidad mediante una intersubjetividad que se desarrolla en los planos de la moral y jurídico, en un balance que deviene del vínculo entre el derecho y el poder político como un Estado de derecho. Así el Estado de derecho se mantiene en tanto y en cuanto desarrolla y preserva las condiciones para que se produzca el ejercicio del poder comunicativo ligado al empleo del poder político-administrativo.
La vinculación entre derecho y poder político se traduce en que son los organismos del Estado a quien le corresponde tomar decisiones que son colectivamente vinculantes. En palabras de Habermas:

“El derecho a la protección de los derechos individuales se concretiza en derechos fundamentales que fundan pretensiones concernientes a la posibilidad de una justicia que juzgue de forma independiente e imparcial. Estos derechos presuponen…el establecimiento de una administración de justicia estatalmente organizada que haga uso del poder de sanción del Estado para decidir autoritativamente los casos de litigio, y de la capacidad de organización del Estado para proteger, desarrollar, perfeccionar y precisar el derecho”[15].

Se trata de producir normas jurídicas políticamente autónomas, esto es, la conformación de un Estado de derecho que se verifica en la participación por parte de los miembros de una comunidad en procesos democráticos de legislación. Este modo de organización se institucionaliza con el poder estructurado estatalmente. La unión de esta estructura deriva del derecho. Su legitimidad como institución dependerá de la conciencia que se genere en la sociedad por los procesos de racionalidad comunicativa que la lleva a entender y aceptar que es recurriendo al derecho como se genera una genuina interacción entre los miembros de una comunidad. La asociación derecho y Estado institucionaliza socialmente el sistema jurídico. “El poder político sólo puede desplegarse a sí mismo a través de un código jurídico que haya sido institucionalizado en forma de derechos fundamentales…”[16]. De esta manera, el principio todo el poder del Estado se deriva del pueblo quiere decir que es bajo las condiciones de comunicación y de procedimientos de una formación de la opinión y la voluntad comunes que se da el nexo entre poder comunicativo y poder político-administrativo. Así en el Estado de derecho la racionalidad comunicativa garantiza los hilos de control y vigilancia recíproca entre el aparato estatal y la voluntad de los ciudadanos. De lo que se trata es de lo siguiente: el derecho legitima al poder político y el poder político se sirve del derecho para organizarse y estructurarse como sistema jurídico. Esta dinámica genera seguridad jurídica a sus destinatarios puesto que el derecho funciona como reglas constitutivas que garantizan la autonomía privada y pública; como generador de instituciones estatales, procedimientos y competencias. Y la legitimidad como institución de esta dinámica deviene del poder comunicativo.

“…propongo considerar el derecho como el medio a través del cual el poder comunicativo se transforma en administrativo…la transformación del poder comunicativo en poder administrativo de un facultamiento o autorización, es decir, de un otorgar poder en el marco del sistema o jerarquía de cargos establecidos por las leyes…”[17].

La propuesta de Habermas consiste en despolitizar al poder político-administrativo. La forma de lograr esto es vinculando el poder administrativo con el poder comunicativo creador de derecho y esto es lo que constituye un Estado de derecho. El Estado de derecho así concebido se encarga de regular el ámbito político estableciendo un equilibrio y balance entre los subsistemas: dinero, poder político-administrativo, la legalidad. Se busca que estos subsistemas estén regidos por el Estado de derecho. En el Estado de derecho se conectan la producción discursiva de derecho y la formación comunicativa del poder.
En resumen, el Estado de derecho debe servir a la autoorganización políticamente autónoma de una sociedad que con el sistema jurídico ha formado una asociación de miembros libres e iguales que integran una comunidad. Las instituciones estatales garantizan el ejercicio efectivo de la autonomía política de ciudadanos socialmente autónomos para que se desarrolle el poder comunicativo como resultado de la formación de una voluntad racional que se expresa en la elaboración de leyes y la implementación administrativa de esas leyes y así asegurar el desarrollo de la interacción social en pro de la realización de fines colectivos.


 


2. Los fundamentos filosóficos de la democracia deliberativa
Habermas parte de un análisis de dos tipos de concepciones democráticas: la liberal y la republicana. A partir de allí, construye su concepción procedimental que llama democracia deliberativa.
En su obra La inclusión del otro[18], explica que la diferencia entre la concepción liberal y la republicana estriba en el papel que le atribuyen al proceso democrático. Para los liberales el Estado se crea en función de los intereses de la sociedad. En este sentido, el Estado comporta el aparato de la administración pública y la sociedad es el sistema donde se interrelacionan los sujetos y la organización de su trabajo responde a la economía de mercado. En este sistema, se preserva y se impulsan los intereses privados y los derechos subjetivos. No se da la vinculación entre la sociedad y la comunicación política porque la sociedad está colonizada por los subsistemas económico, de legalidad y político-administrativo en su forma de racionalidad cognitiva instrumental.
A diferencia de los liberales, los republicanos proponen impulsar la comunidad como un proceso de socialización en conjunto que conforman una vida ética. Allí, la comunidad está formada por miembros libres e iguales. Aquí se preserva y se impulsa el sentido de comunidad y no de intereses privados. En este sistema, según Habermas, se da una formación política de carácter horizontal donde se practica el entendimiento por vía de un consenso logrado comunicativamente orientado por procedimientos normativos. En esta concepción la sociedad ocupa el espacio público político donde aseguran su integridad y su autonomía en el proceso de construcción de discursos explicativos. En otras palabras, se produce una conexión entre el poder administrativo con el poder comunicativo que se deriva de la formación política de la opinión y la voluntad.
La distinción entre estos dos sistemas invita al análisis de tres categorías en cada una de las concepciones: ciudadanía, derecho y naturaleza del proceso político.


Ciudadanía
Para los liberales el status de los ciudadanos viene determinado por los derechos subjetivos que tienen frente al Estado y los demás ciudadanos. La función del Estado consiste en proteger los derechos subjetivos e intereses privados que se encuentran dentro del marco jurídico y no infrinjan la ley. En este caso los derechos subjetivos son derechos negativos que crean un ámbito libre de coacciones externas regulado por la ley. Los ciudadanos hacen valer sus derechos subjetivos “de modo que éstos puedan agregarse con otros intereses privados para configurar una voluntad política que influya de manera efectiva en la administración mediante la celebración de elecciones…la formación del gobierno”[19]. Mediante estos mecanismos los ciudadanos controlan si el Estado cumple su función de preservar sus intereses privados.
En la concepción republicana, el status de los ciudadanos está determinado por las libertades positivas, esto es, por el ejercicio de los derechos cívicos que se traducen en la participación y comunicación de prácticas que le son comunes a los miembros que pertenecen a una sociedad. Sujetos que asumen la responsabilidad de fomentar una comunidad de miembros políticamente libres e iguales. En este sistema el poder del Estado deviene del ejercicio del poder comunicativo por parte de los ciudadanos en su proceso de autodeterminación cuya legitimación viene dada por la institucionalización de la libertad pública como forma de proteger los derechos positivos. Aquí “La razón de ser del Estado…radica…en la salvaguardia  de un proceso inclusivo de formación de la opinión y de la voluntad común, en el que los ciudadanos libres e iguales se entienden acerca de las metas y normas que serían de interés común para todos”[20].



Derecho
Para los liberales el papel del derecho se reduce en determinar en cada caso qué derecho les corresponden a qué individuos. Así, es a partir de los derechos subjetivos que se construye el ordenamiento jurídico. Los derechos subjetivos están fundamentados en un derecho racional suprapolítico que conforman estructuras trascendentales para regular los diversos intereses que entran en conflicto pues éstos responden a acciones orientadas estratégicamente.
En el republicanismo los derechos subjetivos se deben a un sistema jurídico objetivo que garantiza la integridad social con base en una vida común autónoma, en igualdad de derechos y respeto recíproco. Aquí se establece una equivalencia entre la integridad del individuo y sus libertades subjetivas con la integridad de una comunidad en la que sus miembros se reconocen como parte de esa comunidad. Los republicanos tratan de vincular la legitimidad de las leyes con el procedimiento democrático para garantizar la conexión entre las prácticas de autodeterminación de los ciudadanos y el imperio de la ley.



La naturaleza del proceso político
Para los liberales la política es una lucha por obtener posiciones que permitan disponer de poder administrativo. En esa lucha el proceso de formación de la opinión y de la voluntad política en el espacio público está determinado por procesos estratégicos que obedecen a medios-fines que aseguran la adquisición de alguna posición de poder. El éxito se mide por la cantidad de votos obtenidos en el proceso electivo. Tanto el logro del poder como la acción de votar están determinados por la racionalidad cognitivo instrumental. “El punto crucial del modelo liberal…es…normativización, en términos de Estado de derecho, de una sociedad volcada en la economía que mediante la satisfacción de las expectativas de felicidad privadas de ciudadanos activos habría de garantizar un bienestar general entendido de manera apolítica”[21]
Según los republicanos la política debe consistir en la formación de la opinión y voluntad política en el espacio público a partir de procesos comunicativos públicos orientados al entendimiento. De este modo, la política está guiada por el diálogo. Esto obliga que aquellos que se mueven en el subsistema político-administrativo deban aceptar los procesos deliberativos sociales. Esto implica el intercambio de puntos de vista entre los miembros de la comunidad y los sujetos que pretenden posiciones de poder donde se tienen que incorporar los intereses vitales que los integrantes de una comunidad expresen como tales. El intercambio de opiniones en la escena política es la fuerza legitimadora que autoriza a un sujeto a acceder a cargos de poder y ejercerlos mediante la racionalidad comunicativa. El proceso democrático controla el ejercicio del poder político-administrativo. La ventaja de este modelo consiste en que “se atiene al sentido demócrata-radical de una autoorganización de la sociedad mediante ciudadanos unidos de manera comunicativa”[22]; la desventaja radica en que “resulta ser un modelo demasiado idealista y hace depender el proceso democrático de las virtudes de los ciudadanos orientados hacia el bien común”[23]. El error radica “en el estrechamiento ético al que son sometidos los discursos políticos[24].
Hay conflictos que se generan internamente en una comunidad que requieren llegar a un consenso y el campo ético es insuficiente para lograr que se consiga el acuerdo. Aquí entre el ámbito normativo. Es necesaria la intervención de lo jurídico, político, ético y moral como campos vinculados. Una política deliberativa es aquella donde “tenemos en cuenta la pluralidad de formas de comunicación en las que se configura una voluntad común…no sólo por medio de la autocompresión ética, sino también mediante acuerdos de intereses y compromisos, mediante la elección racional de medios en relación a un fin, las fundamentaciones morales y la comprobación de lo coherente jurídicamente…”[25]. De esta manera, la democracia deliberativa es el producto de entrelazar el sistema liberal y el republicano como modelos que se complementan. Esta integración es posible por las deliberaciones producto de la formación de la opinión y voluntad pública que institucionalizan racionalmente las condiciones de comunicación, la política dialógica y la política instrumental. Ambos sistemas pueden fusionarse en la democracia deliberativa porque dependen de las condiciones de la comunicación y de los procedimientos que legitiman la formación institucionalizada de la opinión y la voluntad común. La democracia deliberativa se fundamenta en los procesos institucionalizados de racionalidad comunicativa. Es decir, el “procedimiento democrático genera una interna conexión entre negociaciones, discursos de autocomprensión y discursos referentes a la justicia, y cimenta la presunción de que bajo tales condiciones se alcanzan resultados racionales o equitativos…”[26]. En una democracia deliberativa se puede construir normativamente al Estado y la sociedad. En la democracia deliberativa tanto el proceso de formación de la voluntad y de las opiniones políticas como el Estado de derecho son puntos centrales que están vinculados para institucionalizar las condiciones comunicativas del procedimiento democrático. La legitimación de la democracia deliberativa la otorga la soberanía popular entendida como la formación de opinión y voluntad política orientada por procedimientos normativos que garantizan la autonomía individual y pública como institución. En palabras de Habermas:
“…los procedimientos y presupuestos comunicativos de la formación democrática de la opinión y de la voluntad funcionan como las más importantes esclusas para la racionalización discursiva de las decisiones de un gobierno y de una administración sujetos al derecho y a la ley…El poder disponible de modo administrativo modifica su propia estructura interna mientras se mantenga retroalimentado mediante una formación democrática de la opinión y de la voluntad común, que no sólo controle a posteriori el ejercicio del poder político, sino que…también lo programe”[27].



[1] Carnelutti, Francisco (1993): Sistema de Derecho Procesal Civil. Buenos Aires, Editorial Unión Tipográfica Editorial Hispano Americana Uteha Argentina. Tomo I. pág. 17.
[2] Hobbes, T. (1996). Leviatán. España, Alianza Editorial, p. 106.
[3] Ibid, p. 109.
[4] Carnellutti F. Ob cit., p. 18.
[5] Carnellutti, F. Ob cit., p. 20.
[6] Pesci Feltri, M. (1998). Teoría General del Proceso. Caracas, Editorial Jurídica Venezolana. Colección Estudios Jurídicos Nº 65, Tomo I, p. 14.
[7] Habermas, J. (2001). Facticidad y validez. Sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso. Madrid, Tercera Edición, p. 83.
[8] Ibid, p. 89.
[9] Ibid, p. 100
[10] Ibid, p. 102
[11] Ibid, p. 169.
[12] Idem
[13] Ibid, p. 171.
[14] Ibid, pp. 183 y 184.
[15] Ibid, p. 201
[16] Idem
[17] Ibid, pp. 217 y 218.
[18] Habermas, J. (2008). La inclusión del otro. Estudios de teoría política. Barcelona, Paidós.
[19] Ibid, p. 233
[20] Ibid, p. 234
[21] Ibid, p. 241.
[22] Ibid, p. 238.
[23] Idem
[24] Idem
[25] Ibid, p. 239.
[26] Ibid, p. 240.
[27] Ibid, p. 244.