viernes, 1 de febrero de 2019



Herman Melville[1]
(1819 - 1891)

Albert Camus

"Hungry Jack", fotografía de Miguel  Trujillo (2018)


 Observación: En el año bicentenario de su nacimiento publicaremos una serie de bosquejos sobre este autor norteamericano 



En los tiempos en que los balleneros de Nantucket permanecían durante muchos años en la mar, el joven Melville (22 años) se embarca en uno de ellos, luego en una navío de guerra y recorre los océanos. Cuando regresa a América, sus relatos de viaje alcanzan un discreto éxito entre los lectores, y más tarde publica sus grandes obras en la indiferencia y la incomprensión[2] . Después de la publicación y el fracaso de El hombre de confianza (1857), Melville, desanimado, «se resigna a la aniquilación». Convertido en funcionario de aduanas y padre de familia, entra en un silencio casi absoluto (algunos poemas, de vez en vez) que va a durar una treintena de años. Un día, se apresura a escribir esa obra maestra, Billy Budd (terminada en abril de 1891), para morir, algunos meses más tarde, en el olvido (tres líneas en las necrológicas del New York Times). Tendrá que esperarse hasta nuestros días para que América y Europa le reconozcan de una vez su lugar, entre los más grandes genios de Occidente.
Hablar en unas cuantas páginas de una obra que posee la dimensión agitada de los océanos en los que nació es casi tan complicado como resumir la Biblia o condensar todo Shakespeare. Pero para sopesar al menos el genio de Melville, es indispensable admitir que sus obras desarrollan una experiencia espiritual de una intensidad inigualable y que en parte son simbólicas. Algunos críticos[3] han discutido esta evidencia que ya no parece nada discutible[4]. Sus admirables libros son de esos, excepcionales, que no se pueden leer sino de diferentes modos, al mismo tiempo evidentes y misteriosos, oscuros como el sol en su plenitud y, sin embargo, cristalinos como agua profunda. En ellos, tanto el niño como el sabio encuentran satisfacción. La historia del capitán Ahab, por ejemplo, arrojado desde el mar austral al septentrión persiguiendo a Moby Dick, la ballena blanca que le arrancó la pierna, puede ser leída sin lugar a dudas como la pasión funesta de un personaje loco de dolor y de soledad. Pero también puede ser contemplada como uno de los mitos más perturbadores que se hayan imaginado sobre la lucha del hombre contra el mal y sobre la irresistible lógica que termina por elevar al hombre justo contra la creación y el creador, en primer lugar, y luego contra sus semejantes y contra sí mismo[5]. No lo dudemos, si es cierto que el talento recrea la vida mientras que el genio, obviamente, la corona de mitos, Melville es primordialmente un creador de mitos.
Yo añadiría que estos mitos, al contrario de lo que se solía decir, son claros. No son oscuros más que en la medida en que la raíz de todo dolor y de toda grandeza se encuentra sepultada en la noche de la tierra. No lo son más que los gritos de Fedro, o los silencios de Hamlet, o los cantos triunfales de Don Giovanni. Me parece que puedo decir por el contrario (y esto merecería una amplia profundización) que Melville, indefinidamente, tan sólo escribió un mismo libro, una y otra vez. Este único libro es el de un viaje, animado al principio por la sola y alegre curiosidad de la juventud (Typee, Omoo, etc.), habitado luego por una angustia cada vez más ardiente y desconcertada. Mardi es el primer y magnífico relato en el que Melville declarará abierta esta búsqueda que jamás será aliviada por nada y en cuyo final, para terminar, «perseguidores y perseguidos huyen en un océano sin límites». En esta obra es en la que Melville toma conciencia de la llamada fascinante que, sin cesar, resuena dentro de él: «He emprendido un viaje sin mapa». E incluso: «Soy el cazador sin reposo, aquel que no posee hogar». Moby Dick no hará otra cosa sino llevar a la perfección los grandes temas de Mardi. Pero como la perfección artística tampoco basta para ahogar esta especie de sed de la que venimos hablando, en Pedro o las ambigüedades, obra maestra malograda, Melville empezará una vez más a dibujar la búsqueda del genio y de la desgracia a las que dedicará el fracaso burlón durante el largo viaje por el Mississippi que constituye el tema de El hombre de confianza.
Aquel libro rescrito sin cesar, aquella ininterrumpida peregrinación por el archipiélago de los sueños y de los cuerpos, a través del océano «donde cada ola es un alma», aquella odisea bajo un cielo vacío, hacen de Melville el Homero del Pacífico. No obstante, es necesario añadir acto seguido que Ulises con él nunca encontraría Ítaca. La patria que Melville aborda a las puertas de la muerte y que inmortaliza en Billy Budd es una isla desierta. Dejando condenar a muerte al joven marinero, figura de belleza e inocencia, al que ama con ternura, el comandante Vere somete su corazón a la ley. Y al mismo tiempo, a través de este relato impecable que puede colocarse en la categoría de las antiguas tragedias, el viejo Melville nos anuncia que acepta, por primera vez, que sean sacrificadas la inocencia y la belleza para que un orden sea mantenido y que el navío de los hombres continúe avanzando hacia un horizonte desconocido. ¿Consiguió entonces totalmente la paz y la residencia definitiva que decía, sin embargo, no encontrar en el archipiélago Mardi? ¿O se trata por el contrario de aquel naufragio último que Melville, desesperado, reclamaba a los dioses? «No se puede blasfemar y vivir», había proclamado. En la cima de su consentimiento, ¿no es Billy Budd la más alta blasfemia? Nadie puede decirlo, ni si Melville en ese momento consintió de verdad en un orden terrible o si, en la persecución del espíritu, se dejó llevar, como había reclamado, «más allá de las rocas, en los mares sin sol, en la noche y en la muerte». Pero en cualquier caso nadie, considerando la larga angustia que recorre su vida y su obra, dejará de elogiar la grandeza, más desgarrada aún al ser conquistada en uno mismo, de la respuesta.
Pero esto, que tenía que indicarse, no debe despistar a nadie sobre el verdadero genio de Melville y sobre la soberanía de su arte. La salud, la fuerza, un humor brillante, la risa del hombre, estallan en su obra. No fue él quien abrió la tienda de oscuras alegorías que encandilan hoy día a la triste Europa. Como creador está, por ejemplo, en las antípodas de Kafka, del que permite intuir los límites artísticos. En la obra de Kafka la experiencia espiritual, aunque irremplazable, desborda la expresión y la invención que permanecen monótonas. En la de Melville, se adapta a ellas y en ellas encuentra constantemente su sangre y su carne. Como los grandes artistas, Melville construyó sus símbolos sobre lo concreto, no con la materia de los sueños. El creador de mitos comparte su genio tan sólo en la medida en que los inscribe en la espesura de la realidad, no en las nubes fugitivas de la imaginación. En la obra de Kafka la realidad que se describe es suscitada por el símbolo, el hecho deriva de la imagen; en la de Melville el símbolo sale de la realidad, la imagen nace de la percepción[6]. Por eso Melville no se separó nunca de la carne ni de la naturaleza, oscurecidas en la obra kafkiana. El lirismo de Melville, que recuerda al de Shakespeare, se sirve al contrario de los cuatros elementos. Mezcla la Biblia y el mar, la música de las olas y de las esferas, la poesía de los días y una grandeza atlántica. Es inagotable como esos vientos que atraviesan los océanos desiertos durante miles de kilómetros y, alcanzada la costa, aún encuentran la fuerza necesaria para arrasar pueblos enteros. Sopla, como la demencia de Lear, sobre los mares salvajes donde se esconde Moby Dick y el espíritu del mal. Cuando la tempestad ha pasado, y la destrucción total, he aquí el extraño alivio que se eleva desde las aguas primitivas, la piedad silenciosa que transfigura las tragedias. Por encima de la muda tripulación, el cuerpo perfecto de Billy Budd da vueltas con suavidad en el extremo de su cuerda entre la luz gris y rosa del día que nace.
T. E. Lawrence situaba Moby Dick junto a Los Poseídos o Guerra y Paz. A esta lista se pueden añadir, sin dudar, Billy Budd, Mardi, Benito Cereno y otras cuantas obras. Estos libros desgarradores en que la criatura es abrumada pero donde la vida, en todas las páginas, es exaltada, son fuentes inagotables de fuerza y piedad. En ellos se encuentra la rebeldía y el consentimiento, el amor indomable y sin término, la pasión de la belleza, el lenguaje más alto, el genio en definitiva. «Para perpetuar su nombre —decía Melville— es necesario grabarlo sobre una pesada piedra y hundirla en el fondo del mar: los abismos perduran más que las cimas». Los abismos, en efecto, tienen su virtud dolorosa, como la suya tuvo el injusto silencio en el que vivió y murió Melville, y el viejo océano, que surcó sin tregua. Desde esas tinieblas incesantes, sacó sus obras a la luz, rostros de espuma y de noche, esculpidas por las aguas, y cuya realeza misteriosa, que apenas comienza a arrojar luz sobre nosotros, nos ayuda ya a salir sin esfuerzo de nuestro continente de sombras, para ir finalmente hacia el mar, la luz y su secreto.





[1] 1 Traducción: Alberto HERRERA PINO, Giorgia ITALIA y Federica BONIFACIO.  Este texto de ALBERT CAMUS fue publicado durante el mes de noviembre de 1952 en Les Écrivains célèbres, T. III, Éditions Mazenod, p. 128-129. Como bien expone MAURICE WEYEMBERGH en el análisis que acompaña este escrito en las Œuvres complètes, Herman Melville es una constante referencia en la obra de Camus, más notoriamente en El mito de Sísifo, sus Carnets o Jonás o el artista trabajando. Además, una reflexión como ésta exclusivamente dedicada al escritor norteamericano no es puntual ni pasajera por parte de Camus, existiendo dos dosieres sobre Melville en El Fondo Albert Camus, tanto con textos manuscritos como escritos a máquina con abundantes correcciones a mano, entre otros tantos diversos documentos. Las notas que se reproducen a continuación pertenecen a esas notas manuscritas del propio Camus que Gallimard ha tenido a bien publicar tanto en la primera como en la última versión de las obras completas de Albert Camus en la Bibliothèque de la Pléiade. Vid. OC, III, pp. 1421 y 1422. A continuación, reproducimos la versión que se encuentra en OC III, pp. 896-900. Agradecemos encarecidamente tanto a Ed. Gallimard como a Catherine Camus quienes han autorizado la reproducción de este texto [N. ed.]. Tomado de: http://revistascientiahelmantica.usal.es/wp-content/uploads/2012/11/04.-Herman-Melville.pdf
[2] Moby Dick ha sido durante mucho tiempo considerado un libro de aventuras que se regalaba como un premio para niños.
[3] 3 De paso, aconsejamos a los críticos leer la página 449 de Mardi en traducción francesa.
[4] [N. ed.] Maurice Weyembergh recuerda que «el primer número de Empédocle, la revista fundada en abril de 1949 por Camus y Char, publica el capítulo CLXXX de Mardi bajo el título Diálogo sobre el creador y el crítico traducido por André Belamich (p. 3-18)». Vid. OC, III, p. 1422, n. 2.
[5] A título indicativo, he aquí indicadas algunas de las páginas palmariamente simbólicas de Moby Dick (traducción francesa, Gallimard): pp. 120-121-123-139-173-177-191 hasta 193-203-209-241-310-313-339- 373-415-421-452-457-460-472-485-499-503-517-520-522.
[6] La metáfora en la obra de Melville propone el sueño, pero a partir de lo concreto. Por ejemplo, en Mardi, el héroe encuentra las «cabañas en llamas». Simplemente, están hechas de lianas rojas a las que el viento en ese momento mueve las hojas.

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