El desafío de la modernidad:
de la religión como ideología
a la ideología como religión.
Carlos Blank
Universidad Central de Venezuela
En memoria de los
incontable hombres y mujeres de
todos los credos, naciones
o razas que cayeron víctimas de la creencia fascista y comunista en las Leyes
del Destino Histórico.
Karl Popper (Dedicatoria de La miseria del historicismo)
Es muy conocida la frase que
señala que la religión es el opio del pueblo, en la que Karl Marx denuncia el
uso de la religión como ideología que justifica el estado de desigualdad del
sistema capitalista. Menos conocida, aunque no menos importante, es la frase
de Raymond Aron donde denuncia el
marxismo como el opio de los
intelectuales, queriendo con ello destacar la moda de muchos intelectuales que
han convertido al marxismo en una suerte de religión dogmática que hemos de
aceptar sin chistar o a pie juntillas, teniendo el mismo efecto soporífero del
opio en las mentes acríticas de sus recipendiarios. Como destacaba el famoso
filósofo de la ciencia Karl Popper, el marxismo podía ser considerado
científico en sus comienzos, hacía predicciones contrastables y de hecho
fácilmente refutables, aunque poco a poco fue convirtiéndose en una suerte de
credo irrefutable e inmutable. Lo propio de las ideologías es su capacidad de
encerrarse en sí mismas y de encontrar en la realidad, y en su particular modo
de entender la historia, la confirmación de sus propios deseos y creencias.
Todo intento de refutación está de entrada obstaculizado por un mecanismo de
autoinmunización, donde cualquier elemento ajeno es inmediatamente suprimido y
conservado como parte de la propia teoría. Así, cualquier persona que pretenda
criticar el marxismo no sería sino un ejemplo típico de la expresión de la
conciencia burguesa y de la lucha de clases que debe ser superada, así como en
el caso del psicoanálisis freudiano la crítica al sesgo pansexualista de la
teoría es un síntoma evidente de la propia neurosis y de los mecanismos de
represión que la teoría expone. En otras
palabras, estamos ante un mecanismo perverso que niega la realidad o que
convierte a cualquier mecanismo que entra en contradicción con la teoría en un
ejemplo a favor de la propia teoría. Se trata, en suma, de cosmovisiones
abarcadoras en las que todo encuentra su explicación con tal de que hagamos las
adaptaciones del caso, usemos las hipótesis ad hoc convenientes. Si una
teoría se ha llevado a cabo en la práctica y ha fracasado es porque en el
pasado no se llevó bien a cabo, siendo el futuro que nunca llega
el lugar donde siempre habrá de realizarse correctamente. En este mismo lugar nos
hemos ocupado de la crítica de Popper al marxismo, así que no nos ocuparemos de
ello aquí. Lo que quisiéramos destacar ahora es el carácter religioso de toda
ideología, algo que ha sido destacado por muchos autores. Posiblemente, por no
decir seguramente, la mejor recopilación de textos sobre el tema es la hecha por Hans Maier en tres tomos (2004,
2007, 2008), donde hay una revisión bastante exhaustiva de la literatura. Por
ahora nos ocuparemos solamente de Popper.
La verdad es que no es mucho
el material en el cual Popper suele hacer referencia de manera explícita a la
religión y en los casos en los cuales suele aparecer alguna mención no es
precisamente en los términos más halagüeños. Más allá de algunas menciones
sobre la creencia en la existencia de Dios o en la idea de inmortalidad del
alma, como las que aparecen en la obra a dos manos El yo y su cerebro,
donde Popper contrasta su agnosticismo con la posición creyente de Eccles, o
las menciones que hace al final de La Sociedad Abierta o en su famosa
autobiografía, Búsqueda sin término, donde la mención de Dios nos
recuerda las conocidas y reiteradas menciones de Dios que hacía Einstein y a
las cuales Bohr le replicaba que ya bastaba de decirle a Dios lo que debía
hacer. De allí que resulta interesante
revisar el material que ha aparecido póstumamente, en la medida en que nos
permite obtener una imagen más acabada de la posición de Popper en torno a la
religión. En ese sentido el material editado por Jeremy Shearmur y Piers Norris
Turner constituye para nosotros oro en
polvo. Tanto la conferencia que diera durante su exilio en Nueva Zelanda en
1940 titulado “Ciencia y Religión” , donde al final incluye un cuestionario,
como la famosa entrevista que ofreciera al rabino Edwar Zerin en 1968, con la
condición de que no fuese publicado sino después de su muerte, como de hecho se
hizo en 1998, constituyen materiales de primera mano para ahondar más en este
tema, que ha sido poco desarrollado por el autor y por la misma razón por
aquellos que se han ocupado de su pensamiento.
Sin embargo, hay bastantes
textos en los cuales Popper denuncia el celo religioso -o moral- como el
responsable de los mayores crímenes, donde ha destacado que todos los
conflictos humanos son al final conflictos de naturaleza religiosa. Si bien la
modernidad suele ser caracterizada siguiendo a Weber como un proceso de
creciente racionalización del mundo y de creciente desencantamiento del mundo,
donde la religión ha ido perdiendo poco a poco
su poder, lo cierto es que dicho vacío ha sido llenado por una serie de
ideologías políticas que han venido a ocupar el vacío que han dejado las
religiones. El poder cohesionador -al mismo tiempo que segregador- de las
religiones lo han ocupado las religiones seculares de las ideologías políticas,
ya sean de derecha, como el fascismo, como de izquierda, como el comunismo.
Las principales perturbaciones
de nuestro tiempo –y no niego que vivimos en tiempos perturbados- no se deben a
nuestra perversidad moral, sino, por el contrario, a nuestro entusiasmo moral,
a menudo mal dirigido: a nuestra ansiedad por mejorar el mundo en que vivimos.
Nuestras guerras son, fundamentalmente, guerras religiosas: son guerras entre
teorías rivales acerca de la manera de establecer un mundo mejor. Y nuestro
entusiasmo moral se halla a menudo mal dirigido porque nos damos cuenta de que
nuestros principios morales, sin duda muy simples, son con frecuencia difíciles
de aplicar a las complejas situaciones humanas y políticas a las que nos
sentimos obligados a aplicarlas. (Popper, 1979, p. 422)
En una carta dirigida a
Rudolf Carnap, donde respondía a la pregunta de si todavía era socialista,
Popper señalaba que “el socialismo , tal como existe a la fecha, es en una
medida muy amplia un movimiento religioso y mesiánico (el sueño del reino de
los cielos en la tierra es una consecuencia de la tensión de la civilización y
de la pérdida del paraíso que representaba el tribalismo)” y añadía unas líneas
más abajo que es “este elemento estético utopista y mesiánico del socialismo es
su principal peligro, y es el que conduce con tanta facilidad a seguir un rumbo
totalitario.” (Popper, 2010/2014, p.
156). Al comienzo del párrafo recomendaba que debíamos “ser menos religiosos y
más sobrios”. También es interesante la respuesta de Carnap a Popper:
Me interesó mucho su
explicación de lo que piensa en relación con las cuestiones políticas
fundamentales. Estoy por completo de acuerdo con usted en que el pensamiento
político y la actividad política deberían basarse en un pensamiento sobrio y reflexivo.
Por otro lado, sin embargo, creo que apenas es posible basar un movimiento
político que trate de ser un movimiento de masas meramente en argumentos
racionales. Creo que el atractivo emocional y lo que usted describe
correctamente como una suerte de actitud religiosa es necesario desde un punto
de vista psicológico. (Popper, 2010/2014, p. 158)
Resulta interesante la
respuesta de Carnap, pues si de algo es precisamente consciente Popper es de la necesidad de introducir este
elemento emocional, de la importancia de ese sentimiento de pertenencia a un
grupo, que es tan importante para el desarrollo emocional del individuo y para
poder satisfacer sus necesidades emocionales.
Emocionalmente, todos dividimos
a los hombres entre aquellos que están cerca nuestro y aquellos que están
lejos. La división de la humanidad entre amigos y enemigos es un distingo
emocional elemental, tanto, que ha sido reconocida incluso en el mandamiento
cristiano: ‘¡Ama a tus enemigos! … De este modo, aun la apelación a nuestros
mejores sentimientos, el amor y la compasión, sólo pueden tender a dividir a la
humanidad en diferentes categorías. (Popper, 1984, p. 401)
En otras palabras, Popper era
perfectamente consciente de la presencia de este elemento irracional y emocional en los movimientos de masas y en
las ideologías contemporáneas, de cuyo análisis se ocupó en su magistral obra La
sociedad abierta y sus enemigos. Pero precisamente por reconocer su
importancia reconocía en esa misma medida su peligrosidad y su proclividad
hacia formas de pensar dogmáticas y hacia formas de organización totalitarias.
El siguiente texto expresa con meridiana claridad la importancia de tales
elementos emocionales en las formas de organización humana, particularmente ese
sentimiento oceánico de pertenencia a un grupo,
donde los límites del individuo se difuminan o pueden incluso
desaparecer, al tiempo que nos advierte del peligro potencial que encierran
dichas experiencias límite de la conciencia humana, las cuales no podemos subestimar en ningún momento.
Claro está que el espíritu de
grupo del tribalismo no se ha perdido por completo. Se manifiesta, por ejemplo,
en las más estimables experiencias de la amistad y la camaradería,
y también en las jóvenes organizaciones tribalistas como la de los Boy
Scouts (o el Movimiento de la Juventud Alemana) y en ciertos clubes y
sociedades de adultos tales como, por ejemplo, los descritos en Babbitt de
Sinclair Lewis. No debe subestimarse la
importancia de esta experiencia, quizás la más universal de todas las
experiencias emocionales y estéticas. Casi todos los movimientos sociales,
tanto totalitarios como humanistas, han sufrido su influencia. Desempeña un
importante papel en la guerra y constituye una de las armas más poderosas de la
rebelión contra la libertad; por cierto que también en la paz y en las
rebeliones contra la tiranía, pero en estos casos sus tendencias románticas
suelen poner en peligro al humanitarismo. El sistema educativo inglés parece
haber sido una tentativa consciente – y no carente de éxito- de revivirla con
el fin de detener la sociedad y de perpetuar el gobierno de clase. (pp. 322, 68n).
Para Popper hay una dimensión
incluso sublime de lo humano en este sentimiento de trascendencia de nuestra
precaria identidad personal y en esa búsqueda de identificación con una
realidad que nos trasciende y supera. Por eso está en muchos actos heroicos
donde podemos incluso arriesgar nuestra integridad física por una causa noble y
justa. Pero allí está también el peligro de ser manipulados o de ser fácilmente
arrastrados por dichos movimientos que nos prometen por lo general la llegada
del paraíso terrenal o la salvación de nuestras almas. Popper siempre nos
recuerda que la Santa Inquisición tenía como objetivo el salvar nuestras almas
de las llamas eternas del infierno y nadie en su sano juicio podría dudar –
menos entonces - de que se trataba de buenas intenciones, de las que está
empedrada precisamente el camino del infierno, como dice el conocido refrán.
Para él, buena parte de los comportamientos sociales pueden comprenderse como
una necesidad de retornar a la unidad perdida de la sociedad cerrada, como un
intento de restablecer la armonía y seguridad originales.
En
vista de estos hechos y de nuestro análisis histórico nos vemos llevados a
interpretar el misticismo como una de las reacciones típicas al derrumbe de la
sociedad cerrada, reacción que, en su origen, se dirigió contra la
sociedad abierta, pudiendo describirse como una evasión hacia el sueño de un
paraíso donde la unidad se manifiesta bajo la forma de una realidad
inalterable. (p. 320, 59n)
Esta actitud mística de búsqueda de unión y
fusión en uno solo “ha sido tomada en todo tiempo del reino de las relaciones
entre los individuos y, especialmente, de la experiencia del amor sexual” y en
ella se expresa “la nostalgia por la pérdida
unidad de la tribu, el anhelo de retornar al abrigo del hogar patriarcal y de
hacer que sus límites sean los de nuestro mundo.” (p. 411) Según Popper, “en la
historia de la filosofía griega el primero que enunció con claridad la doctrina
de la unidad mística fue Parménides, en su teoría holista del Uno; a ese siguió
Platón, quien agregó una acabada teoría de la intuición mística y la comunión
con lo divino, de la cual ya se encuentran los primeros gérmenes en Parménides;
y tras Platón, naturalmente, Aristóteles...; y por último los neoplatónicos,
que elaboraron del amor místico.” (p. 320, 59n) El misticismo de la teoría de
la identidad aristotélica tendrá a su vez influencia en la teoría de la
identidad hegeliana.
Por eso tampoco es casual que el nazismo haya prendido en la
nación germana, poseedora de una fuerte tradición mística y romántica, y que el
nazismo encontrase una tierra fuertemente abonada por dichas tradiciones preexistentes.
Al respecto señala Popper: “Las mismas regiones 'bárbaras' muestran una
tendencia peculiar a abrazar el misticismo, aun cuando no sean ellos quienes lo
inventaron. Bernardo de Clairveaux obtuvo sus éxitos más resonantes en Alemania
– donde posteriormente florecieron Ekhart y su escuela-, así como también
Boehme.” (p. 524, 4n.). Por cierto, sería interesante utilizarla como hipótesis
de trabajo en un estudio comparativo entre el movimiento fascista y el
misticismo en países como España, Francia o Italia.
Posteriormente surge esa
combinación de intelectualismo y misticismo que se funden en Spinoza y que
“condujo al surgimiento postkantiano del 'idealismo', a Fichte, Schelling y
Hegel.” Lo que en definitiva critica no es el sentimiento místico per se,
ese sentimiento que aparece en algunos artistas sin pretensiones intelectuales,
sino esa fusión de intelectualidad filosófica y misticismo, que aparece en
Platón o, más recientemente, en Wittgenstein. De manera particular destaca el
misticismo evolucionista de pensadores como Hegel y Bergson.
Cabe observar que en el siglo
XIX, especialmente con Hegel y Bergson, aparece un misticismo evolucionista que,
al ensalzar el cambio, parece oponerse directamente a la de Parmenides y a la
de Platón. Y sin embargo la experiencia subyacente a estas dos formas de
misticismo parece ser la misma, como lo demuestra el hecho de que las dos hacen
idéntico hincapié en el cambio. Las dos son reacciones a la intimidatoria
presencia del cambio social: la una combinada con la esperanza de detener al
cambio, la otra con la aceptación algo histérica (e indudablemente ambivalente)
del cambio como algo real, esencial y beneficioso. (p. 321, 59n)
Es ese elemento inefable de la
experiencia humana que le da sentido a nuestras vidas y hace que valgan la pena
de ser vividas. Por eso señala que “es la singularidad de nuestras experiencias
la que hace, en este sentido, que nuestra vida merezca ser vivida; esa
singularidad de un paisaje determinado, de una puesta de sol, de la expresión
de un rostro.” (p. 410). De allí su arraigo y su valor intrínseco, al igual que
su peligro potencial y su poder de manipulación con fines inconfesables. Pero
ese carácter único e intransferible de la experiencia estética y religiosa,
suele estar asociada a un deseo de perfección, a la búsqueda de la utopía, con
todo el potencial peligro de violencia y totalitarismo que dichos anhelos de
perfección y de utopía pudiesen contener. Uno de los sentimientos que son
fáciles de explotar en ese sentido son los sentimientos de patriotismo, de
pertenencia a una Patria o a una Nación. Es posiblemente uno de los conceptos
que es más fácil de manipular y que puede estimular ese sentido gregario o de
pertenencia a un grupo. Y así como puede ser expresión de las acciones más desinteresadas
y nobles, ese “amor a la Patria”, ese amor maternal o paternal que despierta la
“madre Patria”, ha sido uno de los sentimientos más explotados a lo largo de la
historia, al punto que como señalaba Samuel Johnson “el patriotismo es el último refugio de los
canallas”. Muchos utilizan dicho concepto movidos por sus propias ambiciones
personales y para satisfacer sus apetitos de poder, fama y dinero, aunque
mantengan una fachada de respetabilidad, de honorabilidad y del más elevado
altruismo, pues conocen muy bien el
poder seductor y movilizador que tiene dicho concepto, sobre todo si
dicha Patria se encuentra permanentemente amenazada por las ambiciones
imperiales de una oligarquía internacional aliada con una oligarquía nacional
que siempre está amenazando el destino de la Patria que soñó algún prócer del
pasado lejano o más reciente. No es de extrañar que dichos próceres de la
Patria sean objeto de un culto religioso y de una veneración sobrenatural y
sobrecogedora, como si de ellos pudiésemos solicitar cualquier milagro o
realización por asombrosa que fuese. El patriotismo y el nacionalismo son así
formas seculares de religión o culto y pueden ser utilizados para hacer frente
a verdaderas amenazas o ser estimulados a voluntad al ser objeto de falsas amenazas que cohesionan
a los individuos contra la presencia potencial de un enemigo externo o
interno. Al final el fascismo no es sino
una aberración del nacionalismo y del patriotismo, utilizados como armas de
guerra contra un enemigo a vencer, enemigo que si no existe habrá que
fabricarlo o inventarlo. Por ejemplo, nadie discute que el terrorismo se ha
convertido en una amenaza global, aunque tampoco es discutible que en muchos
casos se ha utilizado la amenaza terrorista para justificar el uso de medidas
de corte autoritario y totalitario, por no hablar de la justificación de
invasiones con la intención de derrotar el terrorismo, aunque las acciones
terroristas son a menudo la causa precisamente de dichas invasiones
arbitrarias. El terrorismo se ha convertido en la excusa perfecta para poner en
jaque las libertades de las democracias modernas, lo cual es precisamente el
objetivo que se proponen las acciones terroristas. De más está decir, que
muchas de dichas acciones terroristas tienen hoy en día un elemento religioso
inocultable, una promesa de un cielo como recompensa de sus actos suicidas.
Todos los fanatismos son peligrosos, pero posiblemente el más peligroso de
todos sea el fanatismo religioso. Fanatismo religioso que suele ser más
frecuente en las religiones monoteistas que en las religiones politeistas, pues
el politeismo fomenta la pluralidad y la tolerancia mientras que el monoteismo
es más propenso a la intolerancia y a creerse en la posesión del único dios
verdadero.
No niego que es tan justificado interpretar la historia desde el
punto de vista cristiano como desde cualquier otro punto de vista, y debiera
insistirse ciertamente, por ejemplo, en lo mucho que deben nuestros objetivos y
fines occidentales –el humanitarismo, la libertad, la igualdad- a la influencia
del cristianismo. Pero al mismo tiempo, la única actitud racional, como así
también la única actitud cristiana hacia la historia de la libertad, consiste
en considerarnos a nosotros mismos responsables de ella, en el mismo sentido en
que lo somos del destino que hemos dado a nuestra vida, y en admitir que sólo
nuestra conciencia puede juzgarnos y no nuestro éxito en el mundo. La teoría de
que Dios se revela a Sí mismo y descubre Su juicio en la historia en nada se
diferencia de la teoría de que el éxito es el juez último de nuestros actos:
desemboca, así, en el mismo resultado que la doctrina de que la historia debe
juzgar, es decir, de que la fuerza futura es el derecho: es lo que llamamos
antes ‘futurismo moral’. Sostener que Dios se revela a Sí mismo en lo que
entendemos habitualmente por ‘historia’, en la historia de la delincuencia
internacional y del asesinato en masa, es en verdad una blasfemia; en efecto,
lo que realmente ocurre dentro del reino de las vidas humanas casi nunca es
rozado por ese enfoque cruel y al mismo tiempo pueril. La vida del individuo
olvidado, desconocido; sus pesares y alegrías, su padecimiento y su muerte: he
aquí el verdadero contenido de la experiencia humana a través de las épocas. Si
la historia pudiera contarnos eso, entonces, no diría yo que es una blasfemia
ver en ella la mano de Dios. Pero no existe ni puede existir una historia
semejante, y toda la historia existente, nuestra historia de los Grandes y
Poderosos es, en el mejor de los casos, una comedia superficial; es la ópera
bufa interpretada por las fuerzas ocultas detrás de la realidad (comparable a
la ópera bufa de Homero con sus fuerzas olímpicas ocultas detrás del escenario
del batallar humano). Es lo que uno de
nuestros peores instintos, la adoración idolátrica del poder, del éxito,
nos ha llevado a considerar verdadero. ¡Y que hay algunos cristianos que creen
ver en esta ‘historia’, que ni siquiera ha sido hecha por el hombre, sino tan
solo inventada, la mano de Dios! ¡Y que se atreven a querer comprender y saber
lo que Él se propuso cuando Le atribuyen sus mezquinas interpretaciones
históricas! ‘Muy por el contrario’ –dice K. Barth, el teólogo, en su Credo-‘debemos comenzar por
admitir...que todo lo que creemos saber cuando decimos ‘Dios’, no Lo alcanza o
abarca…, sino tan sólo a uno de nuestros ídolos concebidos y fabricados por
nosotros mismos, ya se trate del ‘espíritu’, de la ‘naturaleza’, del ‘destino’
o de la ‘idea’…’(En conformidad con esta actitud, Barth califica de
‘inadmisible’ la ‘doctrina neoprotestante de la revelación de Dios en la
historia’, reputándola una usurpación
del ‘regio oficio de Cristo’). Pero desde el punto de vista cristiano, no sólo
hay arrogancia detrás de estas tentativas; trátase, más específicamente, de una
actitud anticristiana pues el
cristianismo enseña que el éxito en el mundo no es definitivo. Cristo ‘padeció
bajo el poder de Poncio Pilatos’ y vuelvo a citar a Barth: ‘¿Qué tiene que
hacer Poncio Pilatos en el Credo? La respuesta es muy simple: es una cuestión
de fecha’. De este modo, el hombre que tuvo éxito, que representaba el poder
histórico de esa época, viene aquí a desempeñar un papel puramente técnico,
sirviendo a modo de referencia con respecto a la época en que ocurrieron los
hechos. ¿Y qué hechos fueron éstos? Nada tienen que ver con el éxito del poder
político ni con la ‘historia’. No configuraron siquiera una frustrada
revolución nacionalista pacífica (a la manera de Gandhi) del pueblo judío
contra los conquistadores romanos. Estos hechos no fueron sino los
padecimientos de un hombre. Barth insiste en que la palabra ‘padecimiento’ se
refiere a toda la vida de Cristo y no sólo a Su muerte; veamos lo que dice al
respecto: ‘Jesús padece. Por lo
tanto, no conquista, no triunfa, no tiene éxito…Nada alcanzó salvo…Su
crucifixión. Lo mismo podría decirse de
Su relación con Su pueblo y Sus discípulos’. Mi intención al citar a Barth es
demostrar que no es solamente desde mi punto de vista ‘racionalista’ o
‘humanista’ que la adoración de los éxitos históricos parece resultar
incompatible con el espíritu cristiano. Lo que le importa a éste no son las
hazañas históricas de los poderosos conquistadores romanos sino (para usar una
frase de Kierkegaard) ‘lo que unos pocos pescadores le dieron al mundo’. Y no obstante
esto, toda interpretación teísta de la historia procura ver en ella, tal como
ha sido registrada –es decir, en la historia del poder y el éxito histórico- la
manifestación de la voluntad de Dios. (pp. 433s)
Y un poco más adelante señala nuestro autor: “Quienes sostienen
que la historia del éxito de las enseñanzas cristianas revela la voluntad de
Dios deberían preguntarse si este éxito fue realmente un éxito del espíritu del
cristianismo y si este espíritu no habrá triunfado más bien en la época en que
la iglesia era perseguida y no, precisamente, cuando alcanzó su mayor
hegemonía. ¿Qué iglesia asimiló este espíritu con mayor pureza: la de los
mártires o la victoriosa iglesia de la Inquisición?”(p. 434). Por cierto,
aunque el teísmo no sea posiblemente tan peligroso en el pensamiento
científico, menos aun una suerte de deísmo a lo Spinoza o Einstein, podría
también perfectamente aplicarse estas palabras y sustituir la historia humana
por la naturaleza o el cosmos. Además, aunque la ciencia también ha tenido sus
mártires, ya no los necesita, afortunadamente.
En suma, no se trata de negar la importancia que el sentimiento
religioso tiene para el ser humano, ese sentimiento de pertenencia a algo que
nos trasciende individualmente, sino de reconocer su peligrosidad cuando dicho
sentimiento es manipulado y utilizado como un mecanismo de control y poder. La
visión maniquea de la realidad sirve para manipular fácilmente a aquellas
mentes simples que quieren formar parte de los buenos y estar del lado correcto
de la historia, idolatrando el éxito o tratando de conformar la realidad a
nuestras expectativas, incluso cuando dicha realidad se opone tercamente a
nuestros deseos insatisfechos. Detrás del aparente impulso antireligioso e
incluso ateo de algunas ideologías o personas está agazapado un celo religioso
profundamente peligroso si no se lo reconoce a tiempo. Reconocer la potencial
amenaza de ese sentimiento religioso que está aun agazapado en las entrañas de
una modernidad orgullosa de ser laica y secular, constituye todavía un importante desafío de
la actualidad. La necesidad de héroes que se sacrifican por un ideal es todavía
una señal de que no hemos comprendido que la historia es el cementerio de las
utopías y de las élites, siendo la violencia la prueba de su impotencia. Al
final del día eso es la modernidad, la presencia de héroes anónimos que viven
la cotidianidad sin hacer mayores alardes ni aspavientos, sin ser victimas de
vanas esperanzas o de falsas ilusiones. Esa es la verdadera independencia y autonomía
que expresa el espíritu de la modernidad. Lo contrario sigue siendo la vieja
idolatría de la que aún no nos hemos independizado o liberado. Despojarnos de
falsas ideologías -valga el pleonasmo- es lo que le da finalmente sentido a la
vida. Como nos decía el filósofo de Königsberg, ideas como la de libertad, inmortalidad y Dios, desempeñan un papel
moral indispensable, aunque también puede ejercer una atracción fatal y, como
la idea de felicidad, servir a los fines de un régimen despótico.
Antes que nada, yo no espero una eternidad de sobrevivencia. Por
el contrario la idea de continuar por siempre me parece manifiestamente
aterradora. Nadie con suficiente imaginación como para jugar con la idea de
infinitud estaría de acuerdo, pienso yo (bueno, quizá no todo el mundo, pero al
menos algunas personas.) Por otra parte, creo que incluso la muerte es un
elemento de la vida positivamente valioso. Creo que deberíamos valorar la vida
y nuestras propias vidas muchísimo, aunque deberíamos de acomodarnos al hecho
de que hemos de morir; y que deberíamos ver que es la certeza práctica de la
muerte la que contribuye en gran medida a dar valor a nuestras vidas, y
especialmente a las de las otras personas. Creo que realmente no valoraríamos
la vida si esta estuviese abocada a proseguir por siempre. Creo que es
precisamente el hecho de que es finita y limitada, el hecho de que hemos de
enfrentarnos a su fin, el que confiere
mayor valor a la vida e incluso al sufrimiento final de la muerte. (Popper & Eccles,
1980, p. 624)
Referencias:
Maier, H. (ed.). (2004). Totalitarism and Political
Religions, Vol I. Concepts of the comparison of dictatorships. London/New
York: Routledge/Taylor & Francis Group. Publicado originalmente en 1996.
Maier, H. & Schäfer, M. (eds.).
(2007). Totalitarism and Political Religions, Vol. II. Concepts of the
comparison of dictatorships. London/New York: Routledge/Taylor &
Francis Group. Publicado originalmente en 1997.
Maier,
H. (ed.). (2008). Totalitarism and Political Religions, Vol. III. Concepts for the
comparison of dictatorships: theory and history of interpretation. London/New York:
Routledge/Taylor &Francis Group. Publicado originalmente en 2003.
Popper,
K.R. (2010/2014). Después de La sociedad abierta. Escritos sociales y
políticos escogidos. Barcelona:
Editorial Paidós. Edición a cargo de Jeremy Shearmur y Pierre Norris Turner.
Popper,
K.R. (1984). La Sociedad abierta y sus enemigos. Barcelona: Ediciones
Orbis, S. A.
Popper, K.R. & Eccles, J. (1980). El yo y su cerebro. Barcelona: Editorial
Paidós.
Popper,
K.R. (1979). El desarrollo del conocimiento científico: conjeturas y
refutaciones. Barcelona: Ediciones Paidós.
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