Hegel y el Arte Dramático
David
De los Reyes
El
arte dramático
Hegel
(1770 - 1831) fue el filósofo
del siglo XIX que mejor encarnó el sentido del complejo movimiento
filosófico nombrado como idealismo alemán.
Su libro más conocido y comentado es la Fenomenología del Espíritu (1807),
obra en la que no dejan de estar presente
los aportes del teatro
occidental cuando nos desarrolla su descripción fenomenológica del movimiento
y de la conciencia de la libertad
occidental. Pocos son los autores
citados y las citas pero, sin embargo,
no se olvida de incluir un buen número de nombres relacionados con el teatro. Alude a autores
como Aristófanes, Diderot, Schiller, Shakespeare, Goethe y a personajes
de obras como a Edipo, Antígona, Hamlet,
Macbeth, Fausto. Es importante decir
esto porque son pocas las referencias bibliográficas en
esta obra genial de un joven de treinta y
seis, y sin embargo está presente el
género teatral en sus reflexiones para desplegar su personal comprensión del
desarrollo del espíritu humano, desde
los niveles más simples del concepto en la certeza sensible de la conciencia
hasta los más complejos que recaerán en la figura de la conciencia que él
titula saber absoluto.
Pero si nos presenta en esa obra, casi
de juventud, su amor por el teatro, éste
será retomado como obra de arte específica en su seminario de Estética
dado en la universidad de Berlín durante los últimos diez años de su
existencia. En estos cursos, de donde surgirá la obra del mismo nombre (la Estética se edita en 1843 gracias a su secretario y discípulo
Hotho), trató de responder a la
pregunta del ser del arte en general
y a sus manifestaciones particulares: música, arquitectura, escultura, pintura,
poesía, etc. El arte invita a la contemplación pensante pero sin la pretensión
de reconstruirlo y producirlo de nuevo.
La estética trata de comprender sus
principios, que para Hegel tendrá un
sentido científico (racional), a la
vez. Es en torno a la determinación del concepto de arte que va a organizar su filosofía del arte, en tanto
discurso del ser.
Hegel se apartará del sentido tradicional de la estética en cuanto disciplina que se interesa por el arte como un caso especial sólo de belleza. El arte tendrá interés para este pensador
alemán en la medida que cada obra
bella representa y comprende una variante artística, una
propuesta nueva, un hecho contrastante y una manifestación de la sensibilidad para expresar y dar significado y sentido al mundo y su época.
No es búsqueda de belleza enceguecedora,
deslumbrante, sino belleza en tanto
capacidad de variación y propuesta
estética arraigada en el campo siempre fértil y difuso de la historia.
Por todo ello el arte dramático
comprenderá una de las partes del
sistema que nos presenta; completa el vasto mundo de la poesía cuyo proceso
comenzó con la epopeya, prosiguió con la
manifestación íntima del sujeto –la poesía lírica- y termina con esta última expresión que reúne
en sí la objetividad de la palabra con
lo subjetivo de la lírica. La poesía dramática
se convierte así en un tema de
reflexión extenso e irá desde la comprensión estética de su
significado, tanto en la antigüedad como en la modernidad, pasando a teorizar
sobre qué es el drama como obra de arte poética, sus principios, su
relación con el público, sobre la ejecución
externa de la obra de arte dramático, su lectura y recitación, la perfección alcanzada por el arte del actor
en la modernidad, el deslinde que encierra el arte teatral respecto de la poesía, sin dejar de señalar el desarrollo y las
diferencias entre la poesía dramática antigua y moderna. En resumen, un
conjunto teórico bien amplio para
poder mirar en detalle cada uno de estos
puntos que no dejan de tener cierto interés dentro de una poética del teatro
y lo que
significó para el siglo XIX.
Es de rigor detenerse cuando define
a la poesía dramática, donde no deja de lado la importancia de la
ejecución y el montaje de la obra teatral. Tales
momentos están implícitos en su creación
para el alcance de su total existencia y vida. De ahí que
se dio la tarea de considerar y explicar la poesía dramática atendiendo a la necesidad de su
representación escénica y su enlace con el público.
Para Hegel el arte dramático es el
producto que pertenece a una nación que
se encuentra desarrollada. Si
bien un poema épico o lírico
es dirigido a un público restringido, la obra dramática se dirige a
un público general y presente para quien se ha escrito y pensado la obra y el autor se encuentra comprometido con él. Su fundamento
o bien su pathos para que sea aceptado
como válido, deberá contener un interés universalmente humano o si no al
menos un mínimo de contenido
sustancial y válido dentro del público
para el cual el poeta o autor la produce.
Este interés, esta atención que
despierta en las personas, en el público,
es porque sus contenidos,
caracteres, o pasiones están condicionados e identificados dentro de lo que serán las tendencias nacionales de una época -quizá hoy pudiera ampliarse
hasta las tendencias que enmarca la ética mercantil de la globalidad enajenante. De ahí que la obra sea una
realidad viviente de situaciones.
La poesía dramática no deja de lado a
lo social. Introduce, de manera viva nuevas representaciones de la época respecto a la política, la eticidad,
la poesía, la religión, la cultura, etc. (Voltaire, por ejemplo, buscó a menudo
con sus obras dramáticas propagar los principios de la Ilustración; Lessing, en
su obra Nathan, intentó
justificar su fe moral en oposición a la
mezquina ortodoxia religiosa; Brecht nos
da en sus obras los dispositivos para
una toma de consciencia y un cambio
revolucionario social dirigido al público; Becket nos muestra la absurdidad de
la existencia y la espera casi infinita de la nada simbolizada en un olvidadizo
Dios que nunca llega; Cabrujas, la distancia que hay entre la pobreza cultural
y espiritual de un país –Venezuela- y una élite de poder que se reviste
continuamente de ridículo existencial).
La obra nos muestra la intuición del poeta dándonos un punto de vista superior, contrapuesto y
afirmativo ante una realidad cuestionada desde su propio interior.
También
la obra dramática puede ser
utilizada para llevar a cabo todo lo contrario. Cosa usual en nuestro mundo, donde
la complacencia y una deliberada intención
querrá halagar falsas tendencias
que dominan en el público, pecando la obra, para Hegel, en forma doble:
de autenticidad y respeto a cierta veracidad y contra el mismo arte, para el
cual deja de tener significación.
En fin,
para Hegel el drama tiene una elevada posición dentro de las creaciones
artísticas. Es considerado como el grado
más alto de la poesía y del arte; modelo de expresión donde la manifestación sensible de una idea concreta puede llegar a transformar desde su raíz nuestra existencia.

Poética de la actuación
dramática
Si
hablamos sobre la importancia de la
poesía dramática y del teatro en la Estética
de Hegel en la parte anterior, nos
queremos referir ahora al sentido de una
poética de la actuación del drama para este autor.
La poesía, como expresión literaria,
carece de presencia plena y externa, es sutil e inmaterial, escapa a
inscribirse en la realidad sensible del mundo exterior. El drama, al contrario,
sólo adquiere su fuerza en la
medida que representa una acción
actual sobre ese mundo externo, de una
existencia en acción ante los obstáculos de su época que se anteponen en la
construcción de su destino.
Esta necesidad de acción hace que el
personaje se vea colocado dentro de una
realidad presente, en un ambiente y un lugar determinado: el escenario,
donde se mueve y actúa. Por esta
condición la poesía dramática tiene
necesidad de aliarse con las otras disciplinas artísticas: diseño,
arquitectura, música, etc. Con la
reunión de todos estos elementos se nos
lleva a que el escenario sea convertido, al igual que un templo, en una realidad arquitectónica donde la declamación se convierte en canto, la
acción en una danza y el escenario, a
través de su magnificencia y encanto plástico, se iguala por todo ello a una percepción artística.
Hegel no deja de destacar que para la
ejecución de toda obra de arte dramática
se deberá recurrir a todos los medios a
nuestro alcance, sea de la música o de la danza, de la arquitectura o de la iluminación, permitiendo
resaltar, si es necesario, cada
una de ellas en forma independiente frente a
la palabra poética.
La voz humana y la palabra dicha no son, por si mismas,
únicamente los materiales sensibles a que recurre la poesía dramática. En ella está implícito todo lo que constituye
al hombre y su relación con los demás, con la
otredad; no sólo sus sentimientos, representaciones y pensamientos
singulares sino que involucra la acción
concreta y al juego de las fuerzas desplegadas junto al grupo humano; el hombre es visto aquí en su total
existencia, sobre las representaciones,
propósitos, actos y conductas junto a
los otros, donde sostienen comunicativamente análogas reacciones
o actúa en contra de ellas. Los monólogos, en tanto creación
teatral, por lo visto no gozarán de buen prestigio para este
filósofo.
Pero lo esencial de la poesía dramática
es su representación; ella se alienta
sobre el deseo y la esperanza de ser representada. Hegel
sostiene ahí que en su época
encuentra un gran número de
dramas modernos que nunca llegan
a ver la luz -y las sombras- de la escena; carecen de esa intención debido al autor, carecen de la simple razón de ser dramáticas:
representables. Si un drama se puede apreciar con sólo su lectura, su contenido
interno debe contener el germen de la representación para que
adquiera cierto grado de excelencia mayor
en su ejecución. De esta manera se nos recuerda que las tragedias
griegas fueron creadas pensando sólo en su ejecución sobre el escenario
teatral. Hegel llega a afirmar que no debería imprimirse ningún drama sino,
al contrario, su existencia, casi secreta, debía estar condicionada como lo fue con los
antiguos, conservando sólo el manuscrito para el montaje escénico
y sólo permitir una circulación facsímil, muy limitada e insignificante.
Es una recomendación para suprimir obras
dramáticas que no puedan representarse,
donde su aparición estaría sometida
a las cualidades de la acción teatral y
a la viva fuerza anímica interna para convertirse en dramas.
El
poeta para llegar a ser en verdad dramático debe tener esencialmente ante su
mirada la ejecución viviente y ha de
dejar hablar y actuar a sus caracteres en el sentido de ella, es decir, en el sentido de una acción real y presente.
Por todo lo dicho, la ejecución de la obra es uno de los momentos determinantes
de su creación, es su piedra de toque.
Se resalta ese sentido como
elemento clave de la verdad dramática,
sometida a la acción concreta del montaje. Ante el tribunal supremo de
un público sensato o maduro en su gusto artístico, los
simples discursos y tiradas de una simple bella elocución no se mantienen como obra de arte si les falta la verdad de la ejecución, de la auténtica acción
dramática, de su puesta en escena.

Poesía y drama
Hegel no dejó ningún elemento del arte dramático
sin comentar. Se muestra atento
frente al sentido estético y la razón de ser artísticos de todos sus
componentes. El arte del actor es uno de los elementos de la representación
dramática que vendrá a perfeccionarse durante
el período del siglo XIX. Si
Diderot comentó la necesidad de un actor racionalista, que sustrajera de
su representación la emoción y que se diera a representarla más que vivirla, Hegel se preocupará por su desarrollo integral, logrado ya en la romántica
época moderna. Si Rousseau enjuiciaba la vida licenciosa de ciertos actores y
su mal ejemplo dentro de una república
pequeña y pobre (ver Carta a D’Alembert), la visión estética de Hegel no se preocupa tanto por esos puntos morales.
Se detiene más en los cambios profundos que presenta ese arte y pondrá de lado las mezquindades y glorias de sus vidas privadas.
La lectura de un drama no es la acción que nos permitirá ejercer una mirada completa
la obra en conjunto. Su representación es la condición de su fuerza
vital, de su impulso, que le permite convertirse en
obra de arte. Con la satisfacción
del oído, gracias a su lectura, el ojo también adelanta sus exigencias. Si se oye una acción teatral también pedimos
ver a sus personajes actuándola, ver sus
gestos, el ambiente, sus emociones, en
fin, su representación. Hegel nos habla de la costumbre dieciochesca de recitar, leer la obra en grupo, por ser una práctica familiar arraigada en la época; la gente se reunía a leer una obra de teatro como
ahora se sientan a ver una banal
telenovela o una película de porno-violencia.
Pero a diferencia de nuestra sesión de narcosis televisiva, esa reunión
de lectura, presumiblemente, dejaba una
insatisfacción. La declamación quedaba
corta y
la ilusión de la acción teatral estaba carente de vida al abandonar la imaginación y ejecución total. Por ello
el arte del actor es esencial para toda obra de teatro; no puede ésta prescindir de aquel.
El arte del actor es, junto con la música, una de las dos únicas artes activas plenamente desarrolladas en la modernidad de
ese siglo. Se concentra en representar
los gestos, la acción, la declamación, la música, la danza y el escenario,
donde todos estos momentos permiten que permanezca el discurso
como un elemento preponderante. El discurso, junto a todos estos recursos
escénicos, es lo que define y determina al arte del actor moderno. En nuestro
siglo la mímica, el canto, la danza, la expresión corporal, le han
quitado muchas veces el sitial de
honor al discurso y se han
desarrollado otros sentidos poéticos del teatro; la poesía del parlamento puede quedar reducida a medio y
pierde el dominio que ejercía frente a las demás artes acompañantes;
quizá se pueda hablar de una fisonomía
del arte del actor posmoderno en estos
términos, en el desarrollo de otras poéticas implícitas en el arte teatral, la poética del gesto
corporal.
Hegel contrastará en su estética los
dos momentos del arte del actor
que considera como determinantes para el teatro occidental: la actuación
bajo la estructura casi escultórica del
teatro antiguo griego contrastado con el realce y la consideración más cercana
del actor dentro de la recreación de la
obra teatral moderna.
En el mundo griego el arte del discurso
teatral se unía con la escultura: el
individuo actuante aparecía como una imagen objetiva estática. Los movimientos
majestuosos surgen al animarse esa estatua viviente. Poco desarrollo sufrió
la declamación del discurso, la
intelección constituyó su elemento primordial. Ante él, el teatro
moderno presenta un total interés por el tono y la expresión gestual, los
matices y el color de la voz, la declamación debe ser íntegra, mostrando la
objetividad del ánimo y el peculiar carácter
de los delicados matices subjetivos
junto a sus contrastes.

Musicalidad del drama
Quizá
la distancia del actor con el público,
quizá la acústica del teatro al aire libre,
quizás la lejanía para captar los detalles completos del actor, y, por
supuesto, quizá la preponderancia de lo
intelectual por encima de la expresión
en la tragedia, darán su particularidad al teatro griego. Se proveen
de la música: para resaltar la declamación agregan el acompañamiento
musical. Acentúan así el ritmo, dando una expresiva modulación más plena a las
palabras, permaneciendo éstas como el elemento preponderante, resaltante,
importante de captar. Los diálogos serán
hablados y pocas veces acompañados musicalmente. Pero los coros se llenan con música; éstos se
interpretaban de un modo lírico musical.
Gracias al canto se hacía más comprensible el sentido del discurso. Sin ese elemento,
afirma Hegel, se hacía casi imposible entender los coros de Esquilo y de
Sófocles.
El teatro moderno rechazará, a diferencia del teatro antiguo, a la música y a la danza
como un elemento preponderante para su comprensión. Se concentra en lo específico de la exteriorización
espiritual del personaje. El dramaturgo
intensificará una relación limpia
con el actor; se aferra a los
límites y potencialidades de su cuerpo: brotará
en él su arte declamativo, su
mímica, su fisonomía y su gestualidad; se busca la riqueza en el matiz de la
voz; las pasiones se representarán como
objetivamente vivas e internas, casi reales; las características del personaje
se particularizan gracias al arte del actor. El actor moderno aparece
en escena como un artista total,
prestándose a la tarea de
identificarse completamente con el carácter que representa, crear la
ilusión de vida gracias al artificio de prestar su existencia para ello. Se busca obtener una artificial veracidad,
una ilusión teatral. El dramaturgo moderno confiará plenamente en los gestos del actor más que la que los
antiguos habían depositado en la palabra.
La resolución de una escena
estará hecha más por la
expresión confiada a la mímica y gestualidad del actor que determinada unívocamente
por la dicción de las palabras.
Como sabemos el actor antiguo se diferencia, sobre
todo, por una carencia completa del
juego de la mímica en su representación. Para suplirla crea las máscaras
con la que los actores no se tienen que afanar por la expresión cambiante de su
rostro en su caracterización. La máscara
cubre los rasgos de su cara dándole sólo
un espacio libre para la acción. De
resto era someterse a un pathos
trágico universal, si era una tragedia; en una comedia las máscaras se construían presentando una característica
particular del personaje. Terminaban
siendo una especie de imágenes escultóricas inmóviles. Los estados anímicos, el
pathos, quedaban únicamente a ser comprendidos por el discurso.
Los actores no eran profesionales. No se requería ninguna especialización. Sobre las tablas podíamos encontrar tanto a
poetas, declamadores, ciudadanos comunes como a los mismos autores, a un
Sófocles o un Aristófanes actuando.
El dramaturgo moderno se aferra a la creación.
Se otorga el derecho –posterior y ampliamente cuestionado-, de exigir una contribución total del actor. Preferirá que no agregue
ninguna variante al papel asignado (el ruso Stanislasvky así lo pedía también). Su ejecución se
pensaba y sometía a la concepción poética del dramaturgo. El actor seguía, en cierta forma,
siendo un instrumento sobre el cual actuaba el discurso del poeta, una especie
de caja de resonancia actoral.
Es la visión del actor-esponja:
absorbe todos los colores y ánimos del drama
y los restituye en forma inmutable.
Hegel, a diferencia de Platón[1] o Rousseau, reconoce
al actor en tanto artista. Ser
actor no arrastra, en tanto profesión
artística, ninguna mancha moral ni
social. Arte que pide una exigencia completa al talento del actor, además de
tener que poseer entendimiento, perseverancia, aplicación, práctica,
conocimiento. Este arte requiere, como los demás, de un genio ricamente dotado
y no de un ser teatral a medio hacer.

El actor como artista
No
conforme Hegel con lo dicho sobre el actor encuentra una posibilidad más para
que este arte exprese variantes que se distancien del mandato del poeta,
del dramaturgo. Hegel prevé un tercer momento para el desarrollo del arte
dramático. Es la instancia donde la actuación,
además de la música y la danza se
emancipan del mandato del logos, de
la palabra.
Si nos ha hablado de un sistema de
actuación en el que esta disciplina artística
es vista como un órgano y proyección fiel viva, tanto en lo corporal como en lo
espiritual del dramaturgo, en el
segundo sistema del arte del actor que nos presenta exige al actor su autonomía para mostrar su
virtuosismo y arte por sus particulares
talentos actorales. Cuando
el actor pide su autonomía lo hace dirigiéndose especialmente a retirar el peso del texto del autor; el
texto toma un carácter accesorio y la
acción se construye dentro de un marco
personal donde lo relevante es llegar a desarrollar todas las cualidades
histriónicas posibles. Es la postura que
exige que los autores escriban sus obras en función del divismo; desprendiéndose del sometimiento y
mandato del dictamen del poeta. El actor
se vuelve autónomo y persigue una
intención individual que se eleva por encima del dictamen textual
de las obras. La poesía
sirve entonces al artista sólo
para proporcionar la oportunidad de mostrar
y elevar al más brillante desarrollo este extremo de
su subjetividad, su alma y su arte.
Es lo que encontramos en la Comedia
dell’Arte italiana donde sus personajes arquetípicos permanecen fijos; para representar a los arquetipos del
Arlequín, o Pantalón, o al Doctor, se dan
ciertas pautas, situaciones y una
serie de escenas ya de antemano pero con un margen para la virtuosidad y
despliegue de ocurrencias cómicas del actor. Por ello Hegel comenta que este tipo de obras constituyen una posibilidad para mostrarnos la libre creación del actor;
se parte de un esquema, pero deberá
completarse con las habilidades
propias e improvisadas sobre una serie
de resoluciones seleccionadas,
ensayadas y memorizadas de antemano.
Hegel afirma que cuando el actor se
muestra sobre este marco estético teatral deberá elevarse a una virtuosidad también genial.
Los otros dos hallazgos que encuentra
Hegel siendo autónomos del texto dramático son los caminos recorridos por la
música, expresados en la ópera y en la danza.
En la ópera porque la música se
coloca por encima del texto; la música
es el elemento principal. La ópera
extrae de la música su poesía y el discurso es tratado libremente según
los fines del compositor y no en función del libretista.
Sin embargo Hegel da cuenta de que la ópera es un espectáculo
complejo, costoso y decadente. Un espectáculo que sólo satisface al lujo; que
eleva lo accesorio a ser lo predominante; el fasto de la decoración, la
suntuosidad de los vestuarios, la plenitud de los coros y su ordenamiento,
se llevan más atención que el desarrollo
interno de la acción y fin dramático. Es el arte-accesorio; lo superficial toma el puesto del sentido y la
absurdidad de lo anacrónico se instaura
como calidad y riqueza dramática. Hegel
estaría al respecto más cercano a las
posturas musicales de un Brahms que de un Wagner y su concepción de la obra de
arte total, según esto.
Lo contrario de la ópera es la
tragedia. En ésta última la pompa del aspecto sensible no tiene lugar alguno. La ópera, al
contrario, siempre se sostiene y
muestra por su magnificencia sensible,
bien del canto y del coro resonante
adjuntos a los efectos armoniosos de las
voces y de la orquesta, bien
terminando con cierto encanto
para sí, seductor del adorno
externo y la ejecución. Y ante esto los demás elementos que la componen no
dejan de rivalizar: los magníficos decorados -cuando los hay- junto a sus
trajes y el resto de los elementos que
la completan nunca deben dejar de apagar
y mostrar un tenso tono de fastuosidad.
Hegel
nos muestra su decepción ante la ópera y su cola de artificio como
género artístico; nos dice: A esta pompa
sensible que siempre es signo de una
acentuada decadencia del auténtico arte, corresponde entonces, como contenido más adecuado lo particularmente maravilloso,
fantástico, fabuloso y carente de
conexiones racionales, de lo cual Mozart en su Flauta Mágica nos ha dado un
ejemplo pleno de medida y de elaboración artística.
La ópera es vista como un espectáculo donde nada es tomado como esencial:
vestimenta, escenografía, instrumentación, libreto, en fin, cualquiera de los
elementos que la componen, se ven agotados
y no se toman con ninguna
seriedad de verdadero contenido
dramático, nos queda sentirnos como si leyéramos los cuentos
de Las
Mil y una Noches.
Del ballet y su presencia en el arte del siglo XIX no se
hará mayor juicio. Tampoco se había desarrollado la
amplia gama de estilos y posibilidades escenográficas que vendrán a darse ya
desde fines del siglo pasado y durante todo el siglo XX. Para el momento el ballet presenta los mismos síntomas que los de la ópera pero a nivel de acción corporal. Todo termina en una
fastuosidad cambiante absorbida por el
encantamiento de los decorados, los trajes, la iluminación. Hegel al observar
la danza se siente trasladado al reino
donde, nos dice, el entendimiento de la prosa, de
la necesidad y urgencia de lo cotidiano
han quedado muy atrás de nosotros.
Arte donde los entendidos sólo quedan
admirados por las cualidades de
los músculos en movimiento, la intrepidez desarrollada, y la esbelta flexibilidad de las
piernas, momentos todos donde la danza
sabe desempeñar muy bien ese papel. Por todo ello no se priva de declarar que en
la danza toda esa fuerza en movimiento
queda traducida en una insignificancia y pobreza espiritual.
Sin dejar de apreciar que el
conjunto constituye una victoria completa
de las dificultades técnicas, de una medida y armonía, de una mímica del movimiento, de una libertad y gracia que no dejan de ser
raras por no darse muchas veces.
La pantomima de la danza -que deberá
ser auténtica expresión en acción- queda desplegada por la habilidad exigida;
se sumerge, perdiéndose, en el conjunto de los arriesgados movimientos. Pero
ello es una amenaza para el elemento lírico; en la danza encontraremos que tendrá una tendencia a promover su desaparición. Lo lírico era, para Hegel, lo que podría
elevarla hacia el libre ámbito del arte.
A veces las apreciaciones estéticas
de un filósofo racional no
pueden prever del todo los cambios que en el futuro se darán. Hegel
trabaja con los materiales que son ya casi pasado o si no, ruinas de la
historia. Acordémonos que su reflexión
se centraba al levantar el Búho de
Minerva su vuelo al anochecer, en la acción y eventos dados
en el pasado. Quizá por esto estuvo limitado en su apreciación respecto
a la danza, al verla como una expresión autónoma del arte dramático y no como
un arte específico, como lo es hoy, que
no tiene que pedir a ninguno ayuda ni muletas para mostrar la belleza del movimiento corporal en pleno
desarrollo de sus potencialidades y posibilidades estéticas aunado a un
paisaje musical de fondo.
Finalmente
podemos señalar con las palabras de Nietzsche que refiere a Hegel. Este pensador es uno de esos individuos excepcionales, que vienen a
destiempo y nacen póstumamente.
Bibliografía
Hegel, G.W.F.: 1989: Lecciones de Estética. Ed. 62. Barcelona
Hegel, G.W.F.: 1989: Lecciones de Estética. Ed. 62. Barcelona