viernes, 1 de septiembre de 2017

A cien años de 

La Fuente de Marcel Duchamp

David De los Reyes
Universidad de las Artes, Guayaquil, Ecuador
Universidad Central de Venezuela



Resultado de imagen para la fuente duchamp


Una obra desconcertante
La sorprendente obra La Fuente (o El Urinario) de Marcel Duchamp, esa desagradable pieza de fontanería para algunos, o para otros,  objeto maravilloso, data de 1917, cumpliendo este año su centenario de existencia revolucionaria para el arte universal. La obra fue enviada, en ese año, al Salón de los Independientes, evento con la participación de artistas de lo más granado del arte vanguardista moderno, organizado por la Asociación de Pintores y Escultores Americanos, en el espacio cedido por la 60° Arsenal del Regimiento de la Infantería de New York (exposición que pasaría a la historia del arte con el nombre de The Armory Show), en el que se puso en contacto el arte norteamericano con las vanguardias europeas. Nada más ser vista La Fuente fue rechazada por el comité de recepción. Un salón emblemático para  que un artista acometiera una acción provocadora de su pensar: qué tiene el arte que ver con un espacio regentado por un regimiento de infantería.
Duchamp, provocador iluminati,  sólo vendría a presentar frente al arte reglamentado contemporáneo, una ofrenda que hiciera saltar la retina estética de los visitantes a la exposición, colocando un objeto no-artístico: un urinario,  objeto industrial, producido por la empresa norteamericana R. Mutt,  (que es como firmó la obra el artista francés), para despertar una avalancha  de protesta públicas en el mundo del arte; malestar  en todo caso, también estético  y negador de que “eso” pudiera ser visto como arte.
Con su propuesta divertida echó al abismo una manera de mirar a los objetos artísticos, y dispuso un amplio periplo de posibilidades a los artífices del arte desde ese entonces hasta el presente.
Para Duchamp, que venía de ser reconocido por su desafiante cuadro “Desnudo bajando por la escalera”, (también exhibido en ese salón, cuyo nombre original es Retrato de Dulcinea), se trataba de una rebelión visual y táctil contra el arte retiniano, es decir, contra el arte pictórico moderno, para él prácticamente muerto. ¿Por qué muerto? Por un efecto incontenible  de los tiempos, la avasallante estandarización de la producción  industrial, su estandarización y cuantificación del mundo, junto a la reproducción fotográfica y fílmica  de la imagen realista en movimiento. Para el artista francés poco podría ser de interés novedoso a la sensibilidad la pintura estandarizada y de caballete, frente al pesado detritus sensorial  icónico que ya deslumbraba, y alumbraría en todo momento al hombre moderno de las sociedades industrializadas.
Duchamp nos invita a volver a reencontrarnos con otras posibilidades de comprender el arte a partir de esa  situación aparentemente absurda, adelantada al dadaísmo, futurismo, transformadora del bello (o feo), objeto artístico exhibido y colocado en un museo por los fiscales  de la belleza, para llegar a ser captado y contemplado por la retira de la admiración y asombro. También un asalto a la  repetición consumista de la existencia de siglo XX, en tanto acción esclerótica de la sensibilidad y la vivencia del objeto fuera de los ámbitos de los círculos comerciales, con su doble valor mercantil de uso y de cambio, para utilizar en esta apreciación del arte los conceptos de la economía moderna. 
Tales objetos desconcertantes los llamó el artista ready-made. El valor contemplativo  que proporcionó Duchamp con sus ready-made, fue hacer de lo ya hecho  una posibilidad de trucarlo en un objeto contemplativo, absoluto que del todo no puede entenderse como  artístico, pues no es único (es un objeto de producción en masa), ni tiene la intervención en su elaboración la habilidad de un artista. Se puede observar cómo la intención de un artífice puede encontrar nuevas lecturas y emociones estéticas en cualquier contingencia industrial y casual; un motivo para abordar contemplativa y placenteramente un objeto común no ya como mercancía sino deslindado de sus  funciones utilitarias y  centrar en él todo un tramado de consideraciones subjetivas y emocionales por el sólo cambio de lugar en dónde se muestra.
Con los ready-made trastocó múltiples arquetipos conceptuales del arte occidental, convirtiéndose para muchos en el mayor representante del anti-arte, falso presupuesto, pues su visión del arte traspasaba la anquilosada situación del arte tanto académico tradicional como  la vanguardia artística del momento.

Obra paradigmática del arte del siglo XX
Hace ya unos años, corría el 2004, al dar el Premio Turner en Inglaterra, la empresa Gordon Gin, promotora del premio, reunió a 500 críticos de arte, haciendo una encuesta donde se les  preguntaba cuál había sido la obra más influyente  del arte del siglo XX. Sin mucho meditar y en mayoría, esta tribu de expertos afirmó, sin dudar, que era La Fuente de 1917. Obra que se puso por delante del polémico cuadro picassiano “Las Señoritas de la calle Avignon”, el tercer puesto lo  obtendría Andy Warhol y su díptico “Marilyn”, y el cuarto puesto el “Guernica” del malagueño universal.  Otros nombres que rondaron en las respuestas serían Brancusi, Jackson Pollock, Donald Jund, Henry Moore.
Así  la centenaria obra La Fuente obtuvo ese primer lugar de reputación de inspiración  para el desarrollo del arte contemporáneo por críticos y burócratas de la belleza artística consultados. La obra, tanto ayer como hoy, sigue siendo materia de rechazo, de polémica, de cuestionamientos de todo tipo. Nosotros la pensamos como una acción artística realizada desde la óptica propia de un artífice con una percepción única, no sólo retiniana y sensorial sino provocadora de movimiento psíquico en el espectador; inspirando este objeto maravilloso una nueva estética de la recepción, momento en que  parecieran conjugarse la invención con la parodia. Una propuesta que nos da un diagnóstico estético  de lo que ocurría en su tiempo y que no había sido captado ni pensado por la mayoría de los artistas y menos por el público común. 
Tiempos en que comenzaba toda una estetización masiva del mundo inducida por una industria cultural aún incipiente, junto a sus  productos culturales de consumo, como el agregado de la estetización introducida por el diseño industrial en  la mayoría de los objetos producidos en serie. Lo estético no había que buscarlo ahora en los salones del arte;  para el ojo de Duchamp podía ser un objeto que cautivase nuestra atención y proporcionara un placer y reflexión sobre él, al asumirlo en un espacio distinto al que se encuentra habitualmente; el objeto artístico había sido golpeado y relegado de su condición única y original privilegiada.
Los ready-made duchampianos mostraron todo un experimento particular relacionado con el gusto: se elige un objeto  que tenga muy pocas posibilidades de agrado, evitando el peligro de ser algo sólo con deleite estético. Con su divertimento personal elevó las obras de arte a la categoría de objetos culturales, objetos autónomos, que hablan (y de los que aún hablamos) en su propio ideolecto. Planteamiento   cercano a una filosofía astringente, donde encontramos todo un motivo reflexivo conceptual, rompiendo esquemas  no en tanto si es o no arte, sino de cómo captamos lo que se nos muestra desde lo común y banal, entre lo que se desarrolla alrededor de nuestras vidas (¿cuántas veces no se habrá orinado en una tina de porcelana del mismo diseño industrial en nuestras existencia mundana, en este caso, de hombres…?) transfigurándolo al sacarlo del baño público a un espacio público dedicado al arte.
El objeto banal, contingente, industrial, muta y trasciende sus límites forjados por el mercado y las significaciones oficiales de la sociedad. Se convierte en un objeto cultural y de contemplación de una estética foránea a la tradición, y en este caso, de polémica, de discusión, de reflexión, de molestia, de crítica, con posibilidades de acciones reflexivas intelectuales que vendrían a alimentar al resto del arte, así como a las nuevas generaciones  en sus propuestas de captar el hecho contemplativo, lúdico, con la exigencia de la mirada inocente de la sensibilidad humana. Un objeto   para analizar su transformación  en  mito cultural e intentar  poner de manifiesto  el propósito original del autor y su estratega poética. Esta propuesta sería  una abrazadora crítica  a la institucionalidad del arte (los museos, los salones, las bienales, etc…), su mercado especulativo y al fetichismo que provocan en el espectador incauto culto.
La elección/lección de Duchamp, por otra parte, fue una nueva forma de atacar la convencional y consensuada percepción retiniana social por un artista ante los formatos tradicionales del cuadro y de la escultura para principios del siglo XX.  Los ready-made de Duchamp, fueron apareciendo desde 1913 con su Rueda de Bicicleta, en 1914 con su Porta Botellas, en 1915 con la pala de sacar nieva titulada En previsión de brazo roto, en 1916, entre otras. Todas obras-objetos industriales de una utilidad precisa,  que surtirán un efecto ampliador y conceptual del arte. 
Lo afirmado por la encuesta a los críticos referida antes en el premio Turner, también lo refrenda el crítico Buchlok, al  observar que la invención del ready-made hasta los años ´60 del siglo pasado, fue vista como la estrategia estética  de mayor trascendencia del siglo XX, mucho  más que el collage y el arte geométrico abstracto. Es una intención de presentar y materializar con su gesto lapidario, las relaciones del individuo  de ese siglo que mantenía con el objeto común industrial (producción, consumo y posesión),  metamorfoseando su significado a una forma nunca antes representada por nadie. Duchamp dejó  obsoletas  todas las demás convenciones y recursos de la representación pictórica, por momentos, parcialmente cuestionada y atacada.

Ampliación del concepto de arte
Con las propuestas de este artista  en los principios del siglo XX nos enfrentamos a una ampliación del concepto de arte. El programa de Duchamp, y luego de los dadaístas, era abolir la escisión entre artista y no artista, entre creatividad y trabajo alineado, entre arte y vida. Donde pareciera más que contemplar un objeto se nos pide sentir la vida como un juego  de dados, de contingencias, que giran en torno a nuestro cuerpo y sensibilidad receptora de forma permanente. Con el peligro que se llegue a una insensibilidad por la cantidad absurda de eventos que pasan a herir nuestro sistema sensible dejándolo dormido e indiferente, convirtiendo todo en un continuo sensible del simple igual (prácticamente el proyecto de adormecimiento está en sus mejores momentos con la presencia del nuevo espécimen humano: el homo pantallicus). Ante esa indiferencia, hoy más que nunca en peligro permanente por el cerco del black mirror, de las pantallas digitales en constante funcionamiento distractivo emocional, podemos llevar una ascesis consciente y absorber la dinámica  de la que nos han y hemos rodeado nuestras vidas. Con la ampliación del sentido de arte, donde no es sólo la habilidad de un artista el único elemento a tener en cuenta, sino otros, como la capacidad estética, de diseño, de choque emocional, nos eleva nuestra percepción a una productividad lúdica, inclinando nuestras vidas a sentirla como un todo;  entregarse con el pensamiento y la emoción al juego del nacimiento y de la desaparición en todas las cosas. En donde toda aparición y existencia no escapa a un golpe de látigo que nos encarna ante el fenómeno de la desaparición, del perecer. Ante la pretensión de la permanencia en el arte clásico y decimonónico de la modernidad, nos topamos con un tiempo futuro donde nos incrustamos ante la doble reveladora y acuciosa condición de la simple  acción de construcción y destrucción, de lo lúdico e inocente en sí del ente.  Comprendiendo aquí que la estrategia y pulsión artística del ready-made duchampiano  no es históricamente independiente de las circunstancias que establecen  de su validez histórica.
Este artista nunca encontró una definición satisfactoria  de su propuesta;  fue una reacción contra el arte visual por un arte que debía ser aprehendido con la mente.  Para él era crear  obras a partir de objetos realizados por otros, pero simplemente eligiéndolos.  Pretende atacar a la naturaleza del arte de su momento, proporcionando una transgenética objetual estética, convirtiendo su propuesta, -la sola elección del artista-,  en toda una utopía y quimera: tal elección  debía dejar de lado los gustos personales. Los objetos culturales elegidos debían resultar indiferentes visualmente o retinianamente. Es la razón por lo cual observamos un número reducido de ready-mades creados por él. Gesto utópico, bien sabía que toda elección esconde un porcentaje de gusto propio (así sea una elección de algo que odiamos o rechazamos). Declaró que estos objetos eran un jueguecillo entre mí y yo.

Arte y vida o una voluntad de poder del arte
Duchamp contrajo una voluntad de poder del arte, como capacidad de producir invenciones sensibles y a todo lo esencialmente producido desde la creatividad espontánea, al vincular al arte desacralizado con la vida del artista. Pero de una manera primordial, sabiendo que toda obra  tiene, a su vez, la particularidad de aparecer como algo que se crea constantemente a sí misma en relación con el observador-receptor o del público.
Con las propuestas del ready-made, del cual, como se dijo,  Duchamp nunca llegó a definir al concepto en su cabalidad, y sus elecciones de los objetos procedían del quehacer industrial (ruedas de bicicletas, urinarios, palas, peines, etc.), sacándolos de su espacio habitual, los  colocó en un contexto museístico o artístico.  Su acción no recae en un contra-movimiento nihilista contra la creación, sino que aspira a inaugurar un nuevo valor de pulsiones artísticas entre lo contingente emergido  de las brumas industriales y masivas del mundo contemporáneo.  Con él comprendemos que ser artista es poder producir algo único, es decir, llegar  a ser algo que aún no lo es, adentrarnos en  un devenir original del ente por la disposición presentada por la mano del artífice; hacer de la obra de arte, vida y  de la vida, una obra de arte.  Acto que nos remite a la nietzscheana concepción, fuera de su tiempo, de una estética masculina, con la que se corresponde un/una artista engendrador (a).
Tal propuesta pudiera interpretarse como una antifilosofía, pues más que buscar y establecer el sentido de la verdad, esta postura reflexiva y creadora se sostiene en la mano de un filósofo artista que se opone a toda metafísica de la ortodoxia teórica, en la que el artista-artífice  sabe que debe producir a partir de la apariencia, de la mentira,  desde la ilusión, más que del valor de una suprema verdad absoluta: de su pulsión artística  surge una verdad alucinada subjetiva o una ilusión lúdica trastornadora. El arte no establece verdades sino mentiras creativas que son vividas como si fuesen verdades y nos conducen a una transformación sustancial personal. 
Toda una estética que se revela a partir de unos valores inscritos a una voluntad que sabe manejarse  y estar consciente de su acto contingente,  surgido como una voluntad de la apariencia, de la ilusión, del engaño, del devenir, del proceso perpetuo del cambio vital y existencial. Con la mentira creadora el arte se convierte en un círculo  pletórico de sentido y en una apariencia  en devenir, otorgando un valor lúdico e inocente que nos pide sólo observar cómo se  reafirma con él la vida por encima del discurso metafísico de la verdad. La vida necesita de la mentira artística para su continuar. El sentido del discurso de la verdad está remitido sólo a casos judiciales, donde lo lúdico e inocente de la sensibilidad estética no está invitada a participar.  Se erige así la mentira artística como necesidad humana creadora  para vivir.

¿Se puede crear obras de arte que no sean obras de arte? 
Duchamp se hacía en 1913 una pregunta fundamental para su nueva y dislocada propuesta ¿se puede crear obras de arte que no sean obras de arte?  Su respuesta, -si es que la hay pues se acogía a aquella máxima de Alfred Jarry: no hay respuestas porque no hay preguntas…-,  está en los ready-made¸ pues el artista no interviene en ninguna fase de la elaboración de ese objeto que, además, ha sido creado en otra parte y por otras manos o máquina. Los ready-made, según Arthur Danto,  son una transfiguración de un lugar común. Pudiéramos hablar de un reencantamiento de un lugar común, más que sólo de una transfiguración. Es  el otorgamiento de sentido renovado a lo que ha dejado de ser una originalidad vital. Es sacarlo del lugar acostumbrado, de transportarlo de su espacio habitual a uno en que lo distingue por otras cualidades y miradas, escuchas y tactilidades.  Con ello se crea una obra de arte que niega su propia condición de obra de arte.  Son objetos ya manufacturados que no pueden expresar la individualidad del artista, del mismo modo que lo expresa la pintura u obra enmarcada en los cánones tradicionales; como objetos industriales, no nos conducen a sentir emoción por ellos, tampoco encarnan ninguna emoción, sólo su sentido de utilidad; al ser colocados como objetos ready-made,  están anclados a ofrecer una multiplicidad de interpretaciones interminables. Pudieran ser vistos como anti-arte, pues pareciera reflejar ellos algo que no satisface a los criterios con los que comúnmente se considera a los objetos artísticos.
Sin embargo los ready-made  son obras de consideración estética más que artística en su sentido tradicional. No es arte convencional, en tanto habilidad o genialidad desplegada por un individuo, sino por la elección que se lleva a cabo y su colocación fuera del marco referencial habitual y común de su existencia. No son bellos, tampoco feos, no hay nada especialmente estético en él, dice el mismo Duchamp. Son objetos que desafían a  la imaginación, al margen del objeto en sí mismo para hundirse en una tela psíquica impregnada de filosofía e historia del arte. Ofrecen una experiencia  sensorial imaginativa no sólo para el productor sino también a la audiencia. Se convierte en un gesto filosófico que no tiene la intención de expresar los gustos de los llamados amantes del arte. Bien claro lo ha dicho Duchamp al declarar  sobre los orígenes del ready-made: …tengan en cuenta  que yo no quería crear una obra de arte con ello. Fue especialmente en 1915, en Estados Unidos, donde produje otros objetos con inscripciones, como la pala quitanieves (…) Entonces se me ocurrió el término ready-made. Me pareció perfecto para estas cosas que no eran obras de arte, no eran esbozos, y para los cuales no podíamos aplicar términos artísticos.  Palabras que deberíamos tomar en cuenta para comprender la pregunta inicial: ¿se puede crear obras de arte que no sean obras de arte?  El debate sigue y seguirá abierto por mucho tiempo, ¿son los ready-made arte o no?
La Fuente,  como objeto con repercusiones avantgarde dadaístas, puede reportar un gran placer, que dependerá si es expuesto como obra de arte o como  el funcional urinario común, un placer que puede ser por la  sorpresa lúdica que arranca la sonrisa cómplice a quien lo mira con los ojos de la aceptación y la inocencia.  Lo cual nos lleva a poder esgrimir un doble placer en estos objetos, el primero surge de su función utilitaria, el placer de toda micción masculina; la otra, sería la propuesta por Duchamp, al transportarlo a otro lugar, sufriendo su dislocación funcional por el placer lúdico de la  ironía y la burla displicente de su metamorfosis anormal en tanto objeto estético por la genialidad del artífice.  Al colocar encima de una peana un objeto sin interés especial, de repente, se convierte en un objeto que capta nuestra atención, ¿una burla desafiante? Son obras (¿de arte?) filosóficas, mentales, que mueven psíquicamente al espectador y su relación con el mundo, lo cual era la intención del artista en este caso: despertar un revulsivo catárquico; un arte intelectual-emocional, prendado de la idea, cercano a lo que posteriormente se llamaría arte conceptual.
Como ha dicho Denis Dutton: “Es como si Duchamp hubiera visto la historia futura del modernismo y, al igual que un jugador de ajedrez que es capaz de ver la progresión de jugadas, se hubiera precipitado de lleno al final. Un urinario montado sobre una peana. ¡Jaque mate!”. A los cien años de La Fuente sigue dando jaque mate a los objetos artísticos desde la profundidad abismal de una contingencia banal.




[1] David De los Reyes  es docente de Uartes, Guayaquil. Coordina el Blog: filosofiaclinicaucv.blogspot.com

No hay comentarios:

Publicar un comentario