sábado, 1 de diciembre de 2012


Camus Revisado.
Lecciones de La Peste
Valentina Marulanda





Cuando Albert Camus se convierte en un icono literario, ético y político de quienes llegamos a la universidad a finales de los sesenta y empezamos a abrir los ojos y a leer de manera crítica, su absurda muerte, acaecida en 1960, era todavía una herida abierta en el mundo intelectual.  Poco antes,  con sólo cuarenta y cuatro años, a una edad en la que nadie lo había logrado, fue reconocido con el Nobel de Literatura. El autor de El mito de Sísifo devino mito él mismo. En ésta, su primera obra reflexiva, como si hubiese tenido una visión anticipada de su próximo final, se había referido a ese único obstáculo, el de una muerte prematura. Que, al igual que a Cavaradossi, el trágico personaje pucciniano, le llegó en el momento en que, como seguidilla lógica de la conciencia del Absurdo, más amaba la vida.
        En  la medida en que recorríamos sus páginas, el Absurdo y la Rebeldía calaban en nosotros y Camus se incorporaba a nuestro ser. Con Sartre, la otra referencia francesa del momento, a quien también leímos con entusiasmo, en la búsqueda de las claves de ese Existencialismo que se nos metía en las venas como la más convincente y terrenal de las posturas filosóficas, era distinto. El fundador de Les Temps Modernes habría de sobrevivir dos décadas a Camus, en las que no cesó de escribir, de declarar sobre lo humano y lo divino, de enredarse en tumultuosas polémicas de las que no siempre saldría bien librado; yendo un poco más lejos, era posible verlo, pegado a su pipa, en algún café de Montparnasse o Saint Germain de Près. Pero al mandarín  parisino lo sentía uno más distante, no había esa entrañable cercanía que establecimos desde el primer momento con quien ya no era de este mundo, el pied noir nacido en Argelia en el seno de una familia obrera.
A cincuenta años del fatal accidente que acabó con él, mientras en Francia se agita la  controversia ante la propuesta gubernamental de trasladar sus restos al Panteón nacional, cabe preguntarse si se puede leer hoy a Camus con la misma devoción, cuando ya no somos los mismos y el mundo tampoco. Me anticipo a responder desde mi experiencia: releerlo hoy, con herramientas de disfrute y discernimiento que no se tienen a los dieciocho, ha sido un exuberante redescubrimiento. No sólo por el brillo de su reflexión, por la lúcida afirmación de la vida y del hombre de carne y hueso, sino también por el fulgor de su prosa, una de las más bellas de la lengua francesa.

El candor perdido
Autor en varios géneros pero con una sola sustancia y un solo móvil, desplegados, ora en el ensayo, mediante proposiciones, ora en la ficción  mediante imágenes y alegorías, Camus es, al pie de la letra, un producto de su época y de su circunstancia histórica. Desde muy joven es llamado por la política, milita en el Partido Comunista, con el cual romperá después definitivamente por discrepancias profundas; es editorialista de la publicación Combat; lucha contra el colonialismo en Africa del Norte y más tarde, en Francia, se une a la Resistencia. Heterodoxo, antidogmático y libertario, su ética humanista y agnóstica se enfrentó a todas las formas del totalitarismo y el autoritarismo, a la violencia y el sufrimiento que se infligen al ser humano en aras de una idea o proyecto político. El hombre por encima de la institución y lo concreto por encima de la entelequia: “Siempre he condenado el terror. Debo condenar también el terrorismo que se ejerce ciegamente, en las calles de Argel, por ejemplo, y que cualquier día puede hacer daño a mi madre o a mi familia. Creo en la justicia, pero defendería a mi madre, antes que a la justicia”, expresó en 1957, al recibir el Nobel.
El mito de Sísifo, escrito y publicado durante la Segunda Guerra, es recibido como el manifiesto existencial de toda una generación que nació y creció en un continente devastado, que salía de la pesadilla nazi para caer en el  estalinismo. Él mismo apunta que con este libro fundador, aunque no primogénito, había querido, a la manera de Descartes hallar un método, más que una doctrina. Allí hace de la noción del Absurdo esa premisa básica que tuvo, como  anota Henri Amer en una edición monográfica de La nouvelle revue francaise, tras la muerte de Camus, en 1960, la función de “despejar el camino y de liberar al hombre de las tenaces ilusiones que hacen aún más trágicas sus esperanzas y decepciones”.
El mundo no es razonable, pero lo que resulta absurdo es la confrontación entre ese mundo y la búsqueda de claridad y entendimiento que está inscrita en lo más profundo de la condición humana. Y si Camus recurre al símil del Sísifo, el héroe absurdo griego, condenado por los dioses a cargar eternamente una roca hasta la cima de la montaña, de donde vuelve a caer, empujada por su propio peso, es para describir lo que de trágico tiene el destino del hombre sobre la tierra, obligado también a la lucha inútil, a reparar la culpa de un pecado sin Dios. No obstante, lejos de la desesperanza, al Absurdo hay que mirarlo de frente, reconocerlo y asumirlo. Sólo así se puede imaginar un Sísifo feliz, comenta Camus. Aunque muy posterior, El hombre rebelde representa la otra cara de la ecuación en la cual se articula el pensamiento camusiano, que a su vez irradia  sus narraciones y piezas de dramaturgia.
De esa misma época turbulenta son también El Malentendido, Calígula, El Extranjero y La Peste, y en todas se manifiesta, a su manera, el Absurdo, del cual se derivan tres corolarios principales, la rebelión, la libertad y la pasión de vivir: “Con el solo juego de la conciencia transformo en regla de vida lo que era invitación a la muerte, y rechazo el suicidio”. En las tres primeras obras, se revela ese Absurdo como certeza individual y en La Peste, desde el ámbito colectivo. Aunque iniciada en 1943, la más extensa de sus narraciones y novela emblemática de su siglo (Camus prefirió llamarla crónica) es publicada tras el fin de la Guerra, en 1947.

Algo se está pudriendo
Al ver como las ratas muertas empiezan a proliferar en los espacios públicos de Oran, el doctor Bernard Rieux, verdadero héroe y narrador, imagen de la resistencia y hombre realista, como corresponde a un médico, enciende las alertas, y, al igual que otrora Hamlet en su reino de Dinamarca, advierte que algo apesta en la ciudad costera de Argelia. Tarrou, por su parte, ve en los repulsivos roedores un signo de mal agüero, por aquello de que “cuando las ratas abandonan el barco…”. Lo que viene es la progresión vertiginosa de la epidemia cuyo nombre no pueden seguir evadiendo: peste negra, transmitida por las ratas a través de las pulgas, algo que creían erradicado de la faz de la tierra. Así como cuando estalla una guerra, comenta el narrador, la gente piensa que es algo insensato, que no va a prosperar, lo que no impide que pueda durar, así mismo sus conciudadanos decían que la peste era algo irreal, un mal sueño, que pasaría al despertar.
Pero el mal se instala y moviliza cuerpos y conciencias ante un enemigo común: “Ya no había desde entonces destinos individuales sino una historia colectiva, la peste, y unos sentimientos compartidos por todos”. La ciudad de Orán, declarada en cuarentena y aislada del resto del mundo, se erige como protagonista y escenario del sufrimiento y el horror. Si en El Mito de Sísifo discernir acerca del valor de la vida es presentado como el asunto filosófico por excelencia, aquí, en la lucha encarnizada contra la muerte, salvar vidas humanas se hace imperativo categórico.
La muerte no distingue entre ricos y pobres, inocentes y culpables, creyentes y ateos. Si antes eran las ratas, ahora lo que abunda son cuerpos yacentes. Desde su sermón dominical, el padre Paneloux, sintiéndose representante de la verdad revelada, se empeña en convencer a los feligreses de que la peste es un castigo y un llamado de Dios a abrir los ojos. En este sentido los invita a la resignación, aceptando ese aspecto positivo de la desgracia. Rieux, por el contrario, cura de cuerpos y oficiante seglar de la solidaridad, argumenta que si creyera en un Dios todopoderoso no seguiría atendiendo a los enfermos y dejaría esta tarea en sus manos. Quien encarna la voz del autor no puede, dentro de este mismo razonamiento, entender el sufrimiento y la muerte de un inocente, de un niño, hecho para la vida: “Me negaré hasta la muerte a amar esta Creación en donde los niños son atormentados”.
Para demostrar hasta qué punto la peste no se detiene ante nada, en un pasaje que puede pasar inadvertido para algunos o superfluo para otros, Camus se vale del efecto de espejo, la fábula dentro de la fábula, lo que por demás confirma su gusto por el mito y su valor simbólico, y lleva la peste a la escena, en lo que resulta ser un espectáculo macabro. Se narra, en efecto, una representación del Orfeo de Gluck, en el teatro municipal, a cargo de una compañía que, sorprendida por la enfermedad, queda atrapada en Orán y decide realizar funciones de ópera una vez por semana como una de los pocos alimentos que podía ofrecer al espíritu una ciudad sitiada. En uno de los momentos culminantes de la pieza, Orfeo, el invulnerable personaje legendario, el que con el poder de su música rescató a Eurídice de los brazos de la muerte, cae fulminado por la peste, ante la mirada horrorizada del público que abandona en desbandada el recinto.

Eran felices y no lo sabían
Oran es descrita desde el inicio como poco agraciada, sin árboles ni jardines, y cuyos habitantes llevan la existencia propia de las gentes del Mediterráneo, en la inocencia, tal como la define Camus en sus obras juveniles, con dioses pero sin Dios, en una suerte de paganismo o, mejor, de panteísmo: “Mi reino, todo entero es de este mundo”, había escrito en Noces. Los oranenses disfrutan de alegrías simples e inmediatas, como ir al cine, reunirse en los cafés, pasear por los bulevares, hacer el amor y bañarse en el mar. Una cotidianidad, como la de cualquier ciudad del montón, hecha de hábitos y de trabajo, que la peste altera radicalmente.
Viven también en la inconsciencia propia de quienes no han despertado al Absurdo, instalados en el presente, sin preguntarse sobre la muerte ni el sentido de la vida (en el plano individual lo representa Meursault, de El Extranjero), ese extraño ante su propio mundo que llega a asesinar a un desconocido sin saber por qué. Hombres y mujeres anteriores, de cierta manera, a la culpa y el pecado, eran felices sin saberlo, hasta que la peste los saca del letargo y los pone a compartir un destino irrazonable. Luchar contra la peste y recuperar el paraíso perdido es ahora un problema de todos: ante la posibilidad de obtener un salvoconducto para abandonar la putrefacta ciudad, el forastero Rambert es uno de los que decide no sólo quedarse sino incorporarse a las brigadas de servicio; le parece indecente buscar para él solo la felicidad.

La peste soy yo
Oran bajo la epidemia es un símbolo: de Francia bajo la ocupación alemana, de la Europa nazi, la Rusia de Stalin o de cualquier otro lugar de la tierra, aquí y ahora, ante hechos y circunstancias reales que pueden llegar a parecerse demasiado a la ficción. Un año después de la publicación de La Peste, como si Camus hubiese sentido que se quedaba corto con su alegoría, insiste en el tema y entrega El estado de sitio, para el teatro. Se corren velos y se nombra a las cosas por su nombre. Peste es y se llama el tenebroso  tirano que, secundado por una funcionaria, Muerte, se apropia del destino de una colectividad y la somete a un régimen de opresión y terror.  
Es que nadie, nunca, está libre de la peste, había diagnosticado  a manera de conclusión el médico, cuando, tras un año de pesadumbre, el contagio empieza a ceder y los habitantes se entregan al júbilo y la celebración. Esta alegría, piensa Rieux, siempre está amenazada, porque el bacilo no muere; por el contrario, puede permanecer por años acechando pacientemente: “El día puede llegar en que, para desgracia y lección de los hombres, la peste despierte a sus ratas y las envíe a morir a una ciudad feliz”.


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