De
la hermenéutica como teoría de la interpretación
a
una concepción hermenéutica de la
filosofía [1]
Ezra
Heymann
El objetivo
principal de esta ponencia es considerar las involucraciones de la
hermenéutica, entendida como teoría de la interpretación de textos y obras, con
teorías del significado y ontologías. Su objetivo secundario es ofrecer
argumentos a favor de ciertas opciones, a la vez hermenéuticas y ontológicas,
que se quieren sugerir con la expresión “concepción hermenéutica de la
filosofía”.
El debate
hermenéutico es desde luego multilateral. Para focalizarlo tomaremos como eje
la elaboración de una teoría hermenéutica realizada por Gadamer en Verdad y Método (Ediciones Sígueme,
Salamanca, 1977) y el esbozo de una concepción opuesta a ella, que asoma muy
frecuentemente, pero que ha recibido su formulación más representativa en la
obra de Eric Donald Hirsch, Jr., Validity in Interpretation (Yale
University Press, New Haven, 1967).
La hermenéutica
gadameriana puede ser caracterizada por un conjunto de postulados. Pero como
todos estos postulados han de salir de mi boca, Gadamer debe ser liberado de
toda responsabilidad por las formulaciones aquí propuestas, y desde luego, por
los comentarios que se harán al respecto.
Podemos formular
el primer postulado con el
señalamiento de que la interpretación es posibilitada por la cosa o el asunto
que es común al intérprete y al autor interpretado. Entiendo que “asunto o cosa
en común” o “comunidad en la cosa” comporta al mismo tiempo tres significados.
Aquello de que está hablando el autor debe ser conocido por el interprete o
debe estar en la prolongación de la típica de sus experiencias de objetos, como
lo expresa Husserl a propósito de los que llamamos “mundo”. Para entender la
oración “Está lloviendo” no hace falta saber si la oración es verdadera o
falsa; por el contrario, sólo después de haberla comprendido puede plantearse
la pregunta acerca de su verdad. Pero si la comprensión de la frase es de este
modo condición previa del conocimiento que ella pudiera trasmitir, comprender
la frase presupone conocer el tipo de cosas de que está hablando. En el ejemplo
dado, debo saber qué sería el caso si efectivamente estuviera lloviendo, sea
por mi experiencia en lluvias, sea por lo que puedo construir a partir de mis
experiencias.
No es sin
embargo este concepto husserliano de mundo el que está presente en la
referencia gadameriana a una cosa común, sino otras dos ideas. La cosa o el
asunto, esto no es simplemente algo con lo cual meramente topamos y nos
familiarizamos finalmente, sino que llega a significarnos algo, que constituye
una cuestión que nos interesa, algo relevante en nuestra vida, un objeto de
nuestra preocupación y reflexión. El requisito de conocer por nuestra parte,
como interpretes, las cosas de las cuales habla el autor, se complementa
entonces con el requisito de poder conocer también las relevancias que el autor
da a las cosas conocidas en común.
Finalmente, el
concepto de un objeto apunta a las posibilidades de la tematización verbal que
permite retomar un mismo asunto en discursos varios. El concepto de Sache, cosa, expresa en la concepción de
Gadamer la capacidad de consideración distanciada, por la cual el medio
ambiente se trasforma en el mundo, dentro del cual es posible delimitar cosas
con sus características objetivas. Gadamer señala como testimonio de la
capacidad de consideración distante y objetiva no sólo el hecho de la
pluralidad de los lenguajes, sino también, y ante todo, la posibilidad que
ofrece cada unos de los idiomas de consideración múltiple y variada de
cualquier asunto.
La cosa común que vincula al intérprete con
el autor es entonces desde un primer punto de vista, una cosa conocida; desde
un segundo, una cosa que interesa; y desde un tercero, una cosa que podemos
comentar de múltiples maneras por medio de nuestro lenguaje.
El segundo postulado de la hermenéutica
gadameriana atañe a la tensión existente entre la familiaridad con la visión
del autor y la extrañeza que forzosamente experimentamos con respecto a ella; y
sostiene que la distancia histórica entre intérprete y autor es
hermenéuticamente fecunda. Podemos agregar que es necesaria, hasta el punto de
que aún las autointerpretaciones requieren una cierta distancia y parten de la
dificultad de articular una comprensión, así como requieren el apoyo den
perspectivas y conceptualizaciones nuevas. Recordamos a este respecto lo
señalado por Merleau-Ponty: “La trascendencia de los momentos del tiempo funda
y compromete al mismo tiempo la racionalidad de mi historia.” La funda porque
abre la oportunidad de reflexión y de superar la opacidad del presente; la
compromete, por cuanto el nuevo presente padecerá de la misma imposibilidad de
captarse a sí mismo en trasparencia. Si bien no podemos decir, anotará Gadamer,
que entendemos el pensamiento pasado mejor que éste se entendía a sí mismo,
debemos decir que entenderlo es entenderlo de otra manera que la que constituía
la autocomprensión de aquél.
Sin embargo, el
parangón entre la posibilidad las dificultades de la autointerpretación y las
de la interpretación propiamente histórica no debe hacernos olvidar que los
términos en tensión –familiaridad y extrañeza- se distribuyen de diversas
maneras en ambos casos: si la autointerpretación es dificultada por la excesiva
familiaridad y la distancia reducida con respecto a uno mismo, la
interpretación histórica suele luchar, por el contrario, con la lejanía del
lenguaje del autor, y con la incompletud de nuestro conocimiento del contexto
tácitamente presupuesto por éste. El trabajo de la interpretación es, de esta
manera, un trabajo en dos frentes simultáneos: la reconstrucción del contexto
del autor y la búsqueda de los medios de interpretación en el propio contexto
del intérprete, que ha de poder acoger en éste la interpelación, las
sugerencias y el cuestionamiento que provienen del pensamiento estudiado. La
concepción de Gadamer se caracteriza por sostener que la interpretación tiende
a una “fusión de los horizontes” del intérprete y del interpretado y, al mismo
tiempo, la necesidad del estudio del contexto propio de éste. Entiendo que con
esto está apuntada también la diferencia entre dos direcciones posibles del
estudio. Así señala Gadamer que las ejecuciones musicales horizontales, que
tratan principalmente de reproducir sonoridad original con la cual debe haber
contado el compositor, no son tan fieles como piensan, y arriesgan caer, como
toda tentativa de imitación, más bien en una falsificación. En forma similar,
se podría decir que el modo más seguro de dar una idea aberrante del
pensamiento de un filósofo consiste en repetir meramente sus palabras. Con esto
no se quiere de ninguna manera negar el interés de la pesquisa histórica. Pero
el ejemplo referido muestra que Gadamer la subordina finalmente a la capacidad
de apropiación del intérprete, a su capacidad de ofrecer una versión de la obra
que pueda asumir como la más significativa.
De este modo
queda implícitamente admitida la existencia de dos tipos diferentes de estudios
humanísticos: Gadamer se opone a que en las escuelas artísticas predomine un
criterio historizante, pero no obviamente que predomine ese criterio en las
escuelas de historia.
Estas
consideraciones nos llevan a una discusión de lo que podemos considerar como el
tercer postulado gadameriano: la
historicidad como modo de ser tanto de la obre como de sus diversas
interpretaciones. Lo que se entiende aquí por historicidad se podrá aclarar
sólo tomando en cuenta el simultáneo rechazo del historicismo, expresado en el
ejemplo musical o en expresiones como la de que Dilthey nunca logro liberarse
del historicismo (historismus). El
historicismo, al querer correlacionar estrictamente un pensamiento con un
momento histórico, debería negar, si fuese consecuente, la relevancia de ese
pensamiento para nosotros, o explicar su fuerza interpelativa, que se renueva
en otros momentos históricos, reduciéndola a un malentendido. La tesis de la
historicidad sostiene en cambio que, en lo que atañe al autor y al acto
histórico, éste contiene una comprensión que no es algo acabado, sino que se
continúa en el tiempo, requiriendo reelaboraciones; de tal manera que la misma
actividad del intérprete pueda ser entendida como prolongación del pensamiento
de aquel acaecer histórico extendido en el tiempo. Partiendo del intérprete, la
tesis de la historicidad hace hincapié en que su propio pensamiento sea
reconocido como constituido por las tradiciones en las cuales se inserta, antes
de poder operar cualquier distanciamiento; de tal manera que aun la distancia
que logra en cada caso tendrá sus apoyos históricos. Toda revolución, sostiene
Gadamer, busca sus tradiciones.
De este modo se
introduce el concepto de historia efectual. Se trata sin suda de una tesis
diltheyana: el pensamiento que interpretamos es inseparablemente sentido y
fuerza, fuerza cuyo impacto el intérprete acusa. Pero a pesar de este contenido
incuestionado suyo, la interpretación del concepto de historia efectual se
constituye en uno de los nudos en los cuales tienen que separarse los
espíritus. Podría tratarse de la tesis
de que el estudio histórico ha de descubrir los procesos y las líneas causales
que determinan el pensamiento histórico y el pensamiento de uno mismo. En
realidad, encontramos en toda clase de consideraciones históricas enunciados
del tipo: sin el pensamiento de A no hubiera podido surgir el pensamiento de B;
y realmente, constituiría un exceso de meticulosidad abstenerse de decir “Este
libro fue muy importante para mí”, siendo claro que es este contexto “importante”
tiene un significado con fuerte componente causal. Enunciados de este tipo
señalan más bien el hecho de que conferimos importancia al suceso o a la obra,
una importancia en la cual no podemos percibir por separado el sentido y el
poder causal. La tesis de la historicidad quiere precisamente excluir la
posibilidad de un pensamiento que se contemplara a sí mismo cono de afuera, de
modo que pudiera al mismo tiempo adherir a un pensamiento, nutrirlo, y
considerarlo como determinado en forma puramente extrínseca.
De este modo
entiendo que “historia efectual” no puede querer decir un historia que verifica
cuál pensamiento es efecto de otro, sino una que verifica la vigencia del
pensamiento pasado y se sabe perteneciente a su historia precisamente por
cuanto no es posible deslindar totalmente el sentido de la serie de sus
expresiones históricas, siendo así que sólo a partir de éstas podemos articular
un sentido nuevo.
Sin embargo, al
asociarse con la tesis de que el estudio histórico se ubica dentro de la misma
secuencia histórica estudiada se plantea inmediatamente la pregunta acerca de
cómo debe concebirse estudio de otras culturas que se desarrollaron en líneas
independientes de la nuestra: La respuesta que podemos dar es que ya el
aprendizaje de un idioma ajeno al nuestro requiere en última instancia un tipo
de contacto que implica estar involucrado en prácticas comunes y actos de
comunicación por los cuales se produce un entronque de las dos culturas, aun cuando sea en fecha reciente. Ahora, el
hecho de que en la historia de la humanidad han tenido peso decisivo los
contactos interculturales muestra que una hermenéutica debe asumir finalmente
hipótesis pertenecientes a una teoría antropológica, obviamente incompatibles
con un culturalismo radical o un historicismo análogo. Es por cierto alarmante
que Verdad y Método no menciona
siquiera este problema, lo que indica (a
pesar de sus críticas) su trasfondo historicista; pero es tanto más
significativo que después de Verdad y
Método Gadamer se haya dedicado, junto con Vogler, a organizar una obra
colectiva de antropología filosófica.
La estrecha
relación establecida por nuestro autor entre comprensión, interpretación y
aplicación tuvo que aparecer a muchos como una negación de toda objetividad en
el campo de las ciencias filológicas e históricas. Un portavoz articulado y
representativo de esta preocupación es Eric Hirsch en su libro Validity in Interpretation.
Una obra tiene
inevitablemente una relevancia o significatividad (significance) diferente para cada uno de sus lectores, ya que
depende justamente de las relaciones en las cuales la pone, de las asociaciones
que puede despertar en él, y del provecho que él en particular le puede sacar.
Esta dimensión coincide con lo que Gadamer llama la aplicación. Pero por más
que sea muy diferente la virtud evocativa e instructiva que un texto tiene para
intérpretes diversos, pertenecientes eventualmente a períodos históricos
diversos, Hirsch piensa que deben poder ser capaces de ponerse de acuerdo
acerca de qué es lo que el autor quiso decir, cuál es simplemente el sentido de
una frase, su meaning, a diferencia
de su significance, de la
significatividad múltiple que un hecho tiene para alguien.
Como todo aquel
que ha leído a Reichenbach o a Popper, Hirsch señala que, por cierto, no hay
método para encontrar o adivinar el sentido de un texto, pero sí cabe una
investigación metódica que permita corroborar o descartar las ideas surgidas,
que son hipótesis acerca del sentido del texto. Esto constituye la metodología
literaria: el examen en base al cual podemos aceptar o rechazar la corrección
de nuestras atribuciones de sentido más o menos espontáneas a frases, textos y
obras.
Lo que un texto
quiere decir no es para Hirsch una cuestión psicológica. Lo pensado, lo creído,
lo querido o temido es una entidad objetiva, una formación bien determinada,
idéntica a sí misma, independiente del interés variado que pueda suscitar. Con
Husserl Hirsch distingue el acto de pensar –la noesis- y lo pensado –el noema-.
Ahora bien, Hirsch es lo
suficientemente lúcido como para tomar en cuenta que el noema –idéntico para él
con el sentido- queda expuesto y articulado por los intérpretes con medios
lingüísticos cambiantes. Él no cae en la torpeza de pensar que una
interpretación ideal de Kant será formulada en términos de la misma filosofía
de Kant, con lo cual sólo se lograría producir una especie de pastiche, un texto que imita las
peculiaridades y los tics del autor. La distinción entre sentido o significado
y significatividad (o relevancia) da por esta razón lugar a una distinción de
tres términos entre 1) la comprensión, como captación del noema intentado, 2)
su explicación, en el sentido en que se dice de un profesor que explica un
concepto, y 3) la crítica, en el sentido en que hablamos de crítica literaria: un
comentario que evalúa o que ayuda a la apreciación de la obra.
Pero esta
lucidez de Hirsch hace que la distinción inicial entre meaning y significance pierda
su fuerza convincente. Si no se trata sólo de captar un sentido sino también
describirlo, clasificarlo, esto es, interpretarlo por medio de conceptos
disponibles, entonces se arruina la misma idea de una captación simple o de un
simple nombrar un objeto que es el objeto intencional de alguien, que el
intérprete sólo puede conjeturar cuál es, pero del cual se supone que el autor,
que se dirige intencionalmente a él en forma primaria, tiene un acceso directo,
frontal e inmediato, por el mismísimo acto de pensarlo. Si se admite la tarea
de explicación conceptual, entonces el peso de la interpretación pasa a ésta, y
la captación del sentido pasa a ser sólo una premonición de una dirección
posible de la explicación conceptual. Ésta, por otra parte, no puede mantenerse
inmune a cuestiones de relevancia, ya que constituye una elección de asuntos
con los cuales ha de ser relacionado lo expresado por el autor. Por ejemplo, si
los comentaristas actuales reconocen en la teoría de las proporciones del libro
V de Euclides (que se le atribuye a Eudoxo) una versión exacta de la teoría de
los números irracionales de Dedekind, entonces esta conceptualización es
también un señalamiento de relevancia: la identificación con la doctrina
contemporánea hace que se multipliquen las relaciones que determinan para
nosotros el sentido mismo de la doctrina antigua, al mismo tiempo que permite
conocer y apreciar la modalidad propia del razonamiento de Eudoxo. La historia
de la recepción del libro V de Euclides a través de los siglos es un muy buen
ejemplo de cómo la capacidad de dar cuenta de lo que se dice es inseparable de
la capacidad de apreciarlo.
En la concepción
de Hirsch, que considera el sentido como una entidad que mantiene su identidad
independientemente de las explicaciones conceptuales que se dan de ella, es
bien reconocible una cierta forma del pensamiento ontológico, que admite tanto
variantes empiristas como platonizantes. La meta del análisis filosófico
consiste, para esta concepción, en hacer presente los objetos últimos y básicos
de la respectiva ontología, objetos últimos con respecto a los cuales ya no
cabe sino captarlos, nombrarlos y registrarlos.
La adhesión a
una ontología de este tipo explica la visión que tiene en Hirsch a uno de sus
representantes. En esta concepción el noema es un bien determinado pensamiento,
y si éste puede ser explicado de diversas maneras, estas explicaciones
constituyen tan sólo diversas maneras de designar o nombrar un objeto dado
independientemente, de tal manera que su conocimiento final es la pura
presencia de un objeto, cara a cara con un sujeto.
Esta ontología
está muy difundida. Está en la base de todas las teorías del significado para
las cuales el significado de un nombre es una regla que permite correlacionar
el nombre con ciertos objetos, o en otra formulación, que nos lleva del nombre
de ciertos objetos. Concepción obvia y sin embargo asombrosa, ya que es más
obvio todavía que la función específica del lenguaje no es la de apuntar a
ciertos objetos e individualizarlos, sino la de decir algo acerca de ellos.
Decir algo de ellos, esto es señalar alguna relevancia del objeto, dar una
respuesta a ciertas incógnitas nuestras con respecto a lo que se representa.
Digámoslo bien
claro: El puro encarar con los ojos grandemente abiertos e inmóviles no tiene
ningún parecido con el conocimiento, aun
cuando se tratara de un ojo mental. O más exactamente, la expresión “el ojo del
espíritu” atestigua justamente esta asombrosa confusión del conocimiento con el
registro de algo presente. La palabra “conocimiento” o la de “información”
pierden todo sentido si no quedan referidas a un conocedor con su campo de
incertidumbre, dentro del cual algunas incertidumbres en particular quedan
despejadas. Aun el concepto de registro presupone una gama de reacciones
posibles que es este caso son inscripciones con las cuales el aparato
registrador puede responder a la acción que se ejerce sobre él. Podemos
imaginar así una máquina que registra los colores que se le presentan,
produciendo para cada objeto que se le presenta una de las reacciones que
constituyen su repertorio. Ahora, es evidente que esta primera aproximación al
concepto de conocimiento es todavía enormemente deficiente. Podemos almacenar
información en una computadora o en un fichero, pero no tenemos ningún motivo
para decir que tenemos un fichero muy informado, por más que en él sesudas teorías.
El mínimo que se requiere para poder decir que se trata de conocimiento es que
lo registrado pueda ser utilizado oportunamente en relación con los objetos a
los cuales se refiere. El concepto de conocimiento así obtenido es coextensivo
con el aprendizaje animal y es extensible a máquinas que aprenden tratando
objetos. Para alcanzar un concepto de conocimiento aplicable específicamente a
actividades humanas habría que agregar por lo menos un requisito más al modelo
previo: Además de poder registrar predicados relacionados con objetos y
modificar su conducta con respecto a los objetos en base a los registros
previamente hechos, el conocedor debería poder comentar los predicados que
adjudica a los objetos en un doble sentido: reevaluar los méritos en base a los
cuales quedan adjudicados y examinar los alcances de los predicados a los
efectos de las prácticas que ellos informan, así como a lo que atañe a las
implicaciones que podemos establecer entre los predicados. De esta manera se
abre un proceso ilimitado de reflexión (autorreferencia y autocomentario) que
tiene como consecuencia que los predicados dejen de formar un repertorio fijo
de respuestas y den lugar a la creación de predicados nuevos y con ello a una
modificación de su sistema.
Es aquí, en la
actividad de comentar predicados usados por uno mismo o por otros que se afinca
el concepto de interpretación, y es también a partir de aquí que podremos
explicar el concepto de filosofía. No es, seguramente, el cometido propio de la
filosofía establecer lo que es del caso, decir lo que hay, sino a lo sumo
estudiar los conceptos mediante los cuales decimos, eventualmente, qué hay. Y
aún esta descripción es demasiado amplia, ya que también de buena parte de la
física se puede decir que ella no está constituida por proposiciones
existenciales o singulares, sino por proposiciones universales, que forman un
sistema de conceptos por medio del cual
podemos estudiar la realidad. Pero en la medida en la cual una ciencia o una
disciplina humanística no introduce solamente términos nuevos en base a reglas
establecidas, sino que discute el significado que van adquiriendo los términos
y se hacen propuestas para su reinterpretación, en esta medida su actividad se
vuelve filosófica. Pero al volverse filosófica no deja de ser física, o
filología, o historia. Sólo se podrá indicar como actividad específicamente
filosófica el estudio de las condiciones generales de la actividad de
autointerpretación, en el sentido señalado del término.
A este respecto
no debe llevar a engaño el concepto de ontología. Pronunciarse acerca de qué
entidades están en existencia, no es el cometido de la ontología, sino de los
inventarios de todo tipo. La pregunta ontológica no es acerca de lo que hay,
sino acerca de cómo entender el sentido de la palabra “es”, ya existencial, ya
como forma predicativa, y el sentido de expresiones que tienen un oficio
parecido. Así concibió Aristóteles el objeto de aquella parte de su filosofía
primera que hoy llamamos ontología. El problema ontológico es el de la
interpretación de las determinaciones cognoscitivas, a las cuales pertenecen
las expresiones ontológicas, y no puede plantearse sino en el nexo de una
teoría del conocimiento. Se trata de darnos cuenta de que “es” y “hay” no
poseen ninguna claridad última y no se explican por sí mismos, sino por su
lugar en el conjunto de la experiencia y del conocimiento.
[1] Ponencia presentada en el Coloquio
sobre Hermenéutica, realizado en la sede de la UCAB, Caracas, 1987, y
publicado en Cuadernos Venezolanos de
Filosofía, UCAB, No. 1, 1989, pp.
46-54.
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