Filosofía y Unidad [1]
Una reflexión sobre la Asesoría Filosófica como quehacer sistémico
Hernán Bueno Castañeda
Caricatura de Boligan
Podría estar encerrado en una cáscara de nuez
y sentirme rey de un espacio infinito
Shakespeare, Hamlet, II
Resumen
A través del siguiente artículo presento algunas ideas acerca de la forma en que pienso el ejercicio del terapeuta filosófico. En breves apartados planteo la necesidad de entender que la Asesoría Filosófica se debe acercar a los enfoques propuestos por la teoría general de los sistemas, por lo tanto, es preciso que se conciba su quehacer en términos de integridad y de unidad, tanto disciplinar, como en su práctica terapéutica. Para ello, abordaré aspectos generales que ayuden a comprender algunos problemas de la asesoría filosófica o filosofía clínica, y luego haré una reflexión que invita a pensar, que enfoques de la teoría general de los sistemas, pueden favorecer las prácticas terapéuticas dentro de este nuevo-viejo modo de hacer filosofía.
Palabras clave: Asesoría filosófica, terapia, consultoría, teoría general de los sistemas, sistémica, cambio.
Una lámpara encendida a plena luz del día
Aquel que sólo conoce su versión, conoce poco el tema. John Stuart Mill
Es amplio ya el material de divulgación bibliográfico que se puede encontrar sobre filosofía como medicina, asesoría filosófica, consultoría filosófica, o, como otros prefieren llamarla: práctica filosófica. De allí que en esta primera parte no quise intentar un resumen que en lugar de ofrecer una orientación al lector, probablemente habría, como suele ocurrir con este tipo de ejercicios, descartado filósofos, movimientos o métodos que para cualquier lector pudieran haber resultado de absoluta relevancia, en contextos inimaginados. En estos asuntos, lo mismo que los que tocan a la crítica estética, resultan muy oportunas las palabras de Rilke (1875) cuando aconseja a su joven remitente: lea lo menos posible trabajos de carácter estético-crítico: o son dictámenes de bandería, que por su rigidez y su falta de vida han llegado a petrificarse y a perder todo sentido, o bien tan sólo hábiles juegos de palabras, en que prevalece hoy una opinión y mañana la contraria.[2] Así, en lugar de tales aventuras, lo que haré en este primer momento, será comentar algunas impresiones dejadas por las diferentes aproximaciones que he tenido, dentro de este reflexionar filosófico que se entiende también como filosofía clínica.
En Colombia desde hace pocos años se comenzó a hablar de asesoría filosófica, y hasta hoy lo que de ella se dice, no se enmarca en los criterios de lo que una academia que se autoproclama oficial, pueda llegar a considerar de “su altura”. Quizá esto obedece a una tradición esencialmente analítica que favorece las vanidades y egos de sus adeptos, y así excluye los intentos por pensar un modo de reflexión filosófica diferente. Lamentablemente el fenómeno así descrito no es ni exclusivo a este momento histórico, ni menos aun al contexto geográfico del cual he hecho referencia; ya Michel Onfray (1959) nos ha ofrecido un profuso análisis de estas manías en la historia de la filosofía, que se remontan a los momentos mismos de su génesis, y cuyo legado es absorbido por la tradición contemporánea, que parece ver sólo un modo posible de reflexión, reflexión que en palabras del propio Onfray, es el discurso de los vencedores. En cierto modo quienes nos ocupamos de pensar la filosofía desde su vertiente terapéutica, nos hemos inscrito, sin proponérnoslo y sin haber librado ninguna batalla, en el bando de los vencidos:
Estas dos nuevas maneras de estar en el mundo, de verlo y de pensarlo, son tan irreductibles que producen dos corrientes impermeables, la de los vencedores y la de los vencidos, los primeros de los cuales niegan a los otros incluso el derecho a invocar para sí el nombre y la calidad de filósofos. El enfrentamiento es antiguo, como soberbiamente lo resume una anécdota: se trata de una historia que cuenta Aristoxeno en sus Memorias históricas, según la cual Platón consideró la posibilidad de reunir las obras de Demócrito, ¡con el fin de prenderles fuego! Un filósofo autor de un auto de fe contra otro filósofo, algo que merece ser destacado…[3]
Aunque el texto de Onfray hace referencia a la disputa entre el idealismo y el materialismo, la emulación respecto a lo que he venido planteando no resulta atrevida; recordemos que es justamente en el seno del materialismo (expresado en sus distintas formas: epicureísmo, hedonismo, estoicismo, cinismo, escepticismo, entre otros) donde nacen las primeras manifestaciones de querer pensar y hacer filosofía con un propósito no meramente especulativo, retórico, persuasivo o discursivo; sino con un prurito terapéutico (θεραπεíα), entendiendo éste como ese cuidado del otro; como esa promoción humana; como ese buscarse y encontrarse en lo dialógico; como ese ayudar a pensar el propio pensamiento y dejarse afectar por el pensamiento del otro; como ese juego de la reflexión filosófica, que me permite visitar los universos del otro y construir nuevos posibles a partir de lo dado, en ese doble vínculo entre filósofo y asesorado. Desde estos presupuestos no es difícil advertir nuevos argumentos de relación entre “la persecución” del idealismo al materialismo clásicos, y el fenómeno actual de invalidación que la mayoría de los discursos provenientes de la filosofía analítica, quiere hacer a la reflexión filosófica práctica, terapéutica, clínica o como prefiera llamársele. Citemos entonces nuevamente a Onfray, quien nos dice del sofista Antifón lo siguiente:
Tras recurrir a folletos de tipo publicitario, Antifón abre cerca del ágora de Corinto una suerte de gabinete en el que recibe pacientes a quienes somete a un tratamiento fundado en la palabra. Primero escucha en una entrevista a solas; luego viene una terapia verbal. El contenido de esta conversación tiene por finalidad la desaparición del sufrimiento que ha llevado al paciente al domicilio del filósofo. Los detalles de esta medicación del alma mediante el verbo figuraban sin duda en su libro El arte de combatir la tristeza, pero esta obra no ha sido encontrada…[4]
Líneas más delante de esta cita, Michel Onfray califica a Antifón de inventor del psicoanálisis y advierte que lo es “de cuño Lacaniano o, mejor, digamos que el analista recurre al humor o a la ironía en caso de necesidad.” No en vano me he referido a Antifón como sofista, rótulo que la historia de los vencedores puso sobre aquellos que no tenían La Academia o El Gimnasio como ideales de formación, y digo que no en vano, pues este episodio parece repetirse hoy con relación a los filósofos que desarrollan una práctica, que de alguna manera, retorna a esos modos no oficiales de pensar y hacer filosofía. Considero que el filósofo que dedique su quehacer a la asesoría filosófica no debe asumirse como sofista desde su connotación peyorativa, ni mucho menos vencido. Nuestro modo de pensar y hacer filosofía, puede que no resulte convencional para muchos contextos académicos de gran parte del mundo, de allí que tal situación sea justamente un reto, para proponernos desarrollar un corpus epistemológico, que ofrezca a las nuevas generaciones, alternativas de pensamiento, de discusión y de hacer filosóficos que respondan con las demandas de los contextos en donde vive, sueña y crea el hombre contemporáneo.
Así, he llegado entonces a concebir mi modo terapéutico de hacer filosofía, como una práctica de mutua afectación entre el consultante y el consultado; como una actividad que permite integrar diversas disciplinas; un ejercicio que privilegia el diálogo como medio de conocimiento de sí mismo, del otro, de los vínculos con su entorno y el modo como crea sus relaciones; procuro generar con mi terapia filosófica, un espacio vivo de conversación que favorezca dinámicas de observación interior, de observación exterior y observación de lo que se observa. La filosófica clínica, del modo como la desarrollo, permite la construcción de otras realidades y favorece la conformación de nuevas narrativas, que a su vez potencializan coreografías diferentes, nuevos universos desde la voz misma que trae el asesor.
De otro lado, quiero señalar que entiendo al asesor, como una especie de espejo que se erige frente a su consultante, por lo cual, creo necesario que quienes nos dedicamos a esta disciplina filosófica, debemos constituirnos de igual modo, en espejos los unos de los otros… aunque aquí me viene un sobresalto neurótico recordando el cuento de Monterroso (1921) “El espejo que no podía dormir”[5], pues aunque no hay mucha información respecto a las disputas que pudieran darse entre los materialistas de los tiempos primigenios de la filosofía, ajenas de por sí a los consabidos enfrentamientos con los seguidores de Platón; hoy en cambio podrían considerarse de relativo conocimiento público, las constantes discrepancias que se dan entre asesores filosóficos de diversas tendencias y latitudes, sin descontar por ello la deslegitimación que hacen ciertas corrientes analíticas a las que aludí en algún momento. Cuando hablo aquí de discrepancias, no me estoy refiriendo a confrontaciones irreconciliables o, a invalidaciones del tipo “el mundo es muy pequeño y aquí no cabemos los dos” estilo western, no, para nada; a lo que me refiero es a que dada la manera espontánea, especulativa y en apariencia novedosa en que se está retomando este antiguo quehacer filosófico, quienes nos dedicamos a ello (y en todas las veces con las mejores intenciones) adoptamos métodos, maneras, técnicas y prácticas que reconocemos como propias, y que en algunas oportunidades no parecen estar lejos de imitar ciertos discursos analíticos que se forman sobre la base del ego y el autorreconocimiento.
Todo lo anterior me lleva a considerar relevante para el momento presente de la filosofía clínica: entrar en un auténtico diálogo de saberes que nos fortalezca como unidad disciplinar y que facilite a su vez la divulgación, la enseñanza y el aprendizaje de este antiguo-nuevo modo de quehacer filosófico; y creo que para encontrar una adecuada comprensión a dicha búsqueda de sentidos, la voz de los presocráticos vuelve a ser imprescindible.
Se cuenta que Diógenes el cínico (412 a.C.), andaba con una lámpara encendida a plena luz del día buscando un hombre… la versión más común de la anécdota sugiere que el hombre que buscaba el filósofo era un hombre honesto, como sugiriendo en ello la imposibilidad de encontrarlo, incluso al resplandor del sol y con una lámpara encendida que, la verdad, no tiene mucha funcionalidad a cielo abierto en un día normal de verano. Otras versiones apuntan hacia la ironía del cínico que buscaba el hombre ideal que Platón pregonaba en sus discursos. Voy atreverme a formular una interpretación más, quizá Diógenes el perro (como también se le apodaba) podría convertirse en una especie de emblema (santo patrono se diría en otros contextos) de los asesores filosóficos: estos como aquel, andamos buscando un hombre que se atreva a preguntar a un filósofo, pero sobre todo a preguntarse así mismo; buscamos un hombre que crea que el reflexionar filosófico le es dado en su cotidianidad, y que no se puede seguir creyendo que la aproximación a la filosofía está condicionada por la dicotomía: iniciados versus profanos; es más, podríamos cambiar la direccionalidad de la observación reflexionada y considerarnos buscadores de nosotros mismos en el otro: ¡El hombre-asesor-filosófico que queremos descubrir y pulir en nuestro propio interior desde una mirada relacional! O podríamos incluso imaginar un pequeño ejército de Diógenes buscándonos unos a otros y no encontrándonos… a veces, demasiada luz, no nos deja ver.
Así Diógenes parece sobrevenir como una venturosa metáfora que nos ayuda a comprender la tarea fundamental del proyecto de la filosofía como terapia, a saber: mirarnos, oírnos, encontrarnos, y un día poder decir: ¡He ahí el hombre… heme ahí en él!
Caricatura de Boligan
Tú le has quitado la vida a este palillo
"Él era parte de mi sueño, por supuesto.
Pero yo también era parte de su sueño."
Lewis Carroll
A veces pienso que nos reconocemos, nos definimos y nos aceptamos o rechazamos, con base en los presupuestos de distinción que hacemos. Esas categorizaciones pareciera que todo el tiempo nos estuvieran invitando a decir: este sí, aquel no; esto lo recibo, aquello lo desecho; y probablemente la situación que describo de este modo, sea un principio fundamental de sobrevivencia legada a través de nuestra memoria genética y por bondad de la evolución; o si no, recordemos simplemente aquellos parámetros de medición que le permitieron a los primeros humanos recolectores, desdeñar el veneno y quedarse con el alimento.
Siento que estos procedimientos nos siguen siendo útiles, a la hora de pensar en nuestra sobrevivencia dentro de un mundo dominado por los fantasmas del terrorismo, la violencia generalizada y la destrucción del ecosistema; sin embargo, también creo que un excesivo afán de clasificación, de selección y de discriminación, nos puede estar conduciendo a una mirada fragmentada, a una taxonomía de la realidad que rompe con unidades de pensamiento, dividiendo en términos de opuestos irreconciliables, y mutuamente anulatorios, lo que en verdad podrían llegar a ser procesos relacionales, que harían más comprensible, cuando no, soportable, nuestro cotidiano vivir. A veces encuentro, con cierta desilusión, que dentro de los contextos de la filosofía clínica, adolecemos de tales perjuicios.
Uno de mis primeros maestros de pregrado, solía decir en tono bastante irónico, que a los filósofos les resulta muy fácil suicidarse, que no es más que se suban a la cúspide de su propio ego, y se lancen desde allí al insondable abismo que los separa de la tierra, y que del resto… ya la fuerza de la gravedad se encargaría. Esta alegoría no es exclusiva a una manera particular de pensar la filosofía, es decir no es propia (aunque pareciera) de un modelo analítico, pues indudablemente dentro del contexto de la filosofía práctica, no es de extrañar el modo como se crean parcelas epistemológicas y verdades absolutas, que inflan el ego de quienes se han autoproclamado elegidos. Y aquí debo señalar que en ningún momento estoy deslegitimando, con esta reflexión, el trabajo de mis colegas, ni más faltaba; pero sí quisiera con ella, proponer un autoexamen que nos permita, como asesores filosóficos, pensarnos y mirarnos hacia dentro, luego mirar lo que miramos en nuestro propio ejercicio terapéutico y, en esta nueva línea de observación, mirar lo que miramos en el ejercicio terapéutico de otros filósofos asesores.
Sé que hay intentos por generar estos espacios de legitimación, pero un intento no es más que eso. Es preciso que nos adentremos en posturas concretas de aceptación de paradigmas diferentes a los de nuestra competencia individual, y compartir con asertividad nuestros propios modelos; sin ello, continuaremos buscando con escaso éxito el hombre de Diógenes, y seguiremos creyendo que cosechar aplausos o coleccionar pergaminos, es engrandecer la disciplina. Sugerir una epistemología que sólo su autor entiende, nunca podría entenderse como una democratización honesta del conocimiento. Curiosamente recuerdo aquí una anécdota ocurrida al hedonista Aristipo, quien siendo solicitado en un banquete para que hablara de filosofía, indicó a su anfitrión:
sería ridículo que siendo tú el que aprendes de mí, me digas cuando debo hablar, respuesta que provocó enojo en su interlocutor, quien de inmediato envió al filósofo al último extremo de la mesa. Ante la afrenta, Aristipo no tuvo más que decir: ¡Comprendo, has querido dar más realce al último puesto![6]
Sirva esta imagen para replantearnos que, o trascendemos barreras mentales y permitimos un diálogo honesto con otros saberes como la cibernética, la psicología sistémica, la física y la estética, o nos confinamos como anacoretas del siglo XXI, convencidos, de modo quizá un poco ingenuo y al ejemplo de Aristipo, de que la sociedad quiso al fin dar un adecuado realce al “último puesto de la mesa”. Aunque por otro lado, sirva también el referente del presocrático para pensar en este tipo de discursos que estabilizan, que permiten crear nuevos paradigmas de interpretación, que favorecen preguntarme qué me invento, cómo recreo la realidad que otro me está construyendo, cómo me quito obligaciones, cómo asumo otras nuevas y más propias, cómo “vestirse con la ropa que no se debe usar”, ¡cómo me veo en el espejo si soy un camaleón!
Por esta misma línea, en su más reciente publicación, Stephen Hawking (1942) parece quejarse de los filósofos, hasta el punto de aseverar que la filosofía ha muerto. – y continúa – La filosofía no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la ciencia, en particular de la física.[7] Encuentro especialmente relevante la aseveración del físico inglés, para pensar en nuestro quehacer terapéutico como filósofos, pues la reflexión a la que remiten sus palabras, no deben pensarse como exclusivas hacia una filosofía de la ciencia, ya que el pensar de esta manera fraccionada, es lo que creo que ha venido fortaleciendo cierta invisibilidad del asesor filosófico, y en sí de los filósofos, en apremiantes espacios académicos.
Considero fundamental para nuestro ejercicio profesional, el pensarnos y pensar nuestro quehacer, con unos baremos sistémicos que inviten desde nuestros más íntimos propósitos, a reformular nuestro ambiente de acción terapéutica en términos de unidad, de integración y de aceptación de todos los componentes que puedan dar cuenta de un proceso de pensamiento. Creo que no es bueno para la filosofía clínica, seguir referenciándose sólo desde su discurso interno, sin permitirse la permeabilización de disciplinas que no creo que riñan con nuestro quehacer, del modo como algunos quieren verlo. El asumir las cosas así, está alejando un diálogo de mutuo enriquecimiento y está condenando no sólo la filosofía clínica, sino a la filosofía en sí, a la muerte que ya la física le está pregonando.
El desarrollo de esta propuesta de vinculación disciplinar, no atenta contra fueros internos como si de jerarquías políticas, religiosas o militares se tratara. Por el contrario, se plantea un enriquecimiento mutuo que dé buena cuenta de los procesos sistémicos que señalan las corrientes contemporáneas de reflexión humana, y que antes que deslegitimar saberes, propone una diversificación en la unidad, un encuentro de la propia identidad desde la diferencia, una aceptación de las limitaciones internas conceptuales desde el reconocimiento de la riqueza que se puede encontrar ahí, afuera, en otras ciencias.
Así, puede resultar que cuando la física me hable de incertidumbre, quizá yo, como asesor filosófico, decida reconocer y utilizar esta semántica, y la comprensión del fenómeno, para abrirme a representaciones mentales de un nivel distinto, y entonces quizá, donde en un principio comprendí un proceso o una formulación matemática entre partículas y ondas, trasvase esta coreografía a algún universo del drama humano. Allí, donde la biología se expresó en términos de sistemas abiertos que se autorregulan, de improntas de entrada y de salida y de procedimientos de mecánica física o virtual, pueda yo, como asesor filosófico, disponer de tales aportaciones para diferenciar procesos de regulación y de vinculación cibernética, que toda conducta humana encuentra representada en cualquier orden social, por mínimo o enorme que éste sea.
Donde habla la voz del chamán, del maestro Zen o del físico relativista, puede el filósofo asesor encontrar, no sólo una herramienta de interpretación a los fenómenos del comportamiento humano, útiles para su consulta, sino además un mundo de relaciones posibles entre ciencia, misticismo y filosofía. En una capacidad de apertura y en una habilidad de establecer relaciones, puede concentrarse el quehacer de la filosofía clínica como lugar posible para la construcción de vínculos. Por tanto, debemos potencializar estos vínculos con dicha apertura y así establecer relaciones entre disciplinas, pensamientos, técnicas, métodos, y asimismo, encaminar los diálogos con los asesorados, asumiendo que al “tocar” el mundo que trae éste, es el propio mundo del filósofo terapeuta el que se afecta.
Allá donde Castaneda hizo hablar a Don Juan con las palabras que señalo en la primera de las dos siguientes citas, pareciera que también hablara la voz de la física, en el segundo texto tomado de El gran diseño:
El primer acto de un maestro consiste en inculcar a su alumno la idea de que el mundo tal como lo concebimos sólo es una visión, una descripción del mundo. Todos los empeños del maestro tienden a demostrar esto a su aprendiz. Pero aceptar este hecho parece ser una de las cosas más difíciles de lograr; nos gusta seguir atrapados en nuestra particular visión del mundo, que nos obliga a sentir y actuar como si lo supiéramos todo acerca de él. Un maestro desde el primerísimo acto que ejecuta, procura detener esa visión.[8]
El realismo dependiente del modelo, zanja todos esos debates y polémicas entre las escuelas realistas y antirrealistas. Según el realismo dependiente del modelo carece de sentido preguntar si un modelo es real o no; sólo tiene sentido preguntar si concuerda o no con las observaciones. Si hay dos modelos que concuerden con las observaciones, como la imagen del pececillo y la nuestra, no se puede decir que uno sea más real que el otro.[9]
Nos aferramos a patrones del mundo, a creencias inamovibles que no nos dejan ver. La física contemporánea ha advertido la presencia de once dimensiones y de una cantidad abrumadora de universos diferentes al universo que estudiamos. La cibernética, la biología y la psicología con enfoque sistémico han conjugado sus diálogos y han establecidos interrelaciones que ayudan a explicar y desarrollar mejor los vínculos y procesos entre individuos, sociedades, naturaleza, cosmos; pero en la filosofía clínica, pareciera que nuestro diálogo interdisciplinar y la revaloración del mundo que podemos hacer a partir de ese diálogo, se difumaran en una cacofonía de quién dice la verdad o quién traduce mejor la realidad, como si tales cosas existieran.
Es urgente en este momento preciso de nuestro quehacer disciplinar, preguntarnos por el modo en que estamos entramando nuestro tejido epistemológico; por el modo en que estamos permitiéndonos un escucha atento, un observarnos a nosotros mismos, un observar el proceder del otro como terapeuta, un observar de esa observación. Es el momento de analizar las relaciones que estamos estableciendo con otras disciplinas y la forma como interactuamos, regulamos, fortalecemos y construimos prácticas que pueden ser transmitidas desde una adecuada interpretación de la teoría general de los sistemas. Muy seguramente con esta mirada, se puedan proponer nuevos caminos para construir una práctica terapéutica más incluyente, más relacional, más comprometida con el sentido mismo de la filosofía clínica, que no ha de ser otro diferente a la búsqueda misma de la filosofía.
Mi propuesta es ahondar en los procesos relacionales desde todos los niveles posibles, es decir, fortalecer una actitud de encuentro interdisciplinar antes que de invalidación de discursos. Por mucho tiempo se ha sostenido, por ejemplo, una discusión (muy bizantina) valga decirlo, entre el modelo terapéutico psicológico y el filosófico, y en ese trance, probablemente hemos dejado de reconocer modelos experienciales que podrían enriquecer mutuamente las dos disciplinas. Ahora bien, cuando hablo de estos procesos relacionales, también estoy haciendo referencia a la necesidad de repensar el ejercicio terapéutico filosófico, como una actividad de mutua afectación, y no en la unidireccionalidad que en algunas oportunidades he visto en ejercicios de asesoría filosófica, donde pareciera que el asesor ostentara no sé qué poder ante su asesorado, limitando las posibilidades de autocrecimiento que ofrecería un proceder menos arrogante, más vinculante, más relacional.
Todos estamos conectados unos a otros, biológicamente a la tierra; químicamente al resto del universo, sentencia el físico Neil DeGrasse Tyson (1958) y tiempo atrás, ya Walt Whitman (1819) diría algo parecido en su canto a mí mismo:
Me celebro y me canto a mí mismo.
Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú
y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.
Y lo que yo diga ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú
y cada átomo de mi cuerpo es tuyo también.
Sin embargo seguimos levantando muros, seguimos abriendo abismos, seguimos pensando en términos de parcelas, seguimos riñendo con nuestro vecino disciplinar. Se hace urgente que comprendamos que el pensar sistémico se conecta con una soberanía ecológica, y que aunque ésta se relaciona con un proceder ambientalista, no es sólo ello, es más: es un modo de entender la vida, de entender sus relaciones, de entender el propio proceder y las conexiones entre éste y el universo que habitamos. Contemplemos el modo en que lo ecológico se vincula con lo sistémico, lo sistémico se relaciona con lo cibernético, lo cibernético a su vez con el mundo de la física, la física con la filosofía, la filosofía con un pensamiento místico, y un proceder místico con un pensar ecológico, nace así el uróboro: la serpiente devorando su propia cola.
Pienso que para dar un adecuado corpus epistemológico al quehacer terapéutico de la filosofía, es necesario encaminarnos por estos presupuestos sistémicos, ecológicos, incluyentes y relacionales, pienso que es preciso reconocernos como parte de una totalidad y ser conscientes de que ese simple hecho de participación me afecta, y que a su vez mi sola presencia ya afecta dicho sistema; pienso en esencia que es, como lo explica Francis Cook, un monje budista, afirmarse como parte y totalidad a la vez:
Todos los días, después del servicio religioso matinal mi maestro acostumbraba visitar los santuarios de diversos protectores, situados en el terreno que rodeaba el templo. Una mañana mientras hacía su ronda, encontró uno de esos palillos que los chinos utilizan para comer (y que hacía unos días yo había arrojado). Lo recogió, me llamó a su cuarto y mostrándomelo me preguntó: ¿qué es esto? Repliqué; es un palillo para comer. Sí es un palillo. ¿Es inservible? Volvió a inquirir. No –contesté- Todavía puede ser utilizado. Y bastante, agregó él. Sin embargo, lo encontré en un basurero, junto con otros desperdicios: O sea, tú le has quitado la vida a este palillo. Tal vez conozcas el proverbio: El que mata a otro, cava dos tumbas. ¡Como tú has matado este palillo, serás matado por él! {…} y a partir de entonces puse mucho cuidado y meticulosidad en todo lo que hacía, (pues comprendí que) arrojar por inútil que parezca un mero palillo, es crear una jerarquía de valores que a la postre terminará matándonos ¡como ninguna bala puede hacerlo![10]
No existe una sola realidad, como no existe una verdad, una sola técnica, un único modelo de gestión o un solo modo posible de comprender nuestro accionar filosófico; lo que hay es un mundo de posibles y de historias que esperan ser contadas, hay un cosmos relacional, universos que se vinculan por estrechos laberintos; hay un compromiso con el otro y hay quien está tácitamente comprometido conmigo; hay un entramado, hay una red, hay un medio, hay unidad y hay diversidad; hay una propuesta, una sistémica, caminos, caminantes, poética, ciencia, ética y estética; hay metas, objetivos y encuentros; logros y aciertos; hay una puerta que se abre y un pensamiento que quiere transmitir la necesidad de esta reflexión; hay un yo, pero también hay un tú al que debo reconocer, que me reconoce y que a su vez se reconoce en mí; hay un otro, hay un ellos, un nosotros y múltiples modos de conjugar infinidad de acciones y de sentires; hay misterios, secretos, metáforas; hay narrativas, pero también hay silencios; hay lo que se oculta, lo que se revela, lo que se esconde, lo que se descubre, lo oculto y lo que se ve, sí, lo que se ve, como magistralmente lo narra el poeta-filósofo o filósofo-poeta:
En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo (…) vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años (…) vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.[11]
[1] El presente trabajo académico es un ejercicio de divulgación elaborado expresamente para la publicación Nº 39/2011 de Apuntes Filosóficos, cuyo tema: Filosofía Clínica, coincide con la propuesta investigativa que viene adelantando su autor desde hace más de 10 años.
[2] Rilke, Rainer María, Cartas a un joven poeta. Norma, Bogotá, 1996, p. 16
[3] Onfray, Michel, Las sabidurías de la antigüedad. Anagrama, Barcelona, 2007, p. 58
[4] Onfray, Michel, ob.cit., p. 94
[5] Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón; pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico. Tomado de: http://members.tripod.com/roberto_fpmx/id9.html (11-1-11)
[6] Laercio, Diógenes, Vida de los más ilustres filósofos. Alianza, Madrid, 2007, Libro II, p. 73
[7] Hawking, Stephen y Mlodinow, Leonard, El gran diseño. Crítica, Barcelona, 2010, p. 11
[8] Castaneda, Carlos; Relatos de poder. Fondo de cultura económica de España, Madrid, 2001, p. 231
[9] Hawking, Stephen y, ob.cit., p. 54
[10] Citado por Keeney, Bradford, En: Estética del Cambio. Paidós, Barcelona, 1994, pp. 160 - 161
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