viernes, 1 de julio de 2016

La poética de la lectura (III)

Una aproximación a la obra de 
Jorge Luis Borges

David De los Reyes

 

Tumba de J.L. Borges en el cementerio del
Grand Palé en Ginebra, Suiza

Observación: Esta es la tercera parte de mi ensayo sobre la obra de Borges. Las otras dos han sido publicadas en los meses mayo y junio de este año en el blog. Falta una parte más, a publicar en el mes de agosto.

 IV

Carlos  Fuentes ha comentado la poética de la lectura en Borges en su libro Valiente Nuevo Mundo (1990). De él vamos a comentar y transcribir ciertos textos que nos parecen importantes para nuestro escrito. Fuentes comenta que en Borges  encontramos, entre muchas de sus narraciones, un tiempo y un espacio totales, que son sólo aproximados por un conocimiento total. Borges encierra tal conocimiento en una biblioteca,  la cual posee también la condición de ser total; ello tiene por fin el hacernos sentir que el  mundo de los libros está liberado de las demandas de la cronología o de la sucesión total: un autor, una biblioteca, un libro, significan todos los autores, todas las bibliotecas y todos los libros, presentes aquí, ahora, contemporáneos los unos de los otros no sólo en el espacio (La Biblioteca de Babel , El Aleph) sino en el tiempo: Kafka junto a Dante junto a Shakespreare junto a Kafka junto a Borges, (Fuentes 1990.p.38-39). Para Fuentes, igualmente, somos nosotros los lectores quienes trastocamos la unidad del libro o del conocimiento o de la literatura o del tiempo y el espacio en una multiplicidad. La unidad de la literatura brota de la pluralidad de las lecturas. Borges acaso crea totalidades herméticas, de tiempo y espacio, como planteamiento inicial e irónico de la narración, pero las traiciona enseguida con accidentes cómicos, particularizantes (ej.: Funes el memorioso, sabe siempre qué hora es). Borges sabe que el hombre puede concebir un tiempo y un espacio y un conocimiento absoluto, pero el poder de tales absolutos está en las manos de esos mismos hombres que lo han creado y éstos serán siempre seres plurales, imperfectos, mortales. Fuentes le va a endilgar un término para descifrar, en cierta forma, esa unidad de tiempo y espacio en la obra borgeana; término que es tomado de Batjin: la cronotopía (Batjin: llama así a que todo proceso de asimilación de historia y literatura debe pasar primeramente por la definición de un tiempo y un espacio). La cronotopía absoluta se vuelve relativa mediante la lectura. Todo libro es un ente inagotable y cambiante por el sólo hecho de ser, constantemente, leído. El tiempo de la escritura puede ser finito y crear, sin embargo, una obra total, absoluta: pero el tiempo de la lectura, siendo infinito, crea cada vez que es leída una obra parcial, relativa, (ídem p. 39). La historia, todos los siglos de siglos, y pudiéramos decir la eternidad, sólo discurren, gracias al lector en un “ahora”. Sólo en el presente se lee la historia. En la narración de Pierre Menard, autor del Quijote, Fuentes nos advierte que cada escritor crea sus propios antepasados. La literatura revierte la condición natural de todo fenómeno físico o lógico; la causa sigue al efecto ¿Por qué? El hecho reside en que “el tiempo literario es reversible”, pues la totalidad de la literatura se nos ofrece a cada instante a nosotros los lectores: al leerlo, nosotros nos convertimos en la causa de Cervantes; pero a través de nosotros, los lectores de Cervantes (y  Borges) se vuelven nuestros contemporáneos – pero también contemporáneos entre sí.  Pierre Menard es el autor de Don Quijote porque cada lector es el autor de lo que lee, (ídem, p.40). Lo dijo Vico, lo dijo Batjin, lo dijo Borges y lo repite Fuentes: creamos la historia porque nosotros leemos la historia, la cual es cambiante a cada nueva lectura, por la función  de la cronotopía, por la invención del tiempo y espacio relativo nuestro que se cuela al tiempo y espacio ideal de la historia, de la literatura o de cualquier libro en el momento de su lectura. La cronotopía total de Borges  dio a los escritores hispanoamericanos la comprensión simultánea de tres realidades. La primera fue la realidad universal del tiempo y el espacio modernos, relativistas aunque inclusivos. En la cronotopía Borgeana se encuentran, narrativamente vivos, Einstein y Heisenberg. La posición de los objetos en el espacio es definida en su relación relativa con otros objetos en el espacio. El orden temporal de dos eventos no es independiente del observador del evento. El observador no puede separarse de un punto de vista. Tiene que ser considerado parte del sistema. No puede haber sistemas cerrados porque cada observador describirá el fenómeno de manera distinta. (ídem p. 41). Para ello es necesario el lenguaje. Espacio y tiempo son productos de un lenguaje; es más, son lenguaje; espacio y tiempo son nombres  en un sistema descriptivo abierto y relativo, (ídem). Si tomamos lo anterior como una premisa cierta nos encontramos que sólo el lenguaje es quien da existencia y presencia a distintos espacios y tiempos; espacios y tiempos divergentes, convergentes y paralelos como lo es en la escritura borgeana. Con Borges la literatura hispanoamericana asume la paradoja de la relatividad para dar cuenta de la totalidad. El lector debe aprehender la obra en un momento del tiempo, más que como una consecuencia. Y esa instantaneidad requiere un despliegue espacial apropiado: una cronotopía, (ídem p. 43). Para Fuentes, Borges  es el escritor que ha explicado, para la narrativa hispanoamericana tal cronotopía moderna. Sus relatos serán aburridos para quien no posea una inteligencia que pueda comprender una diversidad de tiempos y espacios que, a la vez, revelen una diversidad de culturas. Borges nos muestra la parcialidad del eurocentrismo que es negado por la revolución de la conciencia cultural moderna (ídem, p.43). Con ello nos presenta un nuevo lugar para el escritor hispanoamericano: ya no hay centros exclusivos o aislados de la cultura. Las excentricidades de Herder – sólo Europa es histórica – o de Hegel –América es un todavía no, un nondum – dejaron de ser centrales cuando la violencia histórica generalizada del siglo XX demostró que todos somos excéntricos y que ser excéntricos es la única manera de ser central, (ídem). Nuestro tiempo es la negación de una kultur absoluta y central. La cultura se transforma en un conjunto de los aportes, diferencias y tensiones de la propia diversidad cultural de los distintos tiempos y espacios existentes. Tal idea nos lleva  a un nuevo tiempo, en el que no se niegue presente al pasado, pues éste puede ser, en efecto, el único presente de una cultura viviente, (ídem). Con ello arribamos al fin de la modernidad. En el S. XVIII se vivió con la negación del pasado (léase período pre-colombino junto a la colonia), como barbarie y la entronización del futuro como meta de todo paraíso forjado por esa concepción de un progreso infinito e indetenible y que, al final justo al borde de un vacío, encontraríamos el paraíso utópico eterno. Tal proyecto fue para los “latinos” el único que valía la pena como fórmula de salud social. No fueron capaces de crear otra medicina o tratamiento para el mal latino. Todo nos condujo a forjar repúblicas de una brillantez absoluta en sus leyes al lado de una hambrienta, injusta, sucia, relativa, nación real. La convicción de que bastaría trasladar las leyes de occidente a Venezuela, Bolivia o Guatemala, para transformarnos en naciones democráticas y prósperas; esto creó en nosotros un terrible divorcio entre la nación legal y la nación real. Nuestra adhesión a un único tiempo, el de la presunta universalidad europea, junto con el espejismo del progreso y felicidad, llevó al “latino” a sacrificar sus propios tiempos diversos. La América independiente negó al pasado, indio, africano e ibérico, identificado con el retraso denunciado por la  Ilustración; adoptó las leyes de una civilización pero aplastó nuestras civilizaciones múltiples; creó instituciones para la libertad que fracasaron porque carecían de instituciones para la igualdad y la justicia, (ídem p.44). Individuos de primer orden como Bello, Sarmientos, Lastarria, negaron implícita o explícitamente, la policultura afro-indo-ibérica.  Nuestro presente podrá ser exposición de la simultaneidad diversa de tiempos, espacios y culturas. Variedad de tiempos – divergentes, convergentes, paralelos – variedad de espacios – Tlön, Uqbar, Orbis Tertius -, variedad de culturas – azteca, quechua, grecorromana, medieval, renacentista -; y variedad de lenguajes para representar la variedad misma de tiempos, espacios y culturas. Variedad genética, asimismo, para dar cabida a la variedad lingüística: épica, drama, novela, poesía, mito, ensayo.(ídem p. 46). Nuestra modernidad significa encuentro con la vigencia de nuestro pasado, (ídem).
Carlos Fuentes convierte  su teoría de la cronotopía borgeana más que en una estética en tanto poética de la lectura, en una política del gusto cultural.  Encuentra carencias, negaciones deliberadas y escondidas, soterradas entre nuestra tradición hispanoamericana y lleva a comprender los principios que revela Borges entre su escritura; comprender que ya no hay culturas centrales sino que todos vivimos excéntricamente dentro de una relatividad cultural dentro de la diversidad de tiempos y espacios presentes e históricos; sólo al ser excéntricos, dice Fuentes, es como podemos llegar a ser centrales en tanto fenómeno cultural.

 

V

            Borges ha reclamado el comprender a la literatura como un hecho estético; ella es expresión; está hecha de palabras; y el lenguaje, en sí mismo, no es menos estético que una pintura o una sinfonía. Para él cada palabra es una obra única y poética. Las palabras son imágenes del alma de cada uno. El lenguaje es una creación compleja, en toda palabra se refleja una parte del universo; todas postulan el universo, cuyo más notorio tributo es la complejidad. Dentro de esa dialéctica borgeana comprendemos que si la literatura es un hecho estético, afirma igualmente que la mayoría de la literatura de hoy se construye en el énfasis, en la afectación. Encontramos que todo literato o escritor pretende dar la palabra última sobre los temas que toca, sacraliza a la literatura; se pretende hacer de ella una ceremonia más que un momento lúdico. Palabras definitivas, palabras que postulan sabiduría divinas o angélicas o resoluciones de una más que humana firmeza – único, nunca, siempre, todo, perfección, acabado – son del comercio habitual de todo escritor. Y que está demás tanto reducir como extirpar un texto en forma inhábil, o no entender que la descuidada generalización e intensificación es una pobreza sentida por el lector, enfermedad de lo ampuloso en el uso del lenguaje. Y si bien encuentra que la literatura es expresión, no deja de ser él también enfático y certero cuando se refiere a la literatura francesa.  Su juicio es lapidario y asombra por la conclusión a que llega. Ha dicho que en París interesa menos el arte que la política del arte.  Y al afirmar eso saca su carta debajo de la manga. Si no se cree en esa inclinación por la política del arte, nos dice, que nos fijemos en la tradición pandillera de su literatura y de su pintura, siempre dirigidas por algún comité albergado por su nomenclatura o dialecto político. Un tipo de escritor que habla de derechas y de izquierdas; otro con carácter militar, pues habla de vanguardias y retaguardias. Para llegar a esa lúcida conclusión: a los franceses les ha interesado más la economía del arte que sus resultados. Hispanoamérica no ha dejado de copiarse a lo francés. Pero en Hispanoamérica la literatura resulta más bien como una prolongación de la política. Monegal ha escrito que quienes no estemos con el llamado progresismo, o el nacionalismo, o hasta el mismo marxismo, pasan a sufrir lo que se ha llamado la conspiración del silencio, o en forma más patética, muerte civil, del cual nos dice que es el recurso favorito para obliterar una obra que molesta por su importancia. Literatura más como discriminación y persecución – o como práctica política -, que búsqueda de la misma expresión. Borges opina que los que hoy suelen llamarse intelectuales no lo son en verdad; se ha convertido la inteligencia en un oficio o en un instrumento para la acción. El intelectual es, para él, el contemplativo puro, que, a veces, condesciende a escribir y, muy contadas veces, a publicar: Hugo de San Víctor, escolástico, esteta y místico en el siglo XII y en su tratado De Modo dicendi et meditandi (Martene-Durand, V,c.887) nos habla de la contemplación así: “Tres son las facultades del alma racional: inteligencia, pensamiento y contemplación... La contemplación es la intuición perspicaz y libre del espíritu para percibir incluso las cosas más dilatadas. El pensamiento y la contemplación se diferencian al parecer, en que el pensamiento se ocupa siempre de las cosas ocultas a nuestra inteligencia, y la contemplación, por su parte, de las cosas evidentes por su naturaleza o por nuestra capacidad; además, el pensamiento siempre se centra en indagar una sola cosa, mientras que la contemplación se extiende a numerosas cosas o incluso a todas... La contemplación es la fuerza vital de la inteligencia, que teniendo todo ante la vista, lo abarca con clara mirada, y así, en cierto modo, la contemplación posee aquello a lo que aspira el pensamiento... En el pensamiento está la inquietud, en la inteligencia la admiración y en la contemplación la belleza”. Y si nos remontamos al siglo IV a. de n. e., nos dirá Aristóteles en su Etica a Nicómaco (1177 b 1), de la contemplación que parecería que ella sola (el arte de la contemplación), se ama por sí misma; pues nada se obtiene de ella excepto la contemplación, mientras que en las actividades prácticas conseguimos algo más o menos además de la acción. Y se piensa que la felicidad está en el ocio; en efecto, estamos ocupados para tener ocio y combatimos para tener paz.

Borges de igual forma declara que, independientemente del intelectual contemplativo, sólo existen buenas o malas literaturas. Y las literaturas comprometidas le suenan a equitación protestante. Por ello, un texto, no puede ser algo definitivo, algo que tenga una conclusión única. Una obra estética no puede albergar un único significado e intensidad expresiva para todos por igual y de manera intemporal. Comprende a toda obra un mundo abierto y presente a cada nuevo lector que, a su vez, la modificará con sus propias experiencias y de acuerdo a los valores y a “cómo se lea” en su entorno epocal. No hay textos absolutos pues los textos humanos no lo son; si llegasen a ser absolutos pertenecerían a la ley divina, es decir, - al decir de Borges – leyes inhumanas; los textos, si tienen una virtud, es la de poder ser ambiguos, la de contener en ellas el poder de seguir interrogando, con lo cual nos muestra su cualidad intrínseca de mantenerse viva. Decir que un texto es definitivo es perder la riqueza que puede ganar con el diálogo del lector. El concepto de texto definitivo pertenece a la religión o al cansancio, dirá. Toda obra que perdura es siempre capaz de una infinita y plástica antigüedad; obra que posee una multiplicidad de efectos en la pluralidad de lectores que la aborden. Aunque todo escritor tiene la ambición de escribir dicho contra-texto, un libro de los libros que incluya a todos, a manera de arquetipo platónico, comprendiendo que en él se halla la verdad del resto o el origen de todos, un texto cuya virtud no aminore con los años, lo cual es imposible. Comprendiendo que el estilo de todo deseo, y aquí  hablando del deseo de todo escritor, es la eternidad, de la cual Borges se burla. Se comprende que el lenguaje no puede ser un hecho científico sino artístico (observación de Chesterton); lo inventaron guerreros y cazadores y es muy anterior a la ciencia. Hacer del lenguaje poético y literario algo científico es limitar sus significados y cerrar la mutabilidad de su plasticidad infinita; de olvidar la potencialidad de su ambigüedad a cada nueva lectura y relectura. Y reclama, por ejemplo, a Quevedo, que nunca lo hubo pensado así; según Borges, para aquél el lenguaje siempre fue esencialmente, un instrumento lógico (OI/OC.662). Al igual halla que en las mentalidades clásicas, y la de él es una, la literatura es lo esencial, no los individuos. Joyce o Moore incorporan, en sus obras, páginas y sentencias ajenas. Wilde regalaba argumentos para que otros lo ejecutaran y desarrollaran. Eso muestra para Borges una misma actitud ante el arte literario: un sentido ecuménico e impersonal; lo importante era la literatura, no el individuo. De ahí el error en la adoración del literato o de formar un mito alrededor del escritor pasando a un segundo plano a la literatura, a la obra literaria. Para quien copia minuciosamente un escritor lo hace en forma impersonal por sospechar – dice Borges – que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia. El mismo Borges incurrió en ello y confiesa que para él, durante muchos años, que la casi infinita literatura estaba en un solo hombre. Tal hombre fue Carlyle, o Johannes Becher, o  Whitman, o Cansinos-Asséns, o De Quincey.

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