Hobbes
Del libro: Jean-Jacques Rousseau Et La Science Politique de
Son Temps ( Jean-Jacques Rousseau y
la ciencia política de su tiempo) de
Robert Derathé[1].
Traducción del francés por David De los Reyes.
Hobbes
se cuenta entre los primeros escritores políticos que Rousseau leyó. Se encuentra,
en efecto, en el Discurso sobre la
Igualdad y en el fragmento sobre El
Estado de guerra una larga refutación del "sistema insensato de la guerra
natural de cada uno contra todos", y en el primer Discurso contiene ya una alusión a Hobbes.
Ha sido sorprendente, por otra parte, que
Rousseau no ha buscado leer un autor del cual el atrevimiento en materia de
derecho político había suscitado entre sus seguidores tanto horror como
admiración. Desde la publicación del De
Cive (1642) y del Leviatán no se celebró
el genio del autor por miedo a condenar sus principios. Leibniz expresa muy
bien la opinión casi unánime de su siglo cuando el alaba "el genio profundo de Hobbes pero le reprocha el permanecer
"tan obstinadamente fijo en los falsos principios que había adoptado"
.
En esos falsos principios, los teólogos y los jurisconsultos se disputaron el
honor de refutarlo y durante más de un siglo y medio la fuerte personalidad de
Hobbes domina en la historia de las ideas políticas y religiosas. Si sus
adversarios fueron numerosos, Hobbes tuvo algunos admiradores como Becmann y
Pufendorf, pero tanto unos como otros le debieron mucho y reconocieron la
superioridad de su genio .
Baile, a quien no le agradaba mucho, declara sin embargo que el De Cive "hizo confesar a los clarividentes que no se había penetrada nunca
tan bien en los fundamentos de la política". Barbeyrac que cita ese
texto en el prefacio de su Pufendorf, dijo en su Grotius: "El libro de Hobbes -se trata siempre del De Cive-, con todos sus
errores, esla obra de un genio meditativo, que da lugar a examinar y
profundizar muy bien las cosas a las cuales no se pensarían sin eso; y que
suministran frecuentemente unas Verdades muy útiles, que no carecen de ser
relacionadas con buenos principios. Es cierto que por ello se puede hacer de
los libros de ese famoso inglés el mismo uso de ciertas bestias y plantas
venenosas". La fórmula final pone un aparte, se encuentre en ese
juicio de Barbeurac sobre Hobbes la opinión de Leibniz: el autor es genial, pero
sus principios son maliciosos. Cuando Pufendorf condena los principios de
Hobbes en materia de religión, reconoce que ha sido su discípulo y hace en el
prefacio del Derecho de la naturaleza y de las gentes el más bello elogio al
filósofo inglés: "Tomás Hobbes, en su
obra relativa a la ciencia política, ha producido un gran número de cosas de un
valor inestimable y no es persona que no entienda de esas materias, para negar
que el haya estudiado la constitución de la sociedad humana y civil con tanta
profundidad que pocos de sus predecesores pueden compararse con él. Igual
cuando él se aleja de la verdad el ofrece a sus lectores la ocasión de meditar una
cosa que sin duda nunca han estado en el espíritu de persona alguna. Pero como
expuso en materia de religión unos principios horribles y totalmente personales
se hace igualmente y no sin razón muchos enemigos. Pero como él llega a lo
ordinario, es condenado con la mayor arrogancia por aquellos mismos que, por
decirlo así, ni lo han leído ni comprendido" .
Como Barbeyrac no reprodujo el prefacio del autor en su traducción del Derecho de la naturaleza y de las gentes,
es probable que Rousseau no haya conocido ese elogio a Hobbes por Pufendorf,
pero los juicios de Leibniz, de Bayle y de Barbeyrac fueron suficientes para
picar en su curiosidad e incitarlo a emprender la lectura de Hobbes.
Desgraciadamente, nada induce a nosotros permitirnos determinar con certeza
cuales son las obras de Hobbes que Rousseau leyó ni en cuál edición lo hizo.
Los tratados de Pufendorf y Cumberland contenían, sin duda, numerosos extractos
de Hobbes como de una exposición detallada de su doctrina. Pero es poco
probable, por no decir que imposible, que Rousseau se haya contentado con una
exposición de segunda mano sin haber tenido la curiosidad de leer el autor en
sí mismo. Vaughan, sin dar sus razones, admite que Rousseau no conocía a Hobbes
sino por la edición latina del De Cive.
Pero no debemos olvidarnos que el De Cive
había sido traducido por Sorbière y no había en las costumbres de Rousseau de leer
el texto latín cuando había una traducción francesa a su disposición. No lo
hizo ni por Grotius, ni por Pufendorf. ¿Por qué habría de hacerlo por Hobbes?
Sería, por otra parte, mucho más interesante saber si Rousseau leyó el Leviatán. Ciertamente el libro había
llegado a ser incontrable en el siglo XVIII, pero lo que escribió Barbeyrac
debía incitar a Rousseau el procurárselo. Luego de haber recordado que Hobbes
publicó su Leviatán en 1651,
Barbeyrac agrega: "Él se descubre mucho mejor en esa obra y ahí sostiene
sin duda alguna que la voluntad del Soberano hace no solamente lo que es Justo
o Injusto, sino igualmente a la Religión y que ninguna Revelación divina no
puede obligar a la Consciencia, que cuando la autoridad o ante el capricho de
su Leviatán, del Poder Soberano y
Arbitrario, al que él a atribuido el Gobierno de cada Sociedad Civil, le ha
dado fuerza de ley . Por nuestra parte, estaríamos tentados a creer que
Rousseau, que sabía mal el inglés, haya leído al Leviatán en la edición latina.
De todas maneras, que Rousseau no haya conocido sino el De Cive o haya leído igualmente el Leviatán, es cierto que estudió detenidamente las teorías de Hobbes
y que, totalmente en oposición a sus doctrinas, no escondió su admiración por
ese autor, "uno de los genios más
bellos que hayan existido" .
En el artículo Hobbismo de la Enciclopedia, Diderot hace un paralelo
tan brillante como fácil entre Hobbes y Rousseau: "La filosofía del señor Rousseau, de Ginebra, -nos dice-, es casi
lo inverso de aquella de Hobbes. El uno cree que el hombre en la naturaleza es
bueno el otro lo cree malo. Según el
filósofo de Ginebra el estado de la naturaleza es un estado de paz, según el
filósofo de Malmesbury, es un estado de guerra. Son las leyes y la formación de
la sociedad que han hecho al hombre mejor, según cree Hobbes; que lo han
depravado, es lo que cree el señor Rousseau. Para uno el estado nació en medio
de tumultos y de facciones; para el otro viviría en el mundo y entre los
salvajes. Otro tiempo, otras circunstancias, otra filosofía".
Estaríamos tentados a agregar, para completar la oposición entre los dos
pensadores, que uno ha sido defensor del absolutismo, el otro el apóstol de la
democracia. Se haría así de Rousseau un anti-Hobbes, pero se estaría muy lejos
de la verdad.
Si Rousseau ha sido indiscutiblemente el adversario de Hobbes, en el que ha
visto, como toda su época, el teórico del despotismo, él está lejos de refutar
totalmente todos sus principios. "No
es tanto por lo que hay de horrible y falso, -nos dice Rousseau-, sino por lo
justo y verdadero es que se hace odiosa". Hobbes ha sido, sin duda, un
"sofista", pero un sofista
genial, mientras que para Grotius no era más que "un niño de mala fe". También, entonces ya que no hay nada que
deducir de las teorías de los jurisconsultos holandeses, Hobbes tiene la
percepción de las grandes verdades que trata de distinguir bien de sus
sofismas. Tal es el juicio de Rousseau sobre Hobbes. El cual no es solamente
para Rousseau un adversario sino que lo juzga en su medida y del cual admira su
genio, pero también un maestro al cual debe mucho.
Lo que hay de falso en la política de Hobbes son los principios de los cuales
Grotius se hace abanderado. Esos dos autores son los principales "promotores del despotismo" y
no escatiman nada para justificar a la monarquía absoluta y hacen creer al
pueblo que la tiranía es un gobierno legítimo. Ellos admiten que el pueblo, al
darse un rey, renuncia a todos sus derechos y que luego del contrato social la
soberanía le pertenece sin compartirla, reservándose los monarcas el disfrute
de un poder absoluto sobre sus súbditos que terminan por ser amos sobre sus esclavos.
La aceptación del despotismo es la única finalidad con que Hobbes a imaginado
su "absurda doctrina" del
estado de naturaleza. "¿Quién puede
haber pensado sin estremecerse el sistema insensato de la guerra natural de
cada uno contra todos?... He ahí, hasta donde el deseo o más bien el furor de
establecer el despotismo y la obediencia pasiva han conducido a uno de los más
bellos genios que hayan existido". Así Hobbes si nos ha hecho un
cuadro tan negro del estado es para hacer creer a los hombres que no pueden
vivir en paz, sino bajo la dominación de un amo y mostrar que la servidumbre es
aún preferible que una guerra sin fin.
Rousseau piensa al contrario, que nada compensaría la pérdida de un bien tan
precioso como la libertad y la guerra civil, y le parece menos temible que la
tiranía. Así es como responde a Hobbes: "Lo que hace prosperar a la especie es menos la paz que la libertad”.
Por otra parte, no es verdad que la tranquilidad del que los hombres disfrutan
bajo la dominación de un déspota sea la paz verdadera, porque si bien los súbditos
de una monarquía absoluta están al abrigo de las injurias de sus conciudadanos,
ellos permanecen expuestos a los caprichos de su soberano. "Se dirá, -dice Rousseau-, que el déspota
asegura a sus súbditos la tranquilidad civil. Sea; pero ¿qué han ganado ellos?
Si guerras su ambición provoca, si es insaciable su avidez, si las vejaciones
de su ministerio lo desolan más, ¿qué no harían sus disensiones? ¿Qué han
ganado si esa tranquilidad es igualmente una de sus miserias? Han vivido
tranquilos también dentro de los calabozos ¿Y ello es bastante para sentirse
bien? Los griegos encerrados en el antro del Cíclope vivieron tranquilos y
mientras iban y venían fueron devorados" .
De esta manera la seguridad que disfrutan los ciudadanos en una monarquía
absoluta es puramente ilusoria y el pacto social tal cual lo concibe Hobbes
pone a los hombres en una condición peor que la anarquía del estado de
naturaleza, porque, siendo súbditos de un rey absoluto, no tienen ninguna
salvaguarda contra los abusos del poder o las locuras de su soberano, que
pueden, a su gusto, disponer de sus bienes e igualmente de sus vidas. ¿No es
insensato sostener, creadores de sociedades civiles, han decidido que estarían
todos sometidos a la disciplina de las leyes, con la excepción de uno sólo que
conservaría la libertad de hacer cualquier cosa y sería sobre investido del
poder de mandar a los otros? "Eso
sería imaginarse, como lo ha dicho ya Locke, que los hombres son muy locos para
tomar gran esmero en remediar los males que podrían hacerlos unos putos o unos zorros,
pero se alegrarían y se imaginarían que eso los salvaría, de ser devorado por
los leones." Ese argumento se encuentra bajo la pluma de Rousseau: “no será más razonable de creer, ha dicho,
son primero echados entre los brazos de un jefe absoluto, sin condiciones y sin
reciprocidad, y que el primer deber es la seguridad común; que hayan imaginado
unos hombres fieros e indómitos, ha sido el de precipitarse a la esclavitud. En
efecto, porque ¿si ellos se han dado a sus superiores no es para defenderse
contra la opresión y proteger sus bienes, sus libertades y sus vidas, que son,
por así decir, los elementos constitutivos de su ser? ¿O, en las relaciones de
hombre a hombre, lo peor a que se puede llegar es estar uno bajo la dependencia
del otro, y va en contra del buen sentido el dejarse desollar por un jefe
obsesivo, por la necesidad de conservar la seguridad de todos? ¿Qué equivalente
hubiera podido ofrecerle para la concesión de tan bello derecho? y si él
hubiera osado exigirle bajo el pretexto de defenderlos, no hubiera en seguida recibido
la respuesta del apólogo: ¿Qué nos hará tanto más el enemigo? Es irrespondible,
y es la máxima fundamental de todo el derecho político, que los pueblos se dan
jefes para defender su libertad y no para sojuzgarlos. Si tenemos un príncipe,
-ha dicho Plinio a Trajano-, es con el de preservarnos de tener un amo”.
Ese
pasaje es extraído del Discurso sobre la desigualdad.
En el Contrato Social, Rousseau opone
a Hobbes otro argumento: "Cuando admitía,
-dice Rousseau-, todo lo que yo había refutado hasta aquí, los promotores del
despotismo no habían avanzado más. Habrá siempre una gran diferencia entre
someter a una multitud y de regir a una sociedad. Que unos hombres sean
sucesivamente dominados por uno sólo y algunos de ellos sean fuertes, no veo
ahí sino un amo y sus esclavos, no veo a un pueblo y su jefe; es, si se quiere,
una agregación, pero no una agregación,
no hay ahí ni bien público ni cuerpo político". De esta manera no se
puede considerar como una sociedad verdadera unos hombres reunidos bajo el
dominio de un amo y que no tienen ningún otro lazo que no sea su común
servidumbre. La monarquía absoluta, como la había dicho Locke, es "incompatible con la sociedad civil"
y no podría pasar como una sociedad legítima de gobierno. Hobbes creyó
encontrar en el despotismo el único remedio a la anarquía, pero ¿acaso el
despotismo no es la anarquía misma?
Rousseau ha hecho, pues, una vigorosa crítica a Hobbes. Rechaza su teoría del
despotismo como rechaza igualmente su concepción del estado natural. Ha visto,
por otra parte, que las dos tesis son inseparables y que la segunda tiene por
objeto de servir de justificación de servir a la primera. Pero sería inexacto
de creer que Rousseau no ha tomado nada de la doctrina de su adversario, sino
que ha introducido en su propio sistema los principios esenciales del De Cive, no sin, por otra parte,
rectificarlos o traspasarlos para dales luego una significación nueva.
Cierto que Rousseau empleo todos sus recursos en combatir "el horrible sistema", la "absurda doctrina" de la "guerra natural de cada uno contra todos".
Es llevado en su refutación no solamente para refutar lo débil de la
justificación del despotismo, sino porque también tal teoría está en desacuerdo
con el principio de la bondad natural del hombre. Esto dice, el hecho bien
conocido de la influencia que ha ejercido, como una especie de seducción, esa
teoría célebre sobre Rousseau y en todo caso le parece mucho más verdadera que
la teoría de la sociabilidad que fue el evangelio de todos los jurisconsultos.
También reprocha solamente en ello a Hobbes, el de haber presentado como un cuadro
al estado de naturaleza, de tal forma que ella se aplica perfectamente a los
hombres viviendo en sociedad.
Por otra parte, lo que Rousseau achaca a Hobbes es más bien su psicología del
hombre natural que su concepción jurídica del estado de naturaleza. Hobbes
afirma en el De Cive que "la naturaleza da a cada uno un derecho igual
sobre todas las cosas" y que
"en el estado de naturaleza no hay
punto de injusticia en lo que un hombre haga contra otro". Ese
principio en que los juristas, sin hablar de Locke, son unánimes en rechazar, Rousseau
lo adopta. "Lo que el hombre pierde
por el contrato social, -ha dicho-, es su libertad natural y un derecho
ilimitado a todo eso que lo tienta y que puede alcanzar”. "Dentro del estado de naturaleza, donde
todo es común, -nos dice otra vez-, no debo nada a aquellos a los que no he
prometido nada; no reconozco nada que sea prójimo que me sea inútil".
No hay pues un punto de propiedad ni de injusticia en el estado de naturaleza y
Rousseau hace suya la célebre fórmula de Hobbes: Nature dedit unicuique jus in omnia. Pero si está de acuerdo con
Hobbes sobre ese principio, Rousseau no saca las mismas consecuencias. En
Hobbes ese jus in omnia entra
fatalmente "un estado de guerra,
donde cada uno llega a ser el enemigo de todos los otros". La codicia
de los hombres crea entre ellos una competencia o rivalidad que degenera en
ellos en guerra general. Ello no es lo mismo para Rousseau. Sin duda el hombre
tiene por naturaleza el derecho de tomar todo aquello que le seduce, pero en el
estado de naturaleza, tiene pocas necesidades, está "sujeto a no pocas pasiones". También no hace del derecho
que tiene sobre todas las cosas un uso restringido y la moderación de sus
deseos le impide tener conflictos con sus semejantes.
Pero eso que es verdadero en el hombre salvaje no lo es más en el hombre civil.
"El hombre salvaje, cuando ha
comido, está en paz con toda la naturaleza y es amigo de todos sus
semejantes... Pero en hombre en sociedad tiene otras motivaciones: se trata
primeramente de proveerse de lo necesario y luego lo superfluo: inmediatamente
llegan las delicias y luego las inmensas riquezas y luego los súbditos y luego
los esclavos: no hay un momento de tranquilidad. Lo que hay de más singular es
que cuanto menos naturales son las necesidades y perseguidas más aumentan las
pasiones y peor es el poder para satisfacerlas; de suerte que luego de una
larga prosperidad, luego de haberse llenado completo de tesoros, mi héroe
terminará por degollar a todos hasta
que él sea el único amo del universo”. Tal es el resumen del cuadro moral,
si no de la vida humana, unas pretensiones secretas en el corazón de todo
hombre civilizado. Tales consideraciones vienen a conducir a Rousseau a darle
la razón a Hobbes, al menos parcialmente. Eso que hizo en El Emilio: "Es una
disposición natural del hombre, -ha dicho-, de mirar como si todo está en su
poder. En ese sentido el príncipe de Hobbes es verdadero hasta cierto punto: al
multiplicar con nuestros deseos los recursos para satisfacerlos cada quien será
amo de todo. Así desde que los hombres vivieron en medio de sus semejantes sus
pasiones se desarrollaron y sus deseos se acrecentaron desmesuradamente. A
aquellos deseos vienen a juntarse unas "pasiones
fácticas" de las cuales la más temible es deseo de sobrepasar a los
otros y la ambición de dominarlos. Es así cuando entonces los hombres llegan a
ser "enemigos natos los unos de los
otros" y que la paz del estado de naturaleza da lugar a una enemistad
general”. Se ve por ello que Rousseau aplica al estado civil la teoría que
Hobbes tenía por estado de naturaleza. "El
error de Hobbes,-ha dicho-, no es, pues, el de tener establecido el estado de
guerra entre los hombres independientes y venidos sociables; pero ha supuesto
ese estado natural a la especie y de haberlo dado por causa de aquellos vicios
de cuál es el efecto" .
Rousseau ha conservado, luego, la idea matriz de Hobbes y en separarla de toda
verdad psicológica. Descubre a la vuelta, pero dentro de los hombres que viven
en sociedad, un apetito de dominación, un deseo de gloria que los empuja a
sobrepasar, humillar y a sojuzgar a sus semejantes. Su teoría del amor-propio
que se distingue del amor-de-sí es de
inspiración hobbesiana. De Hobbes ha tomado el que las necesidades dividen a
los hombres tanto como los une y lejos de constituir una unión social por
excelencia, como creyeron los jurisconsultos, las necesidades son una fuente perpetua
de discordia entre los hombres. Basta leer en El Emilio al comienzo del libro IV, el Prefacio de Narciso o el admirable capítulo del Manuscrito de Ginebra para ver hasta qué
punto la psicología de Rousseau se inspira en la de Hobbes.
Si se pasa de la psicología a la política se encuentra la influencia de Hobbes
en la teoría de la soberanía, como lo señala Vaughan . La soberanía representa
para Rousseau dos características. Ella es, de principio, como en d'Althusius,
un derecho inalienable, incomunicable, del cual el pueblo, igual si lo
consiente, no puede despojarse en favor de cualquiera; ello es, por otra parte,
inseparable de la idea de un poder absoluto. Como Hobbes, Rousseau es hostil a
toda limitación y, a fortiori, a compartir la soberanía. No debe haber en el
estado más que una sola voluntad que gobierne. Pero, para Hobbes, esa voluntad
puede ser indiferentemente la voluntad de un sólo hombre o de una única
asamblea. En Rousseau es solamente la voluntad del conjunto del pueblo, es
decir, del pueblo reunido en una asamblea, que puede constituir la voluntad
general o la voluntad soberana. Rousseau reserva, pues, al "pueblo reunido" el poder absoluto que Hobbes acuerda
igualmente para el rey.
Rousseau toma de Hobbes su concepción de la soberanía y es precisamente por
ello que no puede admitir que el soberano pueda ser un sólo hombre. La
soberanía tiene en su naturaleza un poder que no puede ser dividido ni
limitado, ella no puede pertenecer a un hombre, sin que ese hombre no devenga
por ella a ser el amo de todos los ciudadanos que pierden así toda su libertad.
Decir, como lo hacen Hobbes y Grotius, que la soberanía se emparenta, sin
compartirla, a los reyes es, pues, declararse partidario del despotismo. Para
que la libertad sea salvaguardada tiene que pertenecer la soberanía al pueblo.
En ese caso el Estado puede disponer de un poder absoluto sobre todos sus miembros
sin que ellos cesen de ser "también
libres" como en el estado de naturaleza. Cada uno decide por todos y
todos por cada uno, no hay más que temer -Rousseau lo cree al menos- que la
soberanía absoluta del Estado no tenga por consecuencia la supresión de la
libertad.
Todos los esfuerzos de Rousseau tiende a defender a la libertad sin que por
ello debilite la autoridad del Estado ni se comprometa su unidad. No es aquí el
lugar para examinar si tal empresa estaba consagrada al fracaso como lo han
afirmado todos aquellos que veían en el liberalismo la única defensa de la
libertad. Pero hay que reconocer a Rousseau el mérito de haber percibido que el
Estado no es viable si no es él uno. Eso es a Hobbes a quien se lo debe.
Es bajo la influencia de Hobbes y a su ejemplo que el rechaza el captar a
"la opinión común" de los jueces y de admitir la idea de un "contrato de gobierno", es
decir, de un contrato entre el pueblo y sus jefes. De la concepción de los
jurisconsultos resulta necesariamente un dualismo, la persona del Estado se
encuentra compartida entre el pueblo y el príncipe. Rousseau está de acuerdo
con Hobbes de suprimir ese dualismo, pero entiende que en esa supresión puede
efectuarse en beneficio del príncipe o puede hacerse en provecho del pueblo,
llegando a ser éste el único soberano .
En todo caso, para Rousseau no más que para Hobbes, no podría haber dos
soberanos en el Estado. Es por lo cual Rousseau no vacila en declararse
partidario de la concepción hobbesiana de las relaciones entre Iglesia y Estadio,
cuando esa concepción había sido objeto de una reprobación unánime: "De todos los autores cristianos, -ha
dicho-, el filósofo Hobbes es el único que ha visto bien el mal y el remedio y
quien ha osado reunir las dos cabezas del águila y volver a la unidad política,
sin la cual jamás Estado y gobierno no estarán bien constituidos; pero él ha
dejado ver que el espíritu dominador del cristianismo era incompatible con su
sistema y que el interés del sacerdote sería siempre más fuerte que el del
Estado. Ello no es tanto lo horrible y falso que hay en su política, como lo
que hay de justo y verdadero que lo hace volverse odioso". Ese texto
tan significativo muestra muy bien que Rousseau tiende a lo mismo que Hobbes
respecto a la unidad política y que no puede admitir que la soberanía del
Estado sea limitada por los privilegios acordes a la Iglesia o a cualquier otro
cuerpo. La unidad política le parece lo único garante del Estado. Rousseau ha
conservado, pues, lo que para él había de sano en la política de Hobbes.
Entre los pensadores políticos, Hobbes es, ciertamente, el genio más cercano a
Rousseau. Tienen, el uno y el otro, el mismo horror a los compromisos y optan
siempre por las soluciones radicales. Rousseau, por otra parte, no oculta que
prefiere más al absolutismo de Hobbes que a las soluciones bastardas de los
jurisconsultos. El Marqués de Mirabeau habiéndole enviado la obra del
fisiócrata Le Mercier dela Riviere sobre El
orden natural y esencial de las sociedades políticas, Rousseau le escribe desde
Trye, el 26 de julio de 1767, para agradecerle. En esa carta declara que para
él el "gran problema político"
puede formularse así: "Encontrar una
forma de gobierno que ponga la Ley por encima del hombre". Y agrega: "Si desgraciadamente esa forma no se
encuentra, tendería ingenuamente que creer que ella no lo es, mi opinión es que
se pasaría al otro extremo y poner de un golpe al hombre por encima de la ley;
por consecuencia se establecería el despotismo arbitrario lo cual es posible:
yo quisiera que el déspota fuera Dios. En una palabra, no veo un punto medio
entre la más austera democracia y el hobbismo más perfecto: porque el conflicto
entre los hombres y las leyes, que pone al estado en una guerra intestina
continua, es el peor de todos los estados políticos”.
Traducido
en Carrizal el 2 de noviembre de 1995.
[1]
Robert Derathé: Jean-Jacques Rousseau Et La Science Politique de Son Temps. Ed. Librarie Philosophique J. Vrin. Fracia. 1995.
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