Algunas ideas para
pensar a la Universidad
de nuestro tiempo
Miguel Ángel Latouche[i]
I
Vivir de
manera más o menos civilizada durante la Época Medieval, era vivir dentro de
los límites de la ciudad amurallada. Los muros de la ciudad representan una
imagen poderosa: Estos se erigen para proteger a los hombres de los embates de
un mundo incivilizado y salvaje en el cual las garantías para la supervivencia
individual estaban referidas a la lógica de supra- subordinación que se produce
entre los siervos y el Señor Feudal como resultado de la ‘imposturas de las
manos’. Institución mediante la cual se ‘cierra’ un compromiso de servidumbre
que contempla, en contraprestación, la protección militar y el establecimiento
de ciertas garantías para la supervivencia individual y grupal. Se definía, de
esa manera, un mecanismo de salvaguarda que permitía la reproducción de la vida
pública, en el entendido de que la misma se estructuraba en los mercados y en
las cortes, siendo aquellos los sitios en los cuales era natural que la
población se encontrase para intercambiar productos, para enterarse de las
noticias cotidianas o para escuchar el mandato que se establecía desde la
estructura jerárquica del poder medieval.
En general, el medioevo es considerado como una época signada
por el oscurantismo. La ruptura de la organización romana producida por las
invasiones bárbaras y la desconsolidación paulatina del imperio, dieron origen
a instancias ordenadoras de carácter local, cuyo poder se encontraba limitado y
necesitaba ser defendido de manera permanente en medio de una circunstancia en
la cual la ausencia de caminos y las dificultades de interconexión hacía que la
vida en sociedad, la vida civilizada sólo fuese posible dentro de la ciudad
amurallada. Los muros, entonces, garantizaban algún nivel de seguridad para
quienes se encontraban dentro de sus límites, al tiempo que establecían una
clara diferenciación entre quienes pertenecían, y los que no, al ámbito del
colectivo que se encontraban contenido dentro de ellos. Los muros permitían una
clara diferenciación entre unos y otros, no sólo hacían posible que se
mantuviesen fuera quienes no pertenecían a la comunidad política, sino que
también definían a quienes pertenecían a aquella.
A lo largo de la
época Medieval se produce, sin embargo, un hecho crucial para la historia de la
humanidad: El conocimiento es salvaguardado y trasmitido de generación en
generación mediante la reproducción manual de los libros que contenían el
pensamiento del mundo antiguo. Los oscuros monasterios medievales con sus
lúgubres pasillos y sus amplias salas para la meditación silenciosa, no sólo se
constituyeron en ejes centrales de la intriga política y del ejercicio del
poder; sino que adicionalmente se constituyeron en el refugio del conocimiento
que se había desarrollado durante la antigüedad para adormitarse en el sino
lejano de los tiempos, durante casi diez siglos. Cuando observamos el arte de
la época, particularmente la iconografía, nos encontramos con una
representación permanente acerca de Dios y acerca de lo divino, los hombres se
constituían, después de todo, en función a su relación con Dios.
De manera
que los hombres, en genérico, existían y eran reconocidos como seres humanos en
términos de sus potencialidades en tanto y en cuanto existiese una relación identificable
con Dios. La individualidad de los sujetos se diluía en el término de su
relación con la divinidad y en términos del cumplimiento de su mandato. Dios
era el centro del Universo. El poder político se legitimaba mediante la ‘unción’
que provenía de Dios y de la iglesia y se realizaba por vía del mandato que era
proporcionado por el reconocimiento que la Iglesia de Roma hacia del mismo. Por
eso, perdón por la digresión, la imagen de Napoleón tomando la corona con sus
propias manos y colocándosela a sí mismo, es tan poderosa: nos está diciendo,
sin que venga al caso analizar al personaje, que la legitimidad de su poder no
tiene un origen divino, sino terrenal, lo que implica una ruptura profunda con
la pretensión eclesiástica de monopolizar el ejercicio de la legitimación
política.
Entonces, fue, precisamente, en aquel proceso de
transcripción y resguardo del pensamiento antiguo en el que se jugó la
posibilidad de redescubrir el espíritu de lo humano y la esencialidad del
hombre como eje central de la convivencia pública. No en vano Popper señala que
la labor de las bibliotecas como recolectoras y protectoras del conocimiento
humano ha sido esencial para la evolución de nuestras formas modernas de
organización colectiva. Si se produjese un Holocausto Nuclear – refiere Popper-
en el cual pequeños grupos humanos lograran sobrevivir y, al mismo tiempo,
algunas bibliotecas se salvaran de la destrucción, los sobrevivientes tendrían
la posibilidad de utilizar el conocimiento albergado en los libros y desde allí
reiniciar la aventura de establecer un mecanismo civilizado para la convivencia
humana. En el caso de que las bibliotecas fuesen destruidas la civilización
tendría que empezar desde cero. En la salvaguarda de los textos antiguos se establece
la simiente que permitió el Renacimiento.
II
Desde el punto de vista estatutario nuestra universidad
tiene un carácter Republicano. De sus orígenes medievales hemos heredado la
estructura del Claustro universitario y una ordenación jerárquica que se define
a partir de los sistemas de ascenso dentro del escalafón universitario. Pero de
igual manera, hemos heredado un imaginario que nos ha llevado a mirarnos hacia
dentro y a mantenernos distantes del mundo que nos circunda. Ciertamente, la
universidad tiene la responsabilidad de resguardar el conocimiento, pero
también tiene la responsabilidad de producirlo y de reproducirlo en términos de
que pueda ser trasmitirlo a los estudiantes. Ese conocimiento tiene que ser
relevante para el desarrollo del país, para ello debe estar actualizado, debe
incorporar categorías teórico- conceptuales consistentes y tener un alto grado
de pertinencia, pero adicionalmente debe proporcionarle al egresado un conjunto
de herramientas que le permita insertarse de manera exitosa y competitiva en el
ámbito laboral y contribuir con el mantenimiento del espacio público dentro del
cual se produce nuestra convivencia como colectivo.
Ya lo decía
Ortega y Gasset, la Universidad no tiene la responsabilidad de producir
eruditos y/ o genios, esa es una actividad individual que asumirán quienes
decidan adelantar sus vidas a lo largo de lo que Weber ha llamado ‘la ruta de
los sabios’. La Universidad, sin embargo, tiene la responsabilidad de contribuir
a que sus egresados adquieran una serie de condiciones que les permitan que sus
vidas sean vidas relevantes en el sentido de lo que implica, como diría Sen, vivir una vida que valga la pena vivir.
La misión de la Universidad no se circunscribe a la
formación profesional que adquieren sus estudiantes, por el contrario esa
función esencial debe estar complementada por las actividades de investigación
y de extensión universitaria. El trabajo de la Universidad debe ‘jugarse’ en dos niveles: Hacia adentro en lo que respecta con la consolidación de su
estructura funcional y hacia afuera en lo que tiene que ver con su propio
posicionamiento de cara al país. En cuanto al primer aspecto es necesario
fortalecer y mejorar el funcionamiento docente, a través de la actualización
permanente, del incremento de los sueldos, del establecimiento de estímulos y
reivindicaciones laborales. Pero también mediante la reposición de cargos, la
apertura de concursos de oposición, el redimensionamiento de las Cátedras y los
Departamentos.
Hacia afuera es necesario hacer más permeables los muros que de manera simbólica
separan a la Universidad del país, esto a los fines de que la institución pueda
impactar de manera más directa sobre el proceso de desarrollo del mismo. La
Universidad necesita desbordarse sobre el país, impregnarlo con su ejemplo, con
su capacidad de construir desde la reflexión profunda y desde la
tolerancia. La universidad es por
definición un ámbito para la discusión desde el respeto, un sitio en el cual
cabemos todos con las diferencias que pudieran existir, un lugar donde el
diálogo debe tener un carácter permanente. Para ello, creo, es necesario
establecer un mayor número de redes e interconexiones en las cuales
insertarnos. La contribución sustantiva de la Universidad de nuestro tiempo
tiene que ver con su propia constitución en un ámbito para la construcción de
lo público, para la confluencia desde la diferencia, para la agregación
cooperativa. Al igual que las bibliotecas medievales la Universidad tiene la
misión de salvaguardar el conocimiento, de protegerlo y de producirlo, al mismo
tiempo que se constituye en un ámbito para la construcción del espacio público
y para la protección de los valores que guían nuestra convivencia colectiva.
[i] El autor
es Doctor en egresado del Doctorado de Cs. Políticas de la UCV y Director de la
Escuela de Comunicación Social.
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