martes, 1 de julio de 2008

Saphēs lógos: La relación del médico con su auditorio.


Alexandra Cruz

Universidad de Los Andes (Venezuela)
Praesentia, 7 (2006)


      Resumen
El presente artículo tiene la finalidad de intentar relacionar el principio de la claridad (tó saphēs) del discurso expuesto por Aristóteles en el libro iii de la Retórica, con la concepción que la medicina hipocrática tenía sobre el médico como orador, como comunicador de conocimiento, no sólo con sus pacientes, sino con auditorios más grandes y diversos.

Palabras clavesRetórica, medicina, virtudes elocutivas, Corpus Hippocraticum.

Abstract
This paper is an attempt to establish a relation between the notion of the clarity (tó saphēs) of speech exposed by Aristotle in the book iii of the Rhetoric, with the notion held by the hippocratic medicine about the doctor as orator, as communicator of knowledge, not only with his patients, but with a larger and diverse audience.

key words
Rhetoric, Medicine, perspicuity style, Corpus Hippocraticum

“Rhetorical criticism identifies the persuasive element in the discourse of health and medicine, and asks ‘who is persuading whom of what?’ and ‘what are the means of persuasion?’”[1]. Una respuesta rápida a la última pregunta nos llevaría a decir: la palabra. Así lo veían, aparentemente, los médicos hipocráticos del siglo v a.C., para quienes el lógos representaba la única vía de conocimiento, no sólo del conocimiento por ellos adquirido, sino vía para impartir conocimiento, tanto a aprendices de medicina, como al público en general.
La persuasión siempre ha sido un elemento fundamental en la relación médico-paciente, no solo en la Antigüedad, sino en la medicina de hoy, tal como afirman Derkatch y Segal:
“Persuasion is a central element in many medical situations. Patients without observable symptoms may need to persuade physicians that they are ill and in need of care; physicians may seek to persuade patients that they are well, despite feeling ill. Furthermore, physicians wish to persuade patients to adhere to diets, other regimens, and courses of treatment”[2].
La medicina del siglo v a.C. dio un vuelco epistemológico al alejarse de las concepciones y métodos que la vinculaban con la magia y/o la religión, y con los postulados filosóficos, para empezar a formar una téchnē propia, una téchnē iatrikē[3]. De esta forma, la medicina se transforma en un “saber hacer” independiente con métodos propios. Ese saber hacer, conlleva un lógos iatrikós, a través del cual se transmite el conocimiento médico. Sin embargo, dentro de la téchnē iatrikē, existe un tipo de lógos que no tiene necesariamente la finalidad de transmitir conocimientos, sino simplemente la de comunicar algo, bien sea al paciente directamente, a sus familiares, o a un público determinado.
Se sabe, con suficiente certeza, que el médico, al llegar a una ciudad, daba discursos sobre medicina con la finalidad de enaltecer su arte y hacerse de una clientela. Así lo afirma Jaeger: “La actuación de los médicos como oradores sofistas ambulantes representaba un intento de realzar la importancia pública de esta profesión”[4]; de igual forma, Rodríguez Alfageme señala: “...el médico se veía obligado a recurrir a la oratoria, si quería conseguir alguna clientela en cada ciudad a la que llegaba por primera vez e incluso debía enfrentarse dialécticamente a sus posibles colegas en aquellas ciudades...”[5]. Y no podía ser de otro modo, pues así como la retórica es “la facultad de considerar en cada caso lo que puede ser convincente” [6] (dýnamis perí hékaston toû theōrēsai tó endechómenon pithanón), la medicina debe enseñar y persuadir sobre su propio objeto (perí tó autēi hypokeímenón estin didaskalikē kaì peistikē), esto es, respecto a lo que es saludable y lo que es nocivo para la salud (perì hygieinōn kaí noserōn).
Ahora bien, el conocimiento médico era, en principio, exclusivo de una comunidad religiosa conformada por hombres iniciados en los “secretos de la enfermedad y la curación” [7], conocimiento obviamente vedado al ciudadano común, al idiōtēs. No obstante, el conocimiento de la medicina formó parte importante de la educación del hombre culto de la sociedad, aunque éste nunca se dedicara al arte de curar:
“En la realidad, la nueva ciencia médica no se halla netamente separada, ni mucho menos, de la vida general del espíritu, sino que procura conquistar un lugar fijo dentro de ella. Aunque se base en un saber especial que diferencia al profesional médico del profano, se esfuerza conscientemente en comunicar a éste sus conocimientos y en encontrar los medios y los caminos necesarios para hacerse inteligible a él”[8].
Por esta razón, encontraremos numerosos tratados dentro del Corpus Hippocraticum[9] donde se expresa explícitamente la necesidad de decir cosas inteligibles al hombre común, al dēmótēs. Tal es el caso del Perì archaíēs iatrikēs, en el que su autor afirma:
“...lo que me parece más importante cuando se habla de este arte es que se digan cosas comprensibles a los profanos (légonta tēs téchnēs gnōstá légein toîsi dēmótēsin). En efecto, no corresponde a la medicina ni investigar ni hablar de otra cosa que de las afecciones de que los profanos mismos están enfermos y padecen. Que éstos, por sí mismos, se instruyan cómo se generan y cesan sus afecciones y por qué causas aumentan y disminuyen, es difícil, por tratarse de profanos; pero es fácil cuando dichas causas son descubiertas y expuestas por otros. Pues no se trata de otra cosa que de que cada uno recuerde lo que le ha sucedido a sí mismo cuando escucha al médico. Si no se consigue, por el contrario, la comprensión de los profanos (tēs tōn idiōtéōn gnōmēs apoteýxetai), ni se coloca a los oyentes en tal situación, no se logrará lo real”[10].
Queda demostrado en este fragmento, la necesidad imperiosa del médico hipocrático de hacerse entender por sus pacientes. Esa imagen integral del médico que explica, que enseña, ya se encontraba presente en la sociedad de la época, prueba de ello la encontramos en las Leyes de Platón:
“... el médico libre atiende y examina mayormente las enfermedades de los hombres libres e, investigándolas desde su principio y por sus fundamentos naturales, y conferenciando con el propio doliente y con sus amigos, aprende él por sí algo de los enfermos por un lado, y por otro instruye en la medida de su capacidad al enfermo mismo, sin prescribir nada hasta haberle convencido (ou próteron epétaxen prìn án pēi sympeísēi); y que sólo entonces, teniéndolo ya ablandado por la persuasión (metá peithoûs), trata de consumar su obra restituyéndole a la salud”[11].
Ambos fragmentos, tanto el perteneciente al C.H., como el de Platón, ilustran perfectamente ese principio de la medicina: el de hacerse comprender por el paciente. Esta necesidad de inteligibilidad del discurso médico deja expuesta la obvia relación existente entre la medicina hipocrática y la retórica, pues para conseguir ese fin del que hemos hablado hasta ahora, es imprescindible el conocimiento y hábil manejo de ese arte.
En este sentido, el médico hipocrático como orador, tendrá las mismas intenciones que cualquier otro: la de mover a su auditorio (ya sea un sólo paciente, o un grupo más numeroso de oyentes) a través el discurso que pronuncie. Así, todo el peso para conseguir la confianza de sus oyentes reposará en la manera como logre expresar eso que el médico quiere comunicar, pues es necesario que el discurso se pronuncie de una manera tal que convierta a su emisor en alguien digno de crédito (axiópiston poiēsai tó légonta).
Para conseguir este fin, el orador debe apelar a las emociones o pasiones (pathēmata) de la audiencia para dirigir su opinión en favor de su discurso. Uno de los recursos más recomendados es la escogencia de palabras usuales, comunes, y el uso adecuado de figuras como la metáfora y el símil. Sin embargo, Aristóteles muestra cierta predilección por la primera más que por la segunda pues considera que la metáfora aporta claridad al discurso, mientras que el símil debe ser usado con mucha más prudencia porque resulta poético:
“La palabra usual (tó kýrion), la apropiada (tó oikeîon) y las metáforas (kaì metaphorá) son las únicas adecuadas para la expresión en prosa”[12].
“La claridad (tò saphēs), el encanto (tò hēdý) y la singularidad (tó xenikón) las aporta especialmente la metáfora (échei màlista hē metaphoráv)”[13].
“El símil (hē eikōn) es útil también en la prosa, pero usada con moderación (oligákis), pues resulta poética”[14] .
En estos pasajes podemos advertir uno de los principios más importantes que, según Aristóteles, es imprescindible para lograr la atención y el favor del auditorio: la claridad (tò saphēs), sin que ello signifique convertir el discurso en uno ordinario. Así, en el libro iii, 2 señala:
“...definamos la claridad como una virtud de la forma de hablar (hōrísthō léxeōs aretē saphē eînai) (buena señal de ello es que si un discurso no demuestra algo, no logrará su objetivo), que no debe ser ni ramplona ni excesivamente elevada, sino adecuada (prépousa). Pues el lenguaje poético seguramente no es ramplón, pero tampoco es apropiado para el discurso (ou prépousa lógōi)”.
De igual manera, advierte sobre ciertas cualidades que harán al discurso, claro y comprensible:
“...no conviene que se note la elaboración ni dar la impresión de que se habla de un modo artificioso (peplasménōs), sino natural (pephykótōs) (esto último es lo persuasivo, mientras que aquello produce el efecto contrario, pues los oyentes se predisponen en contra, en la idea de que se les está tendiendo una trampa (...) Podemos ocultar bien la elaboración si se hace la composición escogiendo palabras de la lengua corriente (ek tēs eiōthyías dialéktou eklégōn syntithēi)”.
Y más adelante, en el capítulo 3 de ese mismo libro, afirma:
“Podemos ver cómo quienes componen discursos en un tono poético (poiētikōs légontes) producen, por su impropiedad, ridículo y frialdad, además de falta de claridad (tò saphēs) por esa verborrea (diá tēn adoleschían), pues amontonar palabras cuando ya se entiende algo diluye la claridad, por la acumulación de oscuridad”.
Ahora bien, en el fragmento del Perí archaíēs iatrikēs citado más arriba, podemos percibir que esa claridad del discurso de que habla Aristóteles forma parte de la naciente téchnē iatrikēv; todo médico hipocrático debía tener en cuenta estos elementos al momento de elaborar su discurso, ya sea escrito u oral. Otra prueba de la presencia de esta conciencia retórica en el método médico hipocrático, es la aparición frecuente de ideas como la expresada en el fragmento del tratado antes citado, tal es el caso de Prognōstikón i, 1-7:
“Que el médico se ejercite en la previsión me parece excelente. Pues si conoce de antemano y predice ante los enfermos sus padecimientos presentes, los pasados, y los futuros, y si les relata por completo incluso los síntomas que los pacientes omiten contar, logrará una mayor confianza en que conoce las dolencias de los pacientes, de manera que las personas se decidirán a encomendarse a sí mismas al médico. Y así dispondrá del mejor modo el tratamiento, al haber previsto lo que va a ocurrir a partir de la situación actual”[15].
Pero esa imperiosa necesidad que siente el médico hipocrático no persigue solamente la finalidad de hacerse entender y de relacionarse mejor con sus pacientes, sino también la de lograr, a través de lo que el paciente le cuenta, el mejor pronóstico posible que garantizará el mejor tratamiento posible para determinada enfermedad. Este lógos prognōstikón se convertirá en una técnica muy propia de la medicina hipocrática, buscando siempre la confianza y el prestigio ante su paciente y ante la comunidad en general[16]; así lo afirma Laín Entralgo: “...el logos pronóstico no es sólo expresión de conocimiento; es también instrumento de prestigio, tanto para conseguir la confianza del enfermo, como para brillar socialmente en la ciudad”[17].
Según este mismo autor[18], lo expresado en el fragmento del Perí archaíēs iatrikēs representa tres intenciones fundamentales de esta medicina: 1) la enseñanza de la medicina al hombre común, para que éste llegue a ser un hombre culto; 2) el conocimiento profundo de la enfermedad, gracias a lo que el paciente le dice, gracias a esa comunicación médico-paciente; y 3) el diagnóstico y correcto tratamiento de la enfermedad, al que se llega, no sólo a través del conocimiento de la naturaleza del cuerpo humano y de las enfermedades que posee el médico, sino también, una vez más, a través del testimonio del paciente. Todas estas intenciones buscan un fin mayor: el afianzamiento de esta nueva téchnē iatrikē en la sociedad, otorgándole el prestigio que ésta y sus practicantes merecen.
Sin embargo, y a pesar de la clara relación entre los fragmentos citados del C.H. y de la Retórica, dentro del C.H. encontramos fragmentos en los que no se aprueba del todo el que el médico imparta conferencias al público en general: “Y si deseas pronunciar discursos ante una audiencia (no lo desees notoriamente), al menos no los hagas con la ayuda de expresiones poéticas (metá martyríēs poiētikēs), pues muestran la artificialidad del trabajo”[19]. Estas palabras se muestran bastante reveladoras sobre la manera como el médico concibe su téchnē: es un conocimiento científico y, como tal, debe ser transmitido bajo un género apropiado, la prosa. Como vimos más arriba, Aristóteles es bastante claro en el estilo que deben tener los discursos para que alcancen la claridad: no dar la impresión de artificialidad en el lenguaje; utilizar palabras de la lengua corriente, pues si se compone el discurso con maneras poéticas, lo único que se conseguirá será hacer el ridículo al transgredir los límites de lo prépon[20]:
“El principio de la adecuación gobierna tanto las ideas que se escojan como las palabras empleadas para expresarlas, y esa adecuación se centra en tres elementos: el asunto o tema tratado (res), la persona que habla (o escribe) y, para los efectos del ocultamiento, el más importante, el auditorio (oyente o público) al cual se dirige el hablante (o escritor), el cual no es un ente abstracto, sino que está condicionado por unas circunstancias de tiempo y lugar”[21].
En este punto, volvemos un momento sobre el aspecto del “ocultamiento del arte”. Como vimos, es fundamental que el médico (ni ningún orador) no emplee una manera de hablar artificiosa, pues no debe escatimar los recursos para ganarse la confianza de su auditorio, evitando así “que la audiencia se construya de él la imagen de una persona que le está tendiendo una trampa, cuya finalidad es hacerlo caer en la mentira”[22]. Y, como mencionamos más arriba, esa audiencia a la que tenía que hacer frente el médico hipocrático no quedaba restringida sólo al paciente, sino que, en ocasiones, le correspondía dirigirse a un grupo mucho más numeroso, conformado tanto por aprendices de medicina como por ciudadanos ajenos a esta téchnē; es por esto que, muy probablemente tuviera que tener presente en todo momento los principios retóricos que hemos venido discutiendo para lograr la atención de su público, su confianza y, en el caso de los pacientes, alcanzar con su ayuda, el mejor pronóstico y tratamiento.
Al comparar todos los fragmentos citados, nos parece que existe una relación evidente entre esa téchnē iatrikē que surge y se desarrolla en el siglo v a.C. con la oratoria en general, y con la retórica aristotélica en particular. Y esa relación tiene que ver con el tipo de discurso que debe emplear la medicina (ahora que es una téchnē constituida con su propio método), un discurso claro, inteligible, sin artilugios que puedan dar la impresión de artificialidad, desprestigiándola. No podemos afirmar con total certeza que el arte retórica fuera elemento imprescindible para la medicina hipocrática, pero sí podemos aventurarnos a sugerir que el conocimiento retórico no era ajeno a estos médicos y quizá lo cultivaron, conscientes de su poder y de lo que podría hacer por ellos como profesionales y por su ciencia.

Bibliografía
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C. Derkatch, J. Z. Segal, “Realms of Rhetoric in Health in Medicine”, University of Toronto
Medical Journal, 82 (2) (2005), 138-142.
Hipócrates, De la medicina antigua, (trad. Conrado Eggers Lan), México, UNAM, 1991.
Hipócrates, Tratados Hiporcáticos, (trad. M. D. Lara Nava, Carlos García Gual et al.), Madrid,
Biblioteca Básica Gredos, 2000.
Hippocrates, Volume 1, (trad. W.H.S. Jones), Londres, Loeb Classical Library, H.U.P.,
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W. Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, (trad. Joaquín Xirau y Wenceslao Roces), Bogotá, F.C.E., 1957.
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P. Laín Entrlago, La curación por la palabra en la antigüedad clásica, Barcelona, Anthropos, 1987.
M. D. Lara Nava, “El prestigio del médico hipocrático”, Cuadernos de Filología Griega: estudios griegos e indoeuropeos, 14 (2004), 45-58.
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E. Paglialunga, Manual de Teoría Literaria Clásica, Mérida, Universidad de Los Andes – CDCHT, 2001.
E. Paglialunga, “Ars artis celandae”, Logo, iii (4) (2003), 141-149.
Platón, Las Leyes, trad. José Manuel Pabón y Manuel Fernández Galiano, Madrid, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, 1999.
I. Rodríguez Alfageme, Literatura científica griega, Madrid, Síntesis, 2004
Artículo tomado de: http://vereda.saber.ula.ve/sol/praesentia7/sasha.htm

Entrevista a Michel Onfray. La filosofía sana y salva (¿cura y redime?)


(Hector Pavon - clarin.com)
 hora sur el 15 Dic 2007


Fuera de París y de los círculos intelectuales, a los que detesta, Michel Onfray dice que la filosofía salva y que con ella se puede ser feliz, una idea basada sólo en su particular experiencia de vida. Aquí dice que los filósofos pelean una batalla perdida de antemano contra la barbarie. Reivindica a Diógenes y dispara contra Platón, las religiones, la publicidad, entre otros.
Michel Onfray disecciona el devenir desde su casa en Argentan, Francia. Desde las márgenes, y con la lente del anacoreta, recorre el mundo de las ideas. Vive en un chalet lejos del ruido parisino, de los círculos intelectuales: es solitario, ateo, filósofo sin marco académico tradicional. Publicó más de 40 libros y sigue preceptos del filósofo Diógenes, al que considera un pensador revolucionario. "Diógenes reivindicaba un lugar en Atenas que era una anti academia: el Cinosargo, en otras palabras, el cementerio para perros. Como burla, contra el ideal platónico de la Academia, los cínicos, que habían transformado la franqueza natural del perro en su emblema, eligieron ese lugar como provocación".
Platón era rico y aristócrata, bien nacido y de buena familia, no necesitaba ganarse la vida, acusa el filósofo que creó la Universidad Popular de Caen. Dice que Platón criticaba a los sofistas, por cobrar sus clases. "Fueron los primeros profesores de filosofía. Además, enseñaban técnicas de palabras y retórica útiles para llegar a las instituciones representativas de la democracia: Platón veía mal que se le otorgasen a las personas modestas posibilidades de acceder a instancias políticas de decisión. En el plano del contenido, los sofistas enseñaban un corpus, y no cualquier cosa como decía Platón. Pero su corpus, por el hecho de rechazar el mundo inteligible, la verdad en sí, las ideas puras, fue desfigurado por los platonistas que preferían caricaturizar un pensamiento antes que combatirlo lealmente", polemiza.
Onfray también escribió sobre estos pensadores marginados en Cinismos, retratos de los filósofos llamados perros. Dice que los cínicos también defienden una visión del mundo (antiideal, materialista, perspectivista, relativista, subversiva) que combate absolutamente a Platón y al platonismo. "Con el triunfo del cristianismo desde Constantino, que lo impone como religión de Estado, el platonismo pasó a ser más o menos la filosofía oficial. Por esas razones los académicos de hoy, entre ellos los universitarios, retoman esas falsas ideas arrastradas acerca de los sofistas y los cínicos", sostiene Onfray.
Su nuevo libro es un manifiesto hedonista, un conjunto de textos que apuntan a los placeres varios pero también a los sufrimientos del cuerpo, a las frustraciones políticas y la reinvindicación de la utopía. La potencia de existir. Manifiesto hedonista (de la Flor) es el título de su nuevo texto. Allí Onfray exhibe una prosa cuidada para un prólogo autobiográfico. Aparece el Onfray púber arrojado a una vida de maltratos y marcas a fuego y germen del filósofo. El autor dice, por correo electrónico, que padeció "una infancia en la naturaleza que me dio el sentido de la tierra, de la vida, de los ritmos, de lo vivo; otra parte de la infancia con un maltrato que me volvió rebelde a la autoridad; un origen modesto, padre peón agrícola, madre ama de casa, condiciones de vida muy pobres, que hicieron de mí un compañero de lucha de la izquierda radical; una 'salvación' aportada por los libros, la filosofía, la escritura, todo se mezcla, pero en una complejidad imposible de desenmarañar aquí y ahora, para hacer de mí un filósofo francés libertario, hedonista". Ese fue el traumático nacimiento del filósofo "perro" moderno.
"La filosofía me permitió sobrevivir a la tragedia que fue para mí ser enviado a un orfanato por mis propios padres cuando yo tenía diez años: los libros, la lectura me salvaron en ese momento y después, me garantizaron la salvación nuevamente en mi adolescencia, cuando la filosofía funcionó en mí como el sentido, la verdad, la certeza, la razón que nadie me había transmitido: creo que la filosofía es una terapia, lo que siglos de filosofía mostraron, siempre que no fueran cristianos", testimonia Onfray.
Fue una época de formación primaria y secundaria en la que el cuerpo del joven Onfray era el depositario directo del castigo en el orfanato y donde no había piedad para el culpable ni el sospechoso ni el diferente. En una civilización cristiana, el cuerpo siempre es maltratado, señala el pensador: "el ideal cristiano es, para la mujer, la Virgen que engendra sin padre, la Inmaculada Concepción, el cuerpo sin carne, la Esposa de Cristo y la Madre de Dios; para el Hombre, un crucificado sanguinolento, adorado como un muerto descarnado en su cruz, atravesado por las espinas y las puntas de lanza. Todo eso genera una neurosis de civilización en la que nos encontramos todavía bajo formas posmodernas, por ejemplo, con la tiranía publicitaria del cuerpo ideal, inexistente, bello, perfectos, platónico, o sea, como un modelo que genera frustraciones en una cantidad increíble de personas, pues sólo tenemos cuerpos reales, existentes, imperfectos que nos invitan a no amar en beneficio de un ideal tipo, inalcanzable..."
- "Nacimiento" de la filosofía.
¿Cuándo nació la filosofía? ¿Es un invento griego? Dice Onfray: "Es consustancial al hombre. En cuanto se asombra, reflexiona, piensa, hay filosofía. Los profesores de filosofía europeos remiten todo a sí mismos y deciden que la filosofía nace en Grecia, en el siglo VII antes de Jesucristo, olvidando que antes de eso existieron filósofos en Egipto, en China, en India y que los famosos inventores de la filosofía en Grecia (Pitágoras, Demócrito, por ejemplo, Platón después) realizaron viajes a esos países y trajeron muchas de sus intuiciones de sus viajes a esos continentes...".
Onfray dicta cursos de filosofía gratuitos cada semana ante unas setecientas personas en la Universidad Popular de Caen, creada por él, que hoy cuenta con alrededor de quince docentes y donde se dictan más de 200 cursos gratis en el año. Declaración de principios: "rechazo los poderes y nunca fui universitario, no soy miembro de ningún jurado literario ni periodista o responsable de una página cultural en un diario o un programa de tv, pese a que me han propuesto todas esas futilidades; rechazo los honores y no dispongo de ninguna condecoración, ningún título de profesor honorario de la universidad que sea; rechazo el dinero como horizonte insuperable de mi vida y vivo en un chalet de un pueblo de provincia donde nací, donde vivo, donde trabajo, donde escribo mis libros y donde, con mis amigos, creé una segunda universidad popular libre y gratuita. Escribí en Teoría del cuerpo amoroso cosas sobre la familia, la pareja, los hijos que son exactamente lo que vivo; detesto el medio de la gente de letras y nunca viví en medio de ellos en París. Invito a cualquiera a verificar y ver cómo coinciden lo que enseño y lo que vivo plenamente, -desafía-. En el caso de los otros filósofos, lo invito a que usted mismo haga la averiguación. Se divertiría..."
Esa diferencia que marca Onfray sobre sí y el resto de los pensadores es la distancia que, dice, lo separa del mundo académico establecido y el que le plantea un púlpito diferente para su modo de "hacer" filosofía: "Leer y escribir mis libros; después enseñar lo que aprendí para compartirlo. Pero por encima de todo: tratar de vivir una vida filosófica que abarque todo eso: leer, escribir, dar conferencias, hacer coincidir mi teoría y mi práctica".
¿Pero entonces, desde este punto de vista, cuál es el lugar o papel del filósofo en la sociedad actual? "El filósofo no es ni astrólogo ni adivino ni lector del futuro en la borra del café... Su trabajo no es prever, sino ser consciente de la abulia generalizada de los hombres y hacer todo lo posible para no contribuir a ella. Es por lo tanto, prevenir, proponer antes una resistencia a todas esas catástrofes sabiendo que los filósofos serán siempre minoritarios, por lo tanto, perdedores y vencidos, pero que, como románticos desesperados, hay que llevar adelante no obstante un combate que se sabe perdido de antemano. Pues habrá otros Hitler, otros Stalin. Pero, al menos, que sea sin los filósofos..."
¿La filosofía y los filósofos pueden responder con precisión y justo a tiempo cuando hay algún acontecimiento como la guerra, una catástrofe humanitaria, un totalitarismo, por ejemplo? Onfray recoge la provocación y responde: "No se puede decir 'la' filosofía porque solamente hay 'filósofos' con lo mejor y lo peor, con los que ven y los que no ven nada, ni siquiera mucho después. No les dé demasiada importancia a los filósofos: no prevén las guerras, no las evitan, no las detienen, ni siquiera está en sus manos. No los haga responsables de todo lo que pasa en el planeta. Que algunos hagan su trabajo que consiste, según la acertada fórmula de Nietzsche, en 'fastidiar a la estupidez'. ¡Eso ya sería bastante!"
-¿La idea de revolución ha muerto?
«r-En el sentido bolchevique del término, sí. Y por suerte. Pero defiendo en el terreno político micro-revoluciones, micro-resistencias, siguiendo la línea de Deleuze, Guattari, Foucault que mostraron que ya no había fascismo posible, sino solamente micro fascismos para los que hay que implementar micro-revoluciones.
-¿Y la utopía también murió?
-En la utopía de un mundo mejor gracias a una revolución hoy, ya nadie cree. Pero, si la utopía es el arte de los posibles futuros, posibles en los que creo y que mi trabajo no deja de formular, entonces no ha muerto.
-Una pregunta de Navidad, ¿la filosofía ayuda a ser feliz?
-En lo absoluto sí. Y por mi parte, mejor dos veces: sí, sí.
(Fuente: http://www.clarin.com/suplementos/cultura/2007/12/15/u-02011.htm)