Al
maestro con cariño
Recordando
a Ezra Heyman
Carlos
Blank
Lo que define la
importancia de una persona para nosotros no es la cantidad de veces que la
hemos frecuentado o el tiempo que nos
hemos mantenido en contacto con ella, sino el impacto permanente que ellas han
tenido en nuestro ánimo. Podemos decir que el impacto de Ezra Heymann fue de
esta naturaleza. Y como algunas amistades,
ellas pueden perduran aun a pesar de que hayamos mantenido poca
frecuencia en el trato o hayamos perdido incluso contacto en un determinado
momento. Con las películas puede suceder lo mismo, su efecto es duradero
independientemente de las veces que la hayamos visto. Y ese fue precisamente nuestro caso.
La primera vez que tenemos “recolección” o
memoria de haberlo “conocido” fue en una conferencia de Julio Pagallo, entonces
en la sede de San Bernardino, acerca de
la crítica que realiza Hegel en La Fenomenología del Espíritu a la
concepción “vestibularia” del conocimiento en Kant. Después de escuchar la
brillante exposición de Pagallo tomó la palabra Juan Nuño y con su acostumbrado
estilo atrabiliario echó sapos y culebras, no en contra del orador obviamente,
sino en contra de Hegel, de su supuesta omnisciencia y de su charlatanería y
del carácter pseudocientífico de su “método” dialéctico. Obviamente la
intervención de Nuño nos dejó también una huella permanente y con el tiempo nos
recordará bastante la crítica de Popper y la propia alergia –justificada o no,
ese es otro tema- a todo lo que huele o sabe
a Hegel. La otra intervención de la cual tenemos memoria –las demás las
olvidamos con el tiempo- fue la de un enjuto profesor que hablaba con un acento
bastante curioso o difícil de definir para nosotros en ese entonces, a
diferencia del inequívoco acento castizo de Nuño. Ahora sabemos que esa persona
era Heymann. Lo que más nos llamó la atención fue que comenzó su intervención
felicitando al ponente y después valorando lo expuesto así como reconociendo la
relevancia de lo tratado allí. Ya entonces nos percatamos, sin conocerlo aun,
que esa era su sello característico: encontrar el lado más interesante o
valioso de una conferencia o de un autor, sin dejar por ello de deslizar alguna
crítica o comentario mordaz o irónico de tanto en tanto. Desde entonces nos
dimos cuenta de que reunía dos cualidades muy importantes en el pensamiento
filosófico, en términos de Merleau-Ponty, “el sentido de la ambigüedad y el
gusto por la evidencia”.
Posteriormente,
a comienzos de los 80, pudimos constatar
de manera más directa ese estilo tan peculiar de expresarse y de formular o
desarrollar un determinado tema. Esa segunda oportunidad fue en el marco de la
Maestría de Filosofía de la UCV, en un seminario sobre la epistemología de
nuestro mutuamente admirado Jean Piaget. Allí pude presenciar su verdadera
maestría. Pudimos constatar el profundo dominio que tenía de las ideas del
autor, cuyas ideas iba desplegando como si asistiésemos a la génesis de las
ideas del propio autor, es decir, seguía el mismo método genético de Piaget. No
se trataba de hablar acerca de Piaget, sino de pensar como Piaget, al menos esa
era la impresión que teníamos al escucharlo en su conocido estilo pausado,
pausa dramática que a veces podía resultar algo exasperante para alguien con un
biorritmo más acelerado.
Combinaba la
capacidad de análisis, de amor al detalle y la búsqueda de la diferencia, con
la capacidad de síntesis y de búsqueda de lo semejante. Siempre fue un
interlocutor generoso y paciente, por no decir condescendiente, al punto de que
siempre parecía encontrar algo interesante en los comentarios de los demás,
posiblemente porque era capaz de ver más allá de las palabras, y se colaba en
el hiato inevitable que hay entre lo que se quiere decir y lo que se dice
efectivamente. Nunca pretendía lucirse y menos a costa de los demás. Tenía un
profundo sentido de la justicia y del
“fair play”, tal vez porque en varias oportunidades tuvo que huir de la
injusticia y del “juego sucio”. Como se sabe, Heymann tuvo que huir primero del
nazismo en Europa y después de la dictadura en Uruguay. Fue uno de los primeros
venidos de Uruguay –así como de otros países del Cono Sur- huyendo de la
intolerancia y de la estrechez económica, y atraídos hacia un país en el cual
había expectativas económicas para un profesor universitario y en general un
clima de tolerancia y cordialidad –ahora la polaridad se ha invertido. Seguramente esas experiencias lo marcaron en
sus gustos filosóficos, Kant, Arendt, Popper o Rawls, para solo mencionar
algunos de su amplio repertorio. Pues como si de un intérprete musical se
tratase no solo tenía un amplio repertorio sino que sabía interpretar a cada
autor, añadiéndole siempre un “plus” o “valor agregado” en su interpretación.
Siempre era capaz de añadir algún matiz
o descubrir un ángulo nuevo para enriquecer la obra que estaba
“ejecutando.” De allí su maestría.
Como decíamos al
comienzo, el suyo fue un magisterio breve, si se quiere, pero dejó una huella imborrable en nuestra
memoria. Posteriormente nos encontramos en diferentes actividades llevadas a
cabo por la UCAB, esta vez como “colegas” universitarios. En una primera
oportunidad, en un Coloquio sobre
Hermeneútica y posteriormente en un Coloquio Interuniversitario
Iberoamericano: Racionalidad científica,
racionalidad práctica y racionalidad teológica, donde expuso sendas
ponencias que hemos transcrito para rendir este modesto homenaje al Maestro,
con mayúscula. Más recientemente, en el 2002, nos encontramos en un homenaje a
Karl Popper por el centenario de su nacimiento propiciado por CEDICE. En esa
oportunidad el tema era una crítica a la visión antiexpresionista de Popper en
el Arte, en especial, en la música. Lamentablemente no conservamos el texto
expuesto en esa oportunidad.
En una ocasión
le comentamos que estábamos elaborando un trabajo comparativo entre Popper y
Wittgenstein. De más está señalar que el comentario que nos hizo acerca del
contraste entre ambos temperamentos filosóficos hizo que tuviésemos que
reformular nuestro trabajo y dar cuenta de aspectos que habíamos ignorado
inicialmente. Ese era Heymann, alguien siempre generoso y que seguramente ha
hecho revisar a más de uno sus opiniones. Sin duda él lo hizo también, pues,
como Popper, entendía el oficio de filósofo como una búsqueda constante, como
una reflexión permanente sobre “el universo abierto y la sociedad abierta”.
Lejos de ser una enfermedad de la cual hay que curarse, la filosofía es una
actividad que debe disfrutarse, debe degustarse o saborearse, y por eso hablaba
lentamente, para disfrutar y regodearse del pensamiento, como el niño que
saborea lentamente su postre favorito mientras otros ya lo han “apurado”.
Heymann brillaba
con luz propia, por eso no le importaba que otros también lo hicieran o que
también hubiese planetas que se beneficiasen con su luz. Afortunadamente vivió
lo suficiente para que se le hiciesen justos reconocimientos en vida. Lamentablemente
ya no está entre nosotros, aunque los que tuvimos el privilegio de conocerlo
todavía sentimos vivo su daimon
travieso e inquisitivo. Mantener vivo ese espíritu es posiblemente el mejor
homenaje que podemos hacerle.
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