Rousseau y la Religión Civil
del Contrato
Social (II)
(a los 300 años
de su nacimiento)
David De los
Reyes
Julian Dupré |
“¡Ah, madame! A
veces en la soledad de mi estudio, con las manos oprimiendo fuertemente mis
ojos o en la oscuridad de la noche, soy de la opinión que no hay dios. Pero
miro más allá; la salida del sol, al disipar las nieblas que ocultan la tierra
y poner al descubierto la prodigiosa y brillante escena de la naturaleza;
dispersa en el mismo momento todas las nubes de mi alma. Encuentro mi fe de nuevo,
y mi Dios, y mi creencia en él. Lo admiro y lo adoro, y me postro ante su
presencia.
Rousseau, Cartas.
“La libertad no
está en ninguna forma de gobierno, está en el corazón del hombre libre, quien
la lleva por todas partes con él.
Rousseau, Emilio
“Como piensa un
hombre en su corazón, así es.
Proverbios, 23-7
Introducción
En Rousseau el tema de la
religión tendrá que ser observado a lo largo del conjunto de su obra. Ello nos
lleva a no olvidar lo ya señalado en el
artículo publicado el mes anterior[1]: la
influencia del protestantismo calvinista y su fuerza en el estado de
Ginebra. Pero ahora advierte la
necesidad de reducir a su mínima
expresión todo elemento o ideología
religiosa que aparte al individuo de su
integración en la vida civil constituida.
Como era también para muchos pensadores en la época (Voltaire, Holbach,
Diderot, etc), este ginebrino vendrá a condenar al cristianismo en tanto
religión de sacerdotes, que separa el sistema teológico del político, pues para
él no tendrá valor político aquella
influencia externa que rompa la unidad social, como tampoco con instituciones
que pongan al hombre común en contradicción consigo mismo y la realidad
universal ciudadana investida. El
cristianismo, por su componente universal, es decir, cosmopolita, no tiene a
sus ojos nada de patriota: se vela primero por la Iglesia y luego, si
acaso, por el Estado; no hay apego a la ciudad de los hombres sino a la ciudad
de Dios. Tampoco podemos especular
que este hombre devoto proponga una sociedad de ateos, pues para él decir
estado es decir religión: ninguno se ha
fundado sin ese elemento mítico en su
base. Por tanto se deberá determinar cuáles son los dogmas indispensables para
la armonía de la vida civil e imponerlos como leyes. Y ello no se queda ahí, su
intolerancia será absoluta pues deberá desterrarse del Estado cualquier
situación parecida no por impía sino por cultivar la insociabilidad en y entre
sus miembros. Quien no crea esta religión civil deberá ser expulsado de
la ciudad. Sus dogmas serán los de la religión natural: existencia de un ser
perfecto, sanciones en la vida futura (post-mortem), santidad del contrato
social y de las leyes: dogmas calvinistas (como ya vimos antes), que
excluyen la tolerancia de creencias diversas. Tal religión civil también emana
de la voluntad general. Lo acordado por ello debe aceptarse de forma
absoluta y deberá gobernar hasta en los intersticios más privados de la
conciencia y de la fe de los individuos. De ahí que pueda verse a esta
democracia de campesinos y rústicos como un totalitarismo light.
Los individuos, hasta en el fondo de su conciencia, deberán velar por lo
dictado, en todo, de la voluntad general; ellos se deben, por encima de todo, a
su estado, es decir, a su patria.
La religión, como
notamos, no queda de lado en esta reflexión romántica. Así podemos
reconocer tres instancias que establece
el pensamiento rousseauniano de su concepción de la evolución social del
hombre: la del estado de inocencia, la de la decadencia y la restauración. La
primera, el estado de inocencia corresponde al estado natural, la decadencia al
estado social donde están presente la lucha entre los individuos sin pacto
social; y la última sería la
restauración mediante el contrato social y la religión civil propuesta.
En el Estado natural el
hombre obedece a sus instintos naturales; el estado social se constituye a
través del conflicto de las pasiones y voluntades particulares; con el contrato
social y obediencia del hombre al
dictamen de la voluntad general, surge una armonía y una búsqueda
interior del sentimiento religioso personal y universal. Las tres instancias
parecieran corresponder a una visión bíblica del hombre: a.- el estado natural
es el momento de la ingenuidad y bondad natural del hombre viviendo en el paraíso;
el segundo estadío, el estado social, el hombre se corrompe y su vida se cubre
por el pecado original; y tercero, el
estado del contrato social, el hombre es redimido de su caída y
renacido a convivir en una sociedad armónica, racional pero pasional donde el
sentimiento religioso y patriótico tienen una resonancia unísona en todos sus
componentes.
Julian Dupré
Religión y naturaleza
I
En
su obra Emilio, encontramos el
discutido libro IV sobre la religión personal, individual y natural. Este libro
titulado Profesión de fe de un vicario saboyano, nos expondrá
su visión de la religión natural como
la concebía en virtud tanto de cara a la ortodoxia católica como a la protestante.
En ese texto del Vicario Saboyano encontramos
expresados en detalle los elementos
constitutivos de la propuesta de su
filosófica religiosa. Contiene una
apuesta más sentimental que intelectual, coherente con su concepción de
rusticidad humana y del langsgemeinen
(comunidad campesina) y los alcances de sus miembros. Tal
concepción es el credo rousseauniano declarada
por la voz de la naturaleza que ha sido trasmitida e intuida en este Vicario
virtuoso, caído en desgracia por la humana y
natural situación de seducir a una mujer soltera. Ello lo condena a
tener que renunciar de su apostolado. En
sus palabras encontramos el eco de una serie de argumentos derivados de las
obras de Aristóteles, Agustín, Descartes, Malebranche y la escuela de
Port-Royal, entre otros.
Su declaración no es una
propuesta para una religión natural, si
bien tiene cierto acercamiento a ella,
pues se separa de la interpretación y argumentación positiva, seca y
completamente racional de los partidarios de esa postura natural; e igualmente se separa de la duda que puede presentar las visiones
condenatorias de los materialistas. Su solución, práctica para todos aquellos
arrebatados por el hambre de fe, no será una razón iluminista decantada en un teísmo,
ni una revelación dictada por la delirante lengua de los sacerdotes de la
iglesia. Sólo pueden encontrar una
racionalidad justa e iluminada en aquellos que
posean un corazón sincero. El vicario da la regla: admitir
como evidente todas las proposiciones a
las que la sinceridad de mi corazón no pudiera evitar el consentimiento. En
otras palabras, tal actitud sentimental
implica la negación de que todo
conocimiento se deriva de los sentidos; es un ataque al empirismo materialista
utilitarista y al racionalismo teológico dogmático de los prelados. Contra la hermenéutica de los textos, la
emocionalidad sincera del corazón basta para ser buenos seres religiosos, como
lo ha leído en los Proverbios.
De esta forma Rousseau,
ante la tesis que afirma que toda opinión se impone por la fuerza (o temor), de
una sensación, se negarán a toda imposición de juicios forzados, metafóricos,
fetichistas gracias a las impresiones que se ha recibo de mi propio
corazón, y es inútil que intensifique mi búsqueda en los textos dogmaticos
pues, o no aparecerán o aparecerán por sí solas en mí, sin que yo
intervenga en su dirección. Por lo tanto, ante tal confusión y duda,
imprevisión e incertidumbre, propone
aislarnos de los sentidos; librarse del sentimiento de sentirse lanzado,
perdido a este infinito universo y sentirse sumergido en la inmensidad de
los seres o en la infinitud de las cosas. Para ello el vicario propone a un dios en tanto sostén de mi yo. Pues el
arrobamiento de mi espíritu, el encanto de mi debilidad es abrumada por la grandeza de su infinitud y
presencia. Con ello se confirma la existencia del hacedor de mundos (imaginario);
es una voluntad poderosa y sabia, principio del movimiento del universo.
Tal grandeza deísta, sin
embargo, no puede escapar a tomar en cuenta la sombra del mal. Y ante ello se
plantea Rousseau una concepción sentimental a ese problema de la teodicea monoteísta.
¿Cómo resolver la disonancia del mal y seguir confiando en la
providencia divina? Ve la solución al mal en la libertad humana, la cual
presentará una doble opción: seguir las leyes del orden y de la justicia y no turbar el orden general,
pues las sanciones si no se tienen en este mundo seguirán después de la muerte:
en otras palabras, que viene el coco, y te comerá! así sea después de muerto,
manteniendo la superchería universal de la vida y el castigo post-mortem.
De esta forma el
sentimiento interior nos guía a una segura visión del universo y su creador,
siendo también la ductora de nuestra moral y conducta. ¿Cuál es esta terapia
religiosa de los males en el mundo humano? Pues la ley emanada de nuestro sentimiento de bondad interior,
donde la práctica nos lleva a convertirla en un arte, el de regresar a nuestros
sentimientos inmediatos de conciencia; puro romanticismo a la luz de un
claroscuro de luna llena mental. La conciencia, para Rousseau, no se equivoca
jamás: todo lo que siento como malo, lo es; el mejor de todos los casuistas
es la conciencia. ¡Conciencia, conciencia: instinto divino, inmortal y
celestial voz, guía segura para ser ignorante y limitado…! Aquí volvemos en
la creencia (dogma) rousseauniana de la
existencia de la bondad original del corazón humano (recordemos: el hombre
es bueno por naturaleza…). Los vicios son adquiridos sin dejar poder decir cómo y por donde entraron:
¡la sociedad nos corrompe! La razón es una facultad egoísta por condición, pues
todo lo refiere al yo (pienso). Así, la conciencia será la instancia que
todos poseemos y se presenta en ella un sentimiento puramente subjetivo que nos
lleva a vivir y reconocer el orden universal. Suena a una vanguardia del
imperativo kantiano que deberá llegar por influjo del ginebrino.
II
El
sacerdote laicizado rousseauniano del Emilio
no tiene en cuenta el orden lógico de su exposición, pues está lejos de sus
preocupaciones el saber filosófico (postura cercana a Rousseau respecto a la
filosofía de la ilustración que siempre cuestionará a lo largo de su vida).
Supera toda argumentación filosófica-teológica sobre la existencia de dios.
Pero advirtiendo que lo divino no debe abandonarse al considerar las normas de
conducta, donde su postura busca en las profundidades
del corazón, normas escritas por la naturaleza con caracteres imborrables.
Como podemos ver lo divino y lo natural pareciera tener cierta similitud; una
es extensión y existencia de la otra.
Estos imborrables caracteres son recogidos por la conciencia, la cual será en
toda circunstancia la guía infalible para la acción correcta y su separación de
toda religión institucionalizada. Confiar en la buena conciencia es confiar en
una voz natural divina que todo individuo posee. Sus propias palabras son elocuentes al
respecto:
“Gracias
al cielo nos hemos liberado así de todo este aterrador aparato de la filosofía;
podemos ser hombres sin ser instruidos; dispensadores de malgastar la vida en
el estudio de la moral, tenemos a menos costo un guía más seguro en este
inmenso laberinto de las opiniones humanas. Nuestros sentimientos naturales nos llevan a servir al interés común mientras
que la razón nos incita al egoísmo. Tenemos, por tanto, seguir al sentimiento,
en vez de la razón, para ser virtuosos”[2]
Podemos
encontrar aquí la voz de ese romanticismo religioso personal y adánico, de un
rechazo a la concepción de la rutilante racionalidad ilustrada mundana y el
establecimiento de un punto de partida novedoso respecto al significado de la condición del ser religioso. Más que un
dogma, más que tomar como guía un libro sagrado, más que seguir el
autoritarismo sacerdotal nos propone establecer una relación directa con lo
divino por medio de nuestro sentimiento natural de lo absoluto del sí mismo y
de la conciencia que encausa nuestra voluntad por la senda de superar el
egoísmo y servir al bien común público. En ello está presente, en parte, lo que
vendrá a desarrollar en el Contrato
Social como religión civil pero allí, como veremos, no deja escapar del
sentimiento personal religioso de estar unido al de patria y sometida a las decisiones emanadas
de la voluntad general del pueblo: creando la nueva iglesia dogmática civil: su
religión civil. Crea un lazo
indisoluble. Esta es su solución para construir una mirada religiosa
independiente de cualquier instancia extranjera religiosa al país al que se
pertenezca y quiera atrapar la voluntad de los ciudadanos alejándolos de su
relación con el estado, al llevarlos por
la senda de convertirse en fervientes
adherentes a una religión extranjera o cosmopolita, que nos separa del bien
común nacional o patriótico.
Sin
embargo ese sentimiento natural es algo impreciso, subjetivo, personal. No se
nos dice cómo encontrarlo o cómo despertarlo en aquellos individuos que sólo
viven de un sentimiento artificial o
social. Nuestro mundo está lejano de facilitar al individuo adentrarse en tal
condición como referencia moral y encuentro con lo que este autor proclama como contacto con lo mejor y lo
divino del hombre.
Su
postura religiosa desecha la adecuación y
creencia en el misterio de la revelación. Su doctrina está separada de dogma
nebuloso. Lo que se debe enseñar a los hombres es en atender y escuchar la voz
propia de lo divino que de mana de su
corazón; con ello, piensa, realmente se
hubiera establecido una única religión en el mundo. Que dios se halla revelado
a ciertos individuos en el transcurso de la historia de la humanidad sólo se
puede tomarse como un simple testimonio humano y, por tanto, es falible. Frente
a esta incertidumbre que se vuelve luego dogma y autoridad nos propone aquí su
concepción de la religión natural, la cual tiene la ventaja de que se revela y
está anclada en cualquier individuo. Pon la oreja cerca de tu corazón y escúchalo,
no atiendas la palabra del sacerdote y
de un libro que, más que sagrado, es una creación humana que especula sobre
cierta concepción de lo que se puede imaginar su escritor (o escribano
teologal), como sagrado o divino, junto a sus historias y prescripciones.
El
sacerdote expone una concepción bastante personal sobre el mal y la idea del infierno, que termina abonando
el suelo para el ejercicio del control de la voluntad y del alma del pueblo.
Considera nuestro autor que no tiene ese funcionario religioso un saber seguro
sobre dónde irán los pecadores y los malvados. De forma altiva manifiesta
Rousseau que lo que hagan los malvados no son de su interés; en cambio afirma,
para sorpresa de la iglesia y sus creencias,
que las penas a las que pudiera estar sometida un alma no son eternas. Y admite
que la salvación de las almas no se limita a los miembros de una sola iglesia o
secta.
Estas
dos observaciones, la relacionada al misterio de la revelación y su indiferencia
al infierno y imaginería prescriptiva de
un menú con castigos sempiternos, serán lo que harán de su libro un escándalo y
un atropello al dogma conservador para el público lector en general, como
también al gobierno francés y al consejo de Ginebra, como para el resto de las
autoridades religiosas cristianas de su tiempo (y quizás aún del nuestro…).
Julian Dupré
Religión y Patriotismo
Rousseau
requiere, respecto a la religión civil que vamos a tratar, mantener un
principio requerido en su Contrato Social:
que toda persona que no crea en la existencia de la divinidad propuesta por el
estado en concordancia con la voluntad soberana, sea expulsado de la sociedad. Es preciso de un
Dios para dar autoridad a las reglas morales que establecen la sociedad (C.S.
L.IV, cap VIII). Esto ya de mano entra en una postura donde pareciera que
apunta a un ejercicio totalitario contra
la libertad personal del individuo y su conciencia religiosa por parte
de este gobierno civil y religioso a la vez.
En
sus Cartas
escritas desde la montaña (Parte I, carta I), nos confiesa su visión sobre
el cristianismo. No considera a esta religión institucional buena aliada a las
exigencias del estado contractual que propondrá en el Contrato Social. El cristianismo
es contrario al espíritu social. El evangelio le parece un texto demasiado
sociable, abraza a todo el género humano; este suizo es selectivo respecto a la
religión, no todos tienen que poseer la misma concepción de lo divino, pues
esta dependerá del estado en que se resida, de sus necesidades religiosas, de
sus creencias, de su cultura, de su geografía, de su riqueza; la religión debe
ser legislada mirando a tener cierta exclusividad y correspondencia con la
idiosincrasia, pues ante todo se debe seguir más el sentido patriótico que el religioso
emanado desde el exterior: ¿Roma? El cristianismo identificado con una iglesia
de pretensiones universales, exige que los hombres obedezcan más a su institución que a las leyes del estado:
forma hombres más que ciudadanos. En el fondo su idea de dios no debería exigir
a sus seguidores que amasen más al prójimo que a sus compatriotas. Será un dios
local propio del pequeño estado, el cual pide que antes de sentirse creyentes
deben ser ciudadanos respetuosos del estado legal establecido por la voluntad
general expresada por el pueblo. El
creador universal para este autor debe
convertirse en el ejecutor de las leyes de un país más que de las supuestas
leyes divinas. Donde el cristianismo pide ver hombres aquí se exige superar esa
concepción por una condición política: la
de ver en ellos ciudadanos.
El
Contrato Social está escrito contra
la monarquía absoluta; es una obra que justifica la concepción de una religión nacional establecida en un estado
democrático y con la cual se niega el derecho divino a los reyes para
legitimarse en el poder por obra y gracia
de Dios.
Por
lo tanto pretende establecer, gracias a ese patriotismo, una religión nacional,
es decir, la de un nacionalismo separado del resto, evento del que todos
sabemos cuál es el daño que ha venido a mostrar en la historia al aparecer todas las hazañas/destrozos bélicos gestados
en el suelo occidental desde los siglos XV hasta el XXI. La religión nacional
lo que ha construido es destrucción cuando se cierra al diálogo y a la
solidaridad con sus semejantes, dando priva el dogma de un cristianismo cerrado,
fundamentalista y nacional.
La
religión nacional en Rousseau, como vemos, se convierte en una rama más del patriotismo. Parte
que toda religión, en sus orígenes, desde el cristianismo al judaísmo y el
islamismo, primeramente han sido expresiones nacionales. Está consciente que esto
lleva a que haya tantos dioses como
pueblos. Su obsesión está en que el culto pareciera llevar a que los
individuos desarrollen un sentimiento divino y amor hacia las leyes, teniendo a
la patria como objeto de adoración de los ciudadanos; bajo está condición hoy
muchos gobiernos déspotas estarán de
acuerdo; si bien niega a una religión universal, como pretenden las religiones
institucionales, conduce a otro sometimiento: que los ciudadanos se rindan a la
religión legalizada por el estado como único patrón de creencias, llevando a
servir al estado, lo cual se traduce en servir también al dios tutelar de ese
pueblo. Su propuesta conduce a permitir al hombre concentrarse y no distraerse de sus deberes como ciudadano. De esta manera Dios y Patria no serían sino
uno. Rousseau pareciera convertirse en el profeta de una nueva letra religiosa
para los tiempos nacionalistas y totalitarios socialistas que se aproximan en su tiempo y más allá de él. La
religión termina siendo una profesión de
fe civil total. Encontraremos respuesta a esta propuesta en la revolución
francesa de 1789, cuando se diviniza no
al hombre sino al pueblo, en la medida que su voluntad deberá coincidir con la naturaleza y la razón. Saint-Just
advertirá que esta concepción del patriotismo alberga el germen de la tiranía
que vendrá a establecerse en la modernidad, en la que un patriota iluminado (la
historia nos dio uno: Robespierre y su reino del Terror), es quien sostiene a
la república en conjunto; quien la combate o critica en detalle es visto como
un traidor: ¡hoy refieren que son antipatriotas!;
el todo se sobrepone al individuo[3]:
toda crítica es sospechosa. Camus[4] ha dicho cómo opera todo sistema
totalitario: cuando ni la razón ni la
libre expresión de los individuos consiguen fundar sistemáticamente la unidad
hay que decidirse a eliminar los cuerpos extraños. La modernidad
francesa aplicó el frío y revolucionario filo igualitario de la guillotina.
Julian Dupré
Teología y Estado
Rousseau,
a pesar de todos los reproches que podamos hacerle respecto a su concepción
patriótica, por un lado, de una religión civil, por otra, su propuesta
individual de cultivar una religión profundizada en un sentimiento natural e individual de lo divino presenta
cierta originalidad e innovación, que sería más acogida por el espíritu del protestantismo que por el del
catolicismo.
¿Cuál
es esa originalidad? Desde el mismo Platón hasta la teología medieval y moderna,
todo filósofo que albergara alguna creencia en un Dios debía ofrecer una serie de argumentos intelectuales para justificar su existencia;
tales argumentos eran válidos y apropiados al producir certidumbre desde esa
concepción ideológica teológica; hubo una preocupación racional por demostrar
su existencia. Se otorgaba un argumento racional de certidumbre a cualquier persona sin
prejuicios de suficiente capacidad filosófica.
En
contraposición a la religión cristiana del sur europeo, en el norte de ese
continente buscarán otro modo de acercarse a su idea de dios. Desdeñan las
antiguas pruebas teológicas y buscan un suelo más firme e íntimo para basar su
fe y lo encuentran en la intimidad de la naturaleza humana: en las emociones de pudor, del misterio, de la
revelación, el sentido de lo justo e injusto, la búsqueda de una salvación
propiciada en una ética protestante que alberga la aprobación del trabajo
crematístico, la acumulación del capital y la acción para lo útil. Tal
concepción de cómo adentrarse en el ser del sentimentalismo religioso se debe, en parte, al atribulado suizo. Todo
esto es ahora muy familiar en todo medio creyente. La originalidad de Rousseau no fue
apreciada por la concepción de la
creencia materialista religiosa en la modernidad.
Julian Dupré
Sobre De la religión civil en el Contrato
Social
I
Rousseau
comprende, como ya antes hemos referido, que todo comienzo de organización
social tuvo un principio teocrático: reyes y dioses iban tomados de la mano para
el ejercicio del poder. Pero advierte que es necesario que en el conjunto de
los hombres se produjese un cambio profundo de sentimiento y de ideas, de
conciencia, para llegar a aceptar por amo a tal semejante patrón
y pensar que así es como su vida estará
mejor y su vida a mejor resguardo para la futura salvación. El miedo y la
fuerza religiosa en occidente ha establecido muy bien esa labor de
sometimiento: eres un esclavo pero contento, pues al final verás la luz de dios
post-mortem.
Y
esto lleva al ginebrino a deducir otra idea: al poner a un dios al frente de
cada sociedad política vino a resultar que hubo tantos dioses como pueblos. Es
lo que justificó la guerra; dos pueblos no pueden reconocer al mismo tiempo al mismo
amo señor de los cielos: ¡el mío es mejor! El politeísmo viene a dar como
resultado las divisiones nacionales y
con ello la intolerancia religiosa y civil, la cual son dos caras de una misma
moneda.
En
el paganismo encuentra que cada estado tenía su propio culto y sus propios
dioses, y se evitaban las guerras religiosas por un mismo dios; se
aceptaba que cada estado no distinguía diferencia entre culto de dioses
y el mandato de sus leyes. La religión
era una prolongación de la política y la política un orden establecido por una
teología: así toda guerra, si se declaraba, en el fondo, no era sólo política
sino religiosa. De esta forma: las jurisdicciones de los dioses estaban
determinadas, valga la expresión, por los límites mismos de las naciones[5].
De esta manera el dios particular de un pueblo, no imponía, en principio,
ningún derecho religioso sobre los otros
pueblos. Los dioses de los paganos no
eran celosos. Se repartían entre todos el imperio del mundo. Era un
principio que todo pueblo creyente aceptaba. Lo encontramos en las palabras de
Moisés y el dios de Israel: nulos eran los dioses de los cananeos, por ejemplo.
Como refieren las palabras de Rousseau, la primera rebelión de un pueblo por la
imposición de otros dioses extranjeros vino de Israel:
“Pero
cuando los judíos, sometidos a los reyes de Babilonia y luego a los de Asiria,
se obstinaron en no querer reconocer más dios que el suyo, esta negativa,
considerada una rebelión contra el vencedor, les valió las persecuciones que leemos en su historia y de las que no
vemos ningún otro ejemplo antes del cristianismo”.
Al
estar la religión vinculadas a las leyes de un estado pareciera que ello lleva
a que un pueblo no acepte convertirse en otra religión, a no ser que fuera
sojuzgado y sometido bien por misioneros y por conquistadores; para cambiar el
culto había que cambiar la ley a los vencidos y haberlos, sobretodo, vendidos
por las armas.
Con
la aparición del profeta Jesús la cosa cambio. El estado y sus dioses dejaron
de ser uno. Ello originó las divisiones intestinas que ha agitado desde entonces a los
cristianos: a dios lo que es de dios y al
cesar lo que es del cesar. Este hecho hizo que los romanos mirasen, en un
primer momento, a aquellos como rebeldes, que haciendo gala de una hipócrita sumisión, sólo buscaban el momento de
hacerse independientes y señores, y de usurpar hábilmente la autoridad que en
su autoridad fingían respetar. Ello condujo a las consabidas persecuciones
y ejecuciones pues veían en ellos la separación del individuo del estado
terrenal y su orden de dioses paganos.
Pero
al aceptar al cristianismo en el imperio romano con Constantino esta religión
cambio de lenguaje: el presunto reino del otro mundo vino a tener presencia en
un jefe visible (el papa), volviéndose ahora, y por muchos siglos (hasta en el
XXI y los que faltan…), el más violento
despotismo contra el resto del paganismo. De humildes cristianos pasaron a
tener una retórica pugnas y despótica, violenta y perseguidora. Y la unidad del
estado se dividió en dos segmentos, en
si obedecer al señor y sus leyes o al sacerdote y sus dogmas; el primero
aplicaba la sangrienta espada, el segundo la excomunión y el castigo eterno. Con
este temor junto a sus imágenes del infierno, se logró que el espíritu cristiano invadiera toda
conciencia creyente e ignorante; la conciencia mítica renació y toda razón
lúcida antepuesta a estos cuentos infantiles de terror celestial, fuese eliminada: la hoguera y su parrilla de
carne humana era una buena invención para purificar la carne –y la razón
heterodoxa!- corrupta... Esta tecnología de control mental y emocional hizo que
el culto se volviera independiente del soberano, del estado; no
hubo una vinculación necesaria con el cuerpo del estado para ser buen cristiano. Se estableció la
divergencia entre los dos poderes: el de la iglesia y el del estado. Pero donde
el clero constituye un cuerpo o
congregación, se convierten en señor y amo, legislador y juez del dominio civil. Rousseau combate esta división
del doble poder dentro de un estado y por eso su propuesta subraya la necesidad
de coincidir la religión con el estado, y la diferenciación de su religión
respecto de otras naciones gracias a su condición particular civil y divina
autónoma de un ejercicio religioso universal. No llegó a comprender la necesidad de
realmente separar lo religioso del poder
del estado como está en toda democracia representativa.
II.
En
este capítulo reconoce a Thomas Hobbes y a su obra Leviatan, al escribir sobre la constitución de un estado cristiano
y su rechazo al príncipe de las tinieblas
que no era otro para el inglés que la
curia papal del Vaticano; este noble autor vio el mal de frente y propuso la fusión de las dos cabezas del águila
reduciéndolo a una unidad política, pues
sin ello jamás un Estado tendría garantizada la unidad política: la corona debe
estar compuesta de la condición del monarca y del papa a un mismo tiempo.
Rousseau se mantiene cerca de este lobo
inglés en su concepción. Ambos encuentran
que el talante universal católico romano del cristianismo era incompatible con
sus sistemas políticos modernos, pues el interés del sacerdote dominaría por
encima de las leyes civiles del estado gracias al miedo posible y a futuro de
los castigos infringidos en esta vida y en la vida eterna por la mano divina.
De Hobbes el suizo dijo: Lo que ha hecho
odiosa su política no es tanto lo que hay de horrible y falso en ella como lo
que encierra de justo y verdadero. Pero mientras lo religioso en Hobbes es
dictado por la voz del monarca (en consonancia por lo recomendado de sus asesores
religiosos), en Rousseau será dictado por la voluntad soberana del pueblo. Uno
y otro parecieran decantar en un absolutismo con diferente estilo; uno: el
absolutismo monárquico; el otro: el absolutismo de la voluntad general
ciudadana.
III.
En
su propuesta sobre la religión en el Contrato
Social notamos sus convicciones ya
afirmadas y representadas también en el Emilio.
Divide la religión en dos opciones: la religión del hombre y la del ciudadano.
La primera no tiene altares ni ritos, se limita al culto interior de un dios personal
y supremo, adheridos a los deberes morales, establecidos en la simple voz del
Evangelio: termina siendo la propuesta de un verdadero teísmo y que puede llamarse el derecho divino natural; dando cabida al sentimiento del corazón.
Respecto a la otra, la del ciudadano, es la religión inscrita en un solo país,
con patrones y dioses tutelares propios; posee dogmas, ritos, un culto exterior
prescrito por leyes; fuera de esta nación que la sigue todo lo demás es visto
como infiel, ajeno, bárbaro. Es como fueron
constituidas todas las religiones en los
primeros grupos tribales humanos, y puede llamarse derecho divino civil positivo.
Pero
establece una tercera clase de religión, que es la que encuentra en la división
presente entre hombres que tienen que someterse a dos legislaciones, dos jefes,
dos patrias, creando una contradicción en la conciencia que le impide en ser a
la vez devotos y ciudadanos, como ya hemos referido antes. En esta caen igualmente
el budismo, el sintoísmo japonés y el cristianismo romano. Las distingue como
la religión del Sacerdote, resultando un derecho mixto que considera
insociable, es decir, no civil.
Estos
tres tipos de religión son defectuosos para el orden social. La tercera es la
más evidente y declara que no vale la pena dedicarse a ella. Considera que todo
aquello que rompe la unidad social no
sirve para nada; requiere una tecnología religiosa civil, que corra a mantener
la cohesión social. Todo lo que lleve a constituir un hombre social en
contradicción carece de valor. De aquí al totalitarismo de estado (fascista o
socialista), sólo hay un paso: rechaza el totalitarismo clerical y se enfanga
en otro que no duda en buscar el coro unánime ante el nuevo dios estatal.
Afirma
que aquella otra segunda situación religiosa primitiva tiene cierta cualidad,
pues reúne el culto divino con el amor a las leyes, donde la patria ocupa un
lugar importante de adoración para los ciudadanos. Implica que se sirva, al mismo tiempo, al
estado y al dios tutelar. Termina siendo un estado teocrático, donde pontífice
y príncipe coinciden en un solo individuo, y los únicos sacerdotes son
magistrados. Ello dispone un sentimiento de mártir al querer morir por la
patria, y el violar las leyes implica ser impío, sometiendo a todo culpable a
la execración pública, sometiéndolo a la
ira de los dioses. Como notamos muy
cercano a un fundamentalismo moderno, donde en nuestro mundo contemporáneo ha
dado muestras, en todas sus posibilidades cruentas, de las condiciones
inhumanas a toda población sometida a
consideraciones político-religiosas de manera dogmática, donde no hay
separación de poderes y sólo un poder: el dogma del centralismo político
teocéntrico. Rousseau, como bien han dicho ciertos autores, pareciera
simpatizar con un estado fuerte constituido
bajo la sombra de una religión civil unánime e insoslayable. Pero si bien en una primera exposición nos
ofrece sus bondades de tal condición luego no deja de percatarse de los males
que arrastra (¡aún hoy!):
“Pero
es mala en cuanto que, fundada en el error y la mentira, engaña a los hombres,
los hace crédulos, supersticiosos, y ahora en vanas ceremonias el verdadero
culto de la divinidad. Es mala también
cuando, tornándose exclusivamente y tiránica, hace a un pueblo sanguinario e
intolerante, de suerte que no respira
ya más que muerte y exterminio, y cree llevar a cabo una acción
santa matando a todo aquel que no
reconoce a sus dioses. Esto expone a un pueblo así en un estado natural de
guerra con todos los demás, muy nocivo para su propia seguridad”
El
catolicismo romano lo mostró con sus cruzadas
y su política de tierra arrasada: genocidio a todo pueblo que no aceptase su credo. El islamismo
tiene una buena facción que aún se empeña en destrozar la vida civil de otros
pueblos considerados herejes y desviados del dictado de Mahoma, arrastrando
vidas a la muerte desde Torres Gemelas, trenes en Madrid, autobuses en Londres
e Israel hasta en eventos multitudinarios como el Maratón de Boston.
Para
Rousseau ello conduce a establecer un estado civil donde decanta mentira, error, engaño, credulidad,
superstición, ritualismo, tiranía, intolerancia
y muerte como condición de su supervivencia en mantener un gobierno
sobre ese estado corroído.
IV.
Apoya sólo al cristianismo basado en parte, en el
Evangelio, postura religiosa que considera santa, sublime, ¿menos por verdadera
que por conveniente?, reconociendo que todos los hombres son iguales y hermanos
ante dios, y tiene la virtud de que ayudará a no disolver a la sociedad.
Sin
embargo como ninguna postura religiosa no tiene ninguna relación particular con el cuerpo político, se abandonan las
leyes y la dinámica terrenal, que es de donde debería sacar la fuerza para su
cohesión social, destrozando todo cemento
civil para establecer el vínculo
social. Lleva a desatar los corazones de
los ciudadanos respecto del estado.
Lo cual reconoce que no hay nada más contrario al espíritu social.
A
la suposición de que un hipotético pueblo de verdaderos cristianos produce una
sociedad perfecta, la ve más como una dificultad que otra cosa, sería sólo una
sociedad de hombres creyentes y no de ciudadanos.
Su interés está en que el corazón de
los hombres nazca el sentimiento, la emoción, la preocupación ciudadana por su estado. Una sociedad de hombres
cristianos le faltaría cohesión por la existencia de un estado político
soberano: su vicio destructor se hallaría
en su perfección misma.
Observa,
como lo hemos dicho antes, que el cristianismo (como cualquier otra religión
monoteísta: judaísmo o islamismo), es una religión espiritual que se ocupa tan
sólo del mundo trascendente a este: sus propuestas no son de este mundo: de ahí
su efectividad en la crédula imaginación temerosa ante el futuro de sus
seguidores. Se cumple con el deber pero arrastrando una profunda indiferencia en relación a lo buena o mala fortuna de sus desvelos. Tal conciencia centrada en no tener que
reprocharse nada, le importa poco o nada cómo vayan las cosas aquí abajo. Si el estado es floreciente, apenas si se
atreve a disfrutar de la felicidad pública, teme enorgullecerse de la gloria de
su patria; si el estado decae, bendice la mano de dios que pesa sobre su
pueblo.
Para
que ello fuera una sociedad pacífica y armónica se debería exigir que todos los
ciudadanos fuesen sin excepción buenos cristianos. Pero basta que aparezca una oveja negra y hará uso de alguna treta
para imponer y apoderarse de la autoridad pública y colocarse por encima de
todos; de asumir una ventaja a su favor gracias a las buenas consciencias
(ingenuas) cristianas para ser elevado por encima de los demás; el dios proclamado
ahora querrá que se respeten a este cordero y lobo de dios, se investirá de
poder; dios quiere que le obedezcan, quien no lo haga abusará de su condición,
llevando la acción de expulsar a todo rebelde o usurpador recurriendo para ello
a la violencia, al miedo, a la persecución, a la necesidad de verter sangre y acabar con
la tranquilidad pública, situaciones todas ellas que no congenian en nada con
la mansedumbre cristiana. Resultando de ello
que: a fin de cuentas ¿qué más da
ser libre en este valle de lágrimas que ser esclavo? lo esencial es ir al
paraíso, y la resignación no es más que un medio para ello. Rousseau
advierte que detrás de la máscara del santo y del reivindicador revolucionario iluminado de los desposeídos se
encuentra el peor de los animales políticos, el príncipe terrestre de las
tinieblas, aunque se cubra con el manto de la sacristía.
Esto
lleva a una situación en que nadie ama ni quiere defender de corazón a su
territorio vital y existencial, a su patria. Los hombres saldrán a defender, si
acaso, su país no por convicción sino por miedo, sin pasión por la victoria,
donde morir pudiera parecer mejor que vivir. La providencia sabrá lo que más le
conviene a cada cual. Nuestro autor pone el ejemplo de cómo sería una nación
cristiana de este tipo frente a una Esparta o una Roma: los piadosos cristianos serán derrotados, aplastados, destruidos, antes
de haber tenido tiempo de orientarse siquiera, o no deberán su salvación sino
al desprecio que su enemigo concebirá por ellos.
V.
Su
negación ante el cristianismo se
debe a que el cristianismo predica sólo
sumisión y dependencia. Tal espíritu es harto favorable a la tiranía. Y los
verdaderos cristianos no están hechos sino para ser esclavos, primero por su
sumisión ante dios y sus sacerdotes, y luego del tirano de turno: lo saben y no les impresiona mucho; esta corta vida tiene muy escaso valor
a sus ojos.
El
orden cristiano termina haciendo de los hombres soldados poseídos por un
sacerdote, ciudadanos de la iglesia, se refugian bajo las faldas de ella, combaten por su patria espiritual, convertida en temporal sin saber cómo. Considera
que la caída de Roma bien se debe a la decadencia establecida al convertirse
los emperadores al cristianismo y abandonar su postura pagana: con los emperadores paganos, los soldados
cristianos eran valientes: por su competencia del honor ante el resto de las tropas paganas.
Dentro
del pacto social propuesto por Rousseau es requerido que todo estado lleve a
que cada ciudadano tenga una religión que le inculque a cumplir con sus
deberes. Donde el dogma no será de interés al estado sino sólo en la medida en
que haga que sus miembros se encaminen por cumplir la moral y los deberes, a los que están obligados quien los profese.
Advierte que cada quien puede sostener
las opiniones que le plazca, sin tener que el soberano se incumba en
ellas; lo importante para el pacto es que sean buenos ciudadanos; al estado no
le compete lo que pase en otro mundo
sino lo que está pasando históricamente en este: en el aquí y ahora.
Lo
que exige es una profesión de fe civil, donde el estado le corresponde determinar
cuáles son sus artículos, sin retenerse en el dogma religioso; tal profesión civil exige sentimientos de
sociabilidad sin los cuales no se constituyen buenos ciudadanos. No obliga a nadie a creer en
ellos, pero tiene en su derecho a desterrar, si quiere, a quien no los crea no
por impío sino porque se ha convertido en insociable, es decir, incapaz de
respetar y amar a las leyes, la justicia y de sacrificar su vida en pro del
deber. Pero no termina ahí: quien después de haber admitido públicamente esos mismos dogmas, se comporta a su respecto
como un incrédulo, condénese a muerte: ha cometido el mayor de los delitos,
mentir ante la ley. Si esa
consideración se llevara a cabo en nuestro mundo creo que nos quedaríamos sin
magistrados y sin estado…
VI.
¿Cuáles
son estos dogmas de esta religión civil para calmar la angustia de sus
ciudadanos por el sentido (o el sin sentido) de su existencia? Son sencillos,
apenas unos cuantos, precisos en sus enunciados, sin necesidad de explicaciones
y mayores interpretaciones. El primero
se basa en la aceptación de la existencia de una divinidad poderosa,
inteligente, bienhechora, previsora y providente, la vida futura, la
bienaventuranza de los justos, el castigo de los malos, la santidad del contrato social y de las leyes: todos estos son los
dogmas positivos de dicha fe civil. Los dogmas negativos se concentran en un solo:
intolerancia que aparece de los
cultos que se han excluidos. Toda intolerancia
vendrá a tener, donde exista, un efecto civil, quitándole al soberano (el
pueblo y su voluntad general), su
prestigio y mandato: situación que lleva
desde ese instante a que los sacerdotes sean los verdaderos amos y los
gobernantes sólo funcionarios a su servicio.
Comprende
finalmente Rousseau que al no haber una religión nacional exclusiva se deberá
tolerar a todas aquellas que convivan en armonía con las demás, pero en la
medida en que no haya en sus dogmas nada contrario a los deberes
del ciudadano. Rechaza el autor a todos aquellas que afirman que fuera de la iglesia no hay salvación, a
estas deberán ser expulsadas del estado, a menos que el estado sea la iglesia y el
príncipe su pontífice. Tal dogma es sólo bueno dentro de un estado teocrático; en cualquier
otra forma sería pernicioso.
De
esta manera concluye su postura ante la religión civil expuesta en el Contrato Social. Sólo aceptará las
religiones en la medida que no vayan en contra de las leyes establecidas por la
voluntad general y sean mandato del pueblo soberano. Toda religión que aparte
al hombre de ser ciudadano deberá ser expulsada del recinto estatal; primer
ciudadanos y luego devotos del dogma religiosa que se desee. Antes de que seamos hombres religiosos Rousseau nos exige que
seamos buenos ciudadanos, adoradores de las leyes y defensores del orden y del
territorio civil donde cohabitamos. Rousseau
buscó, finalmente, unos principios religiosos que puedan ser complementarios a
las normas civiles y que puedan, a la vez, ser compatibles con la necesidad de
la emoción religiosa y con cualquier culto.
Conclusiones por los momentos (en que vivimos…)
El Contrato y la Profesión
de fe del Vicario Saboyano del Emilio vendrán a coincidir en el
mismo tema: buscar para el individuo, el ciudadano, el hombre perteneciente al
cuerpo político legislativo un instrumento subjetivo personal que sea un apoyo
menos engañoso y borroso que el que le pueda otorgar los hombres de hábitos de
un religión urbi et orbe y toda naturaleza religiosa exterior a él. De esta manera Rousseau no es simpatizante
del cristianismo que confía en la revelación divina y que necesita de la
interpretación de otros hombres, los sacerdotes, para absorber e introducir el
sentimiento religioso dentro de él. El vicario del Emilio dirá: ¡Cuántos
hombres entre Dios y yo! Dictamen que lo lleva a buscar más allá del estado de naturaleza (del
instinto) y del estado social (del conflicto permanente), y de las
instituciones existentes esa comunión personal con el sentimiento de lo (supuestamente)
divino (pues sigue siendo la emoción emanada de un hombre finito). En su Contrato
Social encontramos la resurrección que el ciudadano libre (¿?) que halla en
el pacto social donde no se manifiesta
ninguna voluntad individual y sólo existe esa voluntad general que vendrá a ser
una especie de voz divina, suprema de la verdad absoluta para todos… pero ¿qué
encuentra ese individuo antes de identificarse con el contrato social propuesto?
Pues una religión que es una invención humana, un espíritu que disuelve su
identidad en las impresiones sensibles (de todo tipo: naturales y artificiales:
culturales), una naturaleza de hechos aislados y fragmentados por una
causalidad racional, una moralidad estampadas en el sufrimiento de pasiones que
mal nos dirigen y desvían, y una sociedad en pugna permanente por estar
constituida por voluntades individuales egoístas y ambiciosas. Rousseau busca restaurar la realidad profunda
del espíritu, el amor de sí, el conocimiento personal, el retorno a los dictámenes
de un corazón purificado de maldad, a la sencillez de la vida, a una conciencia
con un don moral universal personal, y un camino para entrar por el camino de
la voluntad universal: dios. ¡Tremendo cuento y tremendo culebrón filosófico
que aún se cree en este mundo pagano por los cuatro costados! ¡Paga tu
diezmo más que tus impuestos! Una
conciencia sin crítica, un sentimiento inmediato, una evidencia interior, una sinceridad
del corazón y, por ende, un abandono de la razón; así hasta Hitler y sus
hermanastros pueden tener justeza en su proceder…es posible que el escéptico de
su amigo-enemigo inglés David Hume tenga una mejor solución, propia de nuestra
modernidad tardía, ante tales cuentos de inocencia y de corazones (de patria):
al fallar el pensamiento al hombre le queda la potencia majestuosa –¡y en parte
escéptica!- de recurrir a la naturaleza
y a la imaginación. Pero Rousseau es un producto de su época, una reacción
lacerante que también será un purgante reflexivo que los tiempos por venir junto a sus hombres usarán para emanar y
justificar el renacimiento de nuevos gobiernos, estados revolucionarios, pero
también con sus males, su totalitarismo, la construcción del hombre masa, la
muerte o anulación del individuo disidente
y las filosas injusticias en nombre de la conciencia, conciencia:
instinto divino, instinto divino y celestial voz, guía divina para ser
ignorante y limitado…! Nuestro tiempo lo confirma, sobre todo en el elogio
universal (¿global?) al hommo pantallicus, devoto de lo virtual mediático,
de ser un buen ignorante y limitado en el uso de su propia razón y no
distinguir entre ilusión y realidad. Así se vive… así se mata…
Bibliografía:
Rousseau,
J. J., 1979: Escritos de Combate: Contrato Social o Principios del Derecho.
Ed. Alfaguara. Madrid.
Rousseau,
J.J., 1981: Emilio o de la educación.
Ed. Edaf. Madrid.
[1]
Ver filosofiaclinica1.blogspot.com del mes de abril del 2013.
[2]
Rousseau, Emilio, libro IV. Todas las
citas referidas a esa obra provienen de esta parte del texto.
[3]
Camus, en su Hombre Rebelde, (p.118-19)
reflexiona sobre esta condición del sentimiento patriótico y los efectos que
aparecerán en el transcurso de la historia cuando se ha establecido ese
principio como el nuevo motivo de organización de los territorios nacionales
sustraídos a lo que habían sido reinos; un absolutismo de estado por un estado
absoluto patriótico, con un tirano siempre en su cúspide. Todos los
nacionalismos del siglo XIX, europeos y latinoamericanos, vendrán a sostenerse
en ese pilar. El tirano se viste de civil pero en el fondo la espada y la ambición de poder lo poseen
pues está iluminado por todo ese sentimiento patriótico-divino que lo lleva a
considerarse un iluminado, un elegido,
un todopoderoso. Dios en el cielo y en la tierra su extensión: el tirano
con brazo férreo, que lo lleva a acometer cualquier barbaridad y desatino,
abuso de poder y criminalidad por ser el ejecutor de lo divino en la tierra.
Esta consideración de Rousseau sigue vigente, veamos qué pasa en un país como
Venezuela, donde se hace una campaña electoral con alusión a un cristianismo
patriótico, bajo la égida de un hijo de
Cristo de los pobres, por un lado, pero la otra opción política opina que el tiempo de Dios es perfecto y a todo
se resuelve con un rezo y la imagen de una virgen. Volvemos a un medievalismo
digitalizado, electrónico, instaurando lo divino por medio del discurso
mediático para un pueblo sostenido más
por la credulidad borrosa que por la capacidad racional y la conciencia del
individuo en comprender el movimiento de la manipulación por parte de los
actores políticos.
[4]
Idem.
[5]
Todas las citas del Contrato Social se remiten al Libro 4to, cap, VIII, De la Religión civil.
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