Los dos medios mundos
americanos
Waldo Frank (*)
I
Nuestra tarea hoy{1} es salvar la continuidad de la
civilización occidental. Y no por nuestra propia virtud ni por una superioridad
innata que tengamos sobre Europa, Asia o Hispanoamérica. A Europa la tiene
postrada su misma enfermedad y los efectos de esta enfermedad la tendrán así
durante largo tiempo. Las fuerzas creadoras del Oriente, la inmensa China y
Rusia no miran hacia nosotros. Las profundas reservas de la fuerza cultural del
mundo indo-hispánico, tienen que reunirse y organizarse antes de ponerse en
acción. El destino nos ha dado una gran consigna y con ella debemos caminar al
través de la guerra que es sólo un síntoma de la contrarrevolución social que
nos incluye a nosotros también.
Es algo clarísimo ya en la mente de muchas personas
que la incapacidad de la democracia mundial durante los últimos doscientos años
para imponer sus valores en los términos económicos sociales de una
civilización industrial, ha ocasionado la letal enfermedad del fascismo cuya
forma actual es el cheque violento entre diferentes naciones. Las causas
inmediatas de esta enfermedad han sido la ignorancia, la indiferencia, la
complacencia… pero sobre todo la ignorancia. De esta ignorancia se alimentan y
crecen como cánceres Hitler y Mussolini.
Esta ignorancia es lo que hizo decir a las
democracias, cuando España, los judíos alemanes, los etíopes, la China y
Checoeslovaquia fueron asesinados: “¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”
Esta ignorancia ha sido la ignorancia de la naturaleza del hombre y por lo
tanto de sus relaciones, de sus necesidades y de su destino. Mientras
combatimos la amenaza militar que es sólo el síntoma actual de esta enfermedad,
nosotros mismos no estamos libres de ella. Y en ninguna parte aparece esto más
claro y más peligroso que en nuestras relaciones con la América Hispana.
Nuestras intenciones con Hispanoamérica son
excelentes. La defensa del Hemisferio es una necesidad real y debemos
urgentemente establecer bases navales y militares y tratados económicos;
estamos obligados a promover conferencias interamericanas. Pero esta es la
misma historia de las últimas décadas de Europa, y demuestra sólo que las
mejores intenciones no sirven para nada. Ahí está la Liga de las Naciones, el
Socialismo internacional, cuyo propósito fue exaltar la dignidad del hombre y
cuyas premisas inoportunas sobre la naturaleza del hombre condujeron al
totalitarismo. Ahí está la república de Weimar que engendró Hitler (con la
ayuda de las democracias). Ahí está el partido laborista inglés, cuya ceguera
criminal y cuyo banal oportunismo hicieron posible que la Gran Bretaña echara
los cimientos del presente conflicto. Tan ingenuos fueron nuestros bien
intencionados predecesores (hasta hombres de genio como Rousseau y Karl Marx)
que creyeron a ojos ciegas que el colectivismo, que surgiría inevitablemente
bajo la producción de la máquina, traería de una manera inequívoca la
democracia social; y que el derrumbamiento de ciertas instituciones tales como
la Monarquía significaría la libertad humana. Como si el problema más profundo
del hombre no fuese libertarse él mismo de las tiranías inherentes a su propia
naturaleza. La clave de toda nuestra tragedia es la ignorancia que ha
descarriado nuestras mejores intenciones.
*
Confinémonos aquí a los aspectos americanos de
nuestra ignorancia. En nuestras Américas hay paz y colaboración superficial.
Las Repúblicas de la América Central hasta nos han seguido en la guerra. Pero
por debajo de estos convenios políticos y económicos, que cualquier
acontecimiento político puede deshacer, no hay más que aislamiento y
desconfianza; hay menos incomprensión mutua que carencia absoluta de verdadera
relación. Nosotros no empezamos por conocer ni siquiera la naturaleza política
de las Repúblicas hispanoamericanas. Hay dos opiniones comunes sobre esto: una,
que son Repúblicas poco más o menos como la nuestra; y otra, que muchas de
ellas son más o menos fascistas. Las dos opiniones son falsas. Nuestra
República fue el nacimiento y el crecimiento de un pueblo claramente cultivado
y homogéneo, heredero de las tradiciones inglesa y francesa. Con la excepción
parcial de la Argentina, Colombia, Costa Rica y Chile, las colonias hispánicas
(el término hispánico incluye desde luego Portugal y Brasil por lo tanto)
fueron un caos de razas abrumadas por problemas económicos y políticos para los
cuales no tenían más solución que las viejas normas de España y Portugal. Estas
colonias, repentinamente independientes, tuvieron que adoptar una forma
política. Ninguna de las suyas propias era adecuada y la fórmula de la Madre
patria –al revés que la de Inglaterra– no servía para preparar ninguna.
Aceptaron la que le impusieron sus soldados, que eran –como Bolívar– políticos
románticos e idealistas amamantados desde antiguo en las ideas de Francia y en
la de nuestros mismos estadistas extranjeros. Nuestra República con todas sus
faltas, tenía una forma orgánica nacida de nuestras raíces étnicas y
culturales, una forma sobre la que hemos continuado desenvolviéndonos. La suya
era, en el mejor de los casos, una armadura defensiva contra la reacción
monárquica: una teoría y un ensueño, en el que los pueblos de raza hispánica,
indoamericana y africana no expresaban su mayoría de edad sino su infancia, no
su madurez organizada, sino su caos creador.
La opinión alternante de que los dictadores en algunas de las Repúblicas
hispanoamericanas son fascistas es igualmente errónea. Ninguna ideología
fascista tiene el despotismo benevolente o malevolente de ninguno de estos
gobiernos. El fascismo en la América Hispana y esto lo digo categóricamente– es
extraño a la América Hispana; más extraño que en los Estados Unidos donde se
oculta bajo rostros y rasgos aborígenes como en el caso de nuestros Lindbergh,
con su adoración por la máquina, por su triunfo y por el régimen que mejor ha
expresado su espíritu: los nazis; o en el Ku Klux Klan, con su viejo
exclusivismo racial; o en el America First Committee, cuya ceguera
aislacionista de espíritu comercial contaba entre sus afiliados hasta quince
millones de ciudadanos americanos. La ideología bajo las dictaduras de
Hispanoamérica es siempre románticamente democrática, racialmente universalista
y emocionalmente cristiana. En Brasil, Perú, Paraguay, por ejemplo, existe un
viejo paternalismo centralizado que protege a un pueblo políticamente disperso
y sin desarrollo, falto de comunicaciones mutuas, de trabajo, de cultura y
hasta de lenguaje, puesto que no lee; un paternalismo que el pueblo tolera,
precisamente porque no se le impone... porque en realidad colabora
aunque torpemente con los ideales y los sentimientos democráticos, la vida
íntima familiar y personal del hombre y de la mujer humildes.
En niveles más profundos que los políticos la ignorancia aumenta. Un
grupo selecto de intelectuales de Hispanoamérica busca y conoce por iniciativa
propia lo que es realmente creador en nuestra literatura presente y pasada; y
lo conoce tan bien como nuestra pequeña élite intelectual. En cuanto a
nosotros, nuestros scholars han trabajado magníficamente en el
campo de la arqueología, de la etnología y de la historia de Hispanoamérica.
Nuestras galerías artísticas recogen con agrado todas las artes de México y
nuestra radio ha popularizado las formas más corrompidas de la música
hispanoamericana. Pero si el intercambio político entre las dos Américas es
superficial y perfectamente insincero, si el intercambio económico está
dominado por la gran Banca y ahora lo están controlando las inmediatas
necesidades militares –pobres guías para llegar a francas relaciones de
igualdad y confianza– las relaciones vitales casi no existen.
Noruega y el sur de Francia en el siglo XII estaban
probablemente separadas por un centenar de pequeñas guerras. Sin embargo
aquella Noruega y aquella Francia estaban más unidas por intereses
espirituales, por intercambios ideales y por el mutuo reconocimiento de la
dignidad originaria de cada uno, que los Estados Unidos y México hoy en día, a
pesar del cinematógrafo, del teléfono, de la radio, de la retórica panamericana
y de la carretera panamericana.
II
¿De dónde nace esta ignorancia? Nosotros vemos a
los Estados Unidos como un mundo complejo. Y lo es. Pero es la simplicidad
misma junto al embrollo de la América Hispana. Nuestra raza dominante es
europea: nuestros elementos menores fueron europeizados siglos antes de que
viniesen aquí –tales como los judíos– o estuvieron sometidos a sujeción
estricta (como los negros), mientras que muchas bárbaras tribus indias han sido
nulificadas hace ya mucho tiempo. Los pueblos hispánicos, complejos ya en sí y
nunca absolutamente europeos, se cruzaron y se mezclaron en México, en
Centroamérica y en los Andes con naciones indias fuertes y profundas. En todas
partes los rasgos viejos crearon otras nuevos. Los negros se mezclaron con los
indios, los mestizos con los negros. El vasto Brasil, por ejemplo, dio
nacimiento a una raza afrocriolla que no es ni africana ni portuguesa.
Estas son barreras para la fácil comprensión de las
diferencias que existen entre nosotros. Pero hay más aún. La cultura de
nuestros pueblos, relativamente homogénea, arranca del siglo XVIII, de la
última fase de la reforma protestante inglesa con su racionalismo, del que nace
la máquina y nuestra religión del bienestar físico. América Hispana, hasta
donde es Europa, es dos siglos más vieja que nosotros: es el hijo del
renacimiento católico español y de la contrarreforma y en algunas de sus raíces
más profundas recula hasta culturas tan remotas y sabias como la maya, la
tolteca, y la andina.
Pero esto no explica todavía las discrepancias fundamentales, la terca
ignorancia que existe entre nosotros. El enigma es que cada una de las
Américas es un medio mundo.
América Hispana posee la cultura religiosa y estética de una
civilización agraria largo tiempo en decadencia. Sus valores descansan esencialmente
en la persona; su sabiduría –directa e intuitiva– se apoya en la
íntima comunión con el suelo y con el ser. Pero, ¿por qué no es esto bastante?
¿Por qué son éstos los elementos de un medio mundo nada más?
Una dimensión de toda verdadera persona es su relación con la sociedad y
con las fuerzas productoras de su época; el contacto del hispanoamericano con
sus herramientas industriales es indirecto y remoto. Sus valores político-sociales
tienen la forma o de un orden agrario anticuado o de una república no
naturalizada todavía para expresarle en su naturaleza compleja. Por muy
profunda que sea la sensibilidad y las fuerzas creadoras potenciales del
mexicano o del americano del sur, heredero de la profunda cultura india; por
muy brillante que sea el argentino, el brasileño, el colombiano o el cubano que
han heredado más pura y profundamente que nosotros la energía de la gran
tradición de la Europa cristiana… estos pueblos no viven todavía en un mundo
completo, puesto que las deficiencias de su técnica industrial, social y
política, hacen sus estados inseguros, convierten su riqueza en un cebo
peligroso para la explotación forastera y se reflejan en la moral y en el
pensamiento de la familia y del individuo.
Pero nosotros los norteamericanos ¿vivimos en otra
cosa que en un medio mundo?
Nosotros arrancamos, como he dicho, del siglo
XVIII. Fue éste un siglo de técnica, surgido de las profundas filosofías
científicas del siglo XVII y aun de pensadores anteriores como Galileo y como
Kepler; la técnica mecánica que lanza la máquina en su ingente carrera de
proliferación; y la técnica política, de la cual el parangón es aquel
maravilloso equilibrio newtoniano aplicado al poder social... la constitución
americana. Así pues, nosotros estamos ligados a la máquina; no sólo a la
máquina de transporte, de producción y de comunicación; sino también a la
maquinaria del gobierno. Como nuestros padres británicos, sabemos muy bien
conducir no sólo nuestros ferrocarriles sino nuestras elecciones y nuestras
Cámaras de Comercio.
El siglo XVIII del que arrancamos culturalmente, psicológicamente e
institucionalmente, fue también la edad de la razón, del empirismo y de los
deísmos abstractos que pronto degeneraron en las religiones de la comodidad,
del frívolo humanitarismo y del bienestar físico. Fue el siglo de la fe ciega y
optimista en el progreso, de la falacia patética del hombre –sin abismos
demoníacos ni alturas celestiales dentro de su alma, un animal meramente
razonable y utilitario de quien se esperaba que se comportase bien, si su
estómago estaba lleno de alimentos y su cerebro repleto de una información
apropiada–, de un hombre que no estuvo nunca ni en la tierra
ni en el mar. El completo contacto con el cosmos, tan profundamente expresado
en las culturas de las cuales directamente se deriva la América hispana, está
enrarecido y desnaturalizado. La ciencia, íntima, intuitiva, dinámica, y
creadora de la realidad y de la tragedia del ser, se ensombrecen en este siglo
XVIII de mala psicología y de pensamiento caprichoso. En nosotros, como sus
hijos más perfectos, mientras nuestros poderes técnicos crecen de una manera
astronómica, se encoge nuestra capacidad de conocernos a nosotros mismos y a
nuestra naturaleza y de emplear las disciplinas estéticas e intelectuales mediante
las cuales el hombre establece su lugar apropiado como hombre en el reino
verdadero del ser.
*
¡Dos medios mundos! Para usar la jerga moderna, podríamos llamar al
mundo hispanoamericano el introvertido y al nuestro el extravertido. Podemos
ver los peligros de la América hispana. No teniendo máquinas, es vulnerable a
las máquinas de los conquistadores; retrasada en los métodos políticos, podría
caer presa de la política de los invasores. Nosotros lo arreglaremos
eso, dicen nuestros líderes. Nosotros los protegeremos para
nosotros mismos. El destino manifiesto de nuestra América es protegerlos.
Nosotros les enviaremos máquinas para defender sus fronteras y desarrollar sus
materias primas. Hasta que, mediante la gran magia del progreso, queden
absorbidos a nuestro sistema americano. Esto es lo que la gran Banca
americana, bajo la palabrería melosa del Departamento de Estado, piensa en
realidad, con toda la buena fe de su estupidez.
Vengamos a la falacia considerándonos a nosotros
mismos. Nuestro medio mundo (al revés que Hispanoamérica que conoce sus
deficiencias) cree que es un mundo entero. Por esto piensa que está lista ya
para salvar al mundo (sin cambiar nuestra manera de vivir, por supuesto). ¿Pero
está nuestro medio mundo a salvo? Si continuamos confiando principalmente en
los agentes mecánicos y externos para conformar, defender y nutrir nuestro
mundo, ¿no nos haremos progresivamente más débiles en lo interior? ¿No nos
quedaremos vacíos de esas energías imaginativas, intelectuales y espirituales
sin las cuales los principios científicos de la máquina no se hubiesen
descubierto nunca y sin las cuales los hombres no pueden dominar la máquina –y
mucho menos a ellos mismos– como el mundo trágico de hoy da testimonio, pues la
máquina es la que está conduciendo al hombre a una carnicería sangrienta?
¿Por qué nos temen los hispanoamericanos? ¿Por qué nos desesperan
dudando de nuestra buena voluntad para ayudarles y no haciendo distinción entre
nuestras ofertas sinceras de cooperación y la propaganda venenosa del
imperialismo nazi, que también les ofrece ayudarles? Claro que la
diferencia entre nosotros y los nazis es obvia. Pero hay un elemento profundo
de verdad en la desconfianza hispanoamericana. Si nosotros nos acercamos a
ellos con nuestras máquinas de buena fe, pero ignorando sus íntimos valores, ignorando
las profundas verdades y la dignidad del campesino mexicano, del leñador
brasileño, del gaucho de la pampa, del montañés andino, ¿no reconocemos –sin la
violencia– la callosidad esencial y la destructora ceguera que en forma
violenta son los ejércitos de Hitler?
Ningún desastre más grande podría acaecer a los Estados Unidos que la
absorción de los pueblos hispanoamericanos por un mundo mecánico extraño, incluyendo
el nuestro propio (por un mundo mecánico entiendo, desde luego, un
mundo dominado por los valores de la máquina, no un mundo ayudado por las
máquinas). El mundo de la máquina es extraño al espíritu humano y también a
nosotros por lo tanto. El único medio de conservarnos contra esto no es
meramente declarar nuestra buena voluntad (esta guerra es la matanza de buenas
voluntades); no construyendo simplemente defensas; sino desarrollando nuestra
vida interior, el mundo íntimo que hemos olvidado. Sin esto, nos demos cuenta o
no, nos acercamos a nuestros vecinos como mensajeros de una torpe ignorancia. Y
si los hispanoamericanos desconfían en general de nosotros, es porque su
intuición les previene del peligro de nuestra sincera buena voluntad; es porque
su propia debilidad les hace vernos con más claridad que con la que nosotros
mismos nos vemos.
Aun desde el punto de vista de la mera defensa
física, dudan de nosotros, porque nos juzgan mucho más vulnerables que lo que
nosotros mismos nos juzgamos. Y tienen razón. Un pueblo políticamente e
industrialmente débil pero descentralizado, lleno de recursos interiores y
fuerte en el conocimiento de los verdaderos valores humanos, tendrá en el
correr del tiempo más facilidades de sobrevivir a la presente crisis, que un
pueblo cuya defensa principal contra los invasores de la máquina es la máquina
misma. Sin la virilidad interior de la visión y sin imaginación; sin la
verdadera ciencia del hombre, nuestra nación podrá derrotar a Hitler y a
Hirohito pero sólo para rendirse a la máquina y al hombre-máquina dentro de
nuestras fronteras.
*
Hay todavía un modo más sencillo para nosotros de conocer el peligro que
significa seguir viviendo en un medio mundo. La naturaleza del hombre tiende
hacia la integración. Los medios mundos, suelen arrogarse ellos mismos la
integración. Y ésta es una ley: cuanto más grande es la deficiencia interior
del medio mundo, tanto más violenta es la insistencia con que él afirma su
totalidad. Lo que llamamos totalitarismo es simplemente una falsa integración,
un esfuerzo violento del cuerpo y del espíritu para desprenderse de ciertos elementos
vitales incontrolables y que no pueden integrarse. Lo cual no es una historia
nueva. La cultura trascendental de la India antigua, por ejemplo, que no tenía
técnica para luchar con una naturaleza exuberante y hostil, negaba
completamente la realidad de la naturaleza. Este era un totalitarismo de otro
mundo. El hombre no puede tolerar la conciencia de un medio mundo. Si no tiene
la humildad, la fuerza, y el genio para crear su mundo con todos los elementos
de la vida, internos y externos, estéticos y políticos, comienza a engañarse a
sí mismo: a negar y a destruir lo que él no puede organizar. Esto es lo que
sucede, de la peor manera en el hitlerismo con la tosca y falsa integración de
un estado nazi ario. Pero la enfermedad que origina este crimen, no la vemos en
nosotros mismos… en nuestro propio medio mundo.
III
El hecho de que las Américas son dos medios mundos,
que cada uno necesita lo que el otro tiene, revela el peligro de las Américas,
porque revela una tierra común, un destino común.
El mundo se derrumba; en cada nación lo mismo que
en cada alma humana, el viejo mundo se desmorona. Amenazados desde fuera por
medios mundos virulentos tales como la máquina nazista; y amenazados dentro de
nosotros mismos por una ciencia inadecuada y por hábitos frívolos de cultura,
debemos echar los cimientos de un mundo propio entero. Y para esta tarea, que
es nuestro deber y nuestro destino, cada una de las Américas necesita
profundamente de la otra.
Tenemos algo más que la tierra común. La necesidad común de nuestras
fuerzas vecinas para vencer nuestra debilidad. Tenemos un ideal común. Cuando
se descubrieren las Américas, el término Nuevo Mundo no tenía
una connotación cultural; éramos un mundo nuevo sólo geográficamente. Pero
cuando los sueños de los puritanos, de los jesuitas y de los padres
revolucionarios se arraigaron desde Nueva Inglaterra hasta el Plata, el
término Nuevo Mundo empezó a adquirir un significado
espiritual. Vino a significar la sociedad nueva, la patria nueva del hombre
nuevo. Los fundadores de la república hijos ingenuos del siglo XVIII, tomaron
la voluntad por el hecho. El Nuevo Mundo, pensaron ellos, estaba
aquí; sus espadas le habían esculpido, sus constituciones le habían legislado
en una entidad. Nuestro conocimiento es tristemente más sobrio. Sabemos que el
Nuevo Mundo no ha nacido todavía; sabemos que se necesitan poderes más sabios
que la legislación y más fuertes que el acero, para forjar el Nuevo
Mundo que anhela la sociedad para no perecer. Sabemos que estas son
fuerzas que sólo el propio y despiadado descubrimiento puede encontrar y
dominar. Lo cual no es menospreciar la fuerza del ideal: el ideal participó
también en el sueño del Nuevo Mundo.
Este ideal engendra armonías de temperamento y de naturaleza entre los
pueblos americanos que son más fuertes que las diferencias de lengua, de raza y
de modo de vivir. Produce la energía fresca y generosa que distingue a nuestro
labrador de cualquier campesino europeo, y le liga profundamente con el
labrador de una chacra argentina. Alía en voluntad creadora al
poeta de nuestro oeste con el poeta del Brasil y de Chile aun cuando no se lea
uno a otro; aun cuando no se conozcan siquiera. Este sueño de un nuevo mundo
común, es una herencia. Pero también es una energía. Y una energía
integral como la sangre. Es una sangre espiritual que hace hermanos a Bolívar y
a Jefferson, a San Martín y a Lincoln. Es una sangre espiritual que hermana al
campesino de la pampa, al minero de los Andes, al farmer de
Nebraska, al mecánico de Detroit, al estudiante de Michigan y al estudiante de
Santiago...
IV
Una palabra final sobre el método. No es de nuestro
dominio instruir a los hombres y a las mujeres de Hispanoamérica. Y en realidad
lo necesitan mucho menos que nosotros puesto que ellos desde el principio han
sido conscientes de nuestras fuerzas, nos han amado por nuestras fuerzas. Y
cuando hemos insistido (insistimos aún) en enviarles con nuestras máquinas los
productos más toscos y más baratos de nuestra civilización –nuestras películas
y nuestros agentes mercantiles en diversos disfraces diplomáticos–, sus mejores
intelectuales nos han buscado espontáneamente, han leído las mejores obras de
nuestros escritores y de nuestros educadores y las han guardado como un tesoro.
Debe entenderse cuando hablo de nuestros dos medios mundos, que estoy
haciendo un retrato en blanco y negro solamente y que la verdad requeriría una
variedad de colores. Los Estados Unidos no es simplemente un mundo mecánico
extravertido de máquinas, de placeres mecánicos, y de valores mecánicos
inconscientes. Es también la madre de grandes líderes religiosos como Roger
Williams, de Ann Hutchinson, de Jonathan Edward; de poetas como Walt Whitman,
como Emily Dickinson, como Herman Melville; de pensadores heroicos como Charles
Pierce; de santos populares profundos como Lincoln. Si no hubiésemos expresado
en realidad al través de nuestros mejores hombres y mujeres y en la voluntad de
nuestras primeras comunidades, nuestra capacidad potencial para una vida
interior, no tendríamos nunca oportunidad de desenvolvernos; no seríamos un
medio mundo cuyo destino es integrarse, sino un aborto sin futuro. De la misma
manera, al pueblo hispanoamericano no le han faltado hombres de genio, aun en
aquellos sitios donde ha aparecido más débil. Han producido hombres grandes de
ciencia y nombres políticos de tanta fama como Sarmiento, Mitre, Juárez, Lázaro
Cárdenas y otros más que podríamos añadir. No obstante, no somos más que medios
mundos porque, debido a razones perfectamente explicables, nuestro crecimiento
hasta ahora ha sido peligrosamente unilateral. En nuestro país, a pesar de
nuestro gran número de escritores y artistas respetables, la vida del pueblo ha
estado cada vez peor nutrida. Nuestra capacidad de sentir, de pensar de una
manera imaginativa, de crear, de construir… para conocer al hombre y para conocer
a Dios, ha estado entorpecida por la dieta nacional que ha hecho gravitar el
cinematógrafo, la radio, los periódicos y tantas otras actividades, alrededor
del dinero y por la técnica baladí de la instrucción que en nuestros colegios y
en nuestras escuelas es considerada como educación– y sobre todo
por las corrientes filosofías populares del país. Esta debilidad nuestra, que
está llamada a acentuarse con la guerra, es mucho más peligrosa que la
debilidad técnica de la América hispana, porque siendo una debilidad de
experiencia y de conocimiento, mina la experiencia y la ciencia de nuestra
debilidad; en realidad disfraza nuestra debilidad con una fuerza falsa y
arrogante.
Por esta razón nuestros métodos corrientes de
fomentar el conocimiento hispanoamericano, son singularmente estériles.
Intercambiemos por todos los medios posibles estudiantes y profesores,
traduzcamos libros, multipliquemos nuestras exposiciones de arte y las misiones
de buena vecindad de una manera cordial y sin gestos vanos. Aun los gestos
vanos de buena voluntad, son útiles; aun los gestos insinceros, puesto que
ellos denuncian por lo menos nuestra intranquilidad de conciencia. El defecto
principal en casi todo lo que hacemos para ponernos en contacto con la América
hispana, es que no conocemos lo bastante de nosotros mismos y por lo tanto del
hombre, para conocer a nuestros vecinos.
Estamos en guerra. Debemos consolidar nuestras defensas, prepararnos
contra la posible invasión del enemigo en el sur vulnerable del Atlántico y del
Pacífico. Pero mientras estemos en esta tarea elemental de la guerra, debemos
ante todo crear las premisas de la paz por la que estamos luchando. No
surgiremos a la fase presente del conflicto, que es una contrarrevolución; la
transpondremos simplemente del hitlerismo a otros términos, a menos que
comencemos hoy mismo a crear el nuevo mundo complementario. Y nuestro método
sobre esto debe ser principalmente un método de trabajo nacional.
Nunca sacaremos provecho de la íntima y profunda visión de la América Hispana,
mientras no escudriñemos dentro de nosotros mismos con el objeto de conocer
nuestras ansias, nuestros peligros y nuestro destino; esto es lo que el medio
mundo americano tiene que darnos un día. Siendo conscientes de nosotros mismos
y sabiendo cuál es nuestro destino podremos conocernos y amarnos. Y ayudándonos
a nosotros, les ayudaremos a ellos a la vez.
Por debajo del clamor de la radio y del rugir de
los cañones, debemos comenzar ya a oír las voces íntimas y quietas de nosotros
mismos, que enseñan a los hombres lo que es el hombre y el verdadero alimento
del hombre. Organicemos, en nuestras escuelas y en nuestras universidades,
cursos imaginativos de historia comparativa, de economía, de arte, de
literatura y de las religiones de las dos Américas hasta que un sentido de la
naturaleza americana... del destino de los dos mundos americanos que han de
completarse uno con otro... venga a ser una cosa viviente. Nuestro anhelo
espiritual y emocional crecerá; nuestro conocimiento será más profundo.
Orgánicamente, entonces (no por los votos de un centenar de Comités) nos iremos
dando cuenta de lo que es la América Hispana. Entonces podremos tomar de
nuestros hermanos, lo mismo que ellos de nosotros, la fuerza que enriquece al
que da tanto como al que recibe. Estamos en el sangriento fin de un mundo
condenado. Estamos cerca de nuestro verdadero negocio… La creación del Nuevo
Mundo Americano.
(*)Waldo Frank: De una próspera familia judía, fue un niño inteligente y muy precoz. Completó estudios en Lausana (Suiza) y se licenció en la Universidad de Yale en 1911. Su primera novela, The Unwelcome Man (1917), fue influida por el psicoanálisis y el Trascendentalismo norteamericano de Emerson y Walt Whitman. En 1914 fue editor asociado de la importante revista The Seven Arts y a partir de 1925 contribuyó regularmente al New Yorker bajo el pseudónimo "Search-light". Ese mismo año fue nombrado editor de The New Republic. Durante los años veinte estudió el misticismo y las religiones orientales y junto con sus amigos G. I. Gurdjieff, Hart Crane y Gorham Munson leyeron a P. D. Ouspensky; después se interesó por la política e Hispanoamérica, hacia donde se desplazó a dar conferencias, y entre nosotros es conocido sobre todo por sus trabajos sobre la realidad cultural y social de España (Virgin Spain, 1926) e Hispanoamérica (América Hispana). Presidió el Primer Congreso de Escritores Americanos el 26 de abril y 27 de abril de 1935 y fue designado primer presidente de la Liga de Escritores American. Este artículo fue publicado por primera vez en Cuadernos Americanos México, mayo-junio 1942 año I, volumen 3, páginas 29-42
{1} Antes de emprender su viaje a
Suramérica, Waldo Frank se ha prestado amablemente a revisar y poner al día
para Cuadernos Americanos sus ideas sobre
asunto de tanto interés como es el tratado en este artículo.
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