martes, 1 de mayo de 2012



Economía y religión (II)
Carlos Blank
                          
             




Introducción
Al abordar un tema  histórico tan complejo como el de los orígenes del capitalismo moderno nos enfrentamos ante una multiplicidad de interpretaciones y puntos de vista posibles. Como señaló el gran historiador y medievalista francés Marc Bloch en alguna oportunidad, el capitalismo ha tenido tantos certificados de nacimiento como historiadores ha habido interesados en el tema.[1] Sin duda que algo similar podría decirse con relación al tema de la Modernidad y sus orígenes, o con relación a los orígenes de la denominada Revolución científica, por ejemplo.  Hasta qué punto una nueva realidad histórica  hunde sus raíces en el pasado o constituye una clara ruptura con él es algo que se presta a las más variadas disputas, así como cuál es el peso específico que puede dárseles a aquellos antecedentes que consideramos relevantes.
Por otro lado, el gran historiador inglés John W. Burrow destacaba como propio de la tradición alemana  el vincular el ethos de un determinado grupo o estamento social, la posesión de un determinado tipo de mentalidad,  con el surgimiento del capitalismo moderno o de la modernidad en general.[2]  La importancia conferida por Sombart a la mentalidad judía,   Troeltsch al  presbitarianismo  y Weber al calvinismo y al puritanismo serían los ejemplos más conocidos de este enfoque típicamente alemán, del que obviamente Marx constituye la excepción. Es imposible ocuparse en tan breve espacio de todas y cada una de estas interpretaciones. Anteriormente nos ocupamos brevemente del enfoque de Weber. A continuación nos ocuparemos de otros enfoques que complementan en cierto modo el enfoque weberiano y que, sin desprenderse completamente de este enfoque “típico-ideal”,  lo matizan o lo enriquecen con nuevos elementos o ingredientes que fueron pasados por alto por Weber.[3]
Esto nos lleva a plantearnos una serie de preguntas sobre la tesis de Weber. ¿Por qué ha de ser el calvinismo en particular decisivo en el desarrollo del capitalismo y no otras sectas protestantes? ¿O por qué el puritanismo? Si fue el puritanismo el que sentó las bases del desarrollo del capitalismo norteamericano: ¿cómo se explica que el Sur también puritano, o más, fuese menos desarrollado desde un punto de vista capitalista que el Norte? ¿No fue el catolicismo mucho más complaciente con la adquisición de las riquezas y no fue en las ciudades renacentistas donde se desarrollaron los primeros focos del capitalismo protegidas por el manto del catolicismo? ¿No fue Holanda durante mucho tiempo católica bajo la égida de España  y  desarrolló una economía capitalista antes de la migración de judíos y hugonotes? ¿En qué medida los franciscanos, los benedictinos o los jesuitas pudieron también favorecer este desarrollo, con su valoración positiva del trabajo y el ahorro? ¿Pero fue el ahorro tan decisivo para el desarrollo del capitalismo? ¿Y no era la escolástica tardía, en particular la Escuela de Salamanca,  mucho más lúcida con relación a lo que determina el valor económico de los bienes, su utilidad relativa, su escasez, en lugar del trabajo? ¿Y qué decir de otras confesiones religiosas?  ¿No fue también la diáspora judía la que fomentó el capitalismo en las nuevas ciudades y no ha sido precisamente al judío al que se la asignado tradicionalmente el papel de prestamista, sin que ello entrara en conflicto con sus creencias religiosas? 
Todo ello nos lleva a cuestiones aún más decisivas y que ponen en cuestión la tesis central de Weber y otras del mismo cariz: ¿Fueron realmente determinadas confesiones religiosas las que fomentaron la actividad capitalista o vinieron ellas a posteriori a adaptarse a las nuevas realidades que imponía la actividad capitalista y tratar de crear una atmósfera que no fuese tan hostil a su avance inevitable, para no quedar rezagados o atrasados frente a estos nuevos desafíos que imponía un nuevo modo de producción tan avasallante? ¿No será acaso que las creencias religiosas fueron adaptadas acomodaticiamente o ex post facto a las nuevas realidades que la emergente economía capitalista iba imponiendo a las sociedades de cada país, de tal modo que lo que en un principio podía constituir un obstáculo al desarrollo capitalista pudiese más bien favorecerlo o estimularlo? ¿Eran los capitanes de empresa capitalista tan devotos antes de amasar sus grandes fortunas o  se volvieron así para justificar ante sí mismos y los otros la posesión de grandes capitales? ¿Tuvo esta conversión tardía y forzada un efecto real en el desarrollo del capitalismo moderno? ¿Por qué, en fin,  tomar en cuenta las creencias religiosas como centrales?  ¿No fue acaso también la creciente emancipación de la autoridad religiosa y del pensamiento religioso, que representa la Ilustración por ejemplo,  la que le dio un decisivo impulso al capitalismo? ¿No desempeñaron también  un papel importante en todo  ello factores extra-religiosos, como los nuevos viajes de exploración, los nuevos inventos, la nueva mentalidad científica, que culminaron en la era de la máquina y en la revolución industrial?   
Si algo nos queda claro de todas estas interrogantes es la multiplicidad de factores que intervienen en la explicación y comprensión del capitalismo moderno, la complejidad del fenómeno,  así como la dificultad de establecer  o aislar un factor como el único relevante. La compleja interacción de factores económicos, tecnológicos, sociales, políticos y culturales desafía cualquier explicación reduccionista o simplista de este tipo.  Así la indudable coexistencia de factores religiosos y económicos constituye un entramado mucho más complejo de lo que una teoría causal unilateral pudiera inducirnos a pensar.    




Modernidad, capitalismo y religión
Como se sabe, la tesis de Weber de que el calvinismo fue un factor decisivo en el desarrollo del capitalismo moderno está estrechamente relacionada con su análisis de la modernidad occidental entendida como un proceso de creciente racionalización de la vida social o “desencantamiento del mundo” –“die entzauberung der Welt”. Llama poderosamente la atención que una actividad tan mundana como el capitalismo pueda entonces asociarse a algo tan alejado del mundo como la salvación del alma y afirmar que el protestantismo ha desempeñado un papel primordial en ese proceso de desencantamiento del mundo.
Por lo pronto, vale la pena destacar que si el protestantismo  representó por un lado una liberación o emancipación del poder eclesiástico, también significó una acentuación de un poder aún mayor y que abarcaba todas las esferas de la vida cotidiana.
Pero conviene tener en cuenta un hecho que hoy suele ser olvidado: la Reforma no significaba únicamente la eliminación del poder eclesiástico sobre la vida, sino más bien la sustitución de la forma entonces actual del mismo por una forma diferente. Más aún, la sustitución de un poder extremadamente suave, en la práctica apenas perceptible, de hecho casi puramente formal, por otro que había de intervenir de modo infinitamente mayor en todas las esferas de la vida pública y privada, sometiendo a regulación onerosa y minuciosa la conducta individual. (Weber 1975: 29)

En contraste con la posición relativamente relajada y permisiva de la Iglesia Católica en los asuntos privados, el calvinismo era “la forma más insoportable que cabría imaginar de control eclesiástico sobre la vida individual”, de tal manera que “lo que hallaron censurable aquellos reformadores –nacidos en los países más adelantados económicamente-no fue un exceso de dominación eclesiástico-religiosa en la vida, sino justamente lo contrario” (p. 29) Weber se pregunta entonces:
¿A qué se debe, pues, que fuesen precisamente estos países económicamente progresivos y, dentro de ellos, las clases medias “burguesas” entonces nacientes, los que aceptaron esa tiranía puritana hasta entonces desconocida, sino que incluso pusieron en su defensa un heroísmo del que la burguesía no había dado prueba hasta entonces ni la ha vuelto a dar después sino muy raramente: the last of our heroism, como no sin razón dice Carlyle? (p. 29)

Como ya vimos al desarrollar las ideas de Weber será esta “tiranía puritana” la que juegue un rol decisivo en el desarrollo del capitalismo industrial moderno. Fue la pérdida del papel de mediador que había ejercido tradicionalmente la Iglesia Católica y el creciente dominio de la conciencia religiosa que opera la Reforma, lo que paradójicamente profundiza el proceso de desacralización y desencantamiento del mundo al que se refiere Weber. Como señala acertadamente Charles Taylor: “Dicha fe parecía requerir el franco rechazo de la comprensión católica de lo sagrado y, por ende, de la Iglesia y su papel mediador.” (Taylor 1996: 232) y “allí donde no es posible la salvación mediada, gana suma relevancia el compromiso personal del creyente.” (p. 233) La administración de los sacramentos entra en clara contradicción con la fe protestante y como señala Taylor “esta teología  no era sólo una negativa presuntuosa y blasfema a reconocer la única y total contribución de Dios a nuestra salvación; era un intento prepotente de encadenar la ilimitada soberanía de Dios. Era, por tanto, absolutamente incompatible con lo que los protestantes definían como fe.” (p. 232)[4]
El aporte más importante para Taylor de la Reforma es la valorización de la vida corriente, la cual se ubica, siguiendo una tradición paulina y agustiniana, en la esfera interior del hombre, en la conciencia,  y supone también una forma diferente de habérselas con las cosas. Esto supone, por un lado, “desprenderse del error monacal que renuncia a las cosas de este mundo” y por otro lado supone evitar el error de “dejarse absorber por las cosas tomándolas como un fin”. (p. 238) Es esa doble condición ambivalente de apego y desapego al mundo, de “despegado afecto”, lo que pone de relieve Weber en el “ascetismo intramundano” de los puritanos, ese ascetismo “se debe encuadrar en las prácticas de la vida corriente” (p. 239). Aquí cobra todo su significado el concepto particular de Beruf, “llamado” o “vocación”, el cual se extiende más allá del sacerdocio o la vida monacal, y se instaura hasta en los trabajos más insignificantes de la vida corriente. La importancia no está en lo que se hace, sino en que lo que se haga se haga para agradar a Dios y de la mejor manera posible. Citando Taylor a Joseph Hall: “Dios gusta de los adverbios, y no se para en cuán bueno sea sino en cuán bien”. Para él “Hall capta la esencia de la transvaloración implícita en la afirmación de lo corriente. La vida superior ya no puede definirse por una ensalzada índole de actividad; se refleja en el espíritu con el cual uno vive  lo que vive, hasta la más mundana de las existencias.” (p. 240)  Y refiriéndose a la tesis de Weber, Taylor destaca lo siguiente:

Aquí vemos la base para  una veta de la tesis de Weber sobre el protestantismo como terreno abonado para el capitalismo. Weber pensó que la noción puritana de la llamada contribuía a propiciar un modo de vida centrado en el trabajo disciplinado, racionalizado y regular, a la par que unos frugales hábitos de consumo, y que esta forma de vida facilitó mucho la implantación del capitalismo industrial. Cabe esgrimir divergencias concernientes a la última parte de la tesis, es decir, en lo referente al grado de generalización de esa nueva cultura del trabajo entre los capitalistas y sus trabajadores, o si fue o dejó de ser esencial para el desarrollo del capitalismo. Pero la primera parte de la tesis parece bien fundada. Hay que reconocer ciertamente que una de las influencias formativas de la ética del trabajo de la cultura moderna capitalista, al menos en el mundo anglosajón, fue aquella postura espiritual que hacía hincapié en la necesidad de un trabajo continuo y disciplinado, un trabajo que debería beneficiar a la gente y por ende ser eficaz, y que instaba a la sobriedad y al comedimiento el goce de los frutos. (pp. 241)

Con relación a la aparente paradoja que hay entre la creencia calvinista en la predestinación del alma y que “la salvación por la fe generara tan ingente activismo revolucionario”, no hay tal paradoja para Taylor. En cambio, sería paradójico “si efectivamente se propusiera  producir la salvación de aquellos cuyas vidas se reordenan de tal manera. Pero eso hubiera sido una meta absurda y blasfema.” (p. 244) Por el contrario, “el objetivo es más bien combatir el desorden que apesta continuamente bajo la nariz de Dios.” (p. 244.) Se trataba, en fin, de un objetivo más modesto: poner un poco de orden en este mundo.
También Ernest Troeltsch, discípulo de Weber, desarrolla la tesis de Weber pero la amplía para comprender el surgimiento de la modernidad. En especial nos parece interesante su forma de comprender el carácter aparentemente ambivalente y paradójico del protestantismo.   

Cierto que suele contar como mérito especial del protestantismo que puso término a  ascetismo y realzó de nuevo la vida mundana. Pero hay  que pensar que el protestantismo ha mantenido con el mayor rigor la vista puesta en el cielo y el infierno y que, al eliminar el término medio del purgatorio, los ha impuesto con mayor efectividad, y que su cuestión central de la certeza de la salvación se refiere a la salvación eterna del pecado original; también hay  que considerar que el protestantismo ha reforzado todavía los dogmas agustinianos del  pecado original absoluto y de la corrupción absoluta de todas las fuerzas naturales, y teniendo en cuenta esto no se podrá  menos de reconocer que desapareciera la consecuencia ineludible de la idea  ascética y que sólo pudieron cambiar su forma y su sentido. (Troeltsch 1979: 45)

Para Troeltsch, el protestantismo en general fue el que removió los obstáculos que el catolicismo interponía frente al surgimiento de una mentalidad moderna. Específicamente considera que “el  calvinismo sigue siendo el verdadero humus del capitalismo burgués industrial de las clases medias” (p. 73), aunque es evidente que este aporte es para él, como también lo era en Weber, totalmente indirecto e incluso contrario a veces a sus propios puntos de vista. Por otro lado,  si ese “ascetismo intramundano” ha profundizado el antagonismo entre el Cielo y la Tierra, es evidente que ese antagonismo lo gana finalmente la Tierra. Por eso señala, en un  tono muy similar al tono pesimista que hace Weber de la “jaula de hierro” carente de espíritu, lo siguiente:

El despliegue grandioso, pero también terrible, del capitalismo actual, con su calculabilidad y su ausencia del alma, con su explotación y falta de compasión, con su entrega a la ganancia por la ganancia, con su competencia implacable, con su necesidad agonal de victoria y  con su triunfal alegría mundana por el dominio del mercader, se ha desligado por completo de todo compromiso ético y se ha convertido en un poder antagónico a todo auténtico calvinismo y protestantismo. (p. 75)

Posiblemente haya sido Werner Sombart uno de los pensadores que haya comprendido mejor la naturaleza caleidoscópica del capitalismo. Sin renunciar a la categoría de espíritu, para él esta categoría tiene un alcance mayor que en Weber. Así señala:

Tomo, pues, este concepto en su sentido más amplio y no lo limito, como ocurre tan a menudo, al ámbito de la ética económica, es decir, a lo moralmente normativo en el terreno de lo económico. En realidad, esto constituye sólo una parte de lo que denominamos el espíritu de la vida económica. (Sombart 1972: 14)

Para Sombart la vida económica puede comprenderse a partir del predominio de una mentalidad particular. Por ejemplo, en la mentalidad  precapitalista y preburguesa predomina una visión cualitativa del mundo, una visión carente de precisión y exactitud, centrada en el concepto de satisfacción de las necesidades, satisfacción que depende, a su vez, del rango social al cual se pertenece. Mientras que el estilo de vida señorial estaba dominado por el exceso, el desenfreno, los lujos y la ostentación, la vida de los campesinos y artesanos era una economía de subsistencia, es decir, que ganaban lo suficiente como para ganarse el sustento. Así pues,  “la economía precapitalista se hallaba efectivamente sometida al principio de la satisfacción de las necesidades, es decir, que con su actividad económica normal campesinos y artesanos no buscaban más que su subsistencia.” (p. 24) Esto es lo que Sombart denomina una “economía de gasto”.

Habrán de ser producidos tantos bienes como consuma, la cuantía de los gastos determinará la de los ingresos. Primero le vienen dados los gastos, y de acuerdo con ellos se fijarán los ingresos. A esta conducta económica la llamo yo economía de gasto. Toda economía precapitalista y preburguesa es en este sentido una economía de gasto. (pp. 20s)

Para él, en cambio, la mentalidad capitalista está estrechamente ligada al espíritu de empresa por un lado y al espíritu burgués por otro lado. El espíritu de empresa se parece mucho a lo que Weber llamaba “capitalismo aventurero” o “capitalismo de botín”, tiene que ver con ese afán de lucro ilimitado típico de esa mentalidad del capitalismo salvaje. Para Sombart la mentalidad capitalista surge cuando se extiende este afán de lucro más allá de ciertos grupos tradicionales, como los judíos o el clero, y permea a todos los estratos sociales. Se produce un incremento notable de la codicia como elemento predominante de la acción, se da una “mammonificación de la vida”.  Obviamente este afán de lucro no tuvo un impacto económico inmediato en la vida económica y no podía por sí mismo llevar a las empresas capitalistas. Desde siempre ha habido diversas formas de lucrarse, muchas de las cuales se apartan u obstruyen el verdadero espíritu de empresa capitalista. La búsqueda de tesoros, la caza de herencias, el bandolerismo o la piratería, la magia o la alquimia, o una carrera burocrática son ejemplos de ello. Mención aparte merecen aquellos que vendían su ingenio o inventiva, los proyectistas o arbitristas.  Entre los cuales se encuentra una mayoría que se quiere hacer rico de manera fácil y mediante ofertas engañosas que suelen terminar en estafas o engaños generalizados. Los hay también, aunque sean minoría, aquellos que no se burlan de las leyes y actúan con integridad y honestidad. Finalmente se encuentra aquellos que se lucran mediante el juego puramente especulativo, por ejemplo, en la Bolsa.
En definitiva, el espíritu de empresa debe reunir las características de conquistador, organizador y negociador. Del primero debe tener la audacia, la perseverancia y la tenacidad en la realización de sus planes. Del segundo, la capacidad de rodearse de los mejores, de seleccionar los mejores y de aprovecharlos al máximo. Del tercero debe tener la capacidad para ser un buen negociador, negociante y gestor, donde “negociar significa mantener una lucha con armas intelectuales”. (p. 66)
Sin embargo, todas estas características del espíritu de empresa deben ser atemperadas por una gama de “virtudes burguesas” y, sobre todo, la virtud de la santa economicidad o de la sancta masserizia. Esta virtud  supone “la radical condenación de todas las máximas de la forma de la vida señorial.” (p. 118) Si la vida señorial está centrada en los gastos, la vida burguesa se centra en los ingresos. Desde esta perspectiva el peor pecado es el despilfarro de los ingresos, los gastos superfluos y, sobre todo, el despilfarro del tiempo. De la ociosidad surgen todos los demás vicios. Existen diversas fuentes donde se destacan las virtudes burguesas: el florentino Alberti, el francés Savary o el americano Franklin. Todos ellos insisten en la importancia de la diligencia y de la frugalidad, de la industria y, sobre todo, de la honestidad. Solo estas virtudes pueden promover el crédito que es una de las fuerzas impulsoras más importantes del capitalismo. Otro de los elementos fundamentales es el surgimiento de una mentalidad calculadora que surge en las primeras ciudades comerciales italianas durante el Renacimiento para pasar a Holanda posteriormente. ´Para Sombart “Italia es, sin lugar a dudas, el país donde primero se despliega el espíritu capitalista” (p. 145). Fue en las ciudades toscanas donde apareció con mayor claridad este impulso capitalista por primera vez.

No obstante quisiera subrayar de nuevo el hecho de que fue sobre todo la ciudad de Florencia la que dio al desarrollo del sistema burgués su mayor impulso: en esta ciudad imperaba ya en el siglo XIV un afán febril (casi estamos tentados de decir americano) del lucro; en todos los círculos existía una entrega casi amorosa a los negocios. (p. 145)

Es allí también donde se manifiesta por primera vez  esta mente calculadora, ese amor por la precisión y los números, que dominará la mentalidad capitalista  y donde “se cultivó por primera vez la mentalidad específicamente comercial”  (p. 146)[5]. Así, “la pasión por la riqueza y la diligencia en los negocios van cediendo su sitio a una existencia cómoda, señorial, que vive de las rentas.” (p. 146)  Se pasa de una economía de gasto a una economía de ingreso, de excedentes, de rentabilidad.

Ahora bien, hemos de tener presente que el auge de un ‘negocio’, es decir, de una empresa capitalista, que empieza y termina siempre con una suma de dinero, está vinculado a la adquisición de un excedente. Éxito en los negocios no puede significar evidentemente más que una economía excedentaria. Sin beneficio no es posible la prosperidad en los negocios (p. 180).

En definitiva, “prosperar significa ser rentable.” (p. 180) Las normas del empresario moderno son para Sombart: La racionalización de la actividad económica, la orientación a la producción  de bienes de cambio, independientemente de su calidad, la caza de clientes y, finalmente, la falta de escrúpulos morales en la obtención de beneficios. En cierto sentido la mentalidad empresarial capitalista expresa los mismos deseos infantiles de ser más grande, más rápido, más novedoso y más poderoso.
Es obvio que para Sombart no hay una única fuente del espíritu capitalista, sino que hay diversas fuentes bastantes dispares entre sí, muy diversos factores que contribuyen a su conformación.  Dentro de estos factores a destacar existen fundamentalmente tres: los biológicos, los morales y los institucionales. Entre los primeros están todas aquellas personas o grupos étnicos que tiene una mayor predisposición para desarrollar actividades de tipo capitalista. La sangre etrusca de los florentinos, que a su vez eran descendientes de pueblos comerciantes como los fenicios y cartaginenses, explica en buena parte la facilidad de éstos para la actividad comercial. También los judíos y los escoceses tienen este espíritu. En cambio los celtas tienen un espíritu más festivo y relajado, lo que explica en parte la poca predisposición a la actividad capitalista sistemático de pueblos ibéricos, franceses o irlandeses.  Entre los institucionales estaría el Estado, la técnica y los movimientos migratorios. Pero los que más nos interesa desarrollar son los morales, en especial, las  creencias religiosas.
No se le escapa a Sombart que muchas de las virtudes propias de la mentalidad capitalista estaban ya contenidas en los pensadores antiguos, en particular, en el estoicismo. Ya en los estoicos encontramos “esa exigencia  moral de someter la vida a método y disciplina, tan provechosa para el desarrollo del sistema capitalista.” (p. 230) Los Soliloquios del emperador Marco Aurelio, por ejemplo, ofrecen “un pozo inagotable de estímulos y enseñanzas”. Las virtudes “burguesas” como la diligencia, la frugalidad y la honestidad están ya presentes en los decálogos morales antiguos. Escapa a los límites de este trabajo, como al del propio Sombart, establecer una conexión entre el moderno capitalismo y las virtudes morales que aparecían en la antigüedad y que seguramente también pudieron ser una guía para importantes hombres de empresa.
Para Sombart es muy importante también reconocer el influjo que tuvo el catolicismo en el desarrollo del capitalismo, sobre todo en ese “Belén del espíritu capitalista” que fue Florencia y del que partió posteriormente hacia oras tierras.

La influencia de estas doctrinas sobre la mentalidad económica del nuevo hombre fue tanto más profunda cuanto que aquellas eran capaces de producir estados anímicos especiales, que por su naturaleza favorecían el crecimiento capitalista. Me estoy refiriendo ante todo a la represión de los impulsos eróticos, tan propia de la moral cristiana. Nadie ha reconocido tan profundamente como Santo Tomás que las virtudes burguesas sólo pueden florecer allí donde la vida amorosa del hombre está sometida a ciertas restricciones. Sabía que el ‘despilfarro’, ese enemigo mortal de todo espíritu burgués, va casi siempre de la mano de una concepción liberal en los asuntos de amor y que luxuria –lujuria y lujo proceden de la misma raíz- nace la gula: sine Cerere et Libero friget Venus.Por eso sabía también que quien vive con castidad y moderación es más difícil que incurra en el pecado del despilfarro (prodigalitas), dando muestras, por lo demás, de mayores dotes de administración. (p. 248)

Sombart destaca que  “para los escolásticos la virtud económica propiamente dicha es la liberalitas: la administración recta y judiciosa, el juste milieu de la conducta, equidistante de los dos extremos: la avaricia (avaritia) y la prodigalidad (prodigalitas), consideradas ambas como pecado.” (p. 248) Y añade que “no es sólo el derroche, sino también otros enemigos de la vida burguesa, los que combate la moral cristiana, condenándolos como pecados. Entre ellos la figura de ociosidad (otiositas), considerada por la moral cristiana como ‘principio de todo vicio’.” (p. 249) Así pues ya encontramos en el catolicismo ese trío de virtudes que según Weber configuran la mentalidad capitalista y puritana: “Junto con la Industry y la Frugality, los escolásticos enseñan también la tercera virtud burguesa: la Honesty, la honestidad, honradez u honorabilidad.” (p. 250) Para Sombart la Iglesia Católica desempeñó un papel muy importante en la creación de la “formalidad  comercial” y fue mucho más condescendiente con el capitalismo que “los fanáticos predicadores del puritanismo en el siglo XVII.” (p. 255)

En definitiva, para el cristiano ferviente el hecho de ser rico o pobre carece de importancia: lo que importa es el uso que haga de su riqueza o pobreza. No es la riqueza o la pobreza en sí lo que rehúye el sabio, sino únicamente su abuso. Si comparásemos entre sí estos estados, el de pobreza y el de riqueza, la balanza se inclinaría más bien a favor de ésta. (pp. 253s)

Si Santo Tomás de Aquino defiende una visión estática y precapitalista, su gran comentarista, el cardenal Cayetano, “dice que todo el mundo debe tener la posibilidad de mejorar su condición y, por ende, de enriquecerse.”

Y justifica esta posibilidad como sigue: quien posee cualidades (virtudes) sobresalientes que le capaciten para elevarse por encima de su condición, deberá también poder adquirir los medios que corresponden a su nuevo rango.  Su ambición, su afán de riquezas, seguirá estando dentro de los límites de su naturaleza; el nuevo rango está en relación con su capacidad y aptitudes….Esta interpretación de la regla tomista abría a los empresarios capitalistas el camino del ascenso. (p. 255)

Siempre se ha destacado la oposición radical de la Iglesia  Católica en contra de la usura como un gran obstáculo para el pleno desarrollo del espíritu capitalista. Sin embargo, ello no toma en consideración lo fundamental, a saber,  que si bien se condena el préstamo a interés bajo cualquiera de sus formas, se acepta el beneficio de capital en cualquiera de sus formas. A lo que habría que añadir lo siguiente: “Sólo se hace una salvedad: el capitalista ha de participar directamente en las pérdidas y beneficios de la empresa. Si se mantiene a cubierto, detrás de la barrera, y no quiere arriesgar su dinero, es que le falta valor, ‘espíritu de empresa’, por lo que tampoco debe participar en los beneficios.” (p. 258) La razón de ello es muy fácil de comprender y está en perfecta armonía con el propio credo religioso arriba descrito: “Sabemos que no había nada que los escolásticos condenasen tanto como la inactividad, y esto se refleja también claramente en su doctrina de los beneficios e intereses: quien se limita a prestar dinero a interés, sin actuar el mismo como empresario, es un perezoso que no tiene derecho a una retribución en forma de intereses.” (p. 259)[6]
En definitiva, en el catolicismo encontramos pensadores que “simpatizaban plenamente con el capitalismo. Y esta simpatía es evidentemente uno de los motivos de que se mantuvieran con tal firmeza fieles a la doctrina canónica  de la usura. La prohibición del cobro de intereses, en boca de los moralistas católicos de los siglos XV y XVI y expresado en terminología técnica, significa: No impidáis que el dinero se transforme en capital.” (p. 256) Así el hecho de que ese espíritu capitalista se mudase a otras tierras debe obedecer a otras razones y no al supuesto obstáculo que el catolicismo como ideología imponía al capitalismo.
En cambio, si alguna religión es diametralmente opuesta para Sombart al espíritu capitalista esta es evidentemente la protestante. Para él, “el protestantismo se anuncia en principio, y en toda la línea, como un serio peligro para el capitalismo y, en especial, para la mentalidad económica capitalista.” (p. 261)

Y si, pese a todo, seguimos afirmando que el puritanismo no trajo consigo la destrucción total del espíritu capitalista, es porque creemos que el puritanismo también poseía determinados rasgos que favorecieron –aunque no intencionalmente- el desarrollo del capitalismo. En mi opinión el servicio que el puritanismo ha prestado (aun sin quererlo) a su enemigo mortal el capitalismo es volver a defender los principios de la moral tomista con renovado y enfervorizado apasionamiento y con un espíritu más intransigente y definido. (p. 266)

 De este modo lo que hace la ética puritana es simplemente “exigir de un modo tajante la racionalización y metodificación de la vida, la represión de los instintos, la metamorfosis del hombre impulsivo e instintivo en el hombre racional.” (p. 266)  Por eso “atribuir cualquier manifestación del espíritu capitalista al puritanismo es limitar demasiado el concepto de capitalismo.” (p. 272). El protestantismo acaba aceptando unas nuevas reglas de juego a pesar de su repulsa a ellas y termina convirtiendo en normal lo que solo puede ser la conducta personas fuera de quicio.

La religión se había convertido en una obsesión que privaba al hombre de la razón. Prueba de ello es el hecho, de otro modo incomprensible, de que la doctrina de la predestinación tuviera como resultado el imponer a los calvinistas una vida rigurosamente conforme a las exigencias de la Iglesia. Razonando por simple lógica, el hombre de espíritu sano se hubiera dicho: puesto que mi voluntad y mi conducta no pueden  cambiarme mi destino, ni pueden asegurarme la salvación o evitarme la condenación eterna, vivamos según mi antojo. Pero, evidentemente, no se trataba de personas en su sano juicio, sino de perturbados. (p. 240)

Finalmente, el judaísmo es la única religión que nos ofrece un “programa”  cien por ciento  compatible con el capitalismo, es el único “que contiene en su totalidad las doctrinas que favorecen el capitalismo, desarrollándolas hasta sus últimas consecuencias lógicas.” (p. 274) Es evidente que “el mundo judío sabía apreciar la riqueza  cuando los cristianos vivían aún el ideal esenio de la pobreza, y la teología moral judía predicaba aquel furioso y extremo racionalismo cuando en el ánimo de los cristianos anidaba todavía la religión de amor paulino-agustiniana.” (p. 275) La clave de ello está en que el judaísmo permitía un trato diferente a los extranjeros que a los propios judíos: si estaba prohibido cobrar préstamos a interés a los propios judíos, ello no solo estaba permitido con los extranjeros sino que era obligatorio por ley.
En suma,  Sombart reconoce la complejidad del fenómeno de los orígenes del capitalismo y reconoce la influencia de las religiones en su conformación, aunque también destaca otros factores de naturaleza biológica y social en su conformación. Con relación a los factores morales, reconoce la influencia de factores filosóficos, en particular, la filosofía estoica, así como las variadas influencias del catolicismo, el judaísmo y el protestantismo. Si bien el judaísmo es el que tiene más claras conexiones con la mentalidad capitalista, también señala la importancia que tuvo la doctrina cristiana, en especial  la escolástica tardía de la baja Edad Media, así como la propia institución del papado en el fomento del capitalismo. El mejor ejemplo de esta mentalidad capitalista incipiente fue el de las ciudades comerciales italianas del Renacimiento, como Génova, Venecia y, especialmente, Florencia. También destaca la importancia que tuvieron los extranjeros y las migraciones forzosas producto de las persecuciones religiosas que se desataron con la revocación de Edicto de Nantes en 1685.   No deja de reconocer que el protestantismo también haya tenido una función catalizadora en este proceso, aunque es obvio que fuese más claramente anticapitalista que las dos anteriores y que ello fuese más un resultado inesperado que deliberado. Finalmente, en una expresión que nos recuerda también la sombría “jaula de hierro” weberiana, señala Sombart: 

Este acto puramente mecánico de aplicar el método de negocios más perfecto en cada momento basta con repetirlo de modo automático para alcanzar siempre la cota máxima de racionalización económica. El sistema anida bajo el caparazón de la empresa capitalista en forma de un espíritu invisible: ‘calcula’, ‘lleva los libros’, ‘hace cuentas’, ‘fija los salarios’, ‘ahorra’, ‘registra’, etc. Se opone al sujeto económico con poder autoritario: le exige, le obliga y no descansa; crece, se perfecciona. Vive su propia vida. (p. 355)





Economía y Religión: ¿mito o realidad?
A continuación quisiéramos desarrollar la crítica a la  tesis weberiana emprendida de manera implacable y bien documentada por Kurt Samuelsson. Él  no sólo ataca la tesis weberiana sino que considera que en general están sobreestimadas todas aquellas conjeturas que establecen un nexo causal entre la religión y la economía, entre las cuales está la de Weber, por supuesto.  Desde su punto de vista muchas de las llamadas críticas contra Weber no hacen sino reproducir los mismos errores que critican pero por otros medios  y mantienen casi sin discusión que las creencias religiosas juegan un papel decisivo en el desarrollo del capitalismo moderno y terminan “aceptando el concepto básico de un lazo indisoluble, digno y susceptible de un atento estudio, entre la religión y la economía.” (Samuelsson 1970: 39)
Entre estos autores menciona a Felix Rachfahl, Werner Sombart, Lujo Brentano, William Ashley, R. H. Tawney, H.M. Robertson y W. Cunningham, entre otros.[7] Algunos consideran que se ha sobrevalorado la influencia del calvinismo o que se ha exagerado la diferencia entre éste y el luteranismo o, incluso, con el catolicismo. Otros han destacado la importancia de factores extra-religiosos, como  ya viéramos en el caso de Sombart. Sin embargo, para todos ellos la tesis de Weber merece ser estudiada con detenimiento y reformulada de alguna manera, en lugar de ser rechazada completamente.

De este examen de la controversia resulta claro que incluso los escritores que han criticado las teorías weberianas punto por punto, al final han sido lo bastante amables con él concediendo a sus teorías una cierta plausibilidad. Conceden que Weber exageró, que sus generalizaciones son resbaladizas, que dejó de lado otros factores además del protestantismo, que la relación entre el protestantismo y progreso económico no son tan directas o tan inmediatas como Weber pretendía. Sin embargo, al final llegan a admitir que las premisas básicas de las afirmaciones de Weber son válidas. Aun los escritores más críticos como Robertson, después de atacar desde varios puntos la  correlación weberiana, vuelven la cara de la moneda y afirman que la  relación es precisamente la opuesta: fue la actividad económica la que provocó el cambio religioso, y no la religión la que transformó la actividad económica.  A mitad de camino entre el Weber al derecho y el Weber al revés se encuentran los que, como Tawney y Kraus, hablan en términos generales de una interacción entre los cambios económicos y los religiosos, de la capacidad de la economía para transformar la doctrina religiosa y de la capacidad de esta doctrina transformada para, a su vez, ‘profundizar’ y ‘fomentar’ el espíritu del capitalismo. Estos autores, inclinados al compromiso, creen que conceptos falsos pueden perfectamente tornarse válidos simplemente tomando un poco de cada uno y refundiéndolos en un ‘término medio’ o en un ‘tanto como’ de nociones totalmente opuestas. (pp. 57s)

A continuación Samuelsson pasa revista a los dicta de los pensadores puritanos del siglo XVII, en particular, a los de Richard Baxter, por ser el que Weber toma como punto de referencia para compararlo con la “mentalidad capitalista” de Benjamin Franklin. De todo este análisis infiere algo muy diferente a la tesis de Weber y en general su interpretación de los textos le parece bastante pobre e incompleta.

Los textos que  Weber interpreta no forman, ni en San Pablo ni en Baxter, una concatenación coherente de razonamientos con ideas conectadas lógicamente de la que se pueda deducir una diagnosis clara de los problemas específicos que se someten a examen. El material de base lo constituyen, en ambos casos, unas pocas frases, juicios que han hecho en ocasiones aisladas, desprovistos de una mutua relación, a veces claramente contradictorios, enmarcados en una retórica que hace imposible al lector de una época más tardía determinar con exactitud su ‘significado intrínseco’, y con mayor razón sacar inferencias tan delicadas como las que se propone Weber. (pp. 75s)

Samuelsson destaca precisamente el carácter anticapitalista de los sermones de Baxter. Para él, como para la mayoría de los puritanos, la riqueza es vista siempre con sospecha, si no con franco rechazo, pues la riqueza, y el amor por las cosas de este mundo que lleva implícita, puede fácilmente apartarnos de la verdadera senda de la virtud y de la piedad. Para los puritanos “el amor a las riquezas es ilegal cualesquiera que sean los medios empleados.” (p. 77) En definitiva, “el concepto de la contribución de la doctrina puritana al surgimiento del capitalismo ha llevado a una ciénaga de pensamiento incoherente, de generalizaciones y reinterpretaciones.” (p. 83) y “las concepciones económicas de los puritanos ni alentaron ni obstruyeron el espíritu del capitalismo.” (p 84) El que los hombres de negocio buscasen posteriormente un apoyo en ideas religiosas ha dado “la impresión de una conexión que nunca existió.” (p. 84)
Una de los argumentos más inconsistentes de Weber es el de la relación entre la predestinación y el fervor en las empresas capitalistas. Ya Sombart había señalado que esta relación es poco menos que incompresible desde una perspectiva racional y Taylor que se trataba simplemente de poner un poco de orden en este mundo, jamás pretender torcer la voluntad de Dios o querer inmiscuirse en sus asuntos. La posición de Weber al respecto resulta bastante ambigua y parece conferirle al calvinismo una originalidad inmerecida.

Toda su exposición del concepto de la predestinación y del ethos de la vocación, de la ‘santidad del trabajo’ en el calvinismo, tienen empleando una expresión suave, una validez dudosa. El concepto de vocación ya había sido desarrollado plenamente por san Pablo y también había insistido mucho sobre el tema san Agustín, en cuya teología la doctrina de la elección, de los pocos escogidos para la salvación, era un principio fundamental. Weber es incapaz de explicar por qué tiene que ser precisamente con Calvino y el calvinismo, y no con san Pablo, san Agustín o Lutero, cuando se empieza a utilizar la idea de la ‘santidad del trabajo’. De hecho no encontramos en Calvino el menor indicio de una concepción de la ‘santidad del trabajo’, de la posibilidad de cambiar la decisión de Dios, una vez hecha, o de saber algo acerca de esta decisión por medio del éxito mundano. (pp. 86s)

Ni en San Pablo ni en Calvino encontramos nada de esa búsqueda de conocimiento de las decisiones divinas a través de la acción mundana, pues la única forma era a través de una iluminación interior. Por eso Weber debe salirse de la doctrina y acudir al hombre de la calle, al efecto que tuvo en los creyentes particulares. Lejos de esa competencia y del ascenso típicamente capitalista por aumentar sin límites la riqueza, los puritanos apoyaban la idea de mantenerse siempre en el puesto que Dios había elegido para nosotros, recordando ese “amor por los adverbios” al que hacíamos antes referencia. Como lo ha señalado Sombart, el espíritu protestante era claramente anticapitalista y es extraño más bien que no destruyera este espíritu emprendedor del capitalismo, con el cual el catolicismo fue mucho más condescendiente.[8]
Sin embargo, para Samuelsson el hecho de que pudiésemos encontrar antecedentes de la mentalidad capitalista mucho antes de la Reforma y mucho más indulgentes con el desarrollo de una incipiente economía capitalista, no debe ser tomado necesariamente como evidencia de un claro vínculo entre las creencias religiosas y la actividad económica.

De todas formas el que sea posible observar los cambios que se produjeron en el mundo conceptual eclesiástico mucho antes de la Reforma (incluida, como observan Sombart, Tawney y Robertson, una mayor amplitud de miras en el campo económico) y discutir la aparición del ‘capitalismo’ y del ‘espíritu del capitalismo’ en los siglos XIV y XV, por ejemplo, no significa en absoluto la existencia de una conexión necesaria entre estos dos fenómenos. (p. 93)

Una de los importantes factores que no ha sido tomado suficientemente en cuenta por Weber fue precisamente el de la ruptura con la Iglesia Católica, y en general con el espíritu religioso, que se produjo por medio de la Ilustración. La influencia que tuvo el puritanismo en las universidades fue desvaneciéndose poco a poco. Muchas de ellas, aunque mantenían un sesgo religioso, lo combinaban con un espíritu librepensador en asuntos de fe y a menudo estaban en franca oposición a las creencias de Calvino. Así, universidades como Harvard, Yale y Kings College –que dio origen a la universidad de Columbia- se opusieron a esa “tiranía puritana” y dejaron entrar las corrientes del empirismo y el racionalismo. También en Inglaterra y Alemania se mantuvo esta doble cara de Jano: una combinación de pietismo con racionalismo ilustrado.

Esta ruptura con el pasado –con el ‘genuino espíritu puritano’- no se debió sólo a la acción de la Ilustración o de las filosofías secularizadas. También tuvieron su parte nuevas creencias religiosas… En Nueva Inglaterra fue muy importante la influencia de varias formas de arminianismo y aumentó en la segunda mitad del siglo XVIII. Los arminianos enseñaban que el hombre nace con capacidad para llevar una vida pecadora, o justa; rechazaban la doctrina de Calvino según la cual todos los hombres se hallaban atados por el pecado original y Dios ha elegido a algunos para la salvación, mientras a los demás los ha destinado a la condenación eterna; predicaban la libertad de la voluntad y rechazaban la predestinación… Culminación de estos elementos fue el Unitarismo de Channing, con su visión más alegre de la vida, su amalgama de los elementos ‘racionalistas’ y ‘románticos’ de la Ilustración, su combinación de piedad y tolerancia. (p. 99)[9]

Samuelsson ve encarnado este espíritu ilustrado en Benjamin Franklin, quien mantenía una posición cosmopolita a pesar de tener una formación puritana. Nadie mejor que él para comprender precisamente ese espíritu de emancipación frente a la religión, pues “aunque Franklin fue educado en el credo calvinista, su religiosidad personal no estaba marcada por el calvinismo, ni era patentemente puritana. Al contrario, la característica más relevante de Franklin era su total emancipación.”(p. 102). Si en Franklin discurren simultáneamente la tradición puritana y el “espíritu del capitalismo”, es para poner en evidencia como pueden estar ajenas a influencias recíprocas, pues precisamente “las normas generales que Franklin estableció, las virtudes que deseaba practicar no son especialmente puritanas.”(p. 106), sino que encajan en un manual de buen sentido común en los negocios, en los cuales la religión no desempeña ningún factor especial y mucho menos  “sugiere que la actividad económica sea un deber ante Dios, o que el éxito en ella sea prueba de su benevolencia.”(pp. 107s).
Algo similar ocurre en el caso de los grandes capitanes de empresa, quienes adoptaron tardíamente  un punto de vista que fuese compatible con sus actividades económicas, en lugar de haber sido las creencias religiosas las que propiciaran sus empresas capitalistas. La nueva realidad económica pedía a gritos una reforma de las creencias religiosas.

Pero no fue el culto a Dios lo que llevó a dar culto a Mammon. Fue más bien la necesidad de demostrar que la devoción a las riquezas no era necesariamente un impedimento para la auténtica piedad. Y la necesidad de afirmar esto era tanto mayor dado que muchos padres puritanos habían insistido con tanta intensidad en la nocividad de las riquezas. La religión tenía que revisar sus ideas, en parte, quizás, para no impedir la transformación económica, pero sobre todo para mantenerse a la altura de la evolución que desde algún tiempo avanzaba rápidamente, dejando atrás el mundo de la agricultura a pequeña escala y la industria artesana pequeño-burguesa, hacia una sociedad caracterizada por la industria a gran escala y un comercio a escala mundial. (pp. 120s)

En ese sentido, señala Samuelsson que “conviene tener presente, en especial, que los testimonios que estos ‘capitanes de la industria’ –v.g.: Carnegie, Rockefeller y Ford- nos han legado sobre su actitud ante la vida y su conducta, fueron escritos en una época tardía. Fueron escritos en los años en que necesitaban justificar su actividad y urgía explicar y defender sus posiciones.” (p. 122) A este respecto, uno de los más influyentes ideólogos del capitalismo norteamericano fue William Graham Sumner, quien fue un claro defensor del darwinismo social, algo bien apartado del pietismo puritano. Para Samuelsson, “entre la filosofía de Sumner, Carnegie y Ford, y la visión de la actividad económica como un medio de ganar la salvación y la gracia de Dios, que Max Weber asignaba al Calvinismo y a las sectas calvinistas, hay un abismo.” (p. 133)
Para Samuelsson si la tarea de encajar el espíritu puritano con la tesis weberiana es infructuosa, el “considerar a los capitanes de la industria como exponentes del espíritu protestante es una simplificación rayana en el fraude.” (p. 127)

Tomaron de una variada gama de filosofías todo aquello que contribuía a defender su conducta, su opulencia y su poder. Ya se invoque a Dios, o a Franklin, u otra doctrina más generalizada, este fárrago ideológico se muestra –en la medida en que es posible investigar en él- como una racionalización de hechos consumados más que como una fuerza motivante.(p. 133)

A continuación Samuelsson pone en duda que las virtudes seleccionadas por Weber como decisivas para el desarrollo del capitalismo hayan tenido realmente ese efecto o sean realmente compatibles con el capitalismo. El hecho de que algunos capitanes de empresa tuviesen una apariencia sobria o austera no debe hacernos olvidar el hecho de que poseyesen muchas mansiones y propiedades por doquier, por lo que “un modo de vida rayano en lo fastuoso era mucho más típico que la tacañería que Calvino, Colbert y los padres de la iglesia libre exaltaban como ideal.” (p. 143) Por otro lado, si bien el ahorro pudo desempeñar un papel importante al comienzo de las grandes fortunas capitalistas, este es del todo insuficiente para explicarlas a largo plazo.

Aunque ciertamente el trabajo duro ha contribuido a ellas con frecuencia, las grandes fortunas son, y han sido siempre en su mayor parte, el producto de ‘especulaciones afortunadas’, de grandes lucros obtenidos con un riesgo y una suerte considerable, es decir, de ganancias provenientes de la especulación y del capital asociadas normalmente a grandes cambios estructurales e innovaciones en la vida económica. (pp.144s)

La existencia de grandes capitales obedece a toda una compleja serie de factores, entre los cuales el ahorro desempeña un papel bastante menos importante del que se suele asignarle.  

Talento, suerte consumada, buen ojo para las oportunidades de mercado, olfato para la publicidad, trabajo constante, astucia rastrera, amplias ganancias en bienes naturales, todos estos factores pueden explicar plausiblemente la formación de una gran fortuna. Pero considerar el ahorro como el factor decisivo, o incluso esencial, en lo que respecta a las grandes fortunas, es un absurdo total. (p. 147)[10]

Con relación al interés, este ha tenido un papel contrario al que a veces suele asignársele: los países que han tendido mayor desarrollo capitalista han sido precisamente aquellos que han tenido tasas de interés bajas, por lo que se hace insostenible que la acumulación de capital dependa de tasas altas de interés. Cabe añadir además que fueron los mercantilistas los primeros que se dieron cuenta de que los intereses se regulaban espontáneamente al haber una gran oferta de capital y que el crecimiento económico se generaba gracias a bajas tasas de interés. El cobro de altos intereses no era criticado por razones morales, como en el caso de la usura en los debates religiosos, sino por razones estrictamente económicas.
Finalmente, Samuelsson considera que hay muchos países que difícilmente encajan en la tesis weberiana y que la distribución de riqueza y confesión religiosa en muchos casos contradice su tesis. Mucho antes de que surgiera el calvinismo, había zonas económicas pujantes, como las ciudades italianas del Renacimiento, o las de los Países Bajos, Alemania o Suiza. La tesis weberiana que establece una correlación entre el credo calvinista y el desarrollo del capitalismo no resiste un análisis detallado. No sólo en Italia, Holanda o Suiza,  encontramos importantes focos de actividad capitalista mucho antes de que se diera la Reforma, sino incluso este es el caso particular de Alemania. Todo ello hace pensar que haya habido otras razones tanto o más importantes que el credo religioso para el desarrollo del capitalismo. La  posición geográfica, la distribución de las riquezas materiales o la liberación del feudalismo. En Alemania “el elemento protestante en los principales distritos industriales y comerciales está muy lejos de ser preponderante.” (p.182) El desigual desarrollo de los EEUU entre el Norte y el Sur hace pensar también que las diferencias no sean sólo de creencias religiosas.

Del mismo modo que es posible ‘explicar’ la pujanza económica de Nueva Inglaterra sin recurrir a las ideas religiosas, pueden explicarse también otros ejemplos. En donde Weber veía a los Protestantes y a la Iglesia Reformada podemos encontrar otros factores de los que se puede afirmar con mayor verosimilitud que han promovido el comercio y la industria, la formación del capital y el progreso económico. Inglaterra, los Países Bajos, Escocia, el mar del Norte y las regiones bálticas de Alemania y Suiza. Todos estos países ofrecen otros tantos ejemplos: su situación en las riberas atlánticas de las rutas transcontinentales que se empleaban antes de la Reforma; el paso definitivo del centro de gravedad del comercio europeo al Mar del Norte y al Atlántico, como resultado de los grandes descubrimientos y de la obstrucción de las rutas mediterráneas por los musulmanes; la frecuente incapacidad de la agricultura y de las reservas para proporcionar un sustento adecuado. (p. 187)

Pero quizás sea Bélgica el país que constituye el mejor contraejemplo de la tesis weberiana.

Aun con la mejor voluntad del mundo, este país, que durante muchos siglos estaba en la vanguardia del progreso económico y ahora seguía de cerca a Inglaterra en la carrera hacia la industrialización, no puede encajar en el marco de Weber. Bélgica es y ha sido siempre un país católico por antonomasia. (Durante mucho tiempo ha sido también un país antijesuítico, por eso tampoco encaja en la hipótesis de Robertson). (p.192)

En resumen, por más fascinante y seductora que pueda parecernos la tesis weberiana, sobre todo en la medida en que constituye una alternativa al enfoque de Marx, existe una gran cantidad de hechos que la contradicen y se requeriría de una permanente manipulación de supuestos e hipótesis auxiliares, una proliferación permanente de hipótesis ad hoc, con la finalidad de hacer que estos hechos recalcitrantes encajen en la teoría. Y ya sabemos que una estrategia inmunizadora como esta habla muy mal del método utilizado y constituye más bien una señal de dogmatismo y falta de espíritu crítico. Para Samuelsson ha sido la manipulación oportunista de los tipos ideales llevada a cabo Weber lo que explica su relativa aceptación y generalización.

Aun prescindiendo de la extrema vaguedad de sus conceptos, el método de Weber es insostenible. No hay justificación para aislar, como él hizo, un factor en un tipo de desarrollo prolongado e intrincado –no importa con qué claridad se puede definir, o si es susceptible de ser aislado de los demás- y ponerlo en correlación con un vasto aspecto de la historia de la civilización occidental. En general, es una empresa desesperada intentar aislar un factor particular, aun dentro de una secuencia de acontecimientos relativamente limitada, en un país determinado y en un período de corto tiempo, con el objeto de determinar en qué medida ese factor evolucionó en armonía con el proceso general que se estudia, es decir, el grado de ‘correlación’ y ‘covariación’. Pero Weber no duda en aventurarse en semejante empresa, con un fenómeno tan complejo como el Puritanismo y con un concepto tan amplio como el desarrollo económico; y no en un período breve de tiempo, sino en varios centenares de años; no en una región demográfica determinada, ¡sino en todo el mundo occidental! (p. 233)  







[1]  Marc Bloch es considerado el historiador francés más importante de su generación. En 1929 fundó, junto con Lucien Febvre, la revista Annales d’histoire économique et sociale, con una marcada oposición a la corriente positivista dominante. En 1941 tuvo que abandonar la revista por su ascendencia judía. En esa fecha pasó de lleno a la resistencia contra la ocupación nazi. Fue puesto preso por la Gestapo y fusilado en 1944.  Muchos de sus escritos fueron confiscados y llevados a Berlin, donde fueron de nuevo confiscados por la KGB. Después de la caída de la URSS fueron finalmente recuperados. Sus estudios sobre las características peculiares de la Francia rural y sobre la sociedad feudal europea son de referencia obligada, así como su estudio sobre el carácter taumatúrgico y curativo de los reyes. También hizo un acucioso análisis de los factores que llevaron a Francia a  “l’étrange défaite” –extraña derrota-  durante la Segunda Guerra Mundial y de la responsabilidad de los intelectuales franceses o de la propia estructura del aparato burocrático francés en esa derrota.  También son importantes sus trabajos sobre la metodología comparada y el enfoque analítico en la historiografía moderna.  Varios de sus libros fueron publicados en la monumental colección de Henri Berr La Evolución de la Humanidad.
[2]  Véase (Burrow 2001: 166) En esta obra, llena de erudición y de sutiles matices historiográficos, se destaca, al lado de las corrientes de pensamiento más conocidas, la importancia de los movimientos subterráneos y de “autores menores” que también configuraron la mentalidad europea durante esos años. La lectura de este libro nos obliga a sumergirnos en la complejidad de meandros y direcciones inesperadas que forman el curso del desarrollo histórico de las ideas.   
[3] La construcción de modelos de racionalidad “típico-ideales” permite a Weber establecer correlaciones de variables de estos modelos, le permite aislar aquellas variables que considera más pertinentes o detectar en qué medida esta correlación se desvía en la realidad. La desventaja es que estos modelos pueden ser redefinidos o modificados con hipótesis ad hoc para que los datos empíricos encajen en ellos, con lo cual convertimos una estrategia perfectamente legítima, la construcción de modelos explicativos, en una estrategia devastadora para la investigación, la inmunización a la crítica.
[4] Quisiéramos agradecer al profesor Jorge Díaz por habernos llamado la atención sobre este libro, así como sobre las ideas de Troeltsch que analizaremos brevemente a continuación. De más está  decir que cualquier error de interpretación u omisión es nuestra responsabilidad exclusiva.
[5] No es casual que fuese en esta región toscana donde se originase también la Revolución Científica y se pasara de la mentalidad “del más o menos” a la mentalidad de  “la precisión”, para utilizar los términos de Alexander Koyré. Hemos abordado este tema, así como la relación entre ciencia y religión, en la serie de trabajos de “Cosmología y Teología” en este mismo blog.
[6] Esto explica que en cierta época la Iglesia Católica prohibiese a los banqueros la entrada a las iglesias y su participación en las misas. La propia Iglesia adoptó esta posición y también estaba prohibido cobrar intereses a los correligionarios y a los pobres desde luego, aunque no a los que profesaran una fe diferente. La escolástica contemplaba las siguientes excusas: el damnun emergens y el lucrum cessans, el stipendium laboris, el periculum sortis y la ratio incertitudinis, siendo las dos primeras, formas de indemnización, y las dos últimas,  formas legítimas de compensación por riesgo. Así pues, al analizar la posición de la Iglesia Católica vemos que es mucho más matizada de lo que a primera vista puede parecernos o recordarnos ciertas admoniciones muy populares en contra de los ricos.
[8] El mismo Samuelsson reconoce, como lo hiciese el propio Weber, la mayor flexibilidad de la Iglesia Católica en estos asuntos, cuando dice que: “Es difícil encontrar un terreno en el que las ideas de la Iglesia Católica hubieran permanecido estacionarias. Podemos indicar algunas manifestaciones de esta evolución mediante un sumario esquema: la controversia platónico-aristotélica entre los escolásticos: Anselmo hacia el final del siglo XI; Abelardo, Bernardo de Claraval y Pedro Lombardo, hacia la mitad del siglo XII; Buenaventura, cien años más tarde; las exhortaciones de los franciscanos y benedictinos sobre el ahorro y la alegría en el trabajo; el celo de los jesuitas en los negocios y otros asuntos.”(Samuelsson 1970: 92)
[9] Véase nota 5.
[10] Hoy en día podemos ver esta contradicción entre los dos enfoques que hay para salir de la crisis actual: los europeos aplican un programa de austeridad, mientras que los norteamericanos aplican un programa de mayores gastos e incentivos para reanimar el consumo y el aparato productivo.

BIBLIOGRAFÍA

John Burrow: La crisis de la razón. El pensamiento europeo 1848-1914, Editorial Crítica, Barcelona, 2001
Kurt Samuelsson: Religión y Economía, Ediciones Marova, Madrid, 1970
Werner Sombart: El burgués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno,  Alianza Editorial, Madrid, 1972
Charles Taylor: Las  fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Paidós, Barcelona, 1996
Ernst Troeltsch: El protestantismo y el mundo moderno, FCE, México, 1979
Max Weber: La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Editorial Península, Barcelona, 1974


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