Recordando a Arnold Schönberg
ENTRE FILOSOFÍA Y MÚSICA
Carlos Arturo Mattera
La tonalidad no es una
ley natural eterna de la música
Schönberg
La obra de Schönberg debe ser
escuchada sin inhibiciones ni prejuicios de ningún tipo… En la obra de
Schönberg hay pura música, música como en el caso de Beethoven o Mahler. Las
experiencias de su corazón se convierten en tonos… Su emoción es la de llamas
abrasadoras; Crea estándares de expresión completamente nuevos, por lo que
necesita medios de expresión completamente nuevos.
Sólo hay una cosa que es necesaria:
vuestro corazón debe permanecer abierto.
Webern
Nos es más que oportuno, en el marco de la 8va edición
de nuestro Seminario de Filosofía de la Música, recodar a 149 años de su
nacimiento a Arnold Schönberg, uno de los compositores más influyentes y
determinantes de los últimos tiempos. No sólo en el ámbito musical sino en el
de las artes y la estética en general. Quienes hemos transitado precisamente
los caminos de la estética y la filosofía de la música, tarde o temprano nos
encontramos con ese nombre. E independientemente de la recepción o aceptación que
pueda tener, el carácter revolucionario de su obra es indudable. Para ilustrar
esta idea, he querido tomar justamente dos de las revoluciones intelectuales
más decisivas de nuestra historia, La copernicana y la kantiana. En relación a
la primera, es bien sabido que su paradigma consistía en remover la tierra del
centro del universo y poner el sol en su lugar. Con ello no sólo se explicaron
de modo más simple los hasta entonces erráticos movimientos de los cuerpos
celestes, sino que se trasladó al sol la preeminencia de la tierra. Por lo que
se refiere a la kantiana, García Bacca en sus lecciones de 1946 decía que la
palabra “revolución” no era un invento suyo para aplicarlo a Kant, sino que la
palabra ya se encontraba en los prólogos de sus dos primeras críticas: de la Razón Pura y de la Razón Práctica, en las que tanto para el conocimiento como para la
moral, se demandaba una revolución similar a la que se había propuesto
Copérnico, solo que en este caso lo que se tenía que remover del centro era el
objeto y en su lugar poner al sujeto. Esto trajo como resultado las más
radicales consecuencias pues lo que sucedió fue, dicho a grosso modo, que
temblaron los fundamentos de la metafísica tradicional. El problema ya no era
la existencia, atributos y constitución de las cosas, sino qué era lo que podía
llegar propiamente a conocerlas. En
palabras de Ortega, a Kant: “No le
importa saber, sino saber si sabe…” Se ha mencionado todo esto pues se nos
ha dicho hasta el cansancio (siguiendo el mismo orden de ideas), que Schönberg
habría removido del centro la tonalidad para en su lugar liberar la disonancia
por ejemplo. O que habría removido del centro la armonía tradicional para ser
sustituida por la atonalidad o más adelante por la dodecafonía. Sabemos que
esto, si bien en cierta medida es cierto, lejos está de proporcionarnos un
panorama completo de las implicaciones que la obra de Schönberg realmente ha
tenido. Su carácter innovador, como el de toda obra original debería estar
siempre y por naturaleza en oposición directa a la conservación de lo anterior,
valga decir de lo tradicional, de lo antiguo. Pero este tampoco es el caso,
pues contrariamente a las ideas de alejamiento, ruptura y superación del
pasado, Schönberg se debe a él, como veremos más adelante. De momento diremos
que a la armonía tradicional se superpone o, más bien, se suma su obra con
todas sus investigaciones, reflexiones, búsquedas y hallazgos. Ahora bien, en
relación al impacto que estas tres revoluciones tuvieron en el tiempo, en el
caso de Copérnico hubo que esperar un poco. Nada más hay que imaginar a Galileo
arrodillado frente a un tribunal de la inquisición retractándose de todo lo que
había defendido a lo largo de su vida. En el caso de Kant ocurrió todo lo
contrario, pues su obra tuvo una recepción casi inmediata, como se evidencia en
Fichte, Hegel, Schelling e incluso Hölderlin, aunque no faltaron detractores.
Schopenhauer quien fue un seguidor de Kant publicó hacia 1819 su apéndice Crítica de la filosofía kantiana, en
cuyo epígrafe que había tomado de Voltaire podía leerse: “Es privilegio del verdadero genio, y sobre todo del genio que abre un
camino, cometer impunemente grandes faltas”. También dijo sobre el estilo
de Kant que era “brillantemente seco”. En el caso de Schönberg también hubo que
esperar un tiempo, solo que en el curso de esa espera, su obra fue sometida a
fuertes críticas, tuvo que soportar el rechazo e incluso, como recuerda
Stravinsky, el hecho de prohibirse su interpretación, junto a la obra de otros
compositores como es el caso de Hindemith y Alban Berg. También Glenn Gould en
su escrito Que se prohíba el aplauso,
recuerda a propósito del rechazo que:
“No
olvidemos que muchos de nuestros
grandes compositores se hicieron famosos por haber tenido estrenos más escandalosos de lo que podían conseguir sus
colegas. No olvidemos a
Stravinsky y los motivos de Rite ni a Schönberg y las palizas de Pierrot. Cierto, replico, se hicieron
famosos, si, y merecían hacerse famosos,
pero no por los motines y ni siquiera, me atrevería a sugerir, por esas obras en concreto”.[1]
De Gian Francesco
Malipiero nos llega una de las críticas más severas, se habría referido del
siguiente modo:
“Estas semanas de festival nada han tenido que ver con la música. Los
seguidores de Schönberg han exagerado. ¿Cuál será la consecuencia del dominio
absoluto de la dodecafonía?... es que dentro de diez años, estoy convencido,
nadie hablará del sistema dodecafónico”. [2]
Estas palabras del
compositor italiano datan de 1931. Doce años más tarde Leopold Stokowski
escribía en favor de Schönberg lo siguiente:
“Este compositor se
liberó por completo del concepto de las tonalidades, de suerte que sus armonías
discurren en toda dirección con entera libertad. Mediante la relación de los
sonidos aislados, grupos de éstos, líneas melódicas, crea su personal concepto
individualístico del diseño armónico. Con libertad magistral del ritmo y sus
contrastes, tema y contramotivo, sutil y atrevida sucesión armónica, Schönberg
ha aportado a la música un nuevo concepto, y con el mismo, nuevos recursos que
con el tiempo, en el futuro, serán más ampliamente comprendidos y apreciados
que lo son actualmente. Esto se refiere también a Alban Berg, el alumno y
discípulo superdotado de Schönberg. Nos guste o no la música de Schönberg, no
podemos negarle su maestría y su aportación, no tan sólo a la música, sino a
los conceptos del arte en general”.[3]
Esta sola afirmación bastaría para ser concluyente a
propósito del “olvido” de Schönberg advertido por Malipiero. Sería muy
interesante saber que pensó una vez pasados esos diez años, teniendo en cuenta
que fue una década sumamente prolífica para la nueva música. Precisamente
alrededor de 1931 Schönberg compone sus piezas para piano op. 33a y 33b, de
1932 a pesar de quedar inacabada y de ser representada póstumamente, data su
gran ópera Moisés y Aron y, de 1936 su concierto para violín. Por su parte Alban
Berg en 1935 el mismo año de su muerte, terminaba su concierto para violín y
dos años más se estrenaba una de sus obras maestras Lulu. Y de 1938 es el
cuarteto de cuerdas de Anton Webern, célebre por tener como fundamento el
motivo BACH. Esto es solo por mencionar algunas composiciones. Retomando ahora
las palabras de Stokowski, se hace mención a uno de los problemas, o al
problema de fondo a propósito de las valoraciones negativas sobre la obra de
Schönberg. Se trata del problema del gusto, en este caso del desagrado. Adorno
quien vio esto desde múltiples perspectivas intentó justificarlo a toda costa,
llegando a afirmar que lo incomprensible de esta música radicaba en su
reproducción, dejando incluso recaer algunas veces el problema sobre la
imprecisión de directores e intérpretes. En mi opinión, no importa que tanta
erudición se desbordara sobre la cuestión, el problema seguía siendo el mismo,
un problema de escucha. Los oyentes bien podrían haber tenido un alta, media o
baja cultura musical y el resultado seguía siendo el mismo, no les gustaba lo
que oían. Cuando se pretendió traducir todo esto como fenómeno estético,
Schönberg puso de relieve que esto “estético” respondía a una serie de
arbitrariedades sin fundamento. Nos decía en su Tratado de la Armonía que:
“Estos
juicios de belleza y fealdad son excursiones absolutamente inmotivadas al campo
de lo estético, que nada tienen que ver con el conjunto del sistema. Las
quintas paralelas suenan mal (¿por qué?); esta nota de paso es dura (¿por
qué?); los acordes de novena no existen, o bien suenan duros (¿y por qué?).
¿Dónde residen, en el sistema, las razones comunes básicas para estos tres
"porqués"? ¿En el sentimiento de lo bello? Y eso ¿qué es? ¿En qué
relación está el sentimiento de lo bello con este sistema? ¡Con este sistema,
por favor!”.[4]
De afirmaciones como estás y otras tantas, muchos
concluyeron erróneamente que Schönberg estaba en contra del sistema
tradicional. En realidad estaba en contra de los teóricos que pretendían
canonizarlo y decía que:
“¡Pero
las cosas deberían ser de otra manera! Un auténtico sistema debe, ante todo,
poseer unas bases que abarquen todos los resultados. Mejor dicho: que abarquen
todos los resultados que existen realmente, ni uno más ni uno menos. Tales
bases son las leyes naturales. Y sólo esas bases, que no tienen excepciones,
podrían tener la exigencia de ser válidas siempre, pues alcanzan una necesidad
común e ineludible, como las leyes naturales”.[5]
En relación a esto las siguientes palabras de
Stravinsky que encontramos en su Poética
Musical son más que representativas:
“Cualquiera
que sea la opinión que se tenga sobre la música de Arnold Schönberg —para citar
el ejemplo de un compositor que evoluciona sobre un plan esencialmente distinto
del mío, tanto por la estética como por la técnica—, cuyas obras han provocado
a menudo violentas reacciones o sonrisas irónicas, es imposible que un espíritu
honrado y provisto de una verdadera cultura musical deje de notar que el autor
de Pierrot lunaire es cabalmente consciente de lo que hace y que no engaña a
nadie. Ha creado el sistema musical que le convenía, y en ese sistema es
perfectamente lógico consigo mismo y perfectamente coherente. No se puede
llamar cacofonía a una música por el mero hecho de que no agrade”. [6]
Intentemos ahora ilustrar la situación del oyente
partiendo del concepto del velo de Maya, tal como lo ha tomado Nietzsche de
Schopenhauer. Veamos la cita:
“Y
así podría aplicarse a Apolo, en un sentido excéntrico, lo que Schopenhauer
dice del hombre cogido en el velo de Maya. El mundo como voluntad y
representación, I, p. 416 «Como sobre el mar embravecido, que, ilimitado por
todos lados, levanta y abate rugiendo montaña de olas, un navegante está en una
barca, confiando en la débil embarcación; así está tranquilo, en medio de una
mundo de tormentos, el hombre individual, apoyado y confiando en el principium
individuationis (principio de individuación)»”. [7]
La imagen sería la siguiente: El navegante, ahora el
oyente, bajo la ilusión que produce el velo de Maya, se encuentra en la
tonalidad, y la embarcación representa todo el orden preestablecido que esta
implica. Desde allí se puede desde la intuición anticipar lo que va a sonar aún
sin haber oído. Y a pesar del asombro que se pueda producir luego de oír, el
oyente sabe que permanecerá en la seguridad que le ha proporcionado el
mencionado orden. Pero una vez removido el velo de Maya emerge la atonalidad. Y
desde la embarcación que ahora representa la libertad frente a las reglas, no
es posible ya desde la intuición anticipar lo que va a sonar. Este es más o
menos el efecto de oír por primera vez una obra dodecafónica. Únicamente podría
anticiparse habiendo oído no solo una sino varias veces, poniéndose a prueba
así la capacidad mnemotécnica del oyente. “No
comprenden como lo divergente converge consigo mismo: armonía de tensiones
opuestas, como las del arco y la lira” decía Heráclito… Tonalidad y
atonalidad pertenecen pues a un mismo reino, el de la Música. Llegados hasta
este punto podemos afirmar en relación a la revolución de Schönberg, que en
realidad no se movió nada del centro. Y si centro significa aquí armonía
tradicional, no tendría por qué haberlo hecho, pues como se dijo anteriormente
Schönberg no sólo se debe a la tradición, se sentía parte de ella, se sentía
heredero del ilustre pasado germánico-musical que le precedió. Quienes le ven
únicamente como un reaccionario, pareciera que han olvidado este importante
hecho. Es cierto que su nombre ha estado ligado al expresionismo especialmente
su obra temprana y que aparece en las listas del Blaue Reiter. Y que los críticos e historiadores quisieron
ver en su evolución como compositor, el camino de las vanguardias. Pero esto no
es suficiente para desligarle de su pasado.
“Mis
profesores – decía – fueron
principalmente Bach y Mozart, y en segundo lugar Beethoven, Brahms y Wagner…
También aprendí mucho de Schubert y Mahler, Strauss y Reger también. No me
aislaba de nadie y por eso podía decir de mí mismo: Mi originalidad proviene de
esto: inmediatamente imitaba todo lo bueno que veía, incluso cuando no lo había
visto por primera vez en la obra de otra persona”. [8]
A propósito de su relación con la tradición, quisiera
referirla a partir de la figura de Bach y no por capricho. Sobre este tema
existen ya estudios especializados que en buena parte, apuntan a demostrar su
influencia en los distintos momentos de su producción musical y a reconocerle
como un estímulo fundamental para ésta.
Después de todo Bach es el nombre más citado en su Tratado de la Armonía, por encima de Beethoven e incluso de Wagner,
que es el que uno esperaría ver citado con más frecuencia. El Tratado hizo su
aparición alrededor de 1911, un año más tarde lo hizo el Pierrot lunaire, obra llena de referencias a la historia pero que
guarda una peculiar familiaridad con Bach, especialmente en la canción N° 6
“Madonna”. Otro importante aspecto a destacar está en que hacia 1922,
paralelamente al tiempo en el que se desarrollaba la técnica de los doce tonos,
Schönberg se encontraba orquestando dos de los preludios corales de Bach para
órgano, el BWV 654 "Schmücke
dich, o liebe Seele" Decórate, oh querida alma y el BWV 631 "Komm, Gott Schöpfer, Heiliger Geist" Ven, dios
Creador, Espíritu Santo. Que se encontrara dedicado simultáneamente a dos
trabajos tan diferentes nos dice mucho. Finalmente si queremos saber el lugar
de privilegio que ocupa Bach en la obra de Schönberg, basta con remitirnos al
segundo prefacio a sus Ejercicios
preliminares de contrapunto, escrito poco después de 1936. Allí puede
leerse:
“Y, por otro lado, ¡no
hay en la música una perfección más grande que la de Bach! Ningún Beethoven o
Haydn, ni siquiera un Mozart, que fue el más cercano a ella, han alcanzado tal
perfección. Pero parece que esta perfección no produce un estilo que los estudiantes
puedan imitar. Tal perfección es la de la Idea, la de la concepción básica, no
la de la elaboración. Esta última es sólo la consecuencia natural de la
profundidad de la idea, y la idea no puede imitarse ni ser enseñada”. [9]
Este
pasaje también nos dice mucho sobre su sensibilidad ya que muchas veces ha sido
tenido como más racionalista que otra cosa, quizá por el grueso de su obra
teórica. Pero resulta que pocos se han referido con tanta honestidad al
problema de la creación artística, en la que en su opinión intervienen tanto la
razón como el sentimiento. Esto que pareciera tan evidente adquiere una
singular significación, pues la cantidad o la medida en que éstos intervengan
poco importa, ya que cada obra tiene sus propias exigencias. En la serie de
ensayos publicados bajo el título El
estilo y la Idea de 1951, encontramos uno que lleva por nombre El Corazón y el Cerebro en la Música, en
el que Schönberg expone una serie de magníficos ejemplos sobre esta relación.
Subyace en ellos la idea de que un pasaje contrapuntístico pudiera parecer muy
complicado, cuando en realidad fue escrito de modo inmediato. O por otro lado,
un par de compases aparentemente sencillos que en realidad tomaron más tiempo
en escribirse del que podría uno imaginar. Su conclusión es la siguiente:
“No es el corazón por si
solo el que crea todo lo que sea bello, emocional, patético o encantador; ni
tampoco es el cerebro solo capaz de producir la perfecta construcción, la
organización sonora, lo que sea lógico o complicado. En primer lugar, en todo
lo que en el arte es de valor supremo se debe mostrar el corazón tanto como el
cerebro. En segundo lugar, el verdadero genio creador no encuentra dificultad
para dominar mentalmente sus sentimientos; ni el cerebro ha de producir tan
solo lo árido y lo inexpresivo al concentrarse en la corrección y en la lógica”. [10]
[1] Glenn Gould. Escritos
Críticos. Ediciones Turner. Madrid. 1989. p. 308
[2]
Walter Frisch. Schoenberg and his World. Princeton University Press. Princeton
New Jersey. 1999. p. 19
[3]
Leopold Stokowski. Music for all of us. Traducción Antonio Iglesias. s. e. 1943.
p. 107
[4] Arnold Schoenberg.
Tratado de la Armonía. Traducción y prólogo de Ramón Barce. Real Musical.
Madrid 1979. p. 4
[5] Ibid. p. 4 - 5
[6] Igor Stravinsky. Poética
Musical. Traducción Eduardo Grau. Emecé Editores. Buenos Aires. 1952. p. 30.
[7] Friedrich Nietzsche. El
nacimiento de la Tragedia, Alianza Editorial, Madrid, 1995. p. 43
[8]
Walter Frisch. Op. cit. p. 163
[9] Arnold Schoenberg.
Ejercicios preliminares de contrapunto. Editorial labor. Barcelona. 1990. p.
233
[10] Arnold Schoenberg. El Estilo y la Idea.
Taurus Ediciones. Madrid 1963. p. 227
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