miércoles, 1 de mayo de 2013


Rousseau y la Religión Civil

del Contrato Social (II)

(a los 300 años de su nacimiento)

David De los Reyes



 Julian Dupré


“¡Ah, madame! A veces en la soledad de mi estudio, con las manos oprimiendo fuertemente mis ojos o en la oscuridad de la noche, soy de la opinión que no hay dios. Pero miro más allá; la salida del sol, al disipar las nieblas que ocultan la tierra y poner al descubierto la prodigiosa y brillante escena de la naturaleza; dispersa en el mismo momento todas las nubes de mi alma. Encuentro mi fe de nuevo, y mi Dios, y mi creencia en él. Lo admiro y lo adoro, y me postro ante su presencia.
Rousseau, Cartas.

“La libertad no está en ninguna forma de gobierno, está en el corazón del hombre libre, quien la lleva por todas partes con él.
Rousseau, Emilio

“Como piensa un hombre en su corazón, así es.
Proverbios, 23-7


Introducción
En Rousseau el tema de la religión tendrá que ser observado a lo largo del conjunto de su obra. Ello nos lleva a no olvidar lo  ya señalado en el artículo publicado el mes anterior[1]: la influencia del protestantismo calvinista y su fuerza en el estado de Ginebra.  Pero ahora advierte la necesidad de reducir a  su mínima expresión  todo elemento o ideología religiosa que aparte  al individuo de su integración en la vida civil constituida.  Como era también para muchos pensadores en la época (Voltaire, Holbach, Diderot, etc), este ginebrino vendrá a condenar al cristianismo en tanto religión de sacerdotes, que separa el sistema teológico del político, pues para él no tendrá  valor político aquella influencia externa que rompa la unidad social, como tampoco con instituciones que pongan al hombre común en contradicción consigo mismo y la realidad universal ciudadana investida.  El cristianismo, por su componente universal, es decir, cosmopolita, no tiene a sus ojos nada de patriota: se vela primero por la Iglesia y luego, si acaso, por el Estado; no hay apego a la ciudad de los hombres sino a la ciudad de Dios. Tampoco podemos  especular que este hombre devoto proponga una sociedad de ateos, pues para él decir estado es decir religión: ninguno se  ha fundado  sin ese elemento mítico en su base. Por tanto se deberá determinar cuáles son los dogmas indispensables para la armonía de la vida civil e imponerlos como leyes. Y ello no se queda ahí, su intolerancia será absoluta pues deberá desterrarse del Estado cualquier situación parecida no por impía sino por cultivar la insociabilidad en y entre sus miembros. Quien no crea esta religión civil deberá ser expulsado de la ciudad. Sus dogmas serán los de la religión natural: existencia de un ser perfecto, sanciones en la vida futura (post-mortem), santidad del contrato social y de las leyes: dogmas calvinistas (como ya vimos antes), que excluyen la tolerancia de creencias diversas. Tal religión civil también emana de la voluntad general. Lo acordado por ello debe aceptarse de forma absoluta y deberá gobernar hasta en los intersticios más privados de la conciencia y de la fe de los individuos. De ahí que pueda verse a esta democracia de campesinos y rústicos como un totalitarismo light. Los individuos, hasta en el fondo de su conciencia, deberán velar por lo dictado, en todo, de la voluntad general; ellos se deben, por encima de todo, a su estado, es decir, a su patria.
La religión, como notamos, no queda de lado en esta reflexión romántica. Así podemos reconocer tres instancias  que establece el pensamiento rousseauniano de su concepción de la evolución social del hombre: la del estado de inocencia, la de la decadencia y la restauración. La primera, el estado de inocencia corresponde al estado natural, la decadencia al estado social donde están presente la lucha entre los individuos sin pacto social;  y la última sería la restauración mediante el contrato social y la religión civil propuesta.
En el Estado natural el hombre obedece a sus instintos naturales; el estado social se constituye a través del conflicto de las pasiones y voluntades particulares; con el contrato social  y obediencia del hombre al dictamen de la voluntad general, surge una armonía y una búsqueda interior del sentimiento religioso personal y universal. Las tres instancias parecieran corresponder a una visión bíblica del hombre: a.- el estado natural es el momento de la ingenuidad y bondad natural del hombre viviendo en el paraíso; el segundo estadío, el estado social, el hombre se corrompe y su vida se cubre por el pecado original; y tercero, el  estado del contrato social, el hombre es redimido de su caída y renacido a convivir en una sociedad armónica, racional pero pasional donde el sentimiento religioso y patriótico tienen una resonancia unísona en todos sus componentes.


Julian Dupré

Religión y naturaleza
I
En su obra Emilio, encontramos el discutido libro IV sobre la religión personal, individual y natural. Este libro titulado Profesión de fe  de un vicario saboyano,  nos expondrá  su visión de la religión natural como  la concebía en virtud tanto de cara a la ortodoxia católica como a  la protestante.
En ese texto del Vicario Saboyano encontramos expresados en detalle  los elementos constitutivos de la propuesta  de su filosófica religiosa. Contiene una  apuesta más sentimental que intelectual, coherente con su concepción de rusticidad humana y del langsgemeinen  (comunidad campesina) y los alcances de sus miembros. Tal concepción es el credo rousseauniano  declarada por la voz de la naturaleza que ha sido trasmitida e intuida en este Vicario virtuoso, caído en desgracia por la humana y  natural situación de seducir a una mujer soltera. Ello lo condena a tener que  renunciar de su apostolado. En sus palabras encontramos el eco de una serie de argumentos derivados de las obras de Aristóteles, Agustín, Descartes, Malebranche y la escuela de Port-Royal, entre otros.
Su declaración no es una propuesta  para una religión natural, si bien  tiene cierto acercamiento a ella, pues se separa de la interpretación y argumentación positiva, seca y completamente racional de los partidarios de esa postura natural;  e igualmente se separa de la duda  que puede presentar las visiones condenatorias de los materialistas. Su solución, práctica para todos aquellos arrebatados por el hambre de fe, no será una razón iluminista decantada en un teísmo, ni una revelación dictada por la delirante lengua de los sacerdotes de la iglesia.  Sólo pueden encontrar una racionalidad justa e iluminada en aquellos que  posean un corazón sincero. El vicario da la regla: admitir como evidente todas las proposiciones  a las que la sinceridad de mi corazón no pudiera evitar el consentimiento. En otras palabras, tal actitud sentimental  implica  la negación de que todo conocimiento se deriva de los sentidos; es un ataque al empirismo materialista utilitarista y al racionalismo teológico dogmático de los prelados.  Contra la hermenéutica de los textos, la emocionalidad sincera del corazón basta para ser buenos seres religiosos, como lo ha leído en los Proverbios
De esta forma Rousseau, ante la tesis que afirma que toda opinión se impone por la fuerza (o temor), de una sensación, se negarán a toda imposición de juicios forzados, metafóricos, fetichistas gracias a las impresiones que se ha recibo de mi propio corazón, y es inútil que intensifique mi búsqueda en los textos dogmaticos pues, o no aparecerán o aparecerán por sí solas en mí, sin que yo intervenga en su dirección. Por lo tanto, ante tal confusión y duda, imprevisión e incertidumbre,  propone aislarnos de los sentidos; librarse del sentimiento de sentirse lanzado, perdido a este infinito universo y sentirse sumergido en la inmensidad de los seres o en la infinitud de las cosas.  Para ello el vicario propone  a un dios en tanto sostén de mi yo. Pues el arrobamiento de mi espíritu, el encanto de mi debilidad  es abrumada por la grandeza de su infinitud y presencia. Con ello se confirma la existencia del hacedor de mundos (imaginario); es una voluntad poderosa y sabia, principio del movimiento del universo.
Tal grandeza deísta, sin embargo, no puede escapar a tomar en cuenta la sombra del mal. Y ante ello se plantea Rousseau una concepción sentimental a ese problema de la teodicea monoteísta. ¿Cómo resolver la disonancia del mal y seguir confiando en la providencia divina? Ve la solución al mal en la libertad humana, la cual presentará una doble opción: seguir las leyes del orden  y de la justicia y no turbar el orden general, pues las sanciones si no se tienen en este mundo seguirán después de la muerte: en otras palabras, que viene el coco,  y te comerá! así sea después de muerto, manteniendo la superchería universal de la vida y el castigo post-mortem.
De esta forma el sentimiento interior nos guía a una segura visión del universo y su creador, siendo también la ductora de nuestra moral y conducta. ¿Cuál es esta terapia religiosa de los males en el mundo humano? Pues la ley  emanada de nuestro sentimiento de bondad interior, donde la práctica nos lleva a convertirla en un arte, el de regresar a nuestros sentimientos inmediatos de conciencia; puro romanticismo a la luz de un claroscuro de luna llena mental. La conciencia, para Rousseau, no se equivoca jamás: todo lo que siento como malo, lo es; el mejor de todos los casuistas es la conciencia. ¡Conciencia, conciencia: instinto divino, inmortal y celestial voz, guía segura para ser ignorante y limitado…! Aquí volvemos en la creencia (dogma) rousseauniana de  la existencia de la bondad original del corazón humano (recordemos: el hombre es bueno por naturaleza…). Los vicios son adquiridos sin dejar  poder decir cómo y por donde entraron: ¡la sociedad nos corrompe! La razón es una facultad egoísta por condición, pues todo lo refiere al yo (pienso). Así, la conciencia será la instancia que todos poseemos y se presenta en ella un sentimiento puramente subjetivo que nos lleva a vivir y reconocer el orden universal. Suena a una vanguardia del imperativo kantiano que deberá llegar por influjo del ginebrino.


II
El sacerdote laicizado rousseauniano del Emilio no tiene en cuenta el orden lógico de su exposición, pues está lejos de sus preocupaciones el saber filosófico (postura cercana a Rousseau respecto a la filosofía de la ilustración que siempre cuestionará a lo largo de su vida). Supera toda argumentación filosófica-teológica sobre la existencia de dios. Pero advirtiendo que lo divino no debe abandonarse al considerar las normas de conducta, donde su postura busca en las profundidades del corazón, normas escritas  por la naturaleza con caracteres imborrables. Como podemos ver lo divino y lo natural pareciera tener cierta similitud; una es extensión  y existencia de la otra. Estos imborrables caracteres son recogidos por la conciencia, la cual será en toda circunstancia la guía infalible para la acción correcta y su separación de toda religión institucionalizada. Confiar en la buena conciencia es confiar en una voz natural divina que todo individuo posee.  Sus propias palabras son elocuentes al respecto:

“Gracias al cielo nos hemos liberado así de todo este aterrador aparato de la filosofía; podemos ser hombres sin ser instruidos; dispensadores de malgastar la vida en el estudio de la moral, tenemos a menos costo un guía más seguro en este inmenso laberinto de las opiniones humanas. Nuestros sentimientos naturales  nos llevan a servir al interés común mientras que la razón nos incita al egoísmo. Tenemos, por tanto, seguir al sentimiento, en vez de la razón, para ser virtuosos”[2]

Podemos encontrar aquí la voz de ese romanticismo religioso personal y adánico, de un rechazo a la concepción de la rutilante racionalidad ilustrada mundana y el establecimiento de un punto de partida novedoso respecto al significado de  la condición del ser religioso. Más que un dogma, más que tomar como guía un libro sagrado, más que seguir el autoritarismo sacerdotal nos propone establecer una relación directa con lo divino por medio de nuestro sentimiento natural de lo absoluto del sí mismo y de la conciencia que encausa nuestra voluntad por la senda de superar el egoísmo y servir al bien común público. En ello está presente, en parte, lo que vendrá a desarrollar en el Contrato Social como religión civil pero allí, como veremos, no deja escapar del sentimiento personal religioso de estar unido al de  patria y sometida a las decisiones emanadas de la voluntad general del pueblo: creando la nueva iglesia dogmática civil: su religión civil. Crea un lazo indisoluble. Esta es su solución para construir una mirada religiosa independiente de cualquier instancia extranjera religiosa al país al que se pertenezca y quiera atrapar la voluntad de los ciudadanos alejándolos de su relación con el estado, al  llevarlos por la senda de convertirse en  fervientes adherentes a una religión extranjera o cosmopolita, que nos separa del bien común nacional o patriótico.
Sin embargo ese sentimiento natural es algo impreciso, subjetivo, personal. No se nos dice cómo encontrarlo o cómo despertarlo en aquellos individuos que sólo viven de un sentimiento artificial o social. Nuestro mundo está lejano de facilitar al individuo adentrarse en tal condición como referencia moral y encuentro con lo que este autor  proclama como contacto con lo mejor y lo divino del hombre.
Su postura religiosa desecha la adecuación y  creencia en el misterio de la revelación. Su doctrina está separada de dogma nebuloso. Lo que se debe enseñar a los hombres es en atender y escuchar la voz propia de lo divino  que de mana de su corazón; con ello, piensa,  realmente se hubiera establecido una única religión en el mundo. Que dios se halla revelado a ciertos individuos en el transcurso de la historia de la humanidad sólo se puede tomarse como un simple testimonio humano y, por tanto, es falible. Frente a esta incertidumbre que se vuelve luego dogma y autoridad nos propone aquí su concepción de la religión natural, la cual tiene la ventaja de que se revela y está anclada en cualquier individuo. Pon la oreja cerca de tu corazón y escúchalo, no atiendas  la palabra del sacerdote y de un libro que, más que sagrado, es una creación humana que especula sobre cierta concepción de lo que se puede imaginar su escritor (o escribano teologal), como sagrado o divino, junto a sus historias y prescripciones.
El sacerdote expone una concepción bastante personal sobre el mal  y la idea del infierno, que termina abonando el suelo para el ejercicio del control de la voluntad y del alma del pueblo. Considera nuestro autor que no tiene ese funcionario religioso un saber seguro sobre dónde irán los pecadores y los malvados. De forma altiva manifiesta Rousseau que lo que hagan los malvados no son de su interés; en cambio afirma, para sorpresa de la iglesia y sus creencias, que las penas a las que pudiera estar sometida un alma no son eternas. Y admite que la salvación de las almas no se limita a los miembros de una sola iglesia o secta.
Estas dos observaciones, la relacionada al misterio de la revelación y su indiferencia al infierno y  imaginería prescriptiva de un menú con castigos sempiternos, serán lo que harán de su libro un escándalo y un atropello al dogma conservador para el público lector en general, como también al gobierno francés y al consejo de Ginebra, como para el resto de las autoridades religiosas cristianas de su tiempo (y quizás aún del nuestro…).


Julian Dupré


Religión y Patriotismo
Rousseau requiere, respecto a la religión civil que vamos a tratar, mantener un principio requerido en su Contrato Social: que toda persona que no crea en la existencia de la divinidad propuesta por el estado en concordancia con la voluntad soberana,  sea expulsado de la sociedad. Es preciso de un Dios para dar autoridad a las reglas morales que establecen la sociedad (C.S. L.IV, cap VIII). Esto ya de mano entra en una postura donde pareciera que apunta a un ejercicio totalitario contra  la libertad personal del individuo y su conciencia religiosa por parte de este gobierno civil y religioso a la vez.
En sus  Cartas escritas desde la montaña (Parte I, carta I), nos confiesa su visión sobre el cristianismo. No considera a esta religión institucional buena aliada a las exigencias del estado contractual que propondrá en el Contrato Social.  El cristianismo es contrario al espíritu social. El evangelio le parece un texto demasiado sociable, abraza a todo el género humano; este suizo es selectivo respecto a la religión, no todos tienen que poseer la misma concepción de lo divino, pues esta dependerá del estado en que se resida, de sus necesidades religiosas, de sus creencias, de su cultura, de su geografía, de su riqueza; la religión debe ser legislada mirando a tener cierta exclusividad y correspondencia con la idiosincrasia, pues ante todo se debe seguir  más el sentido patriótico que el religioso emanado desde el exterior: ¿Roma? El cristianismo identificado con una iglesia de pretensiones universales, exige que los hombres obedezcan más a  su institución que a las leyes del estado: forma hombres más que ciudadanos. En el fondo su idea de dios no debería exigir a sus seguidores que amasen más al prójimo que a sus compatriotas. Será un dios local propio del pequeño estado, el cual pide que antes de sentirse creyentes deben ser ciudadanos respetuosos del estado legal establecido por la voluntad general  expresada por el pueblo. El creador universal para  este autor debe convertirse en el ejecutor de las leyes de un país más que de las supuestas leyes divinas. Donde el cristianismo pide ver hombres aquí se exige superar esa concepción por una  condición política: la de  ver  en ellos ciudadanos.  
El Contrato Social está escrito contra la monarquía absoluta; es una obra que justifica la concepción de una  religión nacional establecida en un estado democrático y con la cual se niega el derecho divino a los reyes para legitimarse en el poder por obra y gracia de Dios.
Por lo tanto pretende establecer, gracias a ese patriotismo, una religión nacional, es decir, la de un nacionalismo separado del resto, evento del que todos sabemos cuál es el daño que ha venido a mostrar en la historia al aparecer  todas las hazañas/destrozos bélicos gestados en el suelo occidental desde los siglos XV hasta el XXI. La religión nacional lo que ha construido es destrucción cuando se cierra al diálogo y a la solidaridad con sus semejantes, dando  priva el dogma de un cristianismo cerrado, fundamentalista y nacional.
La religión nacional en Rousseau, como vemos,  se convierte en una rama más del patriotismo. Parte que toda religión, en sus orígenes, desde el cristianismo al judaísmo y el islamismo, primeramente han sido expresiones nacionales. Está consciente que esto lleva a que haya tantos dioses como  pueblos. Su obsesión está en que el culto pareciera llevar a que los individuos desarrollen un sentimiento divino y amor hacia las leyes, teniendo a la patria como objeto de adoración de los ciudadanos; bajo está condición hoy muchos  gobiernos déspotas estarán de acuerdo; si bien niega a una religión universal, como pretenden las religiones institucionales, conduce a otro sometimiento: que los ciudadanos se rindan a la religión legalizada por el estado como único patrón de creencias, llevando a servir al estado, lo cual se traduce en servir también al dios tutelar de ese pueblo. Su propuesta conduce a permitir al hombre concentrarse  y no distraerse  de sus deberes como ciudadano.  De esta manera Dios y Patria no serían sino uno. Rousseau pareciera convertirse en el profeta de una nueva letra religiosa para los tiempos nacionalistas y totalitarios socialistas que se  aproximan en su tiempo y más allá de él. La religión termina siendo una profesión de fe civil total. Encontraremos respuesta a esta propuesta en la revolución francesa de 1789, cuando  se diviniza no al hombre sino al pueblo, en la medida que su voluntad  deberá coincidir  con la naturaleza y la razón. Saint-Just advertirá que esta concepción del patriotismo alberga el germen de la tiranía que vendrá a establecerse en la modernidad, en la que un patriota iluminado (la historia nos dio uno: Robespierre y su reino del Terror), es quien sostiene a la república en conjunto; quien la combate o critica en detalle es visto como un traidor: ¡hoy refieren que son antipatriotas!; el todo se sobrepone al individuo[3]: toda crítica es sospechosa. Camus[4]  ha dicho  cómo opera todo sistema totalitario: cuando ni la razón ni la libre expresión de los individuos consiguen fundar sistemáticamente la unidad hay que decidirse  a eliminar   los cuerpos extraños. La modernidad francesa aplicó el frío y revolucionario filo igualitario de la guillotina.


Julian Dupré


Teología y Estado
Rousseau, a pesar de todos los reproches que podamos hacerle respecto a su concepción patriótica, por un lado, de una religión civil, por otra, su propuesta individual de cultivar una religión profundizada en un sentimiento  natural e individual de lo divino presenta cierta originalidad e innovación, que sería más acogida por el espíritu  del protestantismo que por el del catolicismo.
¿Cuál es esa originalidad? Desde  el mismo  Platón hasta la teología medieval y moderna, todo filósofo que albergara alguna creencia en un Dios  debía ofrecer una serie de argumentos  intelectuales para justificar su existencia; tales argumentos eran válidos y apropiados al producir certidumbre desde esa concepción ideológica teológica; hubo una preocupación racional por demostrar su existencia. Se otorgaba un argumento racional  de certidumbre a cualquier persona sin prejuicios de suficiente capacidad filosófica.
En contraposición a la religión cristiana del sur europeo, en el norte de ese continente buscarán otro modo de acercarse a su idea de dios. Desdeñan las antiguas pruebas teológicas y buscan un suelo más firme e íntimo para basar su fe y lo encuentran en la intimidad de la naturaleza humana: en las  emociones de pudor, del misterio, de la revelación, el sentido de lo justo e injusto, la búsqueda de una salvación propiciada en una ética protestante que alberga la aprobación del trabajo crematístico, la acumulación del capital y la acción para lo útil. Tal concepción de cómo adentrarse en el ser del sentimentalismo religioso se  debe, en parte, al atribulado suizo. Todo esto es ahora muy familiar en todo medio creyente.  La originalidad de Rousseau no fue apreciada  por la concepción de la creencia materialista religiosa en la modernidad.


Julian Dupré

Sobre De la religión civil en el Contrato Social

I
Rousseau comprende, como ya antes hemos referido, que todo comienzo de organización social tuvo un principio teocrático: reyes y dioses iban tomados de la mano para el ejercicio del poder. Pero advierte que es necesario que en el conjunto de los hombres se produjese un cambio profundo de sentimiento y de ideas, de conciencia, para llegar a aceptar por amo a tal  semejante patrón y pensar que así es como su vida  estará mejor y su vida a mejor resguardo para la futura salvación. El miedo y la fuerza religiosa en occidente ha establecido muy bien esa labor de sometimiento: eres un esclavo pero contento, pues al final verás la luz de dios post-mortem.
Y esto lleva al ginebrino a deducir otra idea: al poner a un dios al frente de cada sociedad política vino a resultar que hubo tantos dioses como pueblos. Es lo que justificó la guerra; dos pueblos no pueden reconocer al mismo tiempo al mismo amo señor de los cielos: ¡el mío es mejor! El politeísmo viene a dar como resultado las divisiones nacionales  y con ello la intolerancia religiosa y civil, la cual son dos caras de una misma moneda.
En el paganismo encuentra que cada estado tenía su propio culto y sus propios dioses, y se evitaban las guerras religiosas por un mismo dios;  se  aceptaba que cada estado no distinguía diferencia entre culto de dioses y el  mandato de sus leyes. La religión era una prolongación de la política y la política un orden establecido por una teología: así toda guerra, si se declaraba, en el fondo, no era sólo política sino religiosa.  De esta forma: las jurisdicciones de los dioses estaban determinadas, valga la expresión, por los límites mismos de las naciones[5]. De esta manera el dios particular de un pueblo, no imponía, en principio, ningún derecho religioso  sobre los otros pueblos. Los dioses de los paganos no eran celosos. Se repartían entre todos el imperio del mundo. Era un principio que todo pueblo creyente aceptaba. Lo encontramos en las palabras de Moisés y el dios de Israel: nulos eran los dioses de los cananeos, por ejemplo. Como refieren las palabras de Rousseau, la primera rebelión de un pueblo por la imposición de otros dioses extranjeros vino de Israel:

“Pero cuando los judíos, sometidos a los reyes de Babilonia y luego a los de Asiria, se obstinaron en no querer reconocer más dios que el suyo, esta negativa, considerada una rebelión contra el vencedor, les valió las persecuciones  que leemos en su historia y de las que no vemos ningún otro ejemplo antes del cristianismo”.


Al estar la religión vinculadas a las leyes de un estado pareciera que ello lleva a que un pueblo no acepte convertirse en otra religión, a no ser que fuera sojuzgado y sometido bien por misioneros y por conquistadores; para cambiar el culto había que cambiar la ley a los vencidos y haberlos, sobretodo, vendidos por las armas.
Con la aparición del profeta Jesús la cosa cambio. El estado y sus dioses dejaron de ser uno. Ello originó las divisiones intestinas  que ha agitado desde entonces a los cristianos: a dios lo que es de dios y al cesar lo que es del cesar. Este hecho hizo que los romanos mirasen, en un primer momento, a aquellos como rebeldes, que haciendo gala de una hipócrita sumisión, sólo buscaban el momento de hacerse independientes y señores, y de usurpar hábilmente la autoridad que en su autoridad fingían respetar. Ello condujo a las consabidas persecuciones y ejecuciones pues veían en ellos la separación del individuo del estado terrenal y su orden de dioses paganos.
Pero al aceptar al cristianismo en el imperio romano con Constantino esta religión cambio de lenguaje: el presunto reino del otro mundo vino a tener presencia en un jefe visible (el papa), volviéndose ahora, y por muchos siglos (hasta en el XXI y los que faltan…),  el más violento despotismo contra el resto del paganismo. De humildes cristianos pasaron a tener una retórica pugnas y despótica, violenta y perseguidora. Y la unidad del estado se dividió en dos segmentos,  en si obedecer al señor y sus leyes o al sacerdote y sus dogmas; el primero aplicaba la sangrienta espada, el segundo la excomunión y el castigo eterno. Con este temor junto a sus imágenes del infierno, se logró  que el espíritu cristiano invadiera toda conciencia creyente e ignorante; la conciencia mítica renació y toda razón lúcida antepuesta a estos cuentos infantiles de terror celestial, fuese eliminada: la hoguera y su parrilla de carne humana era una buena invención para purificar la carne –y la razón heterodoxa!- corrupta... Esta tecnología de control mental y emocional hizo que el culto se volviera independiente del soberano, del estado;   no hubo una vinculación necesaria con el cuerpo del estado para ser buen cristiano. Se estableció la divergencia entre los dos poderes: el de la iglesia y el del estado. Pero donde el clero  constituye un cuerpo o congregación, se convierten en señor y amo, legislador y juez del dominio civil. Rousseau combate esta división del doble poder dentro de un estado y por eso su propuesta subraya la necesidad de coincidir la religión con el estado, y la diferenciación de su religión respecto de otras naciones gracias a su condición particular civil y divina autónoma de un ejercicio religioso universal.  No llegó a comprender la necesidad de realmente separar lo religioso  del poder del estado como está en toda democracia representativa.

II.
En este capítulo reconoce a Thomas Hobbes y a su obra Leviatan, al escribir sobre la constitución de un estado cristiano y su rechazo al príncipe de las tinieblas que no era  otro para el inglés que la curia papal del Vaticano; este noble autor vio el mal de frente y propuso  la fusión de las dos cabezas del águila reduciéndolo a una unidad política,  pues sin ello jamás un Estado tendría garantizada la unidad política: la corona debe estar compuesta de la condición del monarca y del papa a un mismo tiempo. Rousseau se mantiene cerca de este lobo inglés en su concepción.  Ambos encuentran que el talante universal católico romano del cristianismo era incompatible con sus sistemas políticos modernos, pues el interés del sacerdote dominaría por encima de las leyes civiles del estado gracias al miedo posible y a futuro de los castigos infringidos en esta vida y en la vida eterna por la mano divina. De Hobbes el suizo dijo: Lo que ha hecho odiosa su política no es tanto lo que hay de horrible y falso en ella como lo que encierra de justo y verdadero. Pero mientras lo religioso en Hobbes es dictado por la voz del monarca (en consonancia por lo recomendado de sus asesores religiosos), en Rousseau será dictado por la voluntad soberana del pueblo. Uno y otro parecieran decantar en un absolutismo con diferente estilo; uno: el absolutismo monárquico; el otro: el absolutismo de la voluntad general ciudadana.

III.
En su propuesta sobre la religión en el Contrato Social notamos sus  convicciones ya afirmadas y representadas también en el Emilio. Divide la religión en dos opciones: la religión del hombre y la del ciudadano. La primera no tiene altares ni ritos, se limita al culto interior de un dios personal y supremo, adheridos a los deberes morales, establecidos en la simple voz del Evangelio: termina siendo la propuesta de un verdadero teísmo y que puede llamarse el derecho divino natural;  dando cabida al sentimiento del corazón. Respecto a la otra, la del ciudadano, es la religión inscrita en un solo país, con patrones y dioses tutelares propios; posee dogmas, ritos, un culto exterior prescrito por leyes; fuera de esta nación que la sigue todo lo demás es visto como infiel, ajeno, bárbaro.  Es como fueron constituidas todas las religiones  en los primeros grupos tribales humanos, y puede llamarse derecho divino civil positivo.
Pero establece una tercera clase de religión, que es la que encuentra en la división presente entre hombres que tienen que someterse a dos legislaciones, dos jefes, dos patrias, creando una contradicción en la conciencia que le impide en ser a la vez devotos y ciudadanos, como ya hemos referido antes. En esta caen igualmente el budismo, el sintoísmo japonés y el cristianismo romano. Las distingue como la religión del Sacerdote, resultando un derecho mixto que considera insociable, es decir, no civil.
Estos tres tipos de religión son defectuosos para el orden social. La tercera es la más evidente y declara que no vale la pena dedicarse a ella. Considera que todo aquello que rompe la unidad social  no sirve para nada; requiere una tecnología religiosa civil, que corra a mantener la cohesión social. Todo lo que lleve a constituir un hombre social en contradicción carece de valor. De aquí al totalitarismo de estado (fascista o socialista), sólo hay un paso: rechaza el totalitarismo clerical y se enfanga en otro que no duda en buscar el coro unánime ante el nuevo dios estatal.
Afirma que aquella otra segunda situación religiosa primitiva tiene cierta cualidad, pues reúne el culto divino con el amor a las leyes, donde la patria ocupa un lugar importante de adoración para los ciudadanos.  Implica que se sirva, al mismo tiempo, al estado y al dios tutelar. Termina siendo un estado teocrático, donde pontífice y príncipe coinciden en un solo individuo, y los únicos sacerdotes son magistrados. Ello dispone un sentimiento de mártir al querer morir por la patria, y el violar las leyes implica ser impío, sometiendo a todo culpable a la execración pública, sometiéndolo a la ira de los dioses.  Como notamos muy cercano a un fundamentalismo moderno, donde en nuestro mundo contemporáneo ha dado muestras, en todas sus posibilidades cruentas, de las condiciones inhumanas  a toda población sometida a consideraciones político-religiosas de manera dogmática, donde no hay separación de poderes y sólo un poder: el dogma del centralismo político teocéntrico. Rousseau, como bien han dicho ciertos autores, pareciera simpatizar con un estado fuerte  constituido bajo la sombra de una religión civil unánime e insoslayable.  Pero si bien en una primera exposición nos ofrece sus bondades de tal condición luego no deja de percatarse de los males que arrastra (¡aún hoy!):

“Pero es mala en cuanto que, fundada en el error y la mentira, engaña a los hombres, los hace crédulos, supersticiosos, y ahora en vanas ceremonias el verdadero culto de la divinidad.  Es mala también cuando, tornándose exclusivamente y tiránica, hace a un pueblo sanguinario e intolerante,  de suerte que  no respira  ya más que muerte y exterminio, y cree llevar a cabo una acción santa  matando a todo aquel que no reconoce a sus dioses. Esto expone a un pueblo así en un estado natural de guerra con todos los demás, muy nocivo para su propia seguridad”


El catolicismo romano lo mostró con sus cruzadas y su política de tierra arrasada: genocidio a todo  pueblo que no aceptase su credo. El islamismo tiene una buena facción que aún se empeña en destrozar la vida civil de otros pueblos considerados herejes y desviados del dictado de Mahoma, arrastrando vidas a la muerte desde Torres Gemelas, trenes en Madrid, autobuses en Londres e Israel hasta en eventos multitudinarios como el Maratón de Boston.
Para Rousseau ello conduce a establecer un estado civil donde decanta  mentira, error, engaño, credulidad, superstición, ritualismo, tiranía, intolerancia  y muerte como condición de su supervivencia en mantener un gobierno sobre ese estado corroído.

IV.
Apoya  sólo al cristianismo basado en parte, en el Evangelio, postura religiosa que considera santa, sublime, ¿menos por verdadera que por conveniente?, reconociendo que todos los hombres son iguales y hermanos ante dios, y tiene la virtud de que ayudará a no disolver a la sociedad.
Sin embargo como ninguna postura religiosa no tiene ninguna relación particular con el cuerpo político, se abandonan las leyes y la dinámica terrenal, que es de donde debería sacar la fuerza para su cohesión social, destrozando todo cemento civil para establecer el vínculo social. Lleva a desatar los corazones de los ciudadanos  respecto del estado. Lo cual reconoce que  no hay nada más contrario al espíritu social.
A la suposición de que un hipotético pueblo de verdaderos cristianos produce una sociedad perfecta, la ve más como una dificultad que otra cosa, sería sólo una sociedad de hombres creyentes y no de ciudadanos. Su interés está en que el corazón de los hombres nazca el sentimiento, la emoción, la preocupación ciudadana por su estado. Una sociedad de hombres cristianos le faltaría cohesión por la existencia de un estado político soberano: su vicio destructor se hallaría en su perfección misma.
Observa, como lo hemos dicho antes, que el cristianismo (como cualquier otra religión monoteísta: judaísmo o islamismo), es una religión espiritual que se ocupa tan sólo del mundo trascendente a este: sus propuestas no son de este mundo: de ahí su efectividad en la crédula imaginación temerosa ante el futuro de sus seguidores. Se cumple con el deber pero arrastrando una profunda indiferencia en relación a lo buena o mala fortuna de sus desvelos.  Tal conciencia centrada en no tener que reprocharse nada, le importa poco o nada cómo vayan las cosas aquí abajo. Si el estado es floreciente, apenas si se atreve a disfrutar de la felicidad pública, teme enorgullecerse de la gloria de su patria; si el estado decae, bendice la mano de dios que pesa sobre su pueblo.
Para que ello fuera una sociedad pacífica y armónica se debería exigir que todos los ciudadanos fuesen sin excepción buenos cristianos. Pero basta que aparezca una oveja negra y hará uso de alguna treta para imponer y apoderarse de la autoridad pública y colocarse por encima de todos; de asumir una ventaja a su favor gracias a las buenas consciencias (ingenuas) cristianas para ser elevado por encima de los demás; el dios proclamado ahora querrá que se respeten  a este cordero y lobo de dios, se investirá de poder; dios quiere que le obedezcan, quien no lo haga abusará de su condición, llevando la acción de expulsar a todo rebelde o usurpador recurriendo para ello a la violencia, al miedo, a la persecución,  a la necesidad de verter sangre y acabar con la tranquilidad pública, situaciones todas ellas que no congenian en nada con la mansedumbre cristiana. Resultando de ello  que: a fin de cuentas ¿qué más da ser libre en este valle de lágrimas que ser esclavo? lo esencial es ir al paraíso, y la resignación no es más que un medio para ello. Rousseau advierte que detrás de la máscara del santo y del reivindicador revolucionario iluminado de los desposeídos se encuentra el peor de los animales políticos, el príncipe terrestre de las tinieblas, aunque se cubra con el manto de la sacristía.
Esto lleva a una situación en que nadie ama ni quiere defender de corazón a su territorio vital y existencial, a su patria. Los hombres saldrán a defender, si acaso, su país no por convicción sino por miedo, sin pasión por la victoria, donde morir pudiera parecer mejor que vivir. La providencia sabrá lo que más le conviene a cada cual. Nuestro autor pone el ejemplo de cómo sería una nación cristiana de este tipo frente a una Esparta o una Roma: los piadosos cristianos serán derrotados, aplastados, destruidos, antes de haber tenido tiempo de orientarse siquiera, o no deberán su salvación sino al desprecio que su enemigo concebirá por ellos.

V.
Su negación ante el cristianismo  se debe  a que el cristianismo predica sólo sumisión y dependencia. Tal espíritu es harto favorable a la tiranía. Y los verdaderos cristianos no están hechos sino para ser esclavos, primero por su sumisión ante dios y sus sacerdotes, y luego del tirano de turno: lo saben y no les impresiona  mucho; esta corta vida tiene muy escaso valor a sus ojos.
El orden cristiano termina haciendo de los hombres soldados poseídos por un sacerdote, ciudadanos de la iglesia, se refugian bajo las faldas de ella, combaten por su patria espiritual, convertida en temporal sin saber cómo. Considera que la caída de Roma bien se debe a la decadencia establecida al convertirse los emperadores al cristianismo y abandonar su postura pagana: con los emperadores paganos, los soldados cristianos eran valientes: por su competencia del honor ante  el resto de las tropas paganas.
Dentro del pacto social propuesto por Rousseau es requerido que todo estado lleve a que cada ciudadano tenga una religión que le inculque a cumplir con sus deberes. Donde el dogma no será de interés al estado sino sólo en la medida en que haga que sus miembros se encaminen por cumplir  la moral y los deberes,  a los que están obligados quien los profese. Advierte que cada quien puede sostener  las opiniones que le plazca, sin tener que el soberano se incumba en ellas; lo importante para el pacto es que sean buenos ciudadanos; al estado no le compete lo que pase en otro mundo sino lo que está pasando históricamente en este: en el aquí y ahora.
Lo que  exige es una profesión de fe civil, donde el estado le corresponde determinar cuáles son sus artículos, sin retenerse en el dogma religioso; tal profesión civil exige sentimientos de sociabilidad sin los cuales no se constituyen buenos  ciudadanos. No obliga a nadie a creer en ellos, pero tiene en su derecho a desterrar, si quiere, a quien no los crea no por impío sino porque se ha convertido en insociable, es decir, incapaz de respetar y amar a las leyes, la justicia y de sacrificar su vida en pro del deber.  Pero no termina ahí: quien después de haber admitido públicamente  esos mismos dogmas, se comporta a su respecto como un incrédulo, condénese a muerte: ha cometido el mayor de los delitos, mentir ante la ley.  Si esa consideración se llevara a cabo en nuestro mundo creo que nos quedaríamos sin magistrados y sin estado…

VI.
¿Cuáles son estos dogmas de esta religión civil para calmar la angustia de sus ciudadanos por el sentido (o el sin sentido) de su existencia? Son sencillos, apenas unos cuantos, precisos en sus enunciados, sin necesidad de explicaciones y mayores interpretaciones.  El primero se basa en la aceptación de la existencia de una divinidad poderosa, inteligente, bienhechora, previsora y providente, la vida futura, la bienaventuranza de los justos, el castigo de los malos, la santidad del contrato social y de las leyes: todos estos son los dogmas positivos de dicha fe civil.  Los dogmas negativos se concentran en un solo: intolerancia que aparece de los cultos que se han excluidos. Toda intolerancia vendrá a tener, donde exista, un efecto civil, quitándole al soberano (el pueblo y su voluntad general), su  prestigio y mandato: situación que lleva  desde ese instante a que los sacerdotes sean los verdaderos amos y los gobernantes sólo funcionarios a su servicio.
Comprende finalmente Rousseau que al no haber una religión nacional exclusiva se deberá tolerar a todas aquellas que convivan en armonía con las demás, pero en la medida en que no haya  en sus dogmas nada contrario a los deberes del ciudadano. Rechaza el autor a todos aquellas que afirman que fuera de la iglesia no hay salvación, a estas deberán ser expulsadas del estado,  a menos que el estado sea la iglesia y el príncipe su pontífice. Tal dogma es sólo bueno  dentro de un estado teocrático; en cualquier otra forma sería pernicioso.
De esta manera concluye su postura ante la religión civil expuesta en el Contrato Social. Sólo aceptará las religiones en la medida que no vayan en contra de las leyes establecidas por la voluntad general y sean mandato del pueblo soberano. Toda religión que aparte al hombre de ser ciudadano deberá ser expulsada del recinto estatal; primer ciudadanos y luego devotos del dogma religiosa que se desee.  Antes de que seamos  hombres religiosos Rousseau nos exige que seamos buenos ciudadanos, adoradores de las leyes y defensores del orden y del territorio civil donde cohabitamos.  Rousseau buscó, finalmente, unos principios religiosos que puedan ser complementarios a las normas civiles y que puedan, a la vez, ser compatibles con la necesidad de la emoción religiosa y con cualquier culto.

Julian Dupré

Conclusiones por los momentos (en que vivimos…)
El Contrato y la Profesión de fe del Vicario Saboyano del Emilio vendrán a coincidir en el mismo tema: buscar para el individuo, el ciudadano, el hombre perteneciente al cuerpo político legislativo un instrumento subjetivo personal que sea un apoyo menos engañoso y borroso que el que le pueda otorgar los hombres de hábitos de un religión urbi et orbe y toda naturaleza religiosa exterior a él.  De esta manera Rousseau no es simpatizante del cristianismo que confía en la revelación divina y que necesita de la interpretación de otros hombres, los sacerdotes, para absorber e introducir el sentimiento religioso dentro de él. El vicario del Emilio dirá: ¡Cuántos hombres entre Dios y yo! Dictamen que lo lleva a buscar  más allá del estado de naturaleza (del instinto) y del estado social (del conflicto permanente), y de las instituciones existentes esa comunión personal con el sentimiento de lo (supuestamente) divino (pues sigue siendo la emoción emanada de un hombre finito). En su Contrato Social encontramos la resurrección que el ciudadano libre (¿?) que halla en el pacto social  donde no se manifiesta ninguna voluntad individual y sólo existe esa voluntad general que vendrá a ser una especie de voz divina, suprema de la verdad absoluta para todos… pero ¿qué encuentra ese individuo antes de identificarse con el contrato social propuesto? Pues una religión que es una invención humana, un espíritu que disuelve su identidad en las impresiones sensibles (de todo tipo: naturales y artificiales: culturales), una naturaleza de hechos aislados y fragmentados por una causalidad racional, una moralidad estampadas en el sufrimiento de pasiones que mal nos dirigen y desvían, y una sociedad en pugna permanente por estar constituida por voluntades individuales egoístas y ambiciosas.  Rousseau busca restaurar la realidad profunda del espíritu, el amor de sí, el conocimiento personal, el retorno a los dictámenes de un corazón purificado de maldad, a la sencillez de la vida, a una conciencia con un don moral universal personal, y un camino para entrar por el camino de la voluntad universal: dios. ¡Tremendo cuento y tremendo culebrón filosófico que aún se cree en este mundo pagano por los cuatro costados! ¡Paga tu diezmo más que tus impuestos!  Una conciencia sin crítica, un sentimiento inmediato, una evidencia interior, una sinceridad del corazón y, por ende, un abandono de la razón; así hasta Hitler y sus hermanastros pueden tener justeza en su proceder…es posible que el escéptico de su amigo-enemigo inglés David Hume tenga una mejor solución, propia de nuestra modernidad tardía, ante tales cuentos de inocencia y de corazones (de patria): al fallar el pensamiento al hombre le queda la potencia majestuosa –¡y en parte escéptica!- de recurrir  a la naturaleza y a la imaginación. Pero Rousseau es un producto de su época, una reacción lacerante que también será un purgante reflexivo que los tiempos por venir  junto a sus hombres usarán para emanar y justificar el renacimiento de nuevos gobiernos, estados revolucionarios, pero también con sus males, su totalitarismo, la construcción del hombre masa, la muerte o anulación del individuo disidente  y las filosas injusticias en nombre de la conciencia, conciencia: instinto divino, instinto divino y celestial voz, guía divina para ser ignorante y limitado…! Nuestro tiempo lo confirma, sobre todo en el elogio universal (¿global?) al hommo pantallicus,  devoto de lo virtual mediático, de ser un buen ignorante y limitado en el uso de su propia razón y no distinguir entre ilusión y realidad. Así se vive… así se mata…



Bibliografía:
Rousseau, J. J., 1979: Escritos de Combate: Contrato Social o Principios del Derecho. Ed. Alfaguara. Madrid.
Rousseau, J.J., 1981: Emilio o de la educación. Ed. Edaf. Madrid.



[1] Ver filosofiaclinica1.blogspot.com del mes de abril del 2013.
[2] Rousseau, Emilio, libro IV. Todas las citas  referidas  a esa obra provienen de esta parte del texto.
[3] Camus, en su Hombre Rebelde, (p.118-19) reflexiona sobre esta condición del sentimiento patriótico y los efectos que aparecerán en el transcurso de la historia cuando se ha establecido ese principio como el nuevo motivo de organización de los territorios nacionales sustraídos a lo que habían sido reinos; un absolutismo de estado por un estado absoluto patriótico, con un tirano siempre en su cúspide. Todos los nacionalismos del siglo XIX, europeos y latinoamericanos, vendrán a sostenerse en ese pilar. El tirano se viste de civil pero en el fondo la espada y la ambición de poder lo poseen pues está iluminado por todo ese sentimiento patriótico-divino que lo lleva a considerarse un iluminado, un elegido,  un todopoderoso. Dios en el cielo y en la tierra su extensión: el tirano con brazo férreo, que lo lleva a acometer cualquier barbaridad y desatino, abuso de poder y criminalidad por ser el ejecutor de lo divino en la tierra. Esta consideración de Rousseau sigue vigente, veamos qué pasa en un país como Venezuela, donde se hace una campaña electoral con alusión a un cristianismo patriótico, bajo la égida de un hijo de Cristo de los pobres, por un lado, pero la otra opción política opina que el tiempo de Dios es perfecto y a todo se resuelve con un rezo y la imagen de una virgen. Volvemos a un medievalismo digitalizado, electrónico, instaurando lo divino por medio del discurso mediático para  un pueblo sostenido más por la credulidad borrosa que por la capacidad racional y la conciencia del individuo en comprender el movimiento de la manipulación por parte de los actores políticos.
[4] Idem.
[5] Todas las citas del Contrato Social se remiten al Libro 4to, cap, VIII, De la Religión civil.

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