miércoles, 28 de noviembre de 2018

Reflexiones al cumplir mis ochenta años
Bertrand Russell
(texto clásico)




Al alcanzar los ochenta años es razonable suponer que la mayor parte de la obra de cada uno está realizada y que lo que queda por hacer será de menor importancia. La parte más importante de mi vida ha estado consagrada constantemente, desde la adolescencia, a dos objetivos diferentes que, durante mucho tiempo, han sido independientes y sólo en los últimos años se han unido en un conjunto único. Por un lado, quería poner en claro si es posible algún conocimiento; por otro, quería hacer todo lo que fuera posible para la creación de un mundo más feliz. Hasta los 38 años, dediqué la mayor parte de mis energías a la primera de esas tareas. Fui asaltado por el escepticismo y me vi forzado a concluir, de mala gana, que mucho de lo que pasa por conocimiento está sujeto a razonables dudas. Necesitaba yo la certeza como otros necesitan la fé religiosa. Creía que la certeza podría ser encontrada con mayor probabilidad en las matemáticas que en cualquier otra esfera. Pero descubrí que muchas demostraciones matemáticas, cuya aceptación por mi parte mis profesores estaban seguros de obtener, estaban llenas de falacias y que, si verdaderamente la certeza debía encontrarse en las matemáticas, lo sería en una nueva clase de matemáticas, con fundamentos más sólidos que los que hasta entonces se habían tenido como tales. Pero, según avanzaba en este trabajo, recordaba constantemente la fábula del elefante y de la tortuga. Habiendo construido un elefante sobre el que podrían descansar las matemáticas, me di cuenta de que el elefante se bamboleaba y procedí a construir una tortuga que sostuviese al elefante. Pero la tortuga no era más sólida que el elefante y, después de unos veinte años de un trabajo muy arduo, llegué a la conclusión de que no quedaba nada más que yo pudiese hacer para asentar un conocimiento matemático indubitable. Luego vino la primera guerra mundial, y mis pensamientos se concentraron en la miseria y la locura humanas. Me parece que ni la miseria ni la locura forman parte de la inevitable herencia del hombre. Estoy convencido de que la inteligencia, la paciencia y la persuasión podrán liberar, más pronto o más tarde, a la especie humana de las torturas que a sí misma se ha impuesto, con tal de que antes no se extermine a sí misma.

Fundado en esta creencia, he tenido siempre cierto optimismo, a pesar de que, conforme he ido envejeciendo, ese optimismo se ha hecho más sobrio y la feliz solución final se ha alejado mucho. Pero sigo siendo completamente incapaz de coincidir con aquellos que aceptan, de un modo fatalista, la opinión de que el hombre está destinado al sufrimiento. No es difícil descubrir las causas de la infelicidad del pasado y del presente. Ha existido la pobreza, la peste y el hambre, debido al imperfecto dominio del hombre sobre la naturaleza. Ha habido guerras, opresiones y torturas, debido a la hostilidad del hombre hacia sus semejantes. Y han existido miserias morbosas, alimentadas por credos tenebrosos, que llevaban a los hombres a una profunda discordia íntima que hacía inútil cualquier prosperidad externa. Todo ello no es inevitable. Por lo que se refiere a todas esas causas, se conocen medios con las que pueden ser superadas. En el mundo moderno, si existen comunidades desgraciadas, es porque esas comunidades lo quieren así. O, hablando con más precisión, porque están sometidas a ignorancias, hábitos, creencias y pasiones, que son más queridas por ellas que la felicidad e, incluso, que la vida. En nuestra peligrosa época, encuentro muchos hombres que parecen enamorados de la miseria y de la muerte y que se encolerizan cuando se les habla de esperanzas. Creen que la esperanza es algo irracional y que, situándose en una perezosa desesperanza, no hacen otra cosa que aceptar los hechos. No puedo estar de acuerdo con esos hombres.  Seguir teniendo confianza en nuestro mundo, pone a prueba nuestra energía y nuestra inteligencia. En los que desesperan, con mucha frecuencia, es la energía la que falta. La última mitad de mi vida ha transcurrido en uno de esos dolorosos períodos de la historia humana durante los cuales el mundo va de mal en peor y las victorias del pasado, que parecían ser definitivas, han resultado sólo momentáneas. En mi juventud, nadie ponía en duda el optimismo victoriano. Se pensaba que la libertad y la prosperidad se extenderían gradualmente por todo el mundo, siguiendo un ordenado proceso de desarrollo; se esperaba que la crueldad, la tiranía y la injusticia irían disminuyendo de manera continua. Casi nadie estaba obsesionado por el temor a grandes guerras. Casi nadie pensaba que el siglo XIX era un breve intermedio entre la barbarie del pasado y la del futuro. Para los que se educaron en aquella atmósfera, el ajuste con el mundo actual ha sido difícil. Ha sido difícil no sólo sentimentalmente, sino también intelectualmente. Ideas que se creían acertadas han resultado inadecuadas. En algunos casos, las libertades valiosas han resultado muy difíciles de conservar. En otros, especialmente por lo que se refiere a las relaciones entre las naciones, las libertades anteriormente estimadas han resultado fuentes potenciales de desastres. Se necesitan nuevos pensamientos, nuevas esperanzas, nuevas libertades y nuevas restricciones a la libertad si el mundo debe salir de su peligroso estado actual. No puedo pretender que lo que he hecho en relación con los problemas políticos y sociales haya tenido gran importancia. Es relativamente fácil ejercer un efecto inmenso gracias a un evangelio dogmático y preciso, como el del comunismo. Pero, por mi parte, no puedo creer que lo que la humanidad necesita sea algo preciso o dogmático. Ni puedo creer firmemente en ninguna doctrina parcial que se ocupe solamente de alguna parte o de algún aspecto de la vida humana. Existen los que mantienen que todo depende de las instituciones y que las buenas instituciones darán lugar, inevitablemente, al milenario. Y, por otro lado, están los que creen que lo que hace falta es un cambio en los corazones y que, comparado con esto, las instituciones son de poca importancia. No puedo aceptar ninguna de esas dos concepciones. Las instituciones moldean el carácter y el carácter transforma las instituciones.

La reforma de ambas cosas debe realizarse al unísono. Y, si se quiere que los individuos conserven el grado de iniciativa y de flexibilidad que deben tener, no se les debe forzar para que todos se metan en un molde rígido; o, para cambiar de metáfora, no se les debe alinear en el mismo ejército. La diversidad es un factor esencial, a pesar de que impida la aceptación universal de un evangelio único. Pero predicar semejante doctrina es difícil, especialmente en tiempos penosos. Y es posible que no sea eficaz hasta que alguna experiencia trágica nos enseñe su amarga lección.

Mi obra está cerca de su fin, y ha llegado el tiempo de que pueda examinarla en su conjunto. ¿Qué es lo que he conseguido y qué es lo que he dejado de conseguir? Desde muy joven, me imaginaba a mí mismo dedicado a empresas grandes y difíciles. Hace 61 años, paseando sólo por el Tiergarten, sobre la nieve que se fundía y bajo el frío resplandor del sol de marzo, decidí escribir dos series de libros: una, de libros abstractos, que fueran siendo gradualmente más concretos; otra, de libros concretos, que fueran siendo cada vez un poco más abstractos. Estas series debían ser coronadas por una síntesis en la que se combinaría la teoría pura con una filosofía social práctica. Excepto la síntesis final, que todavía se me escapa, he escrito esos libros. Han sido aclamados y alabados, y los pensamientos de muchos hombres y de muchas mujeres se han visto afectados por ellos. En este sentido, he conseguido lo que me proponía. Pero, por otro lado, tengo que confesar dos fracasos: uno externo y otro interno. Empecemos por el fracaso externo: el Tiergarten se ha quedado desierto; la puerta de Brandenburgo, por la que entré en él aquella mañana de marzo, se ha convertido en la frontera de dos imperios hostiles, que se acechan mutuamente a través de una barrera casi invisible y que preparan, con gesto torvo, la ruina de la humanidad. Los comunistas, los fascistas y los nazis han declarado la guerra, unos tras otros, a todo lo que consideraba bueno y, al derrotarlos, mucho de lo que intentaban salvaguardar sus contrincantes se está perdiendo. La libertad se considera debilidad, y la tolerancia se ha visto obligada a vestirse con el ropaje de la traición. Los viejos ideales se tienen por inoperantes y ninguna doctrina que esté exenta de rudeza merece respeto.

El fracaso interno, de poca importancia para el mundo, ha convertido mi vida mental en una batalla perpetua. Empecé con la creencia, más o menos religiosa, en un mundo platónico eterno en el que las matemáticas brillaban con una belleza como la de los últimos cantos del Paraíso. Terminé llegando a la conclusión de que el mundo eterno es algo trivial y que las matemáticas son únicamente el arte de decir lo mismo con palabras diferentes. Empecé creyendo que el amor, libre y valeroso, podría conquistar sin lucha el mundo. Y terminé apoyando una guerra cruel y terrible. Esto fue un fracaso. Pero, bajo este fardo de fracasos, soy consciente todavía de algo que considero una victoria. Es posible que haya concebido incorrectamente la verdad teórica; pero no estaba equivocado al pensar que existe tal cosa y que merece que seamos fieles a ella. Puedo haber creído que el camino hacia un mundo de seres humanos libres y felices era más corto de lo que realmente es; pero no estaba equivocado al pensar que es posible ese mundo y que merece la pena vivir con la idea de acercarnos a sus límites. He vivido persiguiendo una visión personal y una visión social. La personal: amar lo que es noble, lo que es bello, lo que es benévolo, permitir los arrebatos de intelección que ofrezcan sabiduría a tiempos más mundanos. Social: ver con la imaginación la sociedad que debe ser creada, donde los individuos se desarrollen libremente y donde el odio, la codicia y la envidia se extingan porque no exista nada que pueda alimentarlos. Creo en estas cosas, y el mundo, con todos sus horrores, no ha podido conmover esas creencias.

jueves, 1 de noviembre de 2018



Sobre la filosofía trágica y la música
(La philosophie tragique 
chez Clément Rosset)

Olga López
Universidad de las Artes, Guayaquil-Ecuador
(Introducción y traducción: David De los Reyes
Universidad de las Artes, Guayaquil, Ecuador - Universidad Central de Venezuela)


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A modo de introducción

Del libro La philosophie tragique chez Clément Rosset (“La filosofía trágica en Clément Rosset”, Ed L´Harmattan. Paris. 2018), de Olga López, el cual acaba de aparecer en lengua francesa, hemos querido hacer un adelanto del mismo, presentando su propuesta acerca del filósofo francés Clément Rosset. Para ello hemos traducido uno de los capítulos, el capítulo IV titulado “La música, arte trágico”, el cual nos ha interesado personalmente por tratar el tema de la filosofía y la música según la óptica reflexiva y trágica de este polémico pensador francés.
Podemos decir que  Olga López se afilia en su reflexión a la concepción de la filosofía trágica, la cual nace del pensamiento nietzscheano. La intención del pensador dionisíaco alemán fue extraer el término de lo trágico del contexto teatral para construir con él una reflexión al servicio de la vida. Por tanto, la intención de este texto que nos presenta esta pensadora es una apertura a la comprensión de cómo el pensamiento de Clément Rosset sigue al de Nietzsche y en cuál momento se aleja para escribir su propia versión de la filosofía trágica. Sobre ese punto ella nos presenta el aporte de Rosset en el horizonte de la filosofía trágica. Para ello se formula la siguiente interrogante: ¿Cuál es el camino a seguir de una filosofía trágica sin caer en la simplicidad del optimismo? En este trabajo notaremos cómo se une completamente la filosofía con la ética e invita a escapar del fatalismo que habitualmente se concede al concepto de lo trágico, para abrirlo a la celebración de la vida. De esta manera, su texto no deja de insistir en el interrogante del que parte su reflexión: ¿Rosset es verdaderamente un continuador del pensamiento de Nietzsche y, por tanto, redefinirá el concepto de la filosofía trágica o termina enriqueciendo y amplificando para singularizar su propia reflexión? Son los términos que encontramos en este texto.

 He aquí el capítulo referido:

Capítulo IV
La música, arte trágico

Tal es el secreto del arte musical: el de no ocultar nada,
de ser un pretexto sin texto. Imitación ilusoria para no imitar nada;
la música se resume en la simple paradoja de ser una forma libre, flotante;
originariamente a la deriva, como se ha dicho
de una superficie sin fondo o de un vestido sin cuerpo.
Clément Rosset,
L´objet singulier


Rosset retoma una corriente de pensamiento que coloca en relación la música y la filosofía. Es así que de Schopenhauer a Nietzsche, de Bergson a Jankélévitch, hay toda una línea de filósofos músicos; Rosset sigue a Nietzsche y a Jankélévitch en sus convicciones musicales, porque al igual que ellos, considera las experiencias musicales muy diferentes de otras formas de expresiones artísticas. Esta diferencia proviene de un hecho que ve cohabitar en la música, los elementos fundamentalmente de la filosofía trágica: el carácter no-representativo ni interpretativo, así como de una experiencia del azar y del gozo. Por tanto, la música no es un ejemplo aislado del pensamiento de Rosset, sino un eje que atraviesa toda su obra; abre un camino con todos esos conceptos para adoptar una propia sonoridad.



1.- La música, un arte no-mimético

Rosset piensa la música a contracorriente de la tradición platónica y romántica, es decir, no la considera ni como imagen, ni como ente, ni representación, ni portadora de sentido. No es un arte mimético, por ser la música factible a partir de términos contrarios: sin imagen y sin representación. No es sino una posibilidad de expresión pues ella posee su propia realidad que no es necesariamente explicable en términos históricos o psicológicos. Es en esta perspectiva que Rosset habla de música inexpresiva, es decir, que la música no le pertenece nunca un orden de significación ni del sentido, porque es imposible de apropiarsela a partir del lenguaje natural, salvo cuando ella acompaña un texto para producir una nueva composición musical. La música esta entonces, para Rosset, fuera de toda referencia o, dicho de otra manera, es el prototipo de un arte desnaturalizado, el artificio sin plenitud. Por consecuencia, Rosset no se esfuerza por comprender la música, pues aparece como una constante de la misma manera que sus conceptos (en particular el concepto de lo real). Es de esta forma que la música encarna su propia realidad, portadora de una condición mágica; nos permite aislarnos del mundo que nos rodea para emerger en su propia atmósfera. Rosset precisa que:

“La superioridad de la música sobre este punto mantiene la cualidad por la cual es incapaz de hacer alusión al entorno de la realidad: ella es, de por sí, completamente  real, particular e incongruente, y por tanto, fuerza la entrada en la escucha de la audiencia, felizmente dispuesta a comprenderla. No se retira de la atención –salvo en aquello que se absorbe enteramente en ella, eliminando así toda otra fuente de lo real- no se refiere a una realidad exterior que, cerca o lejos, le haría signo[1]”.

Escuchar música significa introducirse en un mundo extraño a aquel que nos rodea, estar en lo intemporal, salir de lo cotidiano para prestar una escucha atenta a lo real. Al mismo tiempo, reconocer la fractura que produce la música en la realidad habitual. Para Rousset hay una superioridad en la música porque es la forma artística más libre y más flexible, es siempre una repetición que nos llama al misterio de la existencia y reenvía al carácter insólito y singular del objeto. La música es, por tanto, paradójica, porque ella nos aísla de la realidad que nos rodea, siendo este objeto sonoro muy real. Esta expresión corresponde a una estética del artificio que rechaza el mimetismo y exalta el azar.
La música es portadora de un espíritu paradójico propio de la filosofía trágica, en la medida que ella hace unidad con las antinomias: instante/eternidad, alegría/tristeza, sonoridad/silencio, armonía/disonancia. Unidades paradójicas que constituyen precisamente la fuerza de su actividad estética. También es precisamente esta misma línea de pensamiento la de los filósofos-músicos que Rosset se apropia poderosamente en la profundidad de la inexpresividad schopenhaueriana. Esta visión tiene por consecuencia posesionar a Schopenhauer como un revolucionario en este campo, ya que libera definitivamente la música de su función mimética.


2.- La música: la sombra precursora

La gran inquietud de Schopenhauer es de explicar una idea: la Voluntad que precede toda distinción entre el sujeto y el objeto. Todas nuestras representaciones son el reflejo de esa voluntad, explicación primera de todos los fenómenos. O, si todo nos devuelve a ese concepto, este permanece desconocido, es suficiente por sí mismo, escapa a todo lenguaje. Ante esta incapacidad tangible, Schopenhauer indica que sólo la música permite acceder a la Voluntad. De esta manera, los parágrafos que Schopenhauer consagra a ese tema no son sino casos aislados, son la expresión misma de su metafísica, porque es por nuestra escucha que podemos experimentar a la Voluntad. A través de esto, Schopenhauer habla de la música como un medio de expresar las cosas que no se han podido enunciar de manera consciente. Por consecuencia, la música sería el canto que le faltaría a la filosofía. Así Santiago Espinoza precisa:

“(…) Schopenhauer no encuentra ni una ausencia, en el sentido de un pasado remoto, ni una diferencia de una cosa en la que terminaríamos un día, sino el centro en el cual todo ese pasado nunc stans (nunca permanece); no una significación, tampoco la significación de la significación; no un logos, sino lo que lo precede: Schopenhauer dirá: es la música[2].

Espinoza precisa la singularidad de la metafísica de Schopenhauer, que distingue de una metafísica platónica, y devendrá el punto de anclaje de las reflexiones de Nietzsche y de la filosofía trágica. Por su parte, Rosset, en los trabajos que le consagra a Schopenhauer, insiste en la originalidad de una teoría que habla de lo impensado musical que precede a la conformación del mundo. Es así que el Schopenhauer que nos presenta Rosset no reconoce ningún sentimiento humano en la música; al contrario, nos envía a un más allá absoluto. La música permanece siempre separada del ser, porque ella es anterior a la composición de esa esa entidad. Según la filosofía de Schopenhauer, la Voluntad se expresa a través de la Representación (conceptos)[3] y la contemplación (Ideas). Si en lo primero se puede colocar a las ciencias y en lo segundo a las artes, la música no se encuentra ni en una ni en otra, sino en una tercera categoría: la intuición de una X que precede a la voluntad y al mundo. En este sentido, la música no tiene ninguna relación con los fenómenos, sino con la esencia íntima de la Voluntad: no es un estado del ser, ella es el ser mismo. Con la intención de pensar lo impensado musical, Rosset continua:

“El problema: ¿Es la música la ley del mundo en el mismo sentido que la Voluntad? Habría entonces dos fuentes del mundo: una, la actual, y otra virtual; la primera: la voluntad, que ha producido al mundo; la segunda: la música que ha producido los sonidos. Dos fuentes, al menos en el mismo nivel de igualdad: la música “podría continuar existiendo, a la par que el universo no existiera”. Así que podríamos enunciar la tesis de la música como reflejo de poder: de esas dos instancias fundamentales, tan poderosas para engendrar cada una un mundo independiente, la una sería simplemente la expresión de la otra[4].

Ante todo, hay que señalar que para Rosset el mundo no es el reflejo de la Voluntad, porque estima que en Schopenhauer, Voluntad y mundo están sobre un mismo nivel de igualdad. La Voluntad y el mundo están in re. Ante esto, resta saber dónde se inserta la música. Rosset coloca la música ante rem, una sombra precursora, que existe antes. Entonces ¿por qué no decir que el mundo encarna a la música y no lo contrario? En el esquema propuesto por Rosset, la música es una relación con la Voluntad y con el mundo, e indica dos razones por las cuales la música no puede ser un reflejo. Por una parte, la Voluntad se expresa por a través de ideas extrañas a la música, esta debe ser anterior a la Voluntad, porque ella puede continuar existiendo aún si el mundo (espacio y tiempo), y la Voluntad (que produce todas las representaciones) desaparecieran. Al colocar a la música en un ante rem, Rosset reconoce el valor del pensamiento de Schopenhauer y se aleja de otras lecturas que han querido ver en su pensamiento una relación de dependencia de la música con la Voluntad. Es el caso de Michel Haar, que señala cómo Nietzsche, desde un comienzo, su distanciamiento de la teoría schopenhaueriana que considera la música como una representación de Poder. O es a partir de ese separación que, según Haar, Nietzsche nos habla de la música como lo Uno. En los términos de Haar, Nietzsche se aleja de la lectura schopenhaueriana al afirmar:

“La Voluntad es música, como lo Uno es su fraccionamiento en imágenes. No hay sino pura voluntad en la música. La música no habla al ser, no cuenta sus peripecias en la procesión de la naturaleza. Ella es el ser mismo, y no su primera reproducción. De donde se sigue que, por su originalidad, la música aquí referida, precede toda especie de composición musical. La música del mundo es pre-armonía y pre-melodía. Ella es silencio[5]”.

Sin embargo, para Rosset, el Ser en tanto que música existe ya en el pensamiento schopenhaueriano, por tanto, Nietzsche es un continuador de esa perspectiva, que va al reencuentro de lo que él llama Dionisos y que, en los términos del Schopenhauer de Rosset, se aparece como sombra precursora. A partir de esta cita de Haar, y siguiendo los trazos de Rosset, podemos afirmar que la música prestablecida a toda música es el silencio. Es ese último fondo tonal que conserva su propia originalidad; es la disonancia de fuerzas del caos primordial y, en fin, el silencio que precede toda elaboración musical. Según Rosset, Schopenhauer renuncia a la idea de la música como espejo de la Voluntad, siendo una consecuencia inmediata de ello la separación entre música y sentimientos. Si aceptamos la idea que los sentimientos son una cuestión del mundo y la música está antes que el mundo, se subraya que no hay una relación directa entre esos dos niveles. Sin embargo, es común de colocar en relación un tipo de música con diferentes tipos de sentimientos. Ahora, la tarea de una metafísica sería pensar las sensaciones sin pasar por la forma imitativa: como un despliegue del tiempo a la manera de Proust. Por su parte, Rosset renuncia a ofrecer explicaciones y, como hemos visto, el habla de lo inexpresivo musical. Lo que significa que la música no es una sucesión de sentimientos que buscan emocionar al oyente. Encarna, ante todo, los sonidos sin relación con el lenguaje del mundo, que pudiera, sin embargo, trastornarse, porque nos daría la intuición de lo precedente al mundo, de lo precedente a toda representación: la música nos hace sentir el Caos previo a toda individuación. Al sumergirse en la filosofía de Schopenhauer, Rosset se exige que ella es la naturaleza del X que precede a toda forma musical, y llega a describirla en tanto anterioridad inmemorial, una universalia ante rem de la cual es imposible de hacer una representación; a fin de cuentas, una sombra precursora que habla por medio de la música. En eso consiste su acercamiento a Schopenhauer, Rosset señala que:

“Al derivar la música, no de la voluntad, sino de un X anterior a la voluntad, nosotros no nos proponemos de contradecir abiertamente las declaraciones de Schopenhauer, sino leerlo a la luz de una diferencia de sentido: la voluntad de la cual habla Schopenhauer en sus análisis musicales no tiene a la voluntad de la que habla en toda su obra. La parte de lo “impensado”, a la que nosotros aludimos antes, recubre exactamente esa diferenciación: el hecho que Schopenhauer no haya expresado el mismo pensamiento de esta diferencia necesaria, al parecer, en la coherencia de su teoría musical. A esta diferenciación se limita parte de nuestra interpretación: simplemente admitir que voluntad designa aquí, en los análisis musicales, una voluntad anterior (a la voluntad tal que es el mundo) y, por consecuencia, voluntad en acto, por eso nuestra interpretación permanece fiel a la literalidad de los textos schopenhaurianos[6]”.

Fidelidad que Rosset, particularmente, mantiene al momento de interpretar un filósofo. No busca inventar un Schopenhauer que no existe, sino en hacer visible lo cambiante en la utilización del concepto de Voluntad, otorgando un estatus completamente diferente a la música. Así, hay una continuidad entre el pensamiento de Schopenhauer y el de Nietzsche, pero sobretodo una coherencia con la estética de Schopenhauer. A través de esto, aborda el problema de los sentimientos, no aquellos comprendidos en el sentido de valores humanos, sino en el sentido de un flujo más antiguo, más anárquico: el del placer y el del sufrimiento de la carne en el momento del desgarramiento de las individualidades. De esta manera, la música es una memoria inmemorial que nos hace sentir lo que precede al mundo, lo que precede al Deseo. Ella es el efecto lejano de un X nunca perdido. Por tanto, para Rousset, la analogía entre música y afectos se manifiesta sobre un punto: la intuición de un X anterior, primero de una manera directa, y luego a través de la Voluntad.


3.- El placer musical

Para Schopenhauer y Nietzsche, la música no es un arte imitativo. No obstante, Rosset señalará las diferencias entre esos dos filósofos en lo que concierne a la repetición y a la música como medios para pensar la vida. En principio, Rosset nos recuerda como Schopenhauer entrevé en la música un sentimiento jubiloso en el sentido que la Voluntad asume un placer al contemplarse a sí misma. A diferencia de las otras artes, con la música, la Voluntad da un paso atrás y permite entrever el comienzo del mundo, para delinear el carácter afirmativo y dionisíaco del placer musical. No obstante, Rosset matiza su intención:

“El arte en Nietzsche como en Schopenhauer, es gozoso en la medida que redirige a la intuición de una justificación de la vida: haciendo conocer la ley de las repeticiones que ha hecho posible la voluntad; ha afirmado la necesidad del ejercicio actual de la vida. Pero el sentido de esta justificación es diferente: en Nietzsche designa una valoración ética, en Schopenhauer una simple constancia del hecho (“he ahí porque la vida es repetición”; y no “he ahí porque es bueno que la vida se repita”)[7].

Esta concepción de la música permite en los dos casos enunciar otro tipo de filosofía que celebra la repetición de la Voluntad (la vida). Sin embargo, Rosset nos invita a ver cómo Schopenhauer elabora una concepción pesimista, mientras que Nietzsche elabora una concepción vitalista. Si por su parte Schopenhauer deduce que la repetición musical eterniza el retorno de lo mismo, y eso otorga todo el valor de la vida, en Nietzsche, al contrario, reconoce en la música la capacidad de la vida en persistir a través del recomenzar musical. Da totalmente importancia a la vida en su devenir sin cesar con magnificencia. En esta medida, el eterno retorno de Nietzsche puede ser leído como la diferencia, porque insiste sobre el evento y no sobre la repetición; siendo el deseo lo que vuelve a la vida tan diferente. Así, para Schopenhauer, la Voluntad repite su identidad, pero para Nietzsche repetirá su diferencia; Schopenhauer persiste en su pesimismo porque no puede ver en la vida sino una repetición de lo mismo:

“Aprobación de la repetición, pero sin descubrir eso que, en la repetición, puede ser aprobado. En última instancia –y esto es la verdad de toda la estética de Schopenhauer- el pensamiento de la repetición viene a superponerse a la contemplación estética. La música misma, si bien ella no se repite, propiamente hablando, es incapaz de aportar lo nuevo en el mundo: ella nos reenvía a un precedente mucho más antiguo que el de la vejez del mundo[8]”.

La estética no le permite valorizar al mundo sino más bien debilitar cada experiencia observada como algo ya vivido. Para mejor marcar las diferencias entre uno y el otro se puede evocar la relación Nietzsche-Dionisos y Schopenhauer-Saturno. Este último representa al dios caído que vive apartado de los dioses y los humanos. Es el eco sordo de un poder perdido, el olvido del dolor, sin posibilidad de felicidad. Saturno se acomoda perfectamente como una oscura figura predecesora de Schopenhauer que, luego de haber creado la voluntad, se retira para dejar todo el poder a este último. Schopenhauer y este oscuro precursor son representantes de un mundo perdido para siempre, dos derrotados que no creen en el deseo, que no aman la vida y que, en el mejor de los casos, permanecen en la contemplación. Es así que, para Santiago Espinoza, Schopenhauer busca un descanso que, en principio, lo encuentra en el arte luego, en la compasión universal y finalmente en el ascetismo y el budismo. De ahí, la crítica de Nietzsche a ese aspecto: Schopenhauer habla de la eternidad, pero no ha llegado a entender el gozo musical de la inmanencia de la vida[9].
Porque, para Nietzsche, es frente al mundo donde se valora las ventajas de la música para la vida. Le permite producir una estética que no se preocupa para nada de la cotidianidad del mundo, sino sobre todo de su diferencia; la música es, en este sentido, no la memoria de una sombra predecesora, fuera del mundo, sino la exaltación del silencio del que surge la variación. Así, su filosofía aparece como una experiencia musical que nos lleva a lo extraño y a lo familiar, al presente y al devenir.




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4.- La música como una alegría trágica

Cuando Nietzsche estudia la tragedia tiene el presentimiento de que lo más importante no está en las palabras sino en la música que acompaña al héroe en su aniquilación. Ahora bien, es lo sublime que se manifiesta por ese enfoque ciego a la verdad, que transporta al espectador, envuelto por la música, sobre su propia disolución. En este impulso, Nietzsche demuestra poco interés por la historia personal del héroe, que aparece solamente como una figura aplastada por los caprichos de los dioses, sino que ese impulso heroico nos permite el acceso a lo Uno, a lo pre-individual. Tanto para Nietzsche como para Rosset, la música no concierne a los sentimientos o a la calma; es ante todo una fuerza salvaje que se expresa por medio de melodías; es vector de signos de un mundo pre-armónico. Nietzsche expresa ese flujo musical previo al mundo por medio de la figura de Dionisos; es la experiencia de una alegría trágica que hace explotar todos los controles sociales. Haar nos recuerda que:

“La música, que es el aliento del oído, no es una suave y una dulce nana. Ella es eminentemente peligrosa; desestabiliza los tronos. Apolo debe a todo precio colocar imágenes tranquilas para curar las heridas que ella causa y le desgarran incesantemente por lo que inflige ante el principio de realidad[10]”.

Después de Nietzsche, podemos hablar de una música apolínea sublime que hace la síntesis entre las síncopas, las sonoridades graves y el divertimento armónico y aéreo. Si hay una música dionisíaca en el tercer acto de Tristán e Isolda de Wagner o en La Creación de Haydn, hay una música muy apolínea como la de Beethoven. Sin embargo, entre los dos, Nietzsche considera la música de Mozart o de Bach como la expresión apolíneas sublimes. Música por la cual es posible escuchar resonar el caos predecesor a toda representación, que lleva decir a Nietzsche que es trágica, pero que decanta también un camino de júbilo. Si en el primer Nietzsche del Nacimiento de la Tragedia encontramos el espíritu de la música al reunir lo Apolíneo y lo Dionisíaco, en el último Nietzsche del Ecce Homo, el espíritu a desaparecido por completo, y nos habla constantemente de la ebriedad. Aquí, Apolo y Dionisos no tienen la necesidad de una tercera entidad, están reunidos en este estado corporal que no es para nada obnubilación, sino lucidez extrema.
Es también el medio de reconocer en la música una cura del alma, porque la buena música toca profundamente al cuerpo, hace esclarecer los afectos sublimes y purifica por un tratamiento médico al sufrimiento, no porque ella lo anulase sino porque ella está acorde con ese sufrimiento. En esta perspectiva, Nietzsche aparece como un filósofo musical que busca a través de sus aforismos no solamente dar cuerpo a sus conceptos, sino también abrir un canto que retoma aquel primer gesto trágico, que nos libera del peso de la individualidad y nos transporta al júbilo de la unidad de la carne. Encontramos una vez más el pharmakon de la filosofía trágica: el exceso de fuerza y de violencia en la música permite, al mismo tiempo, la salud. En Rosset también, pues el lenguaje está siempre al encuentro con una melodía. Reúne, por tanto, a estos dos filósofos cuando nos habla de lo real. Para él lo real no es fenomenología, sino una manera de decir al Ser que, sin embargo, es imposible enunciar claramente. A fin de cuentas, el prefiere la música en tanto objeto sonoro. Así, si no se tiene acceso a lo real, el objeto musical comporta las mismas características y permite un cierto contacto con la realidad. Este objeto musical surge por sorpresa y se renueva como repetición de la diferencia. Se puede afirmar que en Rosset la música mezcla lo trágico, el azar y lo real. De una manera más sintética, se puede señalar que filosofía trágica y música son inseparables. Ahora bien, para Rosset la música es trágica o no es. Nos propone escoger aquella que corresponda a este criterio: Bizet (alegría trágica), Ravel (el artificio), Chopin (el silencio), entre otros, porque no hay que olvidar que Rosset es también músico y que, en definitiva, ante las habladurías, prefiere escuchar e interpretar música.
Se ve igualmente como reúne los gustos musicales de Schopenhauer y Nietzsche y más tarde de Jankélévitch. Todos tres elogian la música romántica que se ocupa de la exaltación de los sentimientos y el drama individual. Es en este sentido los vínculos entre Schopenhauer y Wagner[11] por una parte, y Nietzsche y Wagner por otra, son incompatibles; el primero prefiere a Mozart y a Rossini, el segundo ve en Bizet el opuesto de Wagner, un antídoto ligero contra la superioridad y la pesadez del último. La razón por la cual Nietzsche no soporta más a Wagner es la intensidad que da a las dramatizaciones percibidas como un medio para exaltar el espíritu alemán o de insistir sobre el lado más sombrío de la vida. Es así que al momento donde Rosset presenta El caso Wagner y Nietzsche contra Wagner[12], nos recuerda cómo la estética de Wagner acompañará a Nietzsche durante toda su vida, en una relación de amor y odio, de la cual nunca llega desprenderse. Cuando asiste Nietzsche a la presentación de Los anillos de los Nibelungos (1876), descubre el carácter serio de la música wagneriana que se incrusta como un signo imborrable. Nietzsche reconoce de esta forma que su concepción de la música como experiencia de alegría y de afirmación, que no tiene nada que ver con la producida por Wagner. En este mismo estudio, Rosset evoca la concepción musical de Nietzsche como un medio de retornar a la alegría ante la pesadez del mundo presente en el músico de Bayreuth:

“De donde la verdad de las expresiones de espontaneidad, de originalidad, de autenticidad, por las cuales Nietzsche califica la creación musical, y que significa la afirmación incondicional. Música y sobreabundancia son para Nietzsche términos sinónimos, en la medida en que la música procede de esta alegría incondicional. El verdadero músico está en una situación natural de sobreabundancia: como Schubert, del que en un aforismo de El Viajero y su sombra, lo describe como una fuente inagotable de música, y por tanto las composiciones musicales de Nietzsche se inspiran de manera característica en él[13]”.

Hacer filosofía equivale para Nietzsche hacer música: abrir un oído sensible a las melodías que expresan la sobreabundancia en la cual se produce la vida. De inmediato, el cuerpo de su filosofía inicia una danza con las composiciones de sus músicos preferidos.
Rosset calificó en su primer libro Filosofía Trágica, a Bach y a Mozart de trágicos, y a Beethoven de anti-trágico. Los dos primeros exaltan a través de la música la soledad de los egos, el segundo enraíza su sufrimiento en un individuo solitario. Ahora bien, para Rosset, Beethoven está separado de la conciencia trágica del otro, porque no ve a las individualidades separadas por lo cual la música debería rendir homenaje. Para atribuirle a la música ese carácter individual de aceptar la felicidad, Rosset conserva en Beethoven la muerte de la música, porque expulsa el ser trágico por la búsqueda de un mundo mejor donde nunca se sienta decepcionado. Rosset marca la diferencia entre un músico trágico y anti-trágico en los términos siguientes: “(…) Bach, por ejemplo, eleva su individualidad solitaria hasta las alturas de la música impersonal; Beethoven, destruye ese ideal impersonal y reduce la música a su propio nivel; en lugar de ir a la música, trae la música a él[14]”.
La exaltación del individuo propia del romanticismo es percibida por Rosset como un empequeñecimiento de la música; reducida la música al drama personal, entonces lo que se pretende es que se ejerza en relación con lo infinito, con el Uno primordial, como en Schubert, por ejemplo, que nos introduce en la realidad misma de la música. En esta medida, la música trágica se acopla perfectamente con una filosofía de la crueldad, porque no cae en la piedad del sufrimiento personal que sería una concesión a los egos y de los sentimientos tales como infelicidad y felicidad, sino que conduce a la disolución, a la ausencia del drama individual y genera una especie de crueldad placentera.
De esta forma, Rosset percibe en la alegría trágica un criterio de selección de la música. No habla más de Beethoven, sino que rinde homenaje a otros músicos: Bizet, Chopin o Ravel. Músicos en los que él percibe una aprobación incondicional de lo real y no una negación del mundo, ya que en el mismo sufrimiento subsiste la alegría, como en el final de la ópera Carmen de Bizet, donde se expresa el sentimiento tragicómico. Rosset dibuja en la música una experiencia de lo real sin doble, una actualización de la riqueza del mundo en el que el objeto musical no hace sino unir otras realidades a las realidades vividas. Por ello, la música nos proyecta a lo infinito, nos da  el gusto de lo trágico, pero también es la experiencia más fuerte de la realidad, al hacernos recordar su lado cruel sin ceder a las ilusiones.


5.- Rosset, música tan callada

El pensamiento de Rosset está cruzado por un problema implícito, el del silencio. Es la evidencia de lo trágico no interpretable, el valor fundamental que se manifiesta en las situaciones más fuertes de la vida. El lenguaje es un exceso, que se tiene en los momentos más intensos. Sin embargo, la música es el mejor medio para relacionarse con el silencio. Podemos pensar en el silencio de La marcha fúnebre (1897) de Alphonso Allais o en la obra de John Cage, 4.33´´ (1952), que afirman la idea extrema de Rosset y que habitan la obra de todo músico, a saber, cómo exaltar el silencio a partir de la música. El silencio hace, de este modo, su aparición en varias secciones de la obra. Por ejemplo, el Rosset de su obra La lógica de lo peor utiliza el azar como la expresión misma del silencio. Ese azar es lo indeterminado, lo que antecede al mundo, o el X desconocido de Schopenhauer. Entonces, el azar ha sido relacionado con la metafísica al ser enunciado por los filósofos trágicos, que han tomado el riesgo de ir al encuentro del Uno primordial, del silencio primero. Al momento de enunciar la relación filosófico-estética, Rosset considera que el azar es el centro de la creación contemporánea. En una entrevista con Christian Descamps, se ha referido a ese tema:

“Pensemos en Berio, en Xenakis o en Stockhausen. En pintura, se podría, sin duda, advertir que Pollock ha profanado las imágenes y detiene su percepción cuando se encuentra ante una buena tela. El azar interviene en el arte moderno, se toma como un punto de partida, como riqueza del mundo y no más como un ornamento. Para toda una parte de la música contemporánea, se puede constatar que el azar a reemplazado la inspiración[15]”.

La inspiración, que es de origen romántico, ha dejado lugar al azar y en la experimentación que emerge con el Dadaísmo, del que John Cage es para algunos un paroxismo porque el da todo un espacio a lo aleatorio que impide la reproducción de la obra. Lo cual nos envía al silencio del que Rosset rinde homenaje. En efecto, no da lugar a la exaltación de los sentimientos, o a las representaciones, antes entrevé un silencio que toma forma a través del arte. Pues para él el azar, lo trágico o lo real no aparecen nunca de forma tan clara como a través de los objetos estéticos. Objetos reales que hablan del mundo de cara a la imposibilidad del lenguaje, porque si el discurso tiene la tendencia a dar explicaciones, la música o el cine lo hacen real.
Rosset reconoce su relación con la música desde su infancia –en particular con Ravel y Bizet-, experiencia que le ha permitido regresar sobre el problema de lo trágico y lo real. La precisión del tiempo, el asombro, la repetición le permiten decir qué es lo real; una igualdad diferente, una sorpresa sin palabras, un efecto que nos aparece junto a la máquina del lenguaje, una realidad que se muestra desprovista de todo poder evocativo. La potencia de la música le muestra claramente la debilidad de la mímesis o de la representación. Lo real de Clément Rosset sería una de esas líneas de fuga que, a la manera de Deleuze y Guatari, se alejan de la oposición significante/significado propias de la lingüística. La música como efecto de lo real es una continuidad en el pensamiento de Rosset, que se encuentra de manera recurrente en sus trabajos y que nos confirma que siempre ha sido influenciado por el espíritu musical.
Rosset insiste de cierta manera sobre el carácter tautológico de la música: ella habla de sí misma, ella invita al silencio, pero ella se rodea también de silencio para poder existir: ella produce notas sin representación, que procura un sentimiento desconocido. En tanto músico-filósofo, Rosset recuerda las diferentes formas de silencio que se dan a través de la música: el silencio que sigue a la música cuando ella llega a su final. O bien aún, como un tejido de silencios que impiden hablar de un silencio absoluto, sino de un tejido de silencios, al punto que si nos encerramos en una caja insonorizada se tendría el sonido del propio cuerpo.
Se podría decir que todos esos ejemplos entran en la memoria del silencio primordial que Jankélévitch, por su parte, percibe en los Nocturnos o en la Barcarola de Chopin. En suma, la música lleva al olvido del ser y nos hunde en la mezcolanza y en la ebriedad. No es más la noche de Pascal, que en tanto experiencia infinita del universo, nos angustia, sino la noche de la música cargada de sonidos; una noche que no sugiere la nada, sino antes que todo, la riqueza de un silencio protector, que conserva ese lado paradójico: una crueldad jubilosa. Consideremos en este sentido que es tanto para Jankélévitch como para Rosset:

“(…) el mayor éxito del arte es reencontrar ese silencio original, de regresar a esa muda expresión de lo real en que todo el arte encuentra la más poderosa puesta en valor: la música es el primer hilo del silencio, que comienza y muere con ella, y por tanto todos los sonidos no son sino una aproximación de la ausencia fundamental del sonido, que es la más profunda realidad. Ella es, aún ante la reflexión filosófica que sugiere, la expresión más próxima que hay sobre la tierra del silencio original, de ese momento esencial donde, todas las cosas han muerto, “los grandes países silenciosos se entenderán por un largo tiempo”[16]”.

El silencio ante el mundo es el espacio donde resuenan los ruidos del Caos primordial. La música debe ser comprendida aquí como el último fondo tonal antes de la vida. Esa misma relación entre música y silencio se fractura en las individualidades y deja surgir los ruidos singulares de donde resurgen las cosas y las especies. A partir de ese momento, se escucha el flujo de la pena en la alegría y la alegría en la pena: esos son los ruidos individualizados separados de la carne primera y que se ligan ahora con los sonidos de los cuerpos, y que de manera discriminada llamamos disonancia primera. En los dos casos, estamos fuera de toda consciencia y de toda representación. Se trata de musicalidades no-musicales que están implícitas en toda creación humana. Para Jankélévitch, músico-filósofo, el silencio es igualmente el alfa y el omega de la música, ella surge de él y retorna a él. Es así que señala como en el comienzo de las composiciones de Liszt están cargada de heroísmo y de exclamaciones triunfales y en el período final de su vida, es invadida por el silencio, un silencio maternal, que conduce a la serenidad. Es el no-ser que termina por tomar todo su lugar en su canto poético. En otros términos, se puede decir que el silencio es la experiencia de la plenitud que da también belleza y  beatitud a la música. Jankélévitch describe de esta manera la música de Liszt:

“Largas pausas vienen interrumpir el recitativo, de grandes vacíos, de medidas blancas espaciadas y rarificadas notas: la música de la Missa pro defunctis, de los Valses olvidados, de la Góndola fúnebre y del poema sinfónico De la cuna a la tumba devienen más y más discontinuas; las arenas de la nada envuelven la melodía y secan al verbo. ¿No podemos decir que el silencio es a la vez antes, luego y durante? ¿Qué es a la vez las dos alas y lo que está en medio de las dos?[17]”.

Finalmente, una muy buena música termina por callarse, termina por regresar al silencio de donde ha surgido, y se distingue por el contraste de las notas y de largas pausas de silencio que la corean. Para Jankélévitch, cada músico se coloca a tocar el silencio de forma distinta. En el caso de Debussy, reconoce una música que surge del silencio y que es interrumpido temporalmente. Al contrario, en Fauré, percibe una música que es el silencio mismo, la quietud;  y en Liszt, solamente una corta interrupción de un silencio cada más vez más largo. Jankélévitch toma placer en mostrarnos como el silencio no es contrario de la música, sino que adopta relaciones diferentes con ella y que cada músico cultiva el silencio a su manera, participando en la armonía del conjunto. Jankélévitch entrevé igualmente las fuerzas desconocidas de la música: esa doble relación de la inexpresividad y de expresividad, de frivolidad y de profundidad, de inocencia y de encanto, todo tipo de virtudes que celebra y que ilustran la condición trágica de la música, que está en el origen de la unidad de las antinomias. A la inversa, Platón que no soporta la tragedia entrevé el lado subversivo de la música que él sospecha al revelar las oposiciones diferenciales que no se eliminan en una unidad dialéctica. Igualmente, si Platón acepta la música en su ciudad ideal, propone vigilarla, porque este arte peligroso puede tomar posesión de las manos de cualquier flautista. Así, el filósofo-músico es antiplatónico, porque si Platón observa en la música una fuerza incontrolable que el Estado debería contener, los filósofos-músicos como Nietzsche, Jankélévitch y Rosset, exaltan todos los valores musicales. Pero Rosset refuerza el lado trágico de la música: música cruel y gozosa, repetitiva y diferente, real y singular. Ella es inexpresiva e inocente, irracional y apolítica, conserva para siempre su propio misterio. Es lo impensado musical: es la lógica del Pharmakon, es decir, de la alegría trágica, de diferencias que cohabitan y son remedio y veneno al mismo tiempo.

Traducción: David De los Reyes, Guayaquil, 25 de octubre 2018.




[1] Rosset C. L´objet singulier. p. 61
[2] Espinosa, S. L´ouië de Schopenhauer, París, L´Hatmattan, 2008, p. 17. Cf. Rosset C. y Espinoza, S. L´inexpressif musical, París, Encre marine, 2013.
[3] En Verité et Mensonge au sens extramoral, Nietzsche considera el lenguaje conceptual como nacido-muerto, bien al ser musicalizado por el canto o por la concisión aforística.
[4] Rosset C. Écrits sur Schopenhauer, París, PUF, 2001, p.227.
[5] Haar, M. Nietzsche et la metaphysica, París, Gallimard, 1993, p.255.
[6] Rosset, C. Écrits sur Schopenhauer, op. cit. Pp.231-232.
[7] Ibid., ´.244
[8] Ibid., p.246-
[9] Cf. Espinoza, L´Ouïe de Schopenhauer, op, cit.
[10] Haar, Nietzsche et la Metaphisique, op. cit. p.20
[11] Para Santiago Espinoza, Schopenhauer y Wagner no pueden ser comparados porque su concepción de la música es completamente diferente. En principio, Schopenhauer no es romántico, por tanto, su teoría estética no busca exaltar los sentimientos. Para este filósofo, la música no dice otra cosa que nada más lo que es ella misma, porque ella no se subordina a las palabras que no sirven sino para la comprensión. En cambio, Wagner está en las antípodas de esta perspectiva, porque su espíritu romántico le conduce a concentrarse en la dramatización y la simbolización, sin verdaderamente interesarse en la música. Su fin fundamental es producir efectos psicológicos sobre el público. Para el primero, la música es irrepresentable, lo que para el segundo es solamente representación. Cf. Espinosa, L´Ouïe de Schopenhauer, op. cit. p.134.
[12] Rosset a escrito la presentación del libro de Nietzsche Le cas Wagner y Nietzsche contra Wagner, Paris, Jean-Jaques Pauvert, 1968.
[13] Ibid., pp.23-24.
[14] Rosset, La Philosophie tragique, op. cit. p.44.
[15] Descamps, Ch., “Clément Rosset” en Entretiens avec le monde, I, Philosophies, Paris, La Decouverte, 1984, p.183.
[16] Rosset, Le monde et ses remedes, París, PUF, 1964, p.47.
[17] Jankélévitch, La musique et l´ineffable, Paris, Seuil, 1983, p.166.