lunes, 1 de abril de 2013


Rousseau y el Contrato  Social (I)

(A los 300 años de su nacimiento)


David De los Reyes



Jean Francois Millet (1842-1875),  Las espigadoras

“En el hombre, la voluntad habla incluso cuando calla la naturaleza”.
Rousseau

I.

En toda obra de Rousseau está inscrito un impulso de polémica y toma de posición ante su época. Y no menos contra los filósofos de las luces, a  quienes cataloga como “la pandilla holbachiana”. Ese aire  que respiramos en sus libros  anteriores no menos pasea por entre las líneas del Contrato Social (1762).  Es la obra de un moralista que incursiona en el campo de las instituciones civiles; de un pensador que no separa en absoluto la política de su condición moral: ambas van juntas. Rousseau, recordemos, a los ojos de Kant, fue un Newton del mundo de la moral. Se trata de estudiar a los hombres en la sociedad y a la vez estudiar la sociedad que los hombres han instaurado, sus pros y contras, su naturaleza, para proponer su concepción republicana de un estado de hombres libres porque han cumplido la ley establecida por la voluntad general del pueblo, y no libres por venir a establecer sus propias reglas personales contra el resto de la comunidad y la constitución legitimada. Rousseau avala que aquellos pensadores que intentan comprender la moral separada del espectro político, nunca han podido entender ni una ni otra. Como refiere la máxima del Emilio: “Hay que estudiar a la sociedad por los hombres y a los hombres por la sociedad: los que han querido tratar separadamente la política y la moral no  han entendido nunca ninguna de las dos”.


Jean Francois Millet (1842-1875), Primavera

II.
De entrada, el Contrato Social suscita varios interrogantes. ¿En ella hay una continuidad lógica de las obras que le anteceden? ¿Es totalmente partidario del Estado de naturaleza, como se podría deducir de alguna de las afirmaciones dadas en el Discurso sobre la Desigualdad? ¿O el estado civil tiene una supremacía sobre aquel estado natural, como nos lo da a entender ahora en Contrato? ¿Encontramos la afirmación del individuo, dueño de su conciencia, para dar origen al Estado a partir del concierto de las voluntades o estamos antes un comunismo avangarde, que vendría a anular cualquier beneficio e interés particular tomado de la comunidad social? Y una última cuestión que ha suscitado apasionadas polémicas ¿Cómo se puede hacer compatible la propuesta de una religión civil presente en esa obra respecto a la religión espontánea que pronuncia en la Profesión de fe del Vicario saboyano? Estas son algunas de las interrogantes que se despiertan al momento de la lectura de una obra de tan larga discusión e influencia para la modernidad occidental, no dejando de lado su presencia e importancia en la gesta emancipadora del continente americano desde el momento de su aparición.


Jean Francois Millet (1842-1875), De pie Spinner

III.
Comencemos por lo ético del texto. La virtud ética rousseauniana reside en la acción, a la vez desinteresada y orientada, no del interés particular y egoísta, sino al bien común y a la universalidad reinante y presente en las leyes dadas por la voluntad general; la acción ética no sólo está dirigida a lo que me beneficia a mí particularmente,  sino también a lo que beneficia a todos mis semejantes. La virtud humana en la modernidad está destinada, por esta visión rousseauniana,  hacia un actuar desinteresadamente, de forma cooperativa y de manera universal; dos condiciones que  serán retomadas por la concepción kantiana  esgrimida en la Crítica de la Razón Práctica. (1788). Y su alcance llega a la construcción de la Declaración de los Derechos del Hombre, conjunto de observaciones que establecen una importante significación para toda reflexión en torno a la moral  moderna. Todos tenemos la posibilidad de actuar de manera interesada, particular, egoísta, pero ello nos aleja de la condición humana civil; sólo el factor del desinterés y altruismo inscrito en mi voluntad proclamará la condición de la libertad, en el sentido de comprenderla en función de separarnos y distanciarnos de nuestro determinismo animal y aceptar la capacidad de tener consciencia de la acción de mi voluntad humana al pertenecer a una sociedad de hombres libres; los individuos no determinados, en su relación con los otros, sólo actúan por su instinto, deseo y fuerza animal individual.
Resistir a las tentaciones  es la capacidad para poseer una buena voluntad universal, proponiendo una moral auténtica en la medida en que me hago autónomo de mí, gracias al  perfeccionamiento de mi individualidad que aspira a la demostración de obrar para conformar el bien del conjunto y no únicamente mi satisfacción personal.  Rousseau lo que nos planteó es la importancia de la conciencia y la opción que tenemos los humanos de salir del determinismo animal o natural, y contraponerle normas morales que nos ayuden a obtener una perfección en dos instancias: una interna, por medio de la conciencia, y otra externa, fundada en la acción que recae en nuestras relaciones con las cosas y los hombres.

Jean Francois Millet (1842-1875), Descanso al mediodía

IV. 
Algunos aspectos de la obra en el momento de su aparición 1762 será para Rousseau un año que lo consagraría como crítico de la sociedad moderna pero también un año que determinará su vida en relación a esa sociedad debido al rechazo que encontrará a  dos de sus obras principales dentro de su producción: el  Emilio  y el Contrato Social.
Tan sólo estos libros mostrados y puestos en venta sobre las vitrinas de las librerías parisinas serán leídos y rechazados con pasión de forma inmediata.  El autor sufrirá la condena del arzobispo de París y sus libros mandados al Index del Vaticano. La universidad de la  Sorbona lo censura. Políticos y magistrados de Suiza: Berna, Neuchatel  y Ginebra lo anatematizan. Los filósofos ilustrados unos se burlan, otros rechazan sus propuestas educativas y políticas.
Rousseau se queda sólo; su persona ahora salta cualquier margen de calificación posible.  Para la posteridad ejercerá atracción en los hombres poderosos y, por otra parte, surgirá toda una permanente recurrencia de estudiosos a su obra hasta el día de hoy. Ello ha dado pie para forjar una  situación particular, que pareciera imposible ponerse de acuerdo para interpretar sistemáticamente su pensamiento; he ahí su riqueza, sus contradicciones, sus complejidades y su originalidad. Pareciera que cada vez que se adentrara a tocar un tema no estará exenta de contradicciones al ser colocada frente al conjunto de su obra.
Así fue ya antes con los dos Discursos, momento en que se inicia su celebridad y su maldición, como el mismo ha referido el hecho, pues el haber  escrito sus pensamientos y publicarlos comenzaría en su vida la intranquilidad, la persecución, la crítica, el rechazo y el desequilibrio psíquico y emocional. En los Discursos nos encontramos, como hemos señalado en artículos anteriores en este blog[1], exponer una crítica a la civilización occidental de entonces, manifestando su antítesis a  Voltaire, al considerar al bárbaro  del norte europeo o al salvaje americano, superior al hombre civilizado; opondrá la cultura  ciudadana de Esparta a la de Atenas; los romanos son interpretados en función de su degeneración, situación surgida, para él, por el contacto y el aprendizaje de la filosofía y la ciencia griega. No observa bien ni apoya  la propuesta de los filósofos ilustrados que persiguen presentar de forma comprensiva la ciencia y las artes útiles a las mayorías. Rousseau considera que “introducir en su santuario a un populacho indigno de aproximarse a ellas” (las ciencias y las artes), no lo hará más justo y virtuoso.


Jean Francois Millet (1842-1875), El Angelus

V.
Del hombre natural
En su obra hay un recorrido reflexivo e hipotético por comparar al hombre civilizado (estado social),  con el hombre natural (del estado natural), donde la fuente de nuestras desgracias y miserias se presentan por el presunto perfeccionamiento que se nos exige socialmente.  Comparará con el dios Glauco la condición del hombre social, el cual por su adicción a las maneras de la civilización mantiene oculta su verdadera naturaleza bajo los sedimentos y musgos que lo cubren. En el fondo pareciera que se nos propone un trabajo no de perfección, pues ello ha sido antes puesto en el altar de la crítica, sino de eliminación de nuestras capas culturales, de purificación del alma: de distinguir la artificialidad social separando lo originario y natural que habita dentro de cada uno de nosotros. Es una purificación que apunta a la clarificación de nuestra condición de ser, una transparencia opacada por todas las absorciones que hemos adquirido por la manta de la cultura, es decir, de las ciencias y las artes, de la política y de la religión aceptadas. Busca mostrar cómo sería el estado de un individuo que obre por principios ciertos e invariables, del hombre natural, propios de aquel ser humano antes de la caída y del pecado (descrito por Malebranche y la escuela de Port Royal: pensador que fue uno de sus primeros forjadores de su gusto por la reflexión filosófica; Confesiones, lib. IV).
Esta purificación busca un equilibrio en el hombre entre la necesidad y la satisfacción. Hobbes encontró que la avidez, la vanidad u orgullo serían las pasiones propias de cualquier estado civil, y  ello es erróneo para el ensoñador Rousseau.  Este   saca de la manga la carta  que habita en su imaginación: al hombre idealizado de la naturaleza, aquel primitivo que vivió solo en el bosque, exento de enfermedades, sin ningún instinto  especial, que imita a los animales salvajes, adquiriendo fuerza, agilidad, agudeza sensitiva para enfrentar cualquier ataque y defensa; indiferente al conocimiento de la naturaleza por su uniformidad, sin necesidad de inventar instrumentos ni el desarrollo del entendimiento o de alguna industria que lo separara de su condición de sobrevivencia natural. Que, como veremos, pretenderá restaurar mediante el sistema político propuesto en su Contrato Social.
Respecto a la postura del hombre natural en Aristóteles y en los estoicos podemos observar que la propuesta del ginebrino describe un hombre natural que no tiene ninguna vocación para la vida social o civil. Esto hace que la interpretación del derecho natural sea distinta a la que está presente en su entorno teórico epocal,  pues el estado de naturaleza mostraba para los iusnaturalistas  las condiciones elementales y constantes para desarrollar toda legislación positiva. Rousseau, contrario a Voltaire, intentará presentar una visión histórica del hombre; en la historia hay una etapa  pre-social. Se cuida de dirigirse al mito de una edad de oro, del hombre antes de la caída fuera del paraíso. Quiere proceder, cual físico, estableciendo una hipótesis de trabajo sobre la formación de los mundos humanos, y no para trazar su historia sino comprender y mostrar su naturaleza. Se funda como un axioma de la mecánica celeste;  en una posible descripción no presente en ningún documento. Escarba en su propio sentimiento e imaginación el devenir histórico posible de las condiciones que dieron la aparición de la vida humana. Asevera que el hombre de una época no es el mismo que el de otra; el género humano de una edad difiera de otra. Sus pasiones y su alma adquieren otros tintes y conformación; cambian a su naturaleza, llegando a desvanecer en él lo que tiene de originario, ofreciendo a los ojos de los investigadores un hombre artificial y dominado por pasiones  ficticias; emergen nuevas relaciones que son producto de una convención,  separándose de su prístina condición natural.
El hombre natural se relaciona con cosas, modelándose su ser en función a la constante y la estabilidad del uso y atracción de tales cosas. Puede apartarse, por ser un agente libre, del instinto y de la regla de la naturaleza, pero separándose del concurso de causas extrañas que podrían no haberse dado jamás. Por tener que vivir en situaciones extremas (invierno, hambre, soledad, etc), es llevado a asociarse con otros semejantes. De ahí nace el Estado Salvaje o semi-social, que difiere del Estado Natural, sin ser aún el Estado Civil del Contrato Social.
El estado salvaje o semi-social consiste en uniones pasajeras de grupos de caza, o llevado por catástrofes naturales (terremotos, inundaciones, etc). El hombre conoce entonces la ventaja de vivir en grupo, pero  ello cambia también sus costumbres naturales, apareciendo la envidia, la discordia, la vanidad y el desprecio; situación que sigue siendo un estado sin ley, donde el miedo a la venganza o el dominio del otro será el motivo de su cautela o riesgo. Tal estado salvaje pareciera ser el mejor prevista contra las revoluciones y del que no debió salir nunca.

Jean Francois Millet (1842-1875), Descanso de los cosechadores

VI.
El hombre civil
El estado social comienza por la aparición de un sentimiento de industria y de previsibilidades mediante el trabajo, la apropiación de tierras para el cultivo. Ello en su devenir constituirá una desigualdad en expansión, debido al principio de la fuerza y la habilidad, originando una sociedad de poseedores y de desposeídos, de ricos y pobres; pero dando pie a que a la par de los poseedores aparecieran una multitud de ladrones, instituyendo una serie de reglas y normas a beneficio de los poderosos, dando la ley una nueva fuerza a estos, arrancando toda libertad natural e introduciendo la propiedad y la desigualdad.
De aquí arranca la condena contra la maldad del hombre rousseauniana que, a diferencia de Hobbes que lo considera malo por naturaleza, nuestro autor lo piensa bueno por naturaleza, llegando a ser pervertido por los cambios sobrevenidos a su constitución, por los progresos y conocimientos que ha obtenido. Todo ello lo entiende como una degradación de ese estado de bondad originario. Esta afirmación alentará la directriz y  sentido de la vida del pensador, llevándolo a un ansia de soledad permanente, a la búsqueda de una vida simple, alejada de los lujos de los salones parisinos, de la amistad condicionada por el interés, y un alerta contra todos los convencionalismos, prejuicios y odios que le circundaran. Su terapia filosófica se centra en una búsqueda y esfuerzo permanente para residir en un estado personal, individual de bondad, inocencia y pureza contra la depravación y artificialidad  social de esta media modernidad occidental.
Rousseau se enfrentará a unas cinco posturas propias de su época y que se daban cita en la Enciclopedia respecto al origen de la sociedad.  La de su origen en la voluntad de Dios, originando la postura familiar y patriarcal de toda sociedad; otra la del instinto natural de sociabilidad o simpatía; una mas en el interés personal reflexivo y la última basada en el contrato (sea este un pacto originario en el acuerdo entre un rey y un pueblo, que precede a toda monarquía). Todas estas teorías serán criticadas por Rousseau. Está consciente que el origen de la sociedad no es un acto divino, ni la religión un motivo, sino consecuencia de su aparición y una de las formas del mantenimiento de la cohesión social; encuentra que las masas sólo tendrán dioses insensatos como ella y las instituciones de la religión son proclives a instigar más matanzas que concordia y paz, a nombre de un dios perfecto. La familia, para él, es una institución totalmente diferente a una sociedad política, pues los deberes paternos son dictados por sentimientos. A diferencia de una sociedad política dirigida por un jefe, donde no tiene mayor interés por la felicidad de los particulares y va en busca del suyo, procurando la miseria en los demás. Es por lo que llega a la conclusión de que el instinto de sociabilidad realmente no existe como programa natural;  emerge por la necesidad que tienen los hombres de la asistencia de los otros, de ahí que se asocie con los demás. Tampoco la razón nos lleva, estando en un estado de independencia, a establecer un lazo social que conduzca al bien común como elemento constitutivo de nuestro propio interés. En el orden natural encontramos que el interés individual poco o nada se enlaza con un bien general, encontraríamos que las leyes sociales posteriores vendrán a ser un yugo que imponen un grupo contra el resto, apartándonos de nosotros mismos y convirtiéndonos en esclavos, y en el mejor de los casos, en súbditos o sirvientes sometidos al mandato impuesto. Y esto nos muestra que está contra el pacto establecido de forma unilateral, pues lo considera inválido; todo contrato que obliga a una de las partes vendrá a enajenar mi libertad y a mis descendientes de forma total. Entonces, ¿qué vendrá a proponer Rousseau en su contrato social que lo hace distinto del resto de los contractualistas? ¿Cuál fue su originalidad y diferencia? Es lo que vamos a tocar ahora.

Jean Francois Millet (1842-1875),  Viñador descansando
VII.

Del Contrato Social (CS)

En el CS se aparta del hipotético hombre natural, del hombre salvaje y se centra en la mejor forma de organización y naturaleza del ejercicio del poder político de un estado que considera, de antemano, la necesidad de mantener cierto grado de libertad en el hombre asociado con sus semejantes.  El estado social es necesario porque el hombre no puede prescindir de la ayuda de los demás hombres; ha dejado de ser un estado natural, ahora las costumbres en comunidad se convierten en convenciones que procuran la sobrevivencia y la concordia entre sus participantes.  Y el interés será en conocer cómo se llega a construir y encontrar las convenciones que produzca ventajas, estimulo y cooperación para el estado social sin prescindir, del todo, algunas de las vividas en el estado de naturaleza.
En ello se basará el Contrato Social o Principios del derecho político. Esta obra prosigue y completa lo que  había dejado entrever ya antes en su Discurso sobre la desigualdad, aunque en esta obra  enunciaba que el estado social  destruía todas las cualidades del hombre en estado de natural. En el Contrato  se da la tarea de hilvanar las características, las partes, su naturaleza que procure  conservar sus condiciones naturales. Como esta obra está escrita casi en paralelo al Emilio, encontraremos en ella  una contraposición análoga al mal sistema de educación y los principios que proclama contra tal deformación artificial del hombre ante su condición natural, prístina u originaria que habita en él: la bondad y su pureza vista como algo intrínseco en su condición; recordemos que a los ojos de este naturalista ginebrino el hombre no es malo por naturaleza sino bueno al momento de su nacimiento y que el roce y el artificio, su necesidad de asociarse y de aceptar posturas y reglas externas a sus necesidades vitales, las cuales vienen a destruir y perturbar a tal sentimiento  de manera infausta.
El CS y el Emilio están así estrechamente unidos. El Emilio de Rousseau no es un individuo que debe permanecer aislado y en permanente soledad para su goce y desarrollo personal; debe volver y vivir en sociedad, pero para ello se debe establecer un sistema de educación  que le permita guardar cierto grado de su inocencia y virtudes del estado natural: la innata bondad humana que define a todo hombre de forma universal. Por otra parte el CS intenta superar una carencia de organización política.  Pues si todo hombre debe asociarse para llevar su vida de manera menos dura y más feliz, deberá buscarse una asociación  que conserve en el individuo la igualdad y libertad que en estado natural se poseía. El Emilio y el CS son haz y envés de una misma preocupación: la integridad y la sustentación del bien por la formación y la convivencia de mantener en nosotros ese sentimiento natural de nacer libre. También  de sostener una forma de organización social que sea igual a todos. Irá contra los distintos motivos de toda sociedad mal conformada y de manera unilateral, sea monárquica, dictatorial y discriminatoria; ello vendrá al individuo ha sustraerlo de gozarse   de forma particular pero sin separar su atención de la sociedad basada en una disposición a defender esos aspectos intrínsecos y dados por naturaleza en el hombre.
Como dijimos antes, encontramos que en el estado de naturaleza el hombre nada más tiene que vérselas con las cosas.  Y eso es lo que nos describe las relaciones que nos presente el Emilio.  Tal relación entre el hombre y las cosas no perjudica su libertad. ¿Cómo traspasar esa situación ventajosa en el estado civil? La solución que encuentra nuestro pensador esta en procurar sustituir la ley en el hombre y armar las voluntades generales de una fuerza real, superior a la acción de la voluntad particular. Para ello tendrá que aceptarse una inflexibilidad en las leyes del hombre del mismo modo que las que encontramos en ese interés humano particular corrompiese o cambiase jamás; ello procuraría que la dependencia de los hombres sustituiría de este modo a la de las cosas; esto proveerá la organización política de una república, la cual donará más ventajas que incordios a los ciudadanos; otorgará todas las ventajas de un estado de naturaleza a las del estado civil; situación que prevé  juntar la libertad propia de un hombre que está exento de vicios, elevándolo moralmente hasta alcanzar la virtud. En el Emilio el pedagogo viene a establecer que su alumno no se vea obligado  a instruirse por la fuerza de las cosas, ni a obedecer por verse obligado a ello análogamente a cómo la naturaleza le impone el acto de su conservación individual: velar por el derecho a la  vida como principio primordial.    Y esto es lo que guiará el sentido de la ley del hombre social.  Esto le da la convicción de encontrar el secreto de poder superar a una sociedad  que vendría a suprimir las relaciones directas, meramente emocionales, carnales entre los individuos al reducir los conflictos, pasiones y arbitrariedades surgidos en él al ser sustituidos por una relación común  con una ley que será impersonal, fija, inquebrantable y universal como una cosa igual para todos.
La voluntad general  comprende que cada individuo posee un entendimiento en que produce un acto puro donde razona, en silencio y en su consciencia, de forma desprendida de toda pasión; reflexión que es siempre buena donde jamás ha engañado ni engañará y ella, esa voluntad general que posee cada individuo, debe ayudar y desprender en su acto a fijar los límites de todos los deberes.  La voluntad general debe siempre, haciendo abstracción de todos los intereses de las voluntades particulares, seguir el interés común. Si sigue esta condición será siempre recta y restará de sí cualquier error a seguir. Así apartaremos la voluntad particular lo que lleva a destruirse entre ellas, obteniendo como suma de tales diferencias particulares superadas y supeditadas  a la voluntad general.
Es la voluntad general lo que  para Rousseau hace previsible  que se restablezca la igualdad entre los hombres; una voluntad general como voz celestial que le dicta desde su propia conciencia particular los preceptos de la razón pública a seguir (CS, libro II). Ello hace la diferencia entre Rousseau y los contractualistas, pues pareciera prescindir para el bien común la búsqueda de un contrato previo. Más que un contrato debe aparecer primeramente  una voluntad general presente en cada individuo de manera que de forma desprendida y  pura se lleve a cabo el establecimiento de la ley universal. 
La idea de la voluntad general no surge únicamente por el juego del egoísmo reflexivo; la eficacia y actividad de la voluntad general requerirá de un pacto social, entonces,  de la teoría del contrato para su establecimiento.  En el libro II del CS encontramos que bien sabemos que sin intereses individuales, particulares, diferentes apenas o nunca, se pudiera advertir un interés común; todo funcionaria por su propio movimiento y la política dejaría de ser un arte. Para que surja de forma libre la voluntad general  basta, pues, apartar los obstáculos del egoísmo, como para la vida religiosa la gracia aparecería cuando se quita del medio la propia voluntad. El contrato para el entendimiento de Rousseau, debe aplazar  estos obstáculos.  Es diferente su postura al contrato de  Locke y del resto de los enciclopedistas pues ellos vienen a reforzar lo que ya pre existe en la naturaleza. Tampoco es un simple contrato ordinario,  donde las voluntades de los contratantes se afirman, al limitarse y determinarse. Llegamos de esta manera a la única cláusula  del contrato rousseauniano (libro I, cap V), la cual exige la enajenación total de cada asociado  con todos sus derechos en pro de la comunidad.  No es la enajenación a un ser ya existente, es decir, un dueño o un déspota, un dictador o un tirano; la voluntad general tiene un pro por el cual se hace; no debajo de otro individuo ponemos, si acaso, nuestra cerviz sino ponemos  nuestra persona y poder bajo  la dirección suprema de la voluntad general expresada en las leyes. Esto hace que se eliminen todos los obstáculos que puedan surgir de las voluntades particulares, llegando a crear el cuerpo social y les da una dirección unívoca, un yo social fijo.
Tal acto de renunciamiento a nuestras particularidades y deseos de esta voluntad egoísta viene  a ser una verdadera conversión: lo que en primera instancia pareciera ser una total pérdida por todo lo que se nos ha quitado resulta, a la postre, que con ello todo se nos ha dado: nace con ello, de forma viva y efectiva, la vida social, el derecho y la moralidad. Como bien se ha dicho hasta la saciedad: no hay derecho ni moral si no existen reglas universales; pero no  hay regla universal donde no encontramos una voluntad general, es decir, una instancia que cada uno de nosotros posee antes del contrato, cuando cada uno seguía su propia voluntad e interés particular. Se nos exige que renunciemos a nuestro ser sensible para afirmarnos como ser social y racional. Este concepto de voluntad general es más que un concepto, es un elemento insustituible para llevar a cabo el ejercicio político y la construcción de una sociedad libre e igual. Sin ese aditivo social no estaremos superando nuestra condición animal y poder entrar al reino de las leyes o reglas universales de la sociedad.

Jean Francois Millet (1842-1875), Pastora


VIII
Acallar el egoísmo. Rousseau seguidor de Fabri y Calvino
El problema que encuentra es ¿cómo llegar acallar  el egoísmo tras solemne contrato sin tener previamente fijado el sentimiento de su deber y de sus derechos?
Para responder esta cuestión debemos entrar en los tres últimos capítulos del C.S., los cuales están destinados a mostrar cómo la voluntad general se muestra como una realidad práctica en la sociedad política de un Estado. Para la mirada solitaria del paseante Rousseau el soberano y los súbditos constituyen una unidad: el pueblo. Será lo que denomine el cuerpo de ciudadanos que  estarán integrados por  legisladores cuando se toman en su conjunto y como ciudadano al ser reconocidos de forma particular. Esta es la condición para establecer una democracia en su condición absoluta. Esta no será la democracia antigua, alimentadas de asambleas tumultuosas cuyos componentes no actuaban a partir de su propia conciencia sino por los dictámenes e influencias referidos y nombrados por terceros, por determinados voceros o dirigentes de las facciones políticas en pugna. Rousseau, si bien su obra está influenciada por la intensa lectura de los antiguos, y  por los modelos de Esparta y de Roma, su inspiración tiene una fuerte dosis de democracia a la ginebrina, como nos lo ha hecho saber la dedicatoria a la ciudad de Ginebra que aparece en el Discurso sobre el origen de la desigualdad de los hombres. Una democracia  donde se erige en torno a referendos y plebiscitos, en que cada uno decide a partir de su propia conciencia, silenciando todo tumulto pasional inducido sobre las leyes propuestas por grupos políticos, minoritarios o por los magistrados de turno.
No  apuesta por los grandes estados;  su  propuesta prefiere las pequeñas dimensiones, pareciera reconocerse en él un eco de las ciudades-estado helénicas, lo cual es cierto, pero con el elemento de que deben constituir una confederación de ciudades o pequeños estados para la defensa ante cualquier ataque que busque usurpar su soberanía: se trata de dividir el territorio autónomo en pequeñas repúblicas que se comportarán como una confederación: todas en defensa de una y cada una en resguardo de todas. Su modelo político es fiel reflejo de la confederación que tiene su país natal, Suiza
El estado de Ginebra, desde su fundación, alberga ese espíritu de autonomía republicana;  fundada el 13 de mayo de 1387 por un príncipe-obispo: Antonio Fabri, quien advirtió y enfatizó que la soberanía del pueblo, en materia de leyes y decisiones públicas, era inalienable e imprescindible, es decir, funge de legislador. Toda confederación tiene el deber y el empeño en estrechar los vínculos entre sus integrantes con el fin de mantener la sobrevivencia independiente y libre, bajo la mirada escrutadora del pueblo ante el desempeño de la cosa pública; un sano  sentimiento patriótico alimenta tal propuesta en su base.
Esto lo decimos como un elemento a tener en cuenta al desempeño y existencia de lo que este pensador  llama por voluntad general, que no es ni puramente convencional y actúa de forma arbitraria ante el devenir de un Estado. Lo bueno general o el interés público está dispuesta a un orden que emerge por la naturaleza o esencia de las cosas y debe mostrarse independiente de las convenciones humanas. Tal  voluntad general  es un dictamen de todos  los miembros que aquí es considerada siempre como recta y sabia. Pero Rousseau hace una advertencia, no atribuye a la totalidad del pueblo, en tanto multitud ciega,  las luces imprescindibles que hace una ley buena de por sí. Estas deben responder a un legislador, a un hombre excepcional que no es magistrado o soberano, ni tiene el derecho legislativo en sus manos, sino es el que es capaz de interpretar el espíritu  de la voluntad general, presentándolas en la redacción de las leyes que deben, inmediatamente después de su discusión y aclaración de su conveniencia general, ser sometidas a votación ante el pueblo. Este hombre excepcional estaba presente ya en Juan Calvino, al escribir Institución de la Religión Cristiana[2]donde encontramos que al  comprender  al movimiento protestante de un cuerpo político que permitiese a su espíritu religioso  sobrevivir a las tempestades que se avecinan con las nacientes ideas políticas traídas por las nuevas interpretaciones de los humanistas y de los autores de la modernidad temprana, adaptando los principios bíblicos a esta nueva percepción de las teorías de la estructura del Estado. Calvino juntó el derecho adquirido en sus años de estudios en París con la teología judeocristiana. El resultado es modelar un Dios dotado de soberanía absoluta  y que no recrimina la responsabilidad  del hombre por el uso de su razón y libertad ante él. La ley divina establece el orden natural; dios será el creador del derecho para el bienestar humano y está presente en el orden natural para acrecentar la felicidad del hombre. Los conceptos de la ley natural están inscritos en el ser divino mismo.
La reflexión de la ley natural y del contrato de Calvino nos lleva a comprender su influencia en Rousseau (además de estar presente en Hobbes y Locke).  Pues esta  necesidad del contrato surge de la caída del hombre al ser expulsados del paraíso, donde el derecho natural se olvida y se corrompe, siendo causa de disputas, discordias y del mal entre los hombres. Con la caída,  vuelto a ser corrupto física y espiritualmente, se guiará por las pasiones causadas por el olvido  de la obediencia de la ley natural. Las consumación de sus pasiones ahora lo guían a lo que dictamina como felicidad, sin tener en cuenta que su felicidad no será nunca alcanzada así, pues es en el actuar acorde con  la ley natural que vendrá a ser feliz, según, por supuesto, la postura de Calvino y que en ello lo apoyará la concepción de Rousseau y su búsqueda del ser del hombre natural.  En Calvino se presenta a dios como el Hacedor omnipotente e infinitamente sabio; en el Rousseau del C.S. este Hacedor es mezclado con la historia y el Estado social, y será suplantado por el Legislador que dará las leyes  para ser refrendadas o rechazados por la voluntad general. Como se nos presenta la persona de Rousseau al hacerse  un legislador en sus tratados sobre la consideración para los gobiernos de Córcega y Polonia.
La idea de contrato en Calvino viene de la idea de Alianza (en hebreo berit), que encontramos en los pactos entre los pueblos semitas de Oriente entre los soberanos (monarcas), y los simples particulares; hecho bien conocido entre las leyendas bíblicas entre dios y el pueblo de Israel (Ex, 19,4-6), donde se afirma que si el hombre se mantiene fiel a la alianza tendrá la reciprocidad divina para con ellos también. Este es, posiblemente, el elemento central del pensamiento político del reformador, donde los gobernantes y gobernados están en alianza gracias a un pacto social, que a su vez sumará como una obligación a los ojos de Dios para tratarse uno y otro con equidad y justicia. Tal visión es trasmitida en la construcción rousseauniana del Contrato Social, junto a la idea antes expuesta de la ley divina en relación a la acción y realidad de la voluntad general, la cual será reconocida como la voz de la verdad absoluta (pero histórica) del pueblo. Esto se traducirá en un orden en la vida pública y particular donde se defiende la paz y tranquilidad común, donde se podrá conservar la propiedad y se frenen los desórdenes y la corrupción de los miembros del estado y de los entes comerciales[3].
Pero se desconfía de la  buena voluntad particular que aparece en de esa unión como una cultura política del legislador y la supuesta recta voluntad del pueblo.  Hobbes en De Cive (cap. 12), afirmaba que las leyes se hacen para Tito y Casio y no para el cuerpo del Estado. Esa advertencia es modelada por Rousseau al pensar lo contrario pues la ley emanada del soberano como cuerpo civil no puede aplicarse sino a todos los individuos que pertenecen a dicho cuerpo político. La medida de ejecutar las leyes deben estar por encima de todo individuo; cuando se refieren a los individuos en tanto decretos dados por el gobierno ya no son leyes y no emanan del cuerpo político legislativo que es el soberano: el pueblo y su expresión en tanto voluntad general.
Rousseau no pretende restaurar con su concepción a las teorías de Montesquieu y su división de los poderes. Va más allá de un monarca soberano constitucional. En este los poderes legislativo y ejecutivo no sólo son distintos sino independientes. En Rousseau son distintos pero no independientes pues para él todo gobierno sea el que sea (democrático, monárquico o aristocrático) sólo existe porque los instituye el pueblo. Tal dependencia ofrece dificultades. No habría mayor problema si  de esa voluntad general (como la voluntad del Hacedor omnipotente de Calvino, o la voluntad del orden de Dios de Malebranche, etc.), fuese la maquinaria cívica  que determinara todos los eventos, matices y detalles por la consideración de ese orden universal para todo y todos. Como no es así Rousseau da dos opciones para dar cierta solución a tan presente y constante situación por parte de la voluntad del  gobierno  al oponerse a la voluntad general: equilibrio de poderes, como en los tiempos antiguos helénicos, de una Asamblea nacional y la absorción del ejecutivo por el legislativo, como lo fue en la época de la Convención  de la Revolución Francesa (Institución principal de la Primera República Francesa 1792-95).
Pareciera que Rousseau, en materia política y de gobierno, querrá  eliminar del Estado toda presencia de individuo (elegido, excepcional, dictador, tirano, corazón de la patria, padresito staliniano, caudillo por la gracia de dios, o heredero por la muerte del dictador, etc.: esas figuras que parecieran retornar como hongos que pudren al cuerpo político de todo estado en general).  Sólo permite una individualidad en la figura del legislador y en el gobierno pero obedeciendo el mandato del soberano y de la constitución; no es una república dirigida por hombres sino por leyes. Rousseau está consciente de ello y no ve manera que lo anule. Y es  aquí donde el autor presenta también  otro de los elementos de todo estado,  el aspecto religioso, como lo notamos en el Contrato Social a través de una religión civil (IV, 8). Pero este será el tema de la próxima entrega en el mes de mayo.


Notas

[1] Ver el blog Filosofía Clínicawww.filosofíaclinicaucv.blogspot.com, desde el mes de septiembre  del 2012 al 2013.
[2] Calvino Juan, 1936:   Institución de la Religión Cristiana, trad. del latín por Jacinto Terán, Imprenta Metodista. B.A.
[3] Calvino, 1936: 338-39.



Bibliografía:

Calvino J. 1936:   Institución de la Religión Cristiana, trad. del latín por Jacinto Terán, Imprenta Metodista. B.A
Rousseau, Ouvres completes, 5 vol. La Pléiade. Paris.

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