Luz Marina Barreto
Universidad Central de Venezuela
A todos aquellos que se esfuerzan por mantenerse castos, a todos aquellos que se esfuerzan por mantenerse fieles a sus parejas.
La historia que voy a contar comienza así. Soy profesora de la Escuela de Filosofía en la universidad más antigua de mi país y una de las más antiguas de Latinoamérica, la Universidad Central de Venezuela. La universidad tiene doscientos años de fundada, pero su campus fue reconstruido a mediados de los años cincuenta del pasado siglo por el arquitecto venezolano Carlos Raúl Villanueva, a la usanza de las tendencias modernistas en boga durante la época. Su visión consistía en combinar obras de arte de los grandes artistas del momento (Vasarely, Hans Arp, Fernand Léger, Alexander Calder, Oswaldo Vigas, Wilfredo Lam, Francisco Narváez, entre otros), por lo general de grandes dimensiones, con espacios arquitectónicos abiertos y edificios de diseño audaz, en combinaciones paisajísticas muy logradas. Esbeltas palmeras y árboles tropicales de mediano ramaje y raíces poco profundas dominan el lugar, de modo que mi universidad tiene un aire como de jardín de la Alhambra y la mayoría de las veces el sol es tan intenso que parece un conjunto de palacios erigido en el medio del desierto.
Los estacionamientos de las distintas facultades se encuentran dentro del campus y relativamente cerca de los edificios. Yo estaciono por lo general mi auto en el de la Facultad de Humanidades. Un día, mientras encendía mi auto, noté un papel cuidadosamente doblado asido al limpiaparabrisas. A veces los distintos miembros de la universidad colocan publicidad en los parabrisas de los autos de los profesores, un papelito en donde se ofrece comprar el carro a precios convenientes, o brebajes naturistas de poderes adelgazantes, o promesas de campaña de algún candidato a algún cargo de la universidad. Descendí un momento para cogerlo. Lo abrí para ver que decía y me encontré con lo siguiente: se trataba de un documento impreso directamente de una página web, denominada algo así como Sabiduría gnóstica, Gnosis, o algo por el estilo, que exhortaba a sus lectores a abandonar la actividad sexual digamos que “excesiva”. Se trataba de un documento apretado, lleno de alarmas y admoniciones, orientado a convencer a sus lectores que una vida sexual “disoluta” conduciría no, por cierto, al infierno (no se trataba de una página religiosa, sino, como he dicho, “gnóstica” o “esotérica”), sino a la pérdida de energía vital a través del semen inútilmente derramado, a la locura y a la transmisión de taras hereditarias a los descendientes, entre otro listado de males posibles.
Me pareció curioso que alguien se tomara el trabajo de distribuir ese tipo de mensaje de carácter más bien filosófico dentro de la universidad, pero lo deje de lado sin apenas leerlo. Unos días después, de nuevo me encuentro una página impresa, cuidadosamente doblada en mi limpiaparabrisas, con una nueva entrega del autor de la página web. El contenido de la página era más o menos el mismo: un alegato vehemente y lleno de urgencia en contra de las actividades sexuales, digamos, “incontinentes” o “excesivas”.
Fue, entonces, cuando se me ocurrió mirar a mi alrededor, para darme cuenta de que era sólo mi auto el destinatario de esos mensajes.
O sea, que la cosa era conmigo. En los días subsiguientes encontré en mi carro distintas de estas entregas, todas del mismo tenor. ¿Se trataba de un estudiante o un grupo de estudiantes que quería burlarse de mí? Pudiera ser. Mis estudiantes tienen buenas razones para gastarme ese tipo de bromas: aparte de que muchos de ellos saben que soy católica practicante, mis charlas del primer día de clases a los jovencísimos estudiantes que entran a la universidad por primera vez constan de recomendaciones para que eviten el peligro de las drogas, dado que traficantes sin escrúpulos suelen aprovecharse de su falta de experiencia para engancharlos a ellas, o de consejos para que vivan sus vidas amorosas en forma reflexiva y responsable. Cuando una tiene muchos años en una universidad pública escucha toda clase de rumores y los profesores que recibimos a los nuevos estudiantes nos tomamos siempre algunos minutos al inicio de un curso para hacer algunas sencillas recomendaciones.
De este modo, no me pareció tan descabellada la idea de que un estudiante quisiera gastarme una broma al dejarme esos papeles.
Un buen día, sin embargo, olvidados dentro el auto y quizás metida en una cola, comencé a leerlos con mayor atención. Como he dicho, provenían de una página web de orientación “esotérica”, o “new age”, que se autodenominaba “gnóstica”. El gnosticismo, por cierto, era una corriente pseudo-religiosa de carácter dualista, inspirada en los movimientos neo-platónicos del s. II d. C., muy influyente en algunas corrientes judías y cristianas del norte de África, que afirmaba básicamente que la salvación del hombre es un proceso que involucra sólo el intelecto o la mente humanas (es decir, que el ser humano puede salvarse a sí mismo a través de algún tipo de conocimiento secreto), mientras que el cuerpo es visto como fuente de perdición y decadencia moral. No es esto, a diferencia de lo que se suele pensar, lo que dice el cristianismo o el judaísmo más antiguo, que es monista desde el punto de vista ontológico. El gnosticismo es, más bien, una suerte de contaminación de la teología judeocristiana más antigua por parte del pensamiento filosófico platónico, y ofrece a problemas de tipo lógico y metafísico una solución de tipo dualista: el cuerpo es perecedero, singular, imperfecto, mientras que las ideas, la mente, el alma, son el asiento de la verdadera realidad y garantes de la eternidad del ser humano.
El autor de la página web que este estudiante anónimo imprimía para mí, y que se encontraba en algún lugar de Latinoamérica, era a todas luces un hombre y parecía estar obsesionado o preocupado por una lucha interior también de carácter dualista. Como a los antiguos gnósticos, al autor de la página web también le preocupaba la presencia en sí mismo de impulsos sexuales que pudieran nublar la claridad de su mente. Explorando un poco más la página web en cuestión, me pareció que su autor parecía estar luchando interiormente contra alguna forma de sexualidad de carácter compulsivo. Como sus tendencias parecían ser de índole ego-distónica, es decir, se encontraban en contradicción con la imagen que él tenía o quería tener de sí mismo, el discurso filosófico de tipo gnóstico revelaba una verdadera lucha interior por librarse de acciones y conductas que consideraba verdaderamente pecaminosas. Me di cuenta, además, de que la página web servía de canal de comunicación a diversas personas en nuestro continente que se encontraban luchando con problema similares, algunas de las cuales contaban historias dramáticas y conmovedoras de abuso sexual persistente y cotidiano.
Así pues, de pronto me pareció que, tras la broma, se encontraba algo más serio que este estudiante anónimo quería compartir conmigo.
2.
Es curioso que una corriente filosófica como la gnosis o gnosticismo sirva de catalizador de inquietudes personales como las que acabo de describir. Como ya he señalado, la gnosis nace en los primeros dos siglos de nuestra era como resultado de la influencia del neo-platonismo en el pensamiento religioso de la época, en particular en el judeocristiano. Ahora bien, originalmente el dualismo platónico, o más bien, la preeminencia en Platón de las ideas respecto de los exponentes concretos o empíricos que se encuentran en la realidad, no tiene un propósito religioso o moral, sino intenta resolver un problema metafísico, a saber, cómo es posible que uno pueda reconocer algo como algo. Ese es el problema de la ontología: cómo es posible que yo pueda decir de un ente que es una mesa, es decir, cómo un ente concreto puede ser una instancia del concepto de mesa. Como decía Boecio, esta es una cuestión bastante recóndita sobre la cual es mejor no discurrir en detalle, so pena de irnos demasiado lejos. Baste decir que los antiguos veían claramente que este era un asunto que rebasaba los alcances de la lógica: porque no se trata simplemente de poder decir que este objeto x es un ejemplo del concepto de Y, que tiene que exhibir tales o cuales marcas, sino de explicar cómo es que podemos decir que x es un Y, qué hace que x pueda ser reconocido como un Y.O, dicho de otro modo, las “marcas” de Y ¿las ponemos nosotros o están en las cosas en tanto que tales? Y si están en las cosas ¿cómo es que los entes pueden ser tan distintos entre sí y seguir siendo instancias de un mismo concepto?
Platón resolvió este problema diciendo que los conceptos son también ideas perfectas de las cosas concretas que permanecen constantes pese a la decadencia o finitud de sus instancias concretas. Este dualismo, que coloca a las ideas perfectas de un lado y a los objetos concretos del otro, es retomado por el neo-platonismo, que a su vez influencia las corrientes gnósticas del s. II en el norte de África. Entonces, el gnosticismo afirmará que la salvación religiosa del hombre sólo puede lograrse si este alcanza el conocimiento, digamos que puramente intelectual, del verdadero ser de las cosas, frente al cual todo lo finito, incluyendo el cuerpo, sólo puede ser un obstáculo.
Pero aunque estas ideas parecen dar un cierto lustre filosófico a la preocupación de mi anónimo amigo por la índole de su deseo sexual, en realidad, creo que ofrecían sólo una fachada respetable para algo más profundo y diferente.
Lo que esa página web tematizaba era, me parecía a mí, algo a lo cual se suele prestar poca atención en la literatura especializada. Se trata de la idea de que la sexualidad humana es intrínsecamente de carácter neurótico. No, entiéndase bien, que un individuo neurótico tendrá una sexualidad problemática, sino que la sexualidad, en sí misma, es de carácter neurótico. Se trata, pues, de una idea distinta a la habitual. Me detuve un momento a considerar qué autores conocía yo que hubiesen desarrollado esta idea más bien escasa en la literatura psicológica, dado que se encuentra, en realidad, a contrapelo de lo que pensaba Freud.
Freud, en efecto, no creía que la sexualidad humana fuese intrínsecamente neurótica, es decir, de carácter defensivo. Dado que al final de su vida, cuando madura su metapsicología (o su filosofía de la psicología), Freud abraza un esquema dinámico, la sexualidad es vista por él como una suerte de energía “libre” (dinámica), que puede o no estar al servicio, o ser presa, de síntomas neuróticos. Esto significa que una persona víctima de un cuadro neurótico no necesariamente tendría una sexualidad de tipo neurótico. En este esquema energético, como he señalado, la sexualidad se supone que pudiera expresarse libremente si uno logra olvidarse de las neurosis que lo aquejan. Por eso es que durante los años sesenta y setenta del s. XX los intelectuales llamados “freudo-marxistas”, entre los cuales se encontraban algunos profesores míos, llamaban a la gente a “liberarse sexualmente”, lo que quería decir: liberar la sexualidad de las obsesiones personales. De algún modo, eso se creía posible y es por esta razón que Freud dice que un orgasmo es como un “pequeño olvido” ¿recuerdan? Nada de este vocabulario tendría sentido sin la metapsicología dinámica de Freud.
Dado que llevo mucho tiempo trabajando fundamentación de la moral, una disciplina asociada con la que he debido familiarizarme es precisamente la psicología moral. Repasando mentalmente los autores que conocía, recordé que el eminente psiquiatra chileno-norteamericano Otto Kernberg, un pionero en la clasificación de una serie de trastornos de la personalidad que eran desconocidos por la psiquiatría académica hasta los años 80, los desórdenes “borderline” y el narcisismo patológico (que yo había estudiado para definir qué pudiera significar que una persona carece de “sentido moral”), era el único autor que yo conocía que había tratado expresamente pacientes con una sintomatología que evidenciaba la expresión neurótica de las pulsiones sexuales (nótese como cuesta evitar el uso conceptual al que nos tiene acostumbrados la metapsicología de Freud). Esto quiere decir básicamente lo siguiente: Kernberg trató en EEUU un grupo de pacientes, curiosamente la mayoría de ellos varones de origen latinoamericano, me da la impresión, que comenzaban a considerar a sus parejas o novias prostitutas merecedoras de reproche moral o religioso si tenían relaciones sexuales con ellos. Es decir, para estos hombres todo iba bien si no tenían relaciones sexuales con la mujer amada. Una vez que esto sucedía, la idealización previamente existente desaparecía y la mujer era totalmente desvalorizada. Muchos de estos hombres consultaban a Kernberg a instancias de sus novias o esposas, alarmadas por la escisión extremada que veían en un compañero que ya no podían amarlas tierna y respetuosamente si tenían relaciones sexuales con ellas. Y que, probablemente, ya no se mostraban tan entusiasmados por casarse con ellas.
Como el caso que me ocupaba parecía igualmente un caso de sexualidad neurotizada (una que se considera digna de reproche o pecaminosa), y dado que conocía sólo un autor que se había sentado a considerarla seriamente, guguelié (como dice Ignacio Bosque que ha de traducirse el verbo inglés “to google” al castellano) las palabras claves y fue así que di con el nombre de Robert J. Stoller.
Nacido en 1924, Stoller era un psicoanalista y profesor universitario norteamericano que es recordado básicamente por sus estudios pioneros sobre género. Médico psiquiatra con una seria formación psicoanalítica, que debía ser rara en los años sesenta del s. XX en los Estados Unidos, dado el auge de los enfoques cientificistas o positivistas que dominaban las ciencias humanas en el mundo académico anglosajón, llegó a elaborar una teoría sobre el desarrollo de la conciencia de género que está a la base de los estudios de género actuales. Han sido sus alumnas en la Escuela de Medicina de la Universidad de California en Los Ángeles quienes dieron lugar a los distintos centros de investigación sobre género que han surgido en los EEUU y en distintas partes del mundo, incluyendo Venezuela, en donde, por ejemplo, el Centro de Estudios de la Mujer de la Universidad Central de Venezuela tiene ya veinte años de haber sido fundado.
El camino que llevó a Stoller a interesarse por la noción de género o sexo-género tiene sus inicios en un lugar inesperado: su exploración de la noción de perversión. Stoller es muy citado en la literatura especializada como experto en el tema de las perversiones sexuales, un concepto cuyos problemas de tipo filosófico, que lo hacen complicado de definir sin caer en juicios de carácter muy subjetivo, no se escapaban en absoluto a su aguda inteligencia.
En efecto, cuando en 1952, la Asociación Americana de Psiquiatría publica el DSM I (Diagnostic and Statistical Manual), una cantidad de conductas sexuales que hoy en día no se consideran patológicas eran vistas como una desviación de la norma. Así, por ejemplo, pertenecían a los desordenes psicopáticos “trastornos” tan diversos como la homosexualidad, el travestismo, la pedofilia, el fetichismo y el sadismo sexual (que incluía violación, asalto sexual y mutilación). Todos ellos eran considerados, sin distingos, perversiones.[1] Hoy en día, por el contrario, sabemos que la psicopatía es básicamente un trastorno de la conciencia moral que no tiene mucho que ver con la elección de objeto homosexual, o con las fijaciones de objeto de carácter fetichista o, incluso, con la pedofilia, una propensión de tipo sexual que es, con razón, considerada un delito si se la realiza, pero que no comporta necesariamente la ausencia de sentido moral que caracteriza al individuo psicópata.
El Rayo, foto Luis Viadel
Como suele suceder con todos los avances importantes en la investigación científica, Stoller comienza a sospechar la profunda inadecuación de la terminología psiquiátrica habitual a la luz de lo que evidencia su experiencia como terapeuta clínico. En uno de sus libros cuenta la siguiente anécdota: un día, estando en la playa durante un descanso de un congreso científico, escuchó que alguien lo llamaba a viva a voz desde el agua. Era A., al parecer, según lo que cuenta Stoller, un colega de la universidad que también asistía al mismo congreso y a quien éste conocía desde hacía años, quien, emergiendo del mar travestido con un bikini rosado, se aproximaba a él extrayendo de sus pantaloncitos una serie de corales que procedió a obsequiarle con un despliegue de feminidad histriónica.[2] Es probable que A. haya sido, además de colega, paciente de Stoller, quien, pese a ser un heterosexual casado y padre de cuatro hijos en un matrimonio estable, había ganado fama de ser un terapeuta inteligente y empático. De esta manera, una cantidad de personas consideradas por el establecimiento psiquiátrico como “perversas”, encontraban en Stoller un psiquiatra empático con una visión profunda y compleja de las inclinaciones sexuales que los atormentaban o los confundían.
Stoller ganó fama durante los años 60 y 70 del pasado siglo de asistir a pacientes que no encontraban ninguna otra voz empática en la comunidad psicoanalítica. Una joven paciente homosexual con una fijación fetichista en los pantalones del tipo “jeans”, que lo había abandonado al cabo de pocas semanas de tratamiento porque lo consideraba demasiado “normal” para comprenderla, regresó a su práctica unos meses más tarde, después de un largo periplo sin encontrar a nadie que pudiera sustituirlo. Le reprochaba a Stoller ser “muy callado, muy impasible y muy distante”, aunque, a la vez, reconocía que era “curioso, atento y firme”.[3] En realidad, uno tiene la impresión, leyendo los escritos de Stoller y sus testimonios sobre su práctica, que nunca pudo ocultar una inagotable curiosidad, incluso fascinación, por las propensiones eróticas de sus pacientes y es esa disposición a escuchar lo que fuera sin inmutarse y con simpatía la que debe haberle dado la buena fama que gozó en vida.
Lo cierto es que era evidente para Stoller la inadecuación de las clasificaciones del primer DSM. Además de su práctica clínica, Stoller explora estos temas desde el punto de vista antropológico y etnográfico. Es así como muestra que lo que se consideraba una “perversión” que se desviaba de la norma, en realidad podía llegar a ser un tipo de conducta sexual subterránea muy extendida socialmente. En su libro Observing the Erotic Imagination, publicado en 1985 pero que recoge sus investigaciones de más de una década, hay un pormenorizado recuento de cientos de avisos clasificados publicados por personas en la búsqueda de satisfacer preferencias sexuales bizarras. Luego de hacer un recuento de todos los conceptos disponibles para clasificarlas (tales, como, cropofilia, froterismo, clismofilia, mysofilia, necrofilia (la única noción que mi corrector de Word ha reconocido hasta los momentos), escatología telefónica y urofilia, entre otros muchos cuyo significado una apenas se atreve a imaginar), Stoller se pregunta cuál es exactamente la línea que distingue una “aberración” de la norma en materia sexual. Memorables son sus análisis de las múltiples publicaciones o revistas especializadas destinadas a lectores masculinos que se travisten. Todas ellas se caracterizan por un estilo que busca que sus lectores no se sientan avergonzados y puedan dejarse llevar por el placer que les produce travestirse sin pensar de sí mismos que son homosexuales. También resulta digno de mención el reproche de ingenuidad que dirige a sus colegas y estudiantes que acusan a los medios sexistas de que no exista suficiente pornografía para mujeres. En realidad, afirma, pornografía es toda forma de expresión destinada a despertar el deseo sexual, bien sea de forma velada o abierta. En este sentido, dice, todas las novelas rosa, para las cuales los editores norteamericanos tienen un apelativo peculiar: los “bodice-busters”, son un tipo de pornografía que las mujeres consumen en masa desde tiempo inmemoriales.[4]“Men just do not understand”, escribe Stoller en sus comentarios al respecto.[5] Las novelas rosa, como las telenovelas latinoamericanas, parecen ser pornografía en estado puro.
Su interés por la etiología de las perversiones sexuales, con comillas o sin ellas, le permite a Stoller y a sus discípulos, como he dicho, definir un concepto de género que debe ser distinguido de la identidad sexual signada biológicamente. Se trata de un avance teórico cuya importancia no puede ser disminuida, porque es hecho posible gracias a un cambio de enfoque en la metapsicología que daba sentido a lo que entendemos como identidad sexual primaria.
Ya he señalado que Stoller comienza a dudar de la teoría dinámica o energética que caracterizaba la metapsicología que recibe de sus maestros. ¿Cómo lo consigue? Gracias a un cambio en la perspectiva filosófica: porque comienza a realizar una lectura hermenéutica de las preferencias sexuales de sus pacientes. Lo dice en varios de sus libros: Stoller “lee”, interpreta, realiza una lectura hermenéutica de, la sexualidad de sus pacientes. No la ve como un impulso energético ciego o “libre”, sino como unidades de sentido que han de ser interpretadas. En su libro de 1979 Dynamics of Erotic Life, llama a estas unidades de sentido “microdots”, “micropuntos” (un concepto, probablemente, que se apropia en el auge del desarrollo de la informática) y los define como “una cualidad universal del pensamiento…un acto del intelecto, de la voluntad, de la razón…” en la búsqueda de una síntesis. Las unidades de sentido que constituyen la vida erótica de una persona son, escribe, “memoria, sentimiento, actitud, convicción, creencia, pensamiento, palabra, lenguaje, sintaxis..., no un impulso primario que busca una descarga”.[6]
Los filósofos familiarizados con los problemas de la epistemología de las ciencias humanas no tienen problemas en entender que lo que se abre paso aquí es, sencillamente, una reflexión de tipo epistemológico, es decir sobre conceptos básicos, que, desde luego, tiene que transformar la manera como el psicólogo percibe y define a su objeto. Pero Stoller no es filósofo, no tiene una formación filosófica sistemática salvo la que se va construyendo él mismo en la atmósfera reflexiva de su tiempo, y es interesante ver como se embarca en sus escritos en una complicada, y probablemente ininteligible para sus colegas psiquiatras, justificación de sus teorías. Como se trata de una teoría filosófica, de una metapsicología, Stoller tiene que justificar su experiencia a la luz de un marco conceptual que tiene que reconstruir o inventar para el lector. Es por esta razón que sus libros son una apretada síntesis de observaciones y reconstrucciones conceptuales de la teoría que necesita para avanzar su visión de la sexualidad, en la que se suceden profundas intuiciones teóricas con observaciones para las cuales apela a la terminología que se maneja corrientemente en su medio. Es esta indecisión teórica, este estar a medio camino entre la psicología empírica y la filosofía, y, probablemente, el hecho de no haber tenido tiempo para proseguir su trabajo a causa de su muerte prematura en 1991, cuando contaba 66 años, lo que tal vez produce que lo más original en el pensamiento de Stoller haya permanecido ignorado tanto por los filósofos, como por los psiquiatras.
3.
Como hemos visto, Stoller comienza a analizar la sexualidad de sus pacientes como unidades plenas de sentido. Su interés primario son las perversiones. Trabajando sobre ellas, descubre, primero, que muchas de las conductas consideradas “perversiones”, como la elección de objeto homosexual, en realidad no lo son: forman parte de una identidad de género que se distingue de la identidad sexual biológicamente dada.
Pero, en segundo lugar, trabajando sobre conductas sexuales “anómalas”, descubre en todas ellas un elemento común: la hostilidad. Lo que caracteriza a todas las perversiones, las que no tienen comillas, las que parecen serlo realmente, descubre Stoller, es que ocultan una suerte de hostilidad profunda hacia el objeto del deseo sexual. Así pues, piensa inicialmente Stoller, lo que distinguiría una sexualidad, digamos, “sana”, de una perversa o enferma, es que la sana es afectuosa, tiende a la intimidad, al amor, a la unión con el ser amado y la otra, la perversa, la anómala, pone al deseo sexual al servicio de la hostilidad, incluso del odio (“hatred” es la palabra que usa Stoller, que yo prefiero traducir como “hostilidad profunda”).
Ya hemos dicho que Stoller llega a estas conclusiones “leyendo” la sexualidad humana como si fuera un texto. Lo hace familiarizándose con las fantasías sexuales de sus pacientes. Esto da una idea de la clase de terapeuta, y de persona, que debió haber sido: de algún modo, consigue que sus pacientes le cuenten sus fantasías sexuales, a las que él comienza a encontrarles un sentido, como si fueran películas que ocultan una subtrama. En su época, estamos hablando, recordemos, de los años sesenta y setenta del s. XX, había poquísimos psicoanalistas que hacían algo así, probablemente porque el enfoque freudiano se concentra en los conflictos personales que involucran las imágenes internalizadas de las personas que constituyen el triángulo edípico. Por otro lado, un paciente tiene que tener una gran confianza en su terapeuta para confesarle algo tan íntimo. El mismo Stoller cuenta que, en el caso de muchos de sus pacientes, llegó a este punto después de años de relación terapéutica.
Gracias a su interés en las fantasías sexuales de sus pacientes, Stoller da un paso más, y uno que es controversial: le parece que lo que es válido para las perversiones lo es también para la sexualidad humana en general, de modo que la hostilidad profunda hacia la persona u objeto deseado sería el componente que dominaría toda forma de excitación sexual.
Parece que Luis Buñuel dijo una vez que el sexo sin pecado era como un huevo sin sal. Al igual que Buñuel, Stoller sostiene que lo que le da al sexo su picante, su sal, es precisamente su carácter de ser algo “pecaminoso”, de ser algo que debiera ser “prohibido”. Y esto sería: la hostilidad oculta o soterrada hacia el objeto sexual. Stoller afirma que la sensación de que el sexo es algo pecaminoso no se produce sólo en aquellas personas que han tenido una educación particularmente cristiana o religiosa, sino que es prácticamente universal. Cuando una piensa en las campañas publicitarias, con pancartas adheridas al transporte público, que ha emprendido un cierto lobby anticristiano en Europa, entre los cuales se encuentran algunos colegas filósofos algo despistados, para convencernos de que nuestra sexualidad sería más llevadera si no fuera por nuestra educación cristiana, una no puede sino lamentar el despilfarro inútil de dinero. La sexualidad humana, dice Stoller, en cualquier sociedad, cristiana o no, religiosa o no, siempre es “picante”, un poco (o un mucho) “mala” o pecaminosa.
De acuerdo con Stoller, su carácter de ser algo “malo” reside en sus componentes hostiles, de odio hacia su objeto. Desde un punto de vista fenomenológico, la excitación sexual es “excitación” porque anticipa un conflicto hostil primario cuya resolución produciría placer. En otras palabras: un componente esencial del placer sería el temor y la hostilidad, un cierto deseo de venganza frente a otro ante el cual se está en una posición de gran vulnerabilidad. La excitación sexual es un movimiento del deseo que es, precisamente, “excitante” porque pone a la persona toda en juego delante de alguien frente al que se siente muy vulnerable, pero ante quien se siente obligado a prevalecer de forma hostil, bien sea deshumanizándolo, bien sea humillándolo o usándolo como objeto. Lo que dice Stoller es que casi todas las fantasías sexuales, la mayoría de las fantasías sexuales de la gente, ocultan siempre, siempre, este componente hostil.
Estas ideas son profundamente contraintuitivas. Stoller, el padre de los estudios de género, tenía muchas amigas que se molestaron con él a causa de una sugerencia que parece estar en franca contradicción con la experiencia cotidiana. ¿No escuchamos violines cuando alguien nos quiere hacer el amor? En todas las películas y en las novelas rosa, cuando el amado toma en sus brazos a la amada y la conduce presuroso a la alcoba, ¿no se oye siempre un soundtrack maravilloso? ¿No es todo hermoso, bello y romántico?
Claro que sí. Pero lo que está en el trasfondo de esa idealización romántica del otro es la sensación de que una se pone toda en juego frente a alguien que despierta temores infantiles muy arraigados a la desintegración. Lo que Stoller sugiere es que la sexualidad humana involucra, no encuentro forma de decirlo de otra manera, algo así como el núcleo profundo de la persona. La excitación sexual nos “porta”, por decirlo así, ofrece a una persona un modo particular de relación con alguien que está muy cerca y frente al cual está en la posición más indefensa posible. La excitación sexual sería, entonces, algo así como la expectativa, la tensión, que se establece entre nuestra extrema vulnerabilidad y nuestro triunfo al final, cuando la persona frente a la cual somos vulnerables no consigue aniquilarnos. Sería algo así como la fachada que oculta una expectativa animosa que siempre es defensiva.
Como la sexualidad tiene, entonces, este carácter de “portar” a la persona en su núcleo profundo, de dar cuenta de su vulnerabilidad primera, los trastornos que una persona haya experimentado en el transcurso de su primera infancia en su sentido de seguridad personal, justamente en la etapa de nuestras vidas en donde somos más vulnerables y estamos más indefensos, tendrán su reflejo en la expresión de su deseo sexual. Un ejemplo que Stoller trae a colación para ilustrar este punto es el caso del exhibicionista. El exhibicionista clásico es un hombre que se pasea por un parque con un sobretodo que se abre cuando pasa una muchacha. Exhibirse frente a una muchacha o una niña lo excita, pero la excitación es posible porque ella se escandaliza, porque su acción es hostil: ella se molesta, se asusta. Al hacerlo, sugiere Stoller, la muchacha reafirma al hombre en su virilidad, dado que le inspira temor, la impacta. Ahora, supongamos que esto no sucede, supongamos que la muchacha se ríe, le parece gracioso el señor paseándose desnudo bajo un abrigo. Esto destruiría totalmente el placer que el exhibicionista deriva de su acción. ¿Por qué? Porque no ha logrado hacer lo que deseaba en primer lugar, es decir, escandalizarla con su imponente y atemorizante órgano sexual. De esta manera, un individuo con un desarrollo infantil particularmente conflictivo, tenderá a compensarlo con una sexualidad perversa, como la del exhibicionista que he descrito.
Así pues, en Stoller, el placer sexual correlaciona la fragilidad de la persona indefensa y el deseo de prevalecer sobre un otro que la atemoriza. Para Stoller, la excitación es, en buena parte, anticipación y puesta en escena de una lucha entre personas que, por decirlo así, resuelven la hostilidad latente, la amenaza de aniquilación posible, por la vía del orgasmo. Aunque Stoller parece que no conocía los estudios sobre la conducta sexual de los chimpancés “bonobos”, se ha observado que ellos exhiben la misma propensión a aliviar las tensiones sociales a través de la sexualidad, otorgando, de este modo, alguna plausibilidad antropológica a la conjetura de Stoller. No obstante, en Stoller, la fuerza de la excitación sexual depende de mecanismos de compensación frente al temor que produce el otro que tienen su origen en la situación de particular indefensión que caracteriza el desarrollo inicial del infante.
Otra forma de conducta sexual anómala que puede explicarse con la misma correlación entre hostilidad, temor y excitación sexual es, para dar otro ejemplo, el fetichismo. El fetichista es un individuo que dota a un objeto inanimado, o a una parte del cuerpo de su pareja, de la capacidad para procurarle placer sexual. Aquí lo que parece suceder es que el temor y la hostilidad se resuelven fragmentando a la pareja sexual y deshumanizándola, es decir, sustituyéndola por un objeto inanimado, u otorgando desmesurada relevancia a una parte de su cuerpo, tal vez a sus pechos, para dar un ejemplo que está de moda. En ese caso, la persona entera quedaría como desdibujada en la absoluta relevancia dada a sólo un fragmento de su cuerpo y, así, se logra anular un poco el temor que inspiraría. En este sentido, la estética femenina que busca resaltar de forma exagerada rasgos sexuales secundarios como los pechos o las nalgas, y que en mi país ha dado lugar a una industria boyante de cirugías que deja a muchas mujeres con cuerpos de proporciones más bien extrañas, inhumanas es un adjetivo que calza bien aquí, pudiera verse como el resultado de este mecanismo de sustitución de la persona que deriva de una sexualidad cargada de hostilidad. Colocarse dos globos de plástico entre pecho y espalda no sólo parecería, sino que sería en verdad, una acción masoquista.}
4.
En rasgos generales, esta es, pues, la tesis de Stoller: la excitación sexual comporta aspectos hostiles porque pone en juego temores primarios a una posible aniquilación que tienen su origen en la particular situación de indefensión infantil. Dependiendo de cómo haya sido la infancia de una persona, y su capacidad para resolver esos temores de un modo más o menos satisfactorio, será también su capacidad para la intimidad sexual y para la expresión de un deseo sexual cuyos componentes hostiles estarían subordinados al amor. En un lado del espectro, tendríamos así una sexualidad “perversa”, con sus diversos estilos de resolver las tensiones, mientras que del otro tendríamos una forma de sexualidad en la que la persona expresa su mayor capacidad para la intimidad intensa y el amor profundo.
Lo que es interesante en los análisis de Stoller es que este segundo lado del espectro es menos preponderante en nuestras sociedades de lo que sería deseable. Esto explicaría la cantidad de matrimonios que se rompen porque la gente se aburre; la necesidad que mucha gente tiene de lo que en inglés se llama una sexualidad “kinky”, picante, pecaminosa, un poco perversa, para mantener el interés en la pareja. De las tesis de Stoller se desprende de inmediato una explicación plausible a por qué la intimidad continuada aburre a las personas que tienen algún tiempo juntas: si la sexualidad sirve como un mecanismo para resolver tensiones que involucran la identidad de una persona en su núcleo más profundo, si la sexualidad está al servicio de un dinamismo primitivo orientado a compensar los temores de una persona que teme desintegrarse, que no se siente segura, entera, poderosa o fuerte, si la sexualidad está intrínsecamente vinculada a la integralidad de la persona y está al servicio de este tipo de fantasías compensatorias, entonces todo aquello que no contribuye a ratificarnos como personas fuertes dejará de tener interés para uno. Una pareja buena y afectuosa, cuyo amor se da por descontado, dejará de hacer el “truco” que alguien necesita para superar sus conflictos profundos, su necesidad de vencer en la contienda atávica que se repite una y otra vez con el fin de, alguna vez, lograr el triunfo sobre la ansiedad.
En efecto, Stoller pensaba que la crisis contemporánea de la pareja estable se explica precisamente porque la esposa o el esposo, la pareja, que se conoce, que se ama o que te ama, deja de ofrecer un escenario interesante para la representación de esa lucha por autoafirmación que conduce al triunfo y a la prevalencia de una persona frente a la otra que puede llegar a ser el deseo sexual. A Stoller le llama la atención el hombre felizmente casado que, sin embargo, necesita alguna forma de sexo “ilícito”. Esta forma de sexo pecaminoso o prohibido es deseado porque es una fachada para otra cosa, a saber, para la resolución del cuadro particularmente traumático que da lugar a una sexualidad “perversa”. Por esta razón, dado que Stoller describe aquí un mecanismo de compensación que parece ser universal, toda sexualidad sería, en mayor o menor grado, siempre un poco “perversa”. Con una sola excepción: la que conduce a la intimidad y al amor estable, es decir, la que ha puesto sus componentes hostiles al servicio del amor. La de aquellos que ya no temen ser aniquilados, la de aquellos que no necesitan compensar su perenne sensación de fragilidad y temor en la puesta en escena de una sexualidad en la que la instrumentalización del cuerpo del otro conduce a una sensación de triunfo personal.
5.
Volvamos ahora a mi anónimo informante, el que me dejaba los papelitos llenos de culpa de índole sexual en el limpiaparabrisas de mi auto. Lo que descubrí explorando su culpa es que su sensación de incomodidad estaba justificada. Lo que le molesta, lo que lo hace sentir culpable, lo que le parece que es “pecado”, no es otra cosa sino la hostilidad latente que hay en sus fantasías sexuales y en su conducta sexual compulsiva. Lo que esta persona siente es algo que ha explorado la literatura filosófica especializada y que se conoce como culpa moral, pura y simplemente un sentimiento de culpa moral. No tiene nada que ver, en particular, con su educación religiosa, ni con lo que le enseñaron en el colegio católico, sino que expresa, así lo sugiere Stoller, la culpa que produce el deseo de prevalecer hostilmente sobre el otro en la lucha por mantener su propia integridad. La culpa moral sana es, en efecto, el sentimiento moral que surge como reacción a mi hostilidad, a mi odio, frente a un otro. Si un componente de la excitación sexual es, como sugiere Stoller, la hostilidad profunda, entonces la sensación de culpa estaría justificada.
Aquí es importante poner de relieve una vez más que Stoller no afirma que la sexualidad deba o tenga que estar dominada por la hostilidad o el odio latentes. Desde luego que no. Lo que dice es que si la sexualidad comporta una serie de componentes hostiles velados, la persona la vivirá de formas particularmente tormentosas, dado que siempre estará al servicio del conflicto más profundo que es, como hemos visto, los traumas tempranos que atañen a su sensación de integridad personal.
Una de las conclusiones importantes que se desprende de los análisis de Stoller tiene que ver con un tema que a mí, como filósofa moral, me interesa particularmente: la centralidad del concepto de persona como fundamento de toda moral. No obstante, discurrir por esta dirección me llevaría muy lejos. Prefiero concentrarme ahora, para concluir, en otra idea, una idea que está en el origen de la inquietud de mi anónimo amigo y en la de todos aquellos que se esfuerzan por mantenerse castos, tal vez porque son personas religiosas y han hecho votos de castidad, o por mantenerse fieles y estables a una sola pareja a lo largo de la vida, lo que es otra forma de castidad.
Como decía unas líneas atrás, Stoller, el psiquiatra pero también el etnógrafo, pensaba que la sensación de que el sexo tiene algo pecaminoso es prácticamente universal. Hemos explicado con su ayuda cuál pudiera ser el origen de esta sensación. El asunto es que una hostilidad de origen infantil y que se resuelve de modo inmaduro o compulsivo da lugar a una culpa moral que, en último término, estaría justificada. Pero, la solución a los sentimientos de culpa moral, como nos decía mi maestro Ernst Tugendhat, no es quitarnos el sentimiento de culpa, sino dejar de hacer cosas que nos produzcan culpa. El deseo sexual no tiene que ser hostil, ni estar al servicio de rollos personales extraños, sino que debería ser una expresión del amor.
De este modo, yo creo que todos aquellos que se esfuerzan por no dar rienda suelta a sus conflictos relacionados con su sentido de la integridad personal, y tratan a la sexualidad humana como un asunto grave que puede desbocarse en la dirección equivocada, y todos aquellos que se esfuerzan por no convertir su sexualidad en el escenario de una lucha personal, sino en la expresión de un amor que no teme al paso del tiempo ni a la intimidad, no están equivocados. Perciben algo importante, presienten algo importante. Esto es lo que le pasaba al estudiante que me dejaba los papelitos en el carro y al autor de la página web que estos mensajes reproducían. Lo que perciben es que la sexualidad expresaría, a través del disfraz velado de las fantasías, la forma más primitiva de ansiedad: la que produce la sensación de estar a merced de otra persona. Crecer, madurar como individuo, supone, así insiste Stoller, ir superando poco a poco esta sensación de indefensión hasta alcanzar la seguridad de quien no teme presentarse a otro o abrirse a él o ella con total vulnerabilidad.
De este modo, el deseo sexual perverso, o meramente anómalo, o gravemente perturbado, o “kinky”, o que se aburre fácilmente, o que sufre bajo el peso de compulsiones, o que lo arrastra a uno con una fuerza que no siempre es agradable, o que exige a la pareja el aumento artificial de rasgos sexuales secundarios, o el que lleva al homicidio, todo ello, ésta es la tesis de Stoller, forma parte de un continuo cuyo hilo conductor siempre es la hostilidad y el odio de raíz inconsciente, en la medida en que ellos son concebidos como elementos constitutivos de la sexualidad humana misma.
Esta tesis se separa de la metapsicología que ve a la sexualidad como un impulso dinámico que, si no es libre, pudiera estar al servicio de conflictos neuróticos. La tesis de Stoller es que la sexualidad misma puede ser neurótica. Su idea es que, a menos que uno madure hacia una relación de verdadero amor en el que no hay temor a la intimidad, uno puede permanecer preso de expresiones sexuales neuróticas, o, peor aún, sucumbir a expresiones claramente perturbadas. Esto explicaría, entre otras cosas, la propensión de un individuo a la violencia de género. La sugerencia de Stoller es que precisamente la relación amorosa puede llegar a ser el microclima ideal para el despliegue de odios muy profundos.
De las ideas de Stoller se desprende también esta otra intuición: que una sexualidad al servicio del amor es la excepción más que la regla. Stoller parece sugerir que hay que ganársela a la vida y a los años, que no se trata de algo que viene de suyo porque sí. Sugiere también que ella se libera realmente de sus componentes hostiles no cuando se deja llevar por sí misma separada del amor o fragmentada de la vida total de un individuo (como una relación amorosa clandestina o casual), sino cuando la persona se apropia hasta tal punto de sí misma que ya no teme la vulnerabilidad de la entrega amorosa al otro. En este sentido, pareciera que la sexualidad, como el amor, se fundamentan en la autonomía de la persona, es decir, en la plena posesión de sí mismo como persona y, por lo tanto, tienen su fuente en su integridad. Si es así, ella en sí misma no está en contradicción con nuestro sentido moral.
Ahora bien, todos los que hemos estado enamorados sabemos que uno puede enamorarse de gente “prohibida”: hombres y mujeres comprometidos con otras personas o con instituciones (como una Iglesia, por ejemplo). Lo que dice Stoller es que, en este caso, un deseo sexual al servicio del amor puede ser continente y puede ser casto, es decir, no compulsivo. Dice que esto puede ser así y que es bueno que sea así. Por esta razón, yo creo que Stoller ofrece la única fundamentación racional que conozco a la aspiración a la castidad que lleva a muchos hombres y mujeres a lo largo del mundo a abrazar una vida religiosa. Así mismo, por otro lado, ofrece una explicación racional a la sensación de injusticia, de algo que no está bien, que experimentan hombres y mujeres que sufren hoy en día la amenaza de abandono y aburrimiento por parte de sus parejas si no están disponibles a una sexualidad que los fragmenta.
Sería interesante ponerse ahora a reflexionar sobre nuestro clima cultural actual, en el que la relación entre sexualidad y hostilidad se encuentra obliterada, salvo en los casos más obvios, como el de la violencia de género. Pero, me detengo aquí. Yo creo que las ideas de este hombre tan brillante, de ese pensador tan original que era Robert J. Stoller, infortunadamente olvidadas luego de una muerte trágica acaecida en sus años de mayor fecundidad intelectual y cuando debía aún desarrollarlas de forma más sistemática, deberían dar lugar a investigaciones empíricas más detalladas y, eventualmente, a políticas educativas y públicas de concientización y de prevención.
Caracas, 3 de marzo de 2011
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