lunes, 1 de abril de 2019

Música y teatro, 

sus usos y tradiciones

David De los Reyes








“La música pueda dar nombre
a lo innombrable y comunicar lo desconocido”
Leonard Bernstein
I
Música y teatro desde los tiempos antiguos siempre han estado entrelazados. La música, exaltación e intensificación de los ánimos humanos, creada por imitar el canto de los pájaros, y sentir la belleza de los sonidos armónicos y rítmicos de la naturaleza, ha sido usada por el hombre, en principio, para engalanar, adornar, lamentarse y adorar, exaltar su sentido de lo infinito y de lo absoluto. La música no puede desprenderse de lo ritual; música y rito se encuentran desde el mismo momento que se ha creado un reconocimiento por las fuerzas invisibles o visibles del más allá, la muerte y su círculo de misterio oscuro; del más acá, por el asombro a las energías creadoras y restauradoras de la naturaleza en su ciclo anual de cambios atmosféricos. Música es canto, y siempre la palabra la acompañó en sus compases primitivos. La palabra pronunciada bajo una secuencia rítmica, ya denota un sentido de orden rítmico-musical, es decir, de orden sonoro, además de sincronización de voluntades y movimientos corporales, como puede ser para la realización armonizada del trabajo en los campos a cultivar, o como para unificar y despertar estados anímicos en los eventos comunitarios sagrados o paganos: religiosos o bélicos.
El teatro también ha pasado por la condición de ser un ritual en sus orígenes. Como rito religioso en el pasado (y en el presente); en Grecia comienza con la escenificación y sacrifico anual de las fiestas dedicadas al dios Dionisos; y hoy como expresión cultural de arte secular, no deja de requerirse para construir el sentimiento de adoración artística, de intensidad emocional placentera y de bella tristeza o exultante alegría inducida por cada representación escénica. Donde el teatro aunado a la música, provee la necesaria expresión de voluntad representativa para demostrarse a sí mismo, al hombre, en cómo las armonías y las vibraciones nos llevan a concentrarnos y exaltarnos, en percibir más íntima e intensamente emociones evocadas y a la vez inducir un estado anímico general o particular en nuestras vidas en sustancial convivencia dramática.
Música y teatro son elementos que la creación humana se han unido desde que encuentra la sociedad la exigencia de la memoria colectiva; dar representación a nombres y reconocimiento, recreación y vivencias de eventos pasados, míticos o modélicos de su hacer común, o de hechos significativos que marcan y definen a su vida de forma épica, dramática, ética o no, como en sus inicios sociales primitivos hacer representaciones sagradas en concordancia a sus ciclos temporales de renovación y recolección anual. La música se ha conjugado con los dioses, con lugares, encuentros, sacrificios, cantos chamánicos para terapias vibrátiles y energéticas corporales, evasión de la realidad, sincronización de esfuerzos de labores de conjunto o personales, iniciación del tiempo de guerra, hoy para frívola e incitante ambientación de espacios comerciales, etc. Todo ello y mucho más, ha sido acompañado de los sonidos rítmicos/armónicos en diferentes intensidades e intervalos, acordes con las costumbres y emociones sociales que nos han llevado a absorber al pertenecer a un punto temporal/espacial cultural comunitario.
Por ello la música no puede estar separada de la escenografía teatral de la vida cotidiana ciudadana y menos aún con el arte de la escena. Si seguimos los estudios filológicos culturales helénicos de Nietzsche[1] en el siglo XIX o de otros autores interesados en el tema del origen de lo sagrado y su iniciación junto al teatro occidental en la tragedia griega[2], la música es la que ha dado pie para la aparición del arte escenificado. Es Dionisos la divinidad que deberá ser ritualmente y anualmente representada y revivida su sacrificio para la aparición de la embriagante energía creadora (¡dionisiaca!), y reparadora, requerida tanto por el hombre como por el conjunto del cosmos y su renacimiento anual. El coro de adoradores en el ritual dionisiaco, con el canto de la historia del dios del vino y una entonación determinada en su reso-canto, vendrá a introducirse la condición rítmico-musical que hemos creado para incurrir en el otorgamiento y reconocimiento de un bello momento sacrificial. Invocación cultual por demás necesaria en el estadio antiguo de la cultura occidental, unida a los deseos místicos y dionisiacos de perpetuar la comunidad y la vida individual, a través de ese acto festivo-teatral, embriagador, abismal y exaltado de una figura mítica y divina del mundo de los dioses griegos.
La música la encontramos hoy estrechamente ligada no sólo a la palabra, sino a distintas porciones de la realización de la puesta en escena, de forma instrumental o de ambiente sonoro virtual, que se presenta ya no sólo a la mirada sino también a la emocionalidad que despierta los sonidos acompañando al desarrollo de la obra.
Música y teatro son actos de creación; uno, con los sonidos en sucesión preconcebida y repetitiva; el otro, un arte que, con las palabras, los gestos y las acciones del cuerpo, decoradas con una mínimo (¡o máximo!) uso de elementos utilitarios escenográficos, obtendrá la construcción y recreación de una historia o ficción, surgiendo un espacio y temporalidad sonora y vital común para lograr la representación.
El teatro, como advertimos, ha recurrido a la música especialmente desde sus orígenes griegos en la tragedia que, junto con los metros poéticos usados por el escritor como canon formal de una obra dramática, vendrían a darles realce y reconocimiento de orden armónico y rítmico, además de un sentido de lo bello según las épocas y los temas a representar. Sean los temas más universales y humanos, o más regionales y personales. Uno u otro tendrán que constituir un ritmo que le dará un sentido y devenir a la representación; y en esa sucesión de discurso y de actos tendremos una vibrátil y emocional identificación del público con la obra y, antes de eso, de los mismos actores con la obra a representar.
El teatro como ritual a estado engalanado, la mayoría de las veces, con un fondo y momento musical que le da unidad y coherencia colectiva al acto sagrado o escénico, respecto a los participantes de la puesta o a los presentes espectadores. La música, posteriormente a su relación con la representación de autos sacramentales o ritos funerarios, etc., se ha insertado en una amplia diversidad de actos públicos (¡y privados también!), como es la danza o ballets, números cómicos, atracciones circenses, espectáculos de magia, de malabarismo, en los melodramas, en la pantomima, en las farsas y en formas escénicas como el vodevil, el burlesque, etc., por no decir su importancia actual en las obras cinematográficas y vídeos, además de su correspondencia con cualquier obra teatral (tragedia, drama, comedia, etc.). En el teatro catalogado como comercial o de amplio público, la música justifica su intensión popular y un carácter de fácil atractivo, con piezas musicales clásicas conocidas, canciones de moda, melodías populares, valses, música pop, baladas de corte “romántico”, música de género, etc., escritas con determinados ritmos y cuadratura armónica de fácil acomodo al oído de todo tipo de público.
Igualmente encontramos a la música, por ejemplo, como un elemento insoslayable del arte escénico de la pantomima, la cual es una las expresiones teatrales donde más determina el espectro sonoro la puesta en escena. El mutismo y la gestualidad de los actores se descubre de manera más clara y visual mediante el soporte de fondo que se establece entre música y escena. Aquí la música llega a determinar tanto su duración, su rítmica corporal como su ordenación secuencial.
Podemos preguntarnos si hay una forma musical determinada para este arte del silencio y del gesto, es decir, ¿qué tipo de forma musical es requerida para la ejecución de una pantomima? En principio son tropos musicales menores, donde la interpretación del músico, así como la elección de los temas musicales están basados, principalmente, en ritornelos, repetidos tantas veces como la duración de los diversos episodios lo exija. La música aquí se convierte en un acompañamiento agradable del espectáculo, igual a cómo opera, de manera similar, en el uso la música de las distintas exhibiciones escénicas en un circo. Sin embargo, en la pantomima la música encuentra una especificidad casi inalterable y es que determinará la duración y la sucesión de los episodios, lo cual lleva a que el espectáculo se amolde con precisión matemática. La música es metro temporal: mide la duración gestual, introduciéndose hasta en los más pequeños detalles que conforman la escena[3].
Sea su uso en la pantomima o en el teatro, la música se traslada al espacio donde adquiere una forma material: forma parte de la puesta en escena. No sólo satisface a una sucesión armónica o lúdica anclada ilusoriamente en el tiempo, sino que presentará asimismo una manera efectiva en el espacio, constituyendo una forma tangible con los otros dispositivos que conforman el artificio de la representación de toda acción dramática.

II
Hoy en día la música está tan presente en torno nuestro que ha dejado de ser un elemento significativo y profundo para nuestras vidas. El mercantilismo de la cultura, o la llamada industria cultural, bien por las casi infinitas grabaciones de todo tipo de música, o por los distintos medios por donde se cuela la reproducción electrónica de las obras o los temas musicales, como la facilidad de instalar técnicamente ambientes sonoros en cualquier espacio público o privado, la música, si bien ha ganado en presencia, variedad y facilidad de ser escuchada y de tener una “representación sonora” virtual como nunca antes lo había sido, arroja un desencanto; a la par ha dejado de tener una cercanía significativa profunda en el acontecer de su uso en el tiempo y en el espacio social e individual. De su presencia en el ritual sagrado se ha trasladado al ritual profano de las nuevas tribus generacionales, elaboradas por medio del instinto y del deseo, del narcisismo y del consumo contumaz actual. Aquí se peca por abundancia e imborrable presencia constante en todo ambiente público y privado. Pero en el teatro vuelve a replegarse de intimidad y significado, veámoslo.
El teatro, por lo dicho, requiere de música; el acompañamiento musical en determinados pasajes de una obra teatral, ayudan al espectador y dan apoyo escénico por distintas formas y presencia. La primera es que la música en la escena nos sitúa en dónde, cuándo y con quién vamos, inconscientemente, a presenciar su ritual artístico. La música ayuda a preparar el estado emocional en determinada acción de la obra a presenciar. Otra importancia en su uso teatral es que ayuda a la ilación de las escenas, tanto en sus planos temporales como espaciales cambiantes. Su sentido espacial sonoro y evocador crea en el espectador ya un círculo emocional común que lo lleva a recrear las sensaciones que exige y origina la trama de la obra, como es la intencionalidad que le impregna la dirección o el grupo teatral en un momento dado. La música se convierte en un puente emocional; los sonidos se condensan en un personaje casi invisible, casi imperceptible pero siempre presente en el momento de su aparición. Es por lo que ha de mostrarse una atención particular en sus usos, sus apariciones y su temporalidad con que quiera unirse simbólicamente y sensiblemente al espectador por medio de las sonoridades, hacia los distintos pasajes de la obra teatral. La música, además de ser un elemento unificador, es también un sustrato sonoro que nos da un sentido de belleza o fealdad, de aceptación o de rechazo, de agudeza o evasión, de alegría o tristeza, gozo o temor ante lo vivido por el arte teatral. Todo ello puede ser reconstruido y evocado de forma artificial, gracias al uso y acompañamiento del cerco musical.
La música para teatro tiene una cualidad especial. Su situación en el arte de la escena es distinta a cuando vamos a presenciar una audición de un concierto o recital.  La música en el teatro, igual que cuando cantamos una canción que nos gusta por el placer que nos causa internamente, vendrá a tener un papel secundario. Cosa distinta de su absoluta y necesaria condición para el desarrollo de una ópera, de un music-hall, o en vodeviles o en el drama musical, por ejemplo, o la asistencia a un concierto musical de cualquier tipo[4]. En el teatro, si bien puede tener para ciertos géneros dramatúrgicos una importancia sustancial para la obra, no deja de ser un elemento secundario pero importante para una completa atmósfera recreada en el ritual escénico.
Uno de los principales apoyos de la música en el teatro es cumplir con la función de reflejar el clima de la escena en el espíritu del oyente, despertando en el espectador las diversas y fluctuantes emociones que presenta la trama de la obra. ¿Cuáles son esas emociones que nos presentan los autores de la escena? Entre las que podemos referir rápidamente están aquellas que se categorizan como: sentimientos en torno al amor, atmósferas de corte siniestro, o alegres o ligeras, situaciones elegíacas, solemnes, rituales, exóticas, de fiesta, de burla, de comedia, de persecución, de guerra, de tempestad, de personajes siniestros, jóvenes o ancianos, etc. Es, por ejemplo, el uso frecuente de las oberturas de Rossini o de Suppé, que contienen pasajes brillantes y de intensa orquestación para escenas de persecución, de combate o de multitudes concertadas para una acción épica en conjunto. Esta franja musical permite darle unicidad a la obra, utilizando músicas preexistentes, que conforman parte de las fuentes de inspiración para el montaje.
Podemos decir ahora que se puede hablar de una música en la escena y otra de fondo en la escena. La primera es aquella que es claramente oída al ser emanada de una fuente presente o sugerida por la acción teatral: la de un cantante callejero, de una radio, de un aparato de música, de un celular, de una televisión que se encuentra presente como parte de los aparatos que forman el decorado utilizado de la obra. La otra posibilidad está en oposición a ésta, que sería la llamada música de fondo; el público comprende, por eliminación, como música que construye un telón sonoro a partir de una orquesta imaginaria o procedente de un músico oculto, que a menudo puede acompañar o comentar la acción y los diálogos, sin formar parte de ellos (música que hoy en día procede, por lo general, o de un tema compuesto de forma original, o arreglado exprofeso para la obra, o de una grabación de otra obra musical ya existente). Cuando un personaje se pone a cantar una canción y aparece una orquesta imaginaria que lo acompaña, se produce lo que se ha llamado como fundido sonoro.
Igualmente podemos afirmar que no existe un estilo de música teatral propiamente dicho. Todos pueden ser válidos. Depende su anclaje y tratamiento en el tejido dramático buscado por el director (un montaje clásico, realista, naturalista o experimental, etc.), y la concepción del montaje a estructurar, del entorno histórico a recrear. Por tanto, no hay una restricción para poder crear un estilo personal presente en la invención original de una partitura sino sólo en el uso de la música grabada ya existente. Lo que si podemos afirmar de la música para el teatro es que no es una música pura por estar, de por sí, su existencia estampada e incorporada a una específica función teatral, conformando una red de ritmos, sensaciones, informaciones verbales, visuales y tímbricas. Podemos concluir respecto a esto, por su carácter de intermitencia y su diseminación al interior de la obra teatral, que la música para teatro no posee un género propicio para la edificación de una forma en sí particular y específica. Un abanico de posibilidades formales, tímbricas, rítmicas están a la disposición de los compositores o musicalizadores, de los directores y los actores de escena. La música es una cosa esencialmente viviente, no puede conservarse en una literatura disecada como las plantas de un herbario; no es una forma abstracta del pensamiento, sino la expresión vibrante del alma en su forma más trascendente, como dirían los artistas románticos. La música para teatro ayuda al desarrollo de la escena; es un valor agregado, un acompañante y un recurso para la actuación al anclarse en la temporalidad desplegada del drama (¡o comedia!) actuado.


[1] Nietzsche, F. 1998: El Nacimiento de la Tragedia. Alianza Ed. Barcelona.
[2] Kerényi, K. 1995: La Religión Antigua. Ed. Herder. Barcelona o, del mismo autor, Kerényi, K. 1998: Dionisos: raíz de la vida indestructible. Ed. Herder, Barcelona.
[3] Ver Appia, A. 2014: La música y la puesta en escena. La obra de arte. Ed. ADE. Madrid., p.102
[4] Respecto a la importante relación de la música con la ópera, el music-hall, la zarzuela, los vodeviles y otros géneros, en los que el arte de los sonidos tiene un papel insoslayable para el espectáculo escénico, no los trataremos de forma específica sino sólo circunstancial o referencial. El tema daría para un desarrollo teórico extenso y muy distinto al que se nos pide en relación al de la música y su relación con el teatro de manera general.

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