David De los Reyes
- Sarah Bernhardt (1884-1923), representando Celeste
I
La moda ha venido a ser un elemento de cambio, tanto en lo personal como en lo grupal, en los gustos y patrones cotidianos en las sociedades contemporáneas. Sin este ingrediente, parte de la modernidad no se pudiera pensar; dejaríamos fuera la democratización de las apariencias, la constitución del cuerpo para el otro, la mirada al devenir de los distintos mundos de lo cotidiano, a la entronización de lo nuevo como conciencia de estar en el mundo; efecto que se ha constituido casi en el único imperativo de los tiempos.
La moda no ha pasado nunca desapercibida para el mundo intelectual. Ya a comienzos del siglo pasado, en 1830, Balzac redactó su Tratado de la vida elegante y a finales de ese mismo siglo, intelectuales como el dandy y poeta Baudelaire, ya se fijaban con entusiasmo en el femenino y erótico arte de pintarse los ojos, las mejillas y los labios, descrito en su Elogio del maquillaje: pequeño tratado donde la moda es descrita como un elemento constitutivo de lo bello, un síntoma del gusto ideal. Para el inglés Oscar Wilde el maquillaje proporcionaba a la mujer lo mismo que su propósito personal para con la naturaleza: no imitarla, sino embellecerla. Mallarmé, a finales de siglo, redactaría La última moda. Pero también la literatura influiría e inspiraría el gusto en los vestidos, sólo hablemos de uno: Sarah Bernhardt, leyendo una página de Salambó de Flaubert quien describió a su personaje vestida de una tela desconocida, quiso tenerla para su nívea piel y la tan afamada artista exigió una tela similar; al cabo de una semana ésta existía. Sarah la creó mutando un terciopelo color hortensia marchita con reflejos azulados y haciendo macerar a martillazos la pieza de terciopelo de Venecia color rosa auroral; posteriormente la intervino con fumigaciones de azufre y azafrán, para encontrar un tinte nunca visto antes. Al final, un dibujante trazó arabescos y flores de fantasía, animales emblemáticos y sombras sugestivas con un vaporizador especial; el resultado inesperado cubrió a su grácil cuerpo en sus futuras representaciones. Este acto de Sarah bien afirma lo dicho por Barthes sobre el vestido: “se sabe que la vestimenta no expresa a la persona sino que la constituye; o más bien es sabido que la persona no es otra cosa que esa imagen deseada en la que el vestido nos permite creer”[1]. El gusto por lo nuevo y lo exótico en la moda ha sido un rasgo constante en nuestras sociedades modernas y sobre todo de manera creciente desde el siglo XIX a nuestros días.
Pero todo ello ha sufrido cambios al transcurrir el siglo XX. De esta manera encontramos que la demanda de modas en nuestras sociedades no obedece ya sólo a una predisposición de la distinción social –como lo fue hasta la mitad de nuestro siglo- sino de una actitud de trastrocamiento, mutación, metamorfosis y novedad en la interioridad de la personalidad y vida, donde una rigidez de la indumentaria obstaculiza la libre expresión de la individualidad y ahora toda una constelación democrática del individuo lleva a afirmar su autonomía básica personal. Constitución de un espacio estético para nuestro diario acontecimiento individual. Búsqueda de variación, demudación, teatralización de nuestra personalidad imbricada bajo la tormenta del acontecer mediático y a su aceleración constitutiva que le da cuerpo, la determina, la mima, la define y la hace sobrevivir.
Las costumbres y usos que se ponen en boga durante cierto tiempo y que forman parte de nuestro atuendo y conductas externas vienen a constituir un elemento clave de una sociedad que arrastra como conflicto permanente el enfrentamiento de una producción inconsciente de sus límites, -hasta ahora-, añadiéndosele la necesidad imperiosa de dar salida a dichos objetos producidos.
Para nuestra participación en los cambios de la moda y nuestra continua disposición en asumirla, no importa, en forma determinante, tanto el ascenso o descenso de nuestra renta o salario sino las actitudes pesimistas u optimistas que despliega ante esa sociedad de cambio continuo. Por todo ello la moda es un factor constitutivo de nuestra época y del mundo occidental; nos lleva a comprender a la sociedad del presente desde el mismo centro de lo presente, no por medio del sesgo de los mecanismos de producción; con ella nos asomamos a sus límites y sus respiros que vienen a presentarse por los impulsos del marketing, por los nuevos sistemas de distribución y venta o por los marcapasos perceptuales colocados en el corazón del mercado, además de los juicios prácticos instalados en las técnicas de motivación que crean una sinergia que se adhiere al avance y la presencia persistente de los canales de la comunicación y sus vastas posibilidades de persuasión; todo dentro de un movimiento que va a la par de una intensa capacidad acelerada en la fabricación de los más variados productos; productos proyectados, tocados, afinados, redefinidos y refinados con la pulsión de la obsolescencia como condición interna para ser aceptada su existencia dinámica.
No podemos negar que la moda es un hecho de nuestra civilización occidental. En ella se dan cita desde efectos psicológicos y culturales hasta políticos y filosóficos. Involucra no sólo a conjuntos sociales sino que despierta el alma del individuo y se convierte en una opción de la libertad personal y de nuestra condición externa de presentarnos ante el mundo y modificarlo. La moda ilustra el ethos del fasto y promedia una libertad minimalista que nos compromete dentro de una estética de las apariencias, aunque sabemos que a tanta fortuna no queda de lado el que tenga sus desquites y sus pesares. Al inyectarnos el gusto por la novedad y el cambio que respiramos en toda la atmósfera cultural occidental, nos dispone al consumo de productos de utilidad dudosa, siendo el exotismo uno de los elementos de su seducción; en ese juego no entran a participar las relaciones de vecindad o tradición, es más, su condición es ser la negación de las costumbres tradicionales y de ahí su carácter modernista implícito que sobrepasa cualquier marco de nacionalidad para su justificación; con la moda se yergue todo un sistema social teñido por el espíritu moderno y liberado, -hasta cierto punto- de la influencia del pasado, se rodea de un orden de valores que se remarcan sólo ante el presente y lo nuevo. En la modernidad sólo el presente pareciera que puede inspirar al deseo.
La hibridez de la moda estructura el componente perfecto para el pulso económico de las regiones periféricas y satélites, encogiendo o ensanchando la piel del bienestar general al ritmo de una globalidad envolvente. Conforma un acopio y conglomerado de bienes cuyos ingredientes varían cada vez menos de un país a otro, globalizando los escenarios, los utensilios, los adornos y los vestuarios dentro de una regionalización imperante de los mercados presentes. Preponderancia y hegemonía cotidiana del imperio de lo efímero.
II
La vida y existencia de la moda siempre se deberá a un efecto de reacción. Para afianzar su permanencia necesita enfrentarse y surgir como oposición a otra anterior. Del pasado saca su existencia en el presente, actividad paradójica por su perenne variación o de negar la moda del verano anterior, por decirlo así, o bien por resucitar cadáveres y ruinas de los depósitos museísticos de las modas pasadas y volverlas actuales mediante la intervención y la modificación de los materiales y cierto uso del diseño actual. La moda que tiene una pequeña vida y permanencia, sólo obtiene su presencia constante por su resucitar, como ave Fénix, de sus propias cenizas. Reacción contra lo anterior, oposición radical a sí misma, con sólo negarse surge su afirmación, proponiendo modelos de comportamiento colectivo de valor universal, socialmente jerarquizados y que se separan totalmente de los gustos del pasado inmediato. Así, cuando en 1963 Mary Quant crea en Londres el Ginger Group, lanza la minifalda que fue, más que una liberación sexual femenina, una reacción al agotamiento de la era de las faldas largas victorianas, por ejemplo. La moda se entroniza a partir de oposiciones binarias: corto/largo, alcohol/droga, aceleración/lentitud, blando/duro, hot/cool, naturaleza/artificio, tropical/templado, jazz/rock, rock/salsa, salsa/joropo, pasaje/bolero, minifalda/maxifalda, etc., donde siempre uno de los pares es el triunfador absoluto para el consumo social por un período sometido a los vaivenes de la demanda del producto. El desplazamiento acontece por un surgimiento impetuoso de un antagonismo radical, donde no hay términos medios e híbridos que hayan podido gozar de mucha fortuna.
Sarah Bernhardt en New York, (1884-1923)
III
La moda pareciera ser una cura real, una satisfacción permitida, un ensanche de nuestro narcisismo, cuando sabe darnos lo que deseamos adquirir más que tratar de vender lo que se produce. La inducción y la seducción de sus montajes para la captación de nuestra atención y del picor que despierta al deseo llevan a preguntarnos por la fragilidad y alteración de nuestra libertad de decisión particular ante su imperativo. Orden oculto que bien puede trastocarse, a la vez, en un recurso de expresión y transformación personal ante las formas externas sin significación del mundo. De ahí que ese espacio lúdico nos dé la grata y recreada ilusión de renovación de la vida, de la sociedad, del tiempo y hasta de la historia, combinando sus efectos dentro de la constante repetición violenta en que nos introduce nuestro entorno de la vida ¿postmoderna?. Con la moda bien puede pasarnos hoy lo que ya decía Epicuro sobre nuestra alimentación y de la duración de nuestras vidas: “Y así como de entre los alimentos no se escoge los más abundantes, sino los más agradables, del mismo modo disfruta no del tiempo más largo, sino del más intenso placer”
Sarah Bernhardt
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IV
Al restringir los límites de la participación en el campo de la política el individuo ha optado por participar en la elección de los adornos y de la estetización de su cuerpo; en organizar su vida inmersa en un sistema de frivolidades que permanece como una danza continua y constitutiva de lo cotidiano, encontrando que esta pasión prescribe, quizá, uno de los elementos que más lo integran con el devenir del mundo y yendo al encuentro de la mirada del otro. Muertas las ideologías, entrados los partidos en el túnel de lo anacrónico y en la practicidad estéril de las propuestas de sus dirigentes (aprendices de tiranos) –que sólo terminan siendo y haciendo más de lo mismo: nada para el bien común-, agregando a todo ello la aceleración y cambio de los valores y las costumbres, el individuo halla en el carrusel de la moda una cierta estructura hedonista y lúdica que intercambia por la política tradicional y que lo incluye en un determinado conjunto humano que lo guía más a la experimentación narcisista que al mandato colectivo. La moda, más que un conjunto de emblemas y símbolos de la diferenciación –como lo fue en otros tiempos-, ha quedado como el escenario que cierra y abre un intersticio de exploración para la convivencia y el intercambio simbólico comunicacional; lo que importa es el encuentro, la convivencia. Elevando la constelación de lo efímero, como elemento ontológico de los actores sociales, se retrae y casi desecha de nuestras vidas la búsqueda de cambios sociales, políticos o económicos. En la órbita de los gustos, de las frivolidades, de los atuendos, está toda una gramática abierta a una descripción y lectura del conjunto de nuestra trama y red de conflictos individuales integrados al concierto gris de la sociedad signada por la obsesión del presente, del peso de un pasado aparentemente glorioso, dador de una brumosa nacionalidad hoy bastante moribunda por la globalización y que apesta a sangre muerta derramada, que no interesa a nadie recrear ni revivir y de un horizonte rasgado por un futuro incierto, propio del burro siguiendo la zanahoria hacia el prometido mundo feliz.
Todo este conjunto hace que lo cotidiano se torne en terreno de una sociabilidad difusa, donde se vive al margen de lo político institucional, lo histórico o lo religioso; en este espacio dilatado entra a confluir tanto lo privado como lo público, lo familiar como lo vecinal, lo erótico y lo lúdico, el ocio como el quehacer asalariado. Concentrándonos gracias a los nuevos hábitos adquiridos dentro del arraigo cambiante de nuestra sociedad para el consumo, la cotidianidad se define desde el hogar, la calle, el centro comercial, el rutinario puesto de trabajo, el bar del encuentro, de la apuesta o del juego y la virtualidad de la iconografía mediática regida vertical y burocráticamente por una aspiración a un standing elevado, junto a ritos y mitos surgidos del seno de la ciudad.
Pero los tiempos pasados tejieron una cotidianidad que presentaba un grado de imprevisibilidad, espontaneidad, de una vitalidad ruralizante, de una incertidumbre y naturaleza que ahora no se permitiría para nuestras cerradas, temerosas y democratizadas vidas citadinas; la lógica tramada es la que se inscribe en el efecto ensordecedor e hipnótico de la repetición asfáltica. La repetición también como conducta externa que es, por su cuenta, eco de una vibración más secreta, de una repetición interior y establecida en la profundidad del singular sujeto que la anima. Repetición cotidiana de los gestos, las mismas jergas, los mismos sueños, los mismos deseos, similares comportamientos prescritos para las ciudades, grandes o pequeñas, cada vez más parecidas, con sus trabajos terriblemente idénticos y monótonos –cuando los hay; acordémonos de la sombra del paro que recorre al mundo: Vivian Forrester lo dijo hace tiempo[2]. La moda se inscribe en uno de los pliegues de lo cotidiano como dispensadora de alivio de la inercia y rutina; cotidianidad como densidad vital saturada con signos y ofertas en cada esquina.
Si en el siglo XIX Ernst Engel propuso una ley para comprender el sentido innovador de los comportamientos sociales e individuales, la cual decía que “a medida que aumenta el consumo total tiende a disminuir el porcentaje del gasto destinado a la alimentación”, hoy pudiera traducirse que entronizándose el consumo como algo cotidiano, pudiéramos decir que, a medida que aumenta la presencia de la moda en nuestras vidas, disminuye el porcentaje de gasto destinado al desarrollo de nuestra espiritualidad y diferencia; nuestra espiritualidad nace sólo desde lo externo, la democracia de la moda pide, sobre todo, únicamente la presencia del cuerpo junto a la lealtad de su espíritu cristalino de vitrina.
Sarah Bernhardt como Cleopatra, 1891 retrato de Napoleón Sarony (1821-1896)
V
La moda nos muestra la faz de lo nuevo -pero bajo el signo de la reiteración- para entender y vivir cotidianamente nuestras pulsiones subjetivas al tempo del imaginario social. Su presencia tiene una influencia mayor que la educación primaria y secundaria o universitaria, que los sindicatos, la empresa, los oficios, los partidos y hasta de los gobiernos; ella se eleva por encima del aburrimiento generalizado presentándose como la Diana cazadora de la intimidad inconsciente y de los sueños en nuestra individualidad permeable. La prenda del momento cautiva más que las leyes permanentes o ¿cambiantes? de nuestros estados. Al despertar el confundido ciudadano por los espejismos del porvenir de la oficialidad institucional ofrecidos como meta que nunca se llegará realmente a alcanzar, al ciudadano, inscrito dentro de una máscara social, le queda la posibilidad de aferrarse, en tanto respuesta y rechazo a la condición infernal de nuestras ciudades, al basurero vivencial en que ha convertido el hábitat de su barrio o urbanización, o la inocografía itinerante e infernal de las tragedias mundiales, en el reducto subjetivo y volátil, cambiante e hipnótico, integrador y dador de cierto sentido de ¿belleza? o percepción estética instantánea que nos presenta el balcón de la moda, convidándonos a una conciencia amarga de la resignación e identidad de lo incierto y arraigo pasajero en el tobogán del segmento cultural de lo breve, en lo fugaz de las formas estéticas de la individualidad. Los objetos y matices que nos ofrecen las modas gustan por permitir situarnos socialmente, desenmascararnos, sacando un provecho y placer distintos. Ante el cerco del ruido político que pareciera no ir a ningún estadio feliz, -o al menos a algún lugar al que uno realmente quiera ir o sentirse invitado-, y al dejar de tener la vida un valor y una dignidad, el individuo y su casi perenne fragilidad se escuda en la extensión plástica y finita de su propia piel, en la fantasía y decoración de su consciencia; encuentra que la primera ley de la naturaleza personal para la defensa e identidad de su precaria humanidad en las sociedades actuales, está, por el hecho del constante sentido del accidente en nuestro marco vital, en el inmediato halo cambiante de los artilugios (del celular al infaltable BlackBerry), en el adorno o el collar en el desnudo cuello, en un lóbulo de la oreja o en las aletas de la nariz, en la intervención o decoración y tatuaje corporal, en el oropel de las livianas fantasías, en los barroquismos de los contrastes, en los colores sin vida y en los gustos chocantes ante el buen gusto único que sólo se manifiesta en la medida que solapa y oculta -¡y ya no puede!- la injusticia, la corrupción, el crimen, la inseguridad ciudadana, la pobreza, la muerte, las lacras, las desigualdades como una condición casi natural y eterna de nuestro estadio mediocrático cultural.
El individuo casi sintiéndose escoria de una sociedad que ya no ofrece salidas y a falta de elecciones y de deberes y derechos que cristalicen y reformen, o que aspiren a una cruel sinceridad de los límites de su suerte y condición política, asume la moda, como complemento de la sucesión de la vida, esa condición faltante para ejercer la elección y desplazar y empuñar la cercanía de la muerte por indiferencia a la política virtualizada y chata: abstracción que no se mezcla –y siempre es vista desde lejos: su efecto es aéreo: ondea por los aires…- ya para sus vidas, ante la trampa mortal del ser estático de la nada política, asume la avalancha de naderías externas y de las pequeñas diferencias que forman a la moda. Ante la fatua gloria del mundo abstracto institucional y financiero su negación se cruza con otra abstracción pero de corte sensitivo y estético, la de la moda; todo ello nos da una emoción de la presencia y significación simbólica social en la capa del placer individual; rechazo a lo obsoleto y conjuro ante nuestras sociedades del gas mediático y de la ¿trasparencia?. En un tiempo en que las estructuras jurídicas y de legitimidad están a la deriva y no funcionan, las casi inertes democracias encuentran el respaldo del cauce mediático, proponiendo como condición existencial al continuo cambio girando en un círculo cerrado. Al encontrar que la representación del teatro de los políticos no devuelve la esperanza y tampoco se establece un piso firme dinámico, menos brutal y más acogedor, borrando los pocos gestos humanos, esos electores nos muestran que su acción votante está, (gracias a la continua medida bien administrada de frustración constante producida por la desconfianza de lo público), más cercanos a la seducción de las pasarelas mercantiles, de los oropeles y telas, a los gustos alimenticios y looks que en mirarse y reflejarse en la cara seria –y verázmente cínica del como sí- torpe y gris de la constante política militaresca o gerontocrática de nuestros mundos latinoamericanos. Se busca refugio en la individualidad y en la ética hedonista de la estetización de nuestra corporeidad.
Sarah Bernhardt retrato de Napoleón Sarony (1821-1896)
VI
La publicidad y la presencia de la moda no sólo domina nuestra visión de mundo, sino que hace de lo efímero nuestra certeza sensible, llena nuestros oídos, determina, en forma urgente, nuestra estética moral, nuestras miméticas conductas y hasta preconiza un sentido de la idea del bien individual y social. La paleolítica corteza política aún cree que estamos esperando su última palabra para saber de cómo va la política. Ciegos, nos hablan de los colores del mundo cuando nosotros hemos integrado, inventado y despertado nuestras vidas a los colores que nos significan y emocionan sin tener que pedir permiso de la ¿gran? política. Los intersticios de la micro política tienen sus matices y sus refugios donde constituimos y construimos la vida.
Si bien la lógica de las sociedades modernas han hecho posible en reducidos grupos humanos saltar la cerca de las necesidades vitales primarias, ellas han visto llenar su pecho con otras necesidades nuevas y llenas de artificio. Una espuma simbólica e icónica que constituye toda una constelación coreográfica de las necesidades, que van desde el estatus, prestigio, ocio, cultura hasta la información, imágenes, confort, mitos, ritos y sueños: tornándose toda esa colección en un marco mínimo vital antropológico, independientes de toda necesidad primaria o con la subsistencia biológica; ellas más bien dejan de ser secundarias y obtienen la primera fila en la serie de las necesidades humanas. Topándonos frente a una sociedad que registra sólo un mínimo de preocupación por construir un bien social y que garantice un respiro a la dignidad para sus integrantes, los recursos de lo efímero, de los medios, de los simulacros, de los cambios de escenarios electrónicos que nos inundan como virus inmortal de lo instantáneo y vital a la vez, presentando su subsistencia y la garantía de una cohesión social aferrada a lo virtual. Desde hace siglos está presente en Occidente el olvido de la polis: lugar donde alguna vez los ciudadanos se reconocieron como agentes de la existencia y dirección del conjunto social. La polis se ha trasladado a una sociedad del escaparate electrónico, de la vitrina virtual y del precio. Las leyes subterráneas imperantes no son dictadas por las relaciones ciudadanas sino por los artífices –a veces geniales, hay que reconocerlo- de la moda y toda su corte de los milagros que proporcionan de estación a estación lo emblemático para respirar y permear entre los aires de las épocas estacionales.
Sarah Bernhardt retrato de Napoleón Sarony (1821-1896)
VII
Más que hablar de un ethos social, de un ser social, podemos arriesgarnos a hablar de un hedoné social o de un no-ser social y de un ser asocial políticamente presente desde hace un tiempo. ¿Marginal político? Un elector que ya no le importa su voto, un apartidista nato, un individualista consciente de sus gustos, de sus gastos imprescindibles, reunido con lo externo por el imperio de lo cambiante modal en tanto recurso que atrapa una vida –su vida- y le da cierta “distancia y categoría” sin otro brillo y aptitud de movilidad e integración comunitaria, que concibe su integración a partir del círculo de la exhibición simbólica que le presta –periódicamente o generacionalmente- los signos de la moda.
Inexistente para ocupar un lugar en el ser de una comunidad se llena por el soplo de lo simbólico presente en un ser integrado a la vivencia diaria de la imaginación y del mundo onírico que procura como alimento en sustitución al sentido del arraigo; su ser en el mundo es una exhibición y muestreo en y para todo el mundo. Donde el sentido del arraigo en el individuo, posiblemente hoy día, hasta puede conducir a la muerte espiritual de ese individuo. El imperativo categórico, el deber-ser, está absorbido por el cambio y el grado de intensidad hedonista como condición de nuestra definición y voluntad de lo bueno individual y social.
Ello parte desde la nueva idea de progreso adoptada por la sociedad inscrita en la globalidad. Con ella se cambió la lógica de la producción industrial por una lógica del consumo, de un conjunto de necesidades y de subsistencias locales por la platina del confort y de la moda agarrados a los múltiples canales coaxiales de la aldea ciberespacial, desarrollando, además y hasta el máximo, el principio de diferencia marginal en todos los productos, toda una constelación de objetos configurados bajo el orden de las microdiferencias.
De igual forma se puede ver que después de un siglo la industria del lujo no será representativa de una élite. Ha cambiado mucho desde la aparición de las tiendas especializadas de la Alta Costura francesa, como aquella creada por Charles-Fréderiik Worth en 1857, que convierte una empresa de creación de confecciones selectivas, de sedería original y de artilugios lujosos de inusitada novedad en un espectáculo publicitario dado en determinados escenarios. Lipovetsky[3] ha dicho que con él se inicia lo que será la moda en el sentido actual del término, poniendo en práctica el doble carácter que la constituye: autonomización del hecho y del derecho del modisto-diseñador, expropiación correlativa del usuario por lo que respecta a la iniciativa de la indumentaria. Hasta ese momento el sastre, el diseñador o el modisto nunca dejaron de trabajar en relación directa con el cliente, de tomar sus sugerencias, de aceptar sus dictámenes: en mutuo acuerdo elaboraban el atuendo. Con Worth se adquirirá el derecho soberano de la libertad creadora y de la autoridad artística; la moda y sus creadores, de ser subordinados, pasan a esgrimir su propia voluntad creadora.
Pero también ocurre que la Alta Costura subsiste sólo si transita hacia la Costura industrial; ya no se define y se diseña para satisfacer sólo a un reducido espacio geográfico clientelar y a una presencia mínima del gran porcentaje que le abre los mercados. Su mira está en los amplios pastos donde se citan los potenciales consumidores de nuestro siglo de masas. No es la búsqueda de la exquisitez, sino su democratización es lo que persigue. Si bien no abandona del todo a las peticiones de la clase ociosa y de consumo conspicuo de la que nos habló el economista norteamericano Veblen, donde las conductas del derroche terminaban convirtiéndose en algo necesario para la vida; ahora busca internarse en las posibilidades de las elecciones y las libertades de las mayorías, separadas del registro estatal y afianzadas en los hábitos de lo efímero. Para los creadores de la moda no sólo cuenta la materia prima y sus aledaños, las telas y los diseños, el gusto y cierto sentido de perfección o imperfección consciente, de las asimetrías y las combinaciones de texturas, de talles y de formas; al fin y al cabo, sabemos que toda ella va a estar constituida de variaciones en el seno de una serie conocida; su mirada está colocada en esas mayorías y sus posibles demandas, sus porcentajes de compras, en la inoculación de nuevos hábitos y deseos que cautiva y monopoliza toda esta industria pareciendo sostener el rumbo ciego del loco barco sin timón de nuestras sociedades industriales emplazada dentro de una muy sui generis democracia. Las casas de modas tienen su vida limitada por el dictado del termómetro de la aceptación de las mayorías que son quienes, como ya diría Ortega y Gasset en 1929, permiten el acceso a “los lugares preferentes de lo social”.
Pero es alrededor de los años cincuenta cuando todo cambia. Lo que constituyó un gran giro en el comportamiento del negocio de la moda y de la Alta costura fue el coqueteo y matrimonio que se llevó a cabo con la búsqueda y entrada del gusto y de la exquisitez de esa moda centenaria dentro de las bielas y engranajes mecánicos de la industria textil. Ese momento, según los entendidos, fue la irrupción, desarrollo y permanencia de lo que llamaron el prêt-à-porter. El término aparece a fines de los años cincuenta cuando J.C. Weil lanza el término para significar lo mismo que la fórmula americana ready to wear, con el objeto de desvincular la confección de su mala imagen de marca. El prêt-à-porter pretendía confeccionar y fabricar vestidos de calidad con las últimas tendencias de la moda pero para un público de mayorías; con este salto se mira unificar moda e industria, llevando a la calle la novedad del momento, el buen gusto del modista de firma; la industria textil comprende la necesidad de contratar a diseñadores para ofrecer ropa con el valor añadido de la moda y la estética. De ahora en adelante lo que se tratará de producir son géneros y vestidos que involucren novedad, fantasía, creación estética en sus productos, tomando como referencia determinante los principios presentes en las colecciones de temporada de la moda. Se pasa del vestido burdo industrial de masa a llevar el producto de moda. Las masas acogen este cambio con entusiasmo y lo defienden en las calles con su búsqueda, uso y consumo.[4]
De ahí que digan que la industria de los estilos, de las formas, de los lujos desvalorizados puede entenderse como un lenguaje cercano a lo político y al lúdico reinado del simulacro social. La moda como aquella cartera que retenía únicamente la condición y símbolo de un estatus, se nos presenta ahora como toda una industria ¿liviana? de la imaginería que proporciona una mitología social itinerante, introduciéndose en la historia de la evolución de todos los estamentos sociales
Nuevos modelos de sociabilidad, de diferenciación, de comunicabilidad y de conflictividad; es pauta de comportamiento, instaura toda una gramática de la comunicación citadina; acobija aspiraciones psíquicas estéticas y morales para el individuo integrado en una mayoría reglamentada y que ha sufrido una serialización de los deseos. Bien se ha hablado que en nuestras sociedades, y en el nuevo nivel de la civilización mediática que se nos impone, las diferencias que en el siglo XIX estaban representadas únicamente por los niveles económicos no son ya las determinantes para el gusto, como sí lo son las distinciones que proveen las constelaciones simbólicas e icónicas. Dime que símbolos consumes y te diré qué gustos tienes. Hace tiempo que Baudrillard señaló que “los criterios de valor y de diferenciación se han trasladado a lugares distintos a los de la renta o la riqueza. Los signos internos de los nuevos privilegios vienen inscritos en la ocupación de los espacios de decisión de poder, manipulación cultural, control y estructura de responsabilidades, monopolio de cierto estilo consumista: son los signos del privilegio actual, ocupando el lugar que tuvo antaño el dinero en tanto signo externo”. No se aspira a mostrar tanto las diferenciaciones económicas como sí la aspiración al prestigio; hoy lo determinante, aparte del juego de los estilos para el libre desenvolvimiento del individuo, está en las distinciones culturales que conforman cierto mapa de nuestra existencia individual.
Viendo que la moda ha unido al homo frivolus y al homo religiosus podríamos afirmar, como se ha dicho de la religión en estos tiempos de crisis, que la mejor moda es aquella que uno mismo se da; naturalidad, humor, libertad, placer, vitalidad, multicromatismo, presencia de la propia individualidad, sensualidad, prioridad de lo práctico, juego del disfraz y, quizás, sobriedad y comodidad respecto a la moda, pues como refieren los versos del poeta y amigo Reynaldo Bello: “Clavan veracidades/ en el concreto,/ en los pechos,/ y en un leve viento,/ apenas con rozarlas/ las extrae...
Sarah Bernhardt, fotografía de Nadar (Gaspard Félix Tournachon, 1810-1910)
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