Sobre
la filosofía trágica y la música
(La
philosophie tragique
chez Clément Rosset)
Olga
López
Universidad
de las Artes, Guayaquil-Ecuador
(Introducción
y traducción: David De los Reyes
Universidad de las Artes, Guayaquil, Ecuador - Universidad Central de Venezuela)
Universidad de las Artes, Guayaquil, Ecuador - Universidad Central de Venezuela)
A
modo de introducción
Del libro La philosophie tragique chez Clément Rosset
(“La filosofía trágica en Clément Rosset”, Ed L´Harmattan. Paris. 2018), de
Olga López, el cual acaba de aparecer en lengua francesa, hemos querido hacer
un adelanto del mismo, presentando su propuesta acerca del filósofo francés
Clément Rosset. Para ello hemos traducido uno de los capítulos, el capítulo IV
titulado “La música, arte trágico”, el cual nos ha interesado personalmente por
tratar el tema de la filosofía y la música según la óptica reflexiva y trágica
de este polémico pensador francés.
Podemos decir que Olga López se afilia en su reflexión a la
concepción de la filosofía trágica, la cual nace del pensamiento nietzscheano.
La intención del pensador dionisíaco alemán fue extraer el término de lo trágico
del contexto teatral para construir con él una reflexión al servicio de la
vida. Por tanto, la intención de este texto que nos presenta esta pensadora es
una apertura a la comprensión de cómo el pensamiento de Clément Rosset sigue al
de Nietzsche y en cuál momento se aleja para escribir su propia versión de la
filosofía trágica. Sobre ese punto ella nos presenta el aporte de Rosset en el
horizonte de la filosofía trágica. Para ello se formula la siguiente
interrogante: ¿Cuál es el camino a seguir de una filosofía trágica sin caer en
la simplicidad del optimismo? En este trabajo notaremos cómo se une
completamente la filosofía con la ética e invita a escapar del fatalismo que
habitualmente se concede al concepto de lo trágico, para abrirlo a la
celebración de la vida. De esta manera, su texto no deja de insistir en el
interrogante del que parte su reflexión: ¿Rosset es verdaderamente un
continuador del pensamiento de Nietzsche y, por tanto, redefinirá el concepto de
la filosofía trágica o termina enriqueciendo y amplificando para singularizar
su propia reflexión? Son los términos que encontramos en este texto.
Capítulo
IV
La
música, arte trágico
Tal es el secreto
del arte musical: el de no ocultar nada,
de ser un pretexto
sin texto. Imitación ilusoria para no imitar nada;
la música se
resume en la simple paradoja de ser una forma libre, flotante;
originariamente a
la deriva, como se ha dicho
de una superficie
sin fondo o de un vestido sin cuerpo.
Clément Rosset,
L´objet singulier
Rosset retoma una corriente
de pensamiento que coloca en relación la música y la filosofía. Es así que de
Schopenhauer a Nietzsche, de Bergson a Jankélévitch, hay toda una línea de
filósofos músicos; Rosset sigue a Nietzsche y a Jankélévitch en sus
convicciones musicales, porque al igual que ellos, considera las experiencias
musicales muy diferentes de otras formas de expresiones artísticas. Esta
diferencia proviene de un hecho que ve cohabitar en la música, los elementos
fundamentalmente de la filosofía trágica: el carácter no-representativo ni
interpretativo, así como de una experiencia del azar y del gozo. Por tanto, la
música no es un ejemplo aislado del pensamiento de Rosset, sino un eje que
atraviesa toda su obra; abre un camino con todos esos conceptos para adoptar
una propia sonoridad.
1.-
La música, un arte no-mimético
Rosset piensa la música a
contracorriente de la tradición platónica y romántica, es decir, no la
considera ni como imagen, ni como ente, ni representación, ni portadora de
sentido. No es un arte mimético, por ser la música factible a partir de
términos contrarios: sin imagen y sin representación. No es sino una
posibilidad de expresión pues ella posee su propia realidad que no es
necesariamente explicable en términos históricos o psicológicos. Es en esta perspectiva
que Rosset habla de música inexpresiva, es decir, que la música no le pertenece
nunca un orden de significación ni del sentido, porque es imposible de
apropiarsela a partir del lenguaje natural, salvo cuando ella acompaña un texto
para producir una nueva composición musical. La música esta entonces, para Rosset,
fuera de toda referencia o, dicho de otra manera, es el prototipo de un arte
desnaturalizado, el artificio sin plenitud. Por consecuencia, Rosset no se
esfuerza por comprender la música, pues aparece como una constante de la misma
manera que sus conceptos (en particular el concepto de lo real). Es de esta forma que la música encarna su propia realidad,
portadora de una condición mágica; nos
permite aislarnos del mundo que nos rodea para emerger en su propia atmósfera.
Rosset precisa que:
“La
superioridad de la música sobre este punto mantiene la cualidad por la cual es
incapaz de hacer alusión al entorno de la realidad: ella es, de por sí,
completamente real, particular e
incongruente, y por tanto, fuerza la entrada en la escucha de la audiencia,
felizmente dispuesta a comprenderla. No se retira de la atención –salvo en
aquello que se absorbe enteramente en ella, eliminando así toda otra fuente de
lo real- no se refiere a una realidad exterior que, cerca o lejos, le haría
signo[1]”.
Escuchar música
significa introducirse en un mundo extraño a aquel que nos rodea, estar en lo
intemporal, salir de lo cotidiano para prestar una escucha atenta a lo real. Al
mismo tiempo, reconocer la fractura que produce la música en la realidad
habitual. Para Rousset hay una superioridad en la música porque es la forma
artística más libre y más flexible, es siempre una repetición que nos llama al
misterio de la existencia y reenvía al carácter insólito y singular del objeto.
La música es, por tanto, paradójica, porque ella nos aísla de la realidad que
nos rodea, siendo este objeto sonoro muy real. Esta expresión corresponde a una
estética del artificio que rechaza el mimetismo y exalta el azar.
La música es
portadora de un espíritu paradójico
propio de la filosofía trágica, en la medida que ella hace unidad con las antinomias:
instante/eternidad, alegría/tristeza, sonoridad/silencio, armonía/disonancia. Unidades
paradójicas que constituyen precisamente la fuerza de su actividad estética.
También es precisamente esta misma línea de pensamiento la de los
filósofos-músicos que Rosset se apropia poderosamente en la profundidad de la
inexpresividad schopenhaueriana. Esta visión tiene por consecuencia posesionar a
Schopenhauer como un revolucionario en este campo, ya que libera
definitivamente la música de su función mimética.
2.- La música: la sombra precursora
La gran inquietud
de Schopenhauer es de explicar una idea: la Voluntad que precede toda
distinción entre el sujeto y el objeto. Todas nuestras representaciones son el
reflejo de esa voluntad, explicación primera de todos los fenómenos. O, si todo
nos devuelve a ese concepto, este permanece desconocido, es suficiente por sí
mismo, escapa a todo lenguaje. Ante esta incapacidad tangible, Schopenhauer
indica que sólo la música permite acceder a la Voluntad. De esta manera, los
parágrafos que Schopenhauer consagra a ese tema no son sino casos aislados, son
la expresión misma de su metafísica, porque es por nuestra escucha que podemos
experimentar a la Voluntad. A través de esto, Schopenhauer habla de la música
como un medio de expresar las cosas que no se han podido enunciar de manera
consciente. Por consecuencia, la música sería el canto que le faltaría a la filosofía.
Así Santiago Espinoza precisa:
“(…)
Schopenhauer no encuentra ni una ausencia,
en el sentido de un pasado remoto, ni
una diferencia de una cosa en la que terminaríamos
un día, sino el centro en el cual todo ese pasado nunc stans (nunca permanece); no una significación, tampoco la
significación de la significación; no un logos,
sino lo que lo precede: Schopenhauer dirá: es la música[2].
Espinoza precisa
la singularidad de la metafísica de Schopenhauer, que distingue de una
metafísica platónica, y devendrá el punto de anclaje de las reflexiones de
Nietzsche y de la filosofía trágica. Por su parte, Rosset, en los trabajos que
le consagra a Schopenhauer, insiste en la originalidad de una teoría que habla
de lo impensado musical que precede a
la conformación del mundo. Es así que el Schopenhauer que nos presenta Rosset
no reconoce ningún sentimiento humano en la música; al contrario, nos envía a
un más allá absoluto. La música permanece siempre separada del ser, porque ella
es anterior a la composición de esa esa entidad. Según la filosofía de
Schopenhauer, la Voluntad se expresa a través de la Representación (conceptos)[3] y la contemplación
(Ideas). Si en lo primero se puede colocar a las ciencias y en lo segundo a las
artes, la música no se encuentra ni en una ni en otra, sino en una tercera
categoría: la intuición de una X que precede a la voluntad y al mundo. En este
sentido, la música no tiene ninguna relación con los fenómenos, sino con la
esencia íntima de la Voluntad: no es un estado del ser, ella es el ser mismo.
Con la intención de pensar lo impensado musical, Rosset continua:
“El
problema: ¿Es la música la ley del mundo en el mismo sentido que la Voluntad? Habría
entonces dos fuentes del mundo: una, la actual, y otra virtual; la primera: la
voluntad, que ha producido al mundo; la segunda: la música que ha producido los
sonidos. Dos fuentes, al menos en el mismo nivel de igualdad: la música “podría
continuar existiendo, a la par que el universo no existiera”. Así que podríamos
enunciar la tesis de la música como reflejo de poder: de esas dos instancias
fundamentales, tan poderosas para engendrar cada una un mundo independiente, la
una sería simplemente la expresión de la otra[4].
Ante todo, hay que
señalar que para Rosset el mundo no es el reflejo de la Voluntad, porque estima
que en Schopenhauer, Voluntad y mundo están sobre un mismo nivel de igualdad.
La Voluntad y el mundo están in re.
Ante esto, resta saber dónde se inserta la música. Rosset coloca la música ante rem, una sombra precursora, que
existe antes. Entonces ¿por qué no decir que el mundo encarna a la música y no
lo contrario? En el esquema propuesto por Rosset, la música es una relación con
la Voluntad y con el mundo, e indica dos razones por las cuales la música no
puede ser un reflejo. Por una parte, la Voluntad se expresa por a través de
ideas extrañas a la música, esta debe ser anterior a la Voluntad, porque ella
puede continuar existiendo aún si el mundo (espacio y tiempo), y la Voluntad
(que produce todas las representaciones) desaparecieran. Al colocar a la música
en un ante rem, Rosset reconoce el
valor del pensamiento de Schopenhauer y se aleja de otras lecturas que han
querido ver en su pensamiento una relación de dependencia de la música con la
Voluntad. Es el caso de Michel Haar, que señala cómo Nietzsche, desde un comienzo,
su distanciamiento de la teoría schopenhaueriana que considera la música como
una representación de Poder. O es a partir de ese separación que, según Haar,
Nietzsche nos habla de la música como lo Uno. En los términos de Haar,
Nietzsche se aleja de la lectura schopenhaueriana al afirmar:
“La Voluntad es música, como lo Uno es su
fraccionamiento en imágenes. No hay sino pura voluntad en la música. La música
no habla al ser, no cuenta sus
peripecias en la procesión de la naturaleza. Ella es el ser mismo, y no su
primera reproducción. De donde se sigue que, por su originalidad, la música
aquí referida, precede toda especie de composición musical. La música del mundo
es pre-armonía y pre-melodía. Ella es silencio[5]”.
Sin embargo, para
Rosset, el Ser en tanto que música existe ya en el pensamiento schopenhaueriano,
por tanto, Nietzsche es un continuador de esa perspectiva, que va al
reencuentro de lo que él llama Dionisos y que, en los términos del Schopenhauer
de Rosset, se aparece como sombra precursora. A partir de esta cita de Haar, y
siguiendo los trazos de Rosset, podemos afirmar que la música prestablecida a
toda música es el silencio. Es ese último fondo tonal que conserva su propia
originalidad; es la disonancia de fuerzas del caos primordial y, en fin, el
silencio que precede toda elaboración musical. Según Rosset, Schopenhauer
renuncia a la idea de la música como espejo de la Voluntad, siendo una consecuencia
inmediata de ello la separación entre música y sentimientos. Si aceptamos la
idea que los sentimientos son una cuestión del mundo y la música está antes que
el mundo, se subraya que no hay una relación directa entre esos dos niveles. Sin
embargo, es común de colocar en relación un tipo de música con diferentes tipos
de sentimientos. Ahora, la tarea de una metafísica sería pensar las sensaciones
sin pasar por la forma imitativa: como un despliegue del tiempo a la manera de
Proust. Por su parte, Rosset renuncia a ofrecer explicaciones y, como hemos
visto, el habla de lo inexpresivo musical. Lo que significa que la música no es
una sucesión de sentimientos que buscan emocionar al oyente. Encarna, ante
todo, los sonidos sin relación con el lenguaje del mundo, que pudiera, sin
embargo, trastornarse, porque nos daría la intuición de lo precedente al
mundo, de lo precedente a toda representación: la música nos hace sentir el
Caos previo a toda individuación. Al sumergirse en la filosofía de
Schopenhauer, Rosset se exige que ella es la naturaleza del X que precede a toda forma musical, y llega a
describirla en tanto anterioridad inmemorial, una universalia ante rem de la cual es imposible de hacer una
representación; a fin de cuentas, una sombra precursora que habla por medio de
la música. En eso consiste su acercamiento a Schopenhauer, Rosset señala que:
“Al derivar
la música, no de la voluntad, sino de un X anterior a la voluntad, nosotros no
nos proponemos de contradecir abiertamente las declaraciones de Schopenhauer,
sino leerlo a la luz de una diferencia de sentido: la voluntad de la cual habla
Schopenhauer en sus análisis musicales no
tiene a la voluntad de la que habla en toda su obra. La parte de lo
“impensado”, a la que nosotros aludimos antes, recubre exactamente esa
diferenciación: el hecho que Schopenhauer no haya expresado el mismo pensamiento
de esta diferencia necesaria, al parecer, en la coherencia de su teoría
musical. A esta diferenciación se limita parte de nuestra interpretación:
simplemente admitir que voluntad
designa aquí, en los análisis musicales, una voluntad anterior (a la voluntad tal que es el mundo) y, por
consecuencia, voluntad en acto, por
eso nuestra interpretación permanece fiel a la literalidad de los textos
schopenhaurianos[6]”.
Fidelidad que
Rosset, particularmente, mantiene al momento de interpretar un filósofo. No
busca inventar un Schopenhauer que no existe, sino en hacer visible lo
cambiante en la utilización del concepto de Voluntad, otorgando un estatus
completamente diferente a la música. Así, hay una continuidad entre el pensamiento
de Schopenhauer y el de Nietzsche, pero sobretodo una coherencia con la
estética de Schopenhauer. A través de esto, aborda el problema de los
sentimientos, no aquellos comprendidos en el sentido de valores humanos, sino
en el sentido de un flujo más antiguo, más anárquico: el del placer y el del
sufrimiento de la carne en el momento del desgarramiento de las
individualidades. De esta manera, la música es una memoria inmemorial que nos
hace sentir lo que precede al mundo, lo que precede al Deseo. Ella es el efecto
lejano de un X nunca perdido. Por tanto, para Rousset, la analogía entre música
y afectos se manifiesta sobre un punto: la intuición de un X anterior, primero
de una manera directa, y luego a través de la Voluntad.
3.- El placer musical
Para Schopenhauer
y Nietzsche, la música no es un arte imitativo. No obstante, Rosset señalará
las diferencias entre esos dos filósofos en lo que concierne a la repetición y
a la música como medios para pensar la vida. En principio, Rosset nos recuerda
como Schopenhauer entrevé en la música un sentimiento jubiloso en el sentido
que la Voluntad asume un placer al contemplarse a sí misma. A diferencia de las
otras artes, con la música, la Voluntad da un paso atrás y permite entrever el
comienzo del mundo, para delinear el carácter afirmativo y dionisíaco del placer
musical. No obstante, Rosset matiza su intención:
“El
arte en Nietzsche como en Schopenhauer, es gozoso en la medida que redirige a
la intuición de una justificación de la vida: haciendo conocer la ley de las
repeticiones que ha hecho posible la voluntad; ha afirmado la necesidad del
ejercicio actual de la vida. Pero el sentido de esta justificación es
diferente: en Nietzsche designa una valoración ética, en Schopenhauer una
simple constancia del hecho (“he ahí porque la vida es repetición”; y no “he
ahí porque es bueno que la vida se repita”)[7].
Esta concepción de
la música permite en los dos casos enunciar otro tipo de filosofía que celebra
la repetición de la Voluntad (la vida). Sin embargo, Rosset nos invita a ver
cómo Schopenhauer elabora una concepción pesimista, mientras que Nietzsche
elabora una concepción vitalista. Si por su parte Schopenhauer deduce que la
repetición musical eterniza el retorno de lo mismo, y eso otorga todo el valor
de la vida, en Nietzsche, al contrario, reconoce en la música la capacidad de
la vida en persistir a través del recomenzar musical. Da totalmente importancia
a la vida en su devenir sin cesar con magnificencia. En esta medida, el eterno
retorno de Nietzsche puede ser leído como la diferencia, porque insiste sobre el
evento y no sobre la repetición; siendo el deseo lo que vuelve a la vida tan
diferente. Así, para Schopenhauer, la Voluntad repite su identidad, pero para Nietzsche
repetirá su diferencia; Schopenhauer persiste en su pesimismo porque no puede
ver en la vida sino una repetición de lo mismo:
“Aprobación
de la repetición, pero sin descubrir eso que, en la repetición, puede ser
aprobado. En última instancia –y esto es la verdad de toda la estética de
Schopenhauer- el pensamiento de la repetición viene a superponerse a la
contemplación estética. La música misma, si bien ella no se repite, propiamente
hablando, es incapaz de aportar lo nuevo en el mundo: ella nos reenvía a un
precedente mucho más antiguo que el de la vejez del mundo[8]”.
La estética no le
permite valorizar al mundo sino más bien debilitar cada experiencia observada
como algo ya vivido. Para mejor marcar las diferencias entre uno y el otro se
puede evocar la relación Nietzsche-Dionisos y Schopenhauer-Saturno. Este último
representa al dios caído que vive apartado de los dioses y los humanos. Es el
eco sordo de un poder perdido, el olvido del dolor, sin posibilidad de
felicidad. Saturno se acomoda perfectamente como una oscura figura predecesora de
Schopenhauer que, luego de haber creado la voluntad, se retira para dejar todo
el poder a este último. Schopenhauer y este oscuro precursor son representantes
de un mundo perdido para siempre, dos derrotados que no creen en el deseo, que
no aman la vida y que, en el mejor de los casos, permanecen en la
contemplación. Es así que, para Santiago Espinoza, Schopenhauer busca un
descanso que, en principio, lo encuentra en el arte luego, en la compasión
universal y finalmente en el ascetismo y el budismo. De ahí, la crítica de
Nietzsche a ese aspecto: Schopenhauer habla de la eternidad, pero no ha llegado
a entender el gozo musical de la inmanencia de la vida[9].
Porque, para Nietzsche,
es frente al mundo donde se valora las ventajas de la música para la vida. Le
permite producir una estética que no se preocupa para nada de la cotidianidad
del mundo, sino sobre todo de su diferencia; la música es, en este sentido, no
la memoria de una sombra predecesora, fuera del mundo, sino la exaltación del
silencio del que surge la variación. Así, su filosofía aparece como una
experiencia musical que nos lleva a lo extraño y a lo familiar, al presente y
al devenir.
4.- La música como una alegría trágica
Cuando Nietzsche
estudia la tragedia tiene el presentimiento de que lo más importante no está en
las palabras sino en la música que acompaña al héroe en su aniquilación. Ahora
bien, es lo sublime que se manifiesta por ese enfoque ciego a la verdad, que
transporta al espectador, envuelto por la música, sobre su propia disolución.
En este impulso, Nietzsche demuestra poco interés por la historia personal del
héroe, que aparece solamente como una figura aplastada por los caprichos de los
dioses, sino que ese impulso heroico nos permite el acceso a lo Uno, a lo
pre-individual. Tanto para Nietzsche como para Rosset, la música no concierne a
los sentimientos o a la calma; es ante todo una fuerza salvaje que se expresa
por medio de melodías; es vector de signos de un mundo pre-armónico. Nietzsche
expresa ese flujo musical previo al mundo por medio de la figura de Dionisos;
es la experiencia de una alegría trágica que hace explotar todos los controles
sociales. Haar nos recuerda que:
“La
música, que es el aliento del oído, no es una suave y una dulce nana. Ella es
eminentemente peligrosa; desestabiliza los tronos. Apolo debe a todo precio colocar
imágenes tranquilas para curar las heridas que ella causa y le desgarran
incesantemente por lo que inflige ante el principio de realidad[10]”.
Después de Nietzsche,
podemos hablar de una música apolínea sublime que hace la síntesis entre las
síncopas, las sonoridades graves y el divertimento armónico y aéreo. Si hay una
música dionisíaca en el tercer acto de Tristán
e Isolda de Wagner o en La Creación
de Haydn, hay una música muy apolínea como la de Beethoven. Sin embargo, entre
los dos, Nietzsche considera la música de Mozart o de Bach como la expresión
apolíneas sublimes. Música por la cual es posible escuchar resonar el caos
predecesor a toda representación, que lleva decir a Nietzsche que es trágica,
pero que decanta también un camino de júbilo. Si en el primer Nietzsche del Nacimiento de la Tragedia encontramos el
espíritu de la música al reunir lo Apolíneo y lo Dionisíaco, en el último
Nietzsche del Ecce Homo, el espíritu a
desaparecido por completo, y nos habla constantemente de la ebriedad. Aquí,
Apolo y Dionisos no tienen la necesidad de una tercera entidad, están reunidos
en este estado corporal que no es para nada obnubilación, sino lucidez extrema.
Es también el
medio de reconocer en la música una cura del alma, porque la buena música toca
profundamente al cuerpo, hace esclarecer los afectos sublimes y purifica por un
tratamiento médico al sufrimiento, no porque ella lo anulase sino porque ella
está acorde con ese sufrimiento. En esta perspectiva, Nietzsche aparece como un
filósofo musical que busca a través de sus aforismos no solamente dar cuerpo a
sus conceptos, sino también abrir un canto que retoma aquel primer gesto
trágico, que nos libera del peso de la individualidad y nos transporta al
júbilo de la unidad de la carne. Encontramos una vez más el pharmakon de la filosofía trágica: el
exceso de fuerza y de violencia en la música permite, al mismo tiempo, la
salud. En Rosset también, pues el lenguaje está siempre al encuentro con una
melodía. Reúne, por tanto, a estos dos filósofos cuando nos habla de lo real.
Para él lo real no es fenomenología, sino una manera de decir al Ser que, sin
embargo, es imposible enunciar claramente. A fin de cuentas, el prefiere la
música en tanto objeto sonoro. Así, si no se tiene acceso a lo real, el objeto
musical comporta las mismas características y permite un cierto contacto con la
realidad. Este objeto musical surge por sorpresa y se renueva como repetición
de la diferencia. Se puede afirmar que en Rosset la música mezcla lo trágico,
el azar y lo real. De una manera más sintética, se puede señalar que filosofía
trágica y música son inseparables. Ahora bien, para Rosset la música es trágica
o no es. Nos propone escoger aquella que corresponda a este criterio: Bizet
(alegría trágica), Ravel (el artificio), Chopin (el silencio), entre otros,
porque no hay que olvidar que Rosset es también músico y que, en definitiva,
ante las habladurías, prefiere escuchar e interpretar música.
Se ve igualmente
como reúne los gustos musicales de Schopenhauer y Nietzsche y más tarde de
Jankélévitch. Todos tres elogian la música romántica que se ocupa de la
exaltación de los sentimientos y el drama individual. Es en este sentido los
vínculos entre Schopenhauer y Wagner[11] por una parte, y
Nietzsche y Wagner por otra, son
incompatibles; el primero prefiere a Mozart y a Rossini, el segundo ve en
Bizet el opuesto de Wagner, un antídoto ligero contra la superioridad y la
pesadez del último. La razón por la cual Nietzsche no soporta más a Wagner es
la intensidad que da a las dramatizaciones percibidas como un medio para
exaltar el espíritu alemán o de insistir sobre el lado más sombrío de la vida.
Es así que al momento donde Rosset presenta El
caso Wagner y Nietzsche contra Wagner[12], nos recuerda cómo la
estética de Wagner acompañará a Nietzsche durante toda su vida, en una relación
de amor y odio, de la cual nunca llega desprenderse. Cuando asiste Nietzsche a la
presentación de Los anillos de los
Nibelungos (1876), descubre el carácter serio de la música wagneriana que
se incrusta como un signo imborrable. Nietzsche reconoce de esta forma que su
concepción de la música como experiencia de alegría y de afirmación, que no
tiene nada que ver con la producida por Wagner. En este mismo estudio, Rosset
evoca la concepción musical de Nietzsche como un medio de retornar a la alegría
ante la pesadez del mundo presente en el músico de Bayreuth:
“De
donde la verdad de las expresiones de espontaneidad,
de originalidad, de autenticidad, por las cuales Nietzsche
califica la creación musical, y que significa la afirmación incondicional. Música
y sobreabundancia son para Nietzsche términos sinónimos, en la medida en que la
música procede de esta alegría incondicional. El verdadero músico está en una
situación natural de sobreabundancia: como Schubert, del que en un aforismo de El Viajero y su sombra, lo describe como
una fuente inagotable de música, y por tanto las composiciones musicales de
Nietzsche se inspiran de manera característica en él[13]”.
Hacer filosofía
equivale para Nietzsche hacer música: abrir un oído sensible a las melodías que
expresan la sobreabundancia en la cual se produce la vida. De inmediato, el
cuerpo de su filosofía inicia una danza con las composiciones de sus músicos
preferidos.
Rosset calificó en
su primer libro Filosofía Trágica, a
Bach y a Mozart de trágicos, y a Beethoven de anti-trágico. Los dos primeros
exaltan a través de la música la soledad de los egos, el segundo enraíza su sufrimiento en un individuo solitario. Ahora
bien, para Rosset, Beethoven está separado de la conciencia trágica del otro,
porque no ve a las individualidades separadas por lo cual la música debería
rendir homenaje. Para atribuirle a la música ese carácter individual de aceptar
la felicidad, Rosset conserva en Beethoven la muerte de la música, porque
expulsa el ser trágico por la búsqueda de un mundo mejor donde nunca se sienta
decepcionado. Rosset marca la diferencia entre un músico trágico y anti-trágico
en los términos siguientes: “(…) Bach, por ejemplo, eleva su individualidad
solitaria hasta las alturas de la música impersonal; Beethoven, destruye ese
ideal impersonal y reduce la música a su propio nivel; en lugar de ir a la
música, trae la música a él[14]”.
La exaltación del
individuo propia del romanticismo es percibida por Rosset como un
empequeñecimiento de la música; reducida la música al drama personal, entonces
lo que se pretende es que se ejerza en relación con lo infinito, con el Uno
primordial, como en Schubert, por ejemplo, que nos introduce en la realidad misma
de la música. En esta medida, la música trágica se acopla perfectamente con una
filosofía de la crueldad, porque no cae en la piedad del sufrimiento personal
que sería una concesión a los egos y
de los sentimientos tales como infelicidad y felicidad, sino que conduce a la
disolución, a la ausencia del drama individual y genera una especie de crueldad
placentera.
De esta forma, Rosset
percibe en la alegría trágica un criterio de selección de la música. No habla
más de Beethoven, sino que rinde homenaje a otros músicos: Bizet, Chopin o
Ravel. Músicos en los que él percibe una aprobación incondicional de lo real y
no una negación del mundo, ya que en el mismo sufrimiento subsiste la alegría,
como en el final de la ópera Carmen de
Bizet, donde se expresa el sentimiento tragicómico. Rosset dibuja en la música una
experiencia de lo real sin doble, una actualización de la riqueza del mundo en
el que el objeto musical no hace sino unir otras realidades a las realidades
vividas. Por ello, la música nos proyecta a lo infinito, nos da el gusto de lo trágico, pero también es la
experiencia más fuerte de la realidad, al hacernos recordar su lado cruel sin
ceder a las ilusiones.
5.- Rosset, música tan
callada
El pensamiento de
Rosset está cruzado por un problema implícito, el del silencio. Es la evidencia
de lo trágico no interpretable, el valor fundamental que se manifiesta en las
situaciones más fuertes de la vida. El lenguaje es un exceso, que se tiene en
los momentos más intensos. Sin embargo, la música es el mejor medio para
relacionarse con el silencio. Podemos pensar en el silencio de La marcha fúnebre (1897) de Alphonso
Allais o en la obra de John Cage, 4.33´´ (1952),
que afirman la idea extrema de Rosset y que habitan la obra de todo músico, a
saber, cómo exaltar el silencio a partir de la música. El silencio hace, de
este modo, su aparición en varias secciones de la obra. Por ejemplo, el Rosset
de su obra La lógica de lo peor
utiliza el azar como la expresión misma del silencio. Ese azar es lo
indeterminado, lo que antecede al mundo, o el X desconocido de Schopenhauer.
Entonces, el azar ha sido relacionado con la metafísica al ser enunciado por
los filósofos trágicos, que han tomado el riesgo de ir al encuentro del Uno
primordial, del silencio primero. Al momento de enunciar la relación
filosófico-estética, Rosset considera que el azar es el centro de la creación
contemporánea. En una entrevista con Christian Descamps, se ha referido a ese
tema:
“Pensemos
en Berio, en Xenakis o en Stockhausen. En pintura, se podría, sin duda,
advertir que Pollock ha profanado las imágenes y detiene su percepción cuando
se encuentra ante una buena tela. El azar interviene en el arte moderno, se
toma como un punto de partida, como riqueza del mundo y no más como un
ornamento. Para toda una parte de la música contemporánea, se puede constatar
que el azar a reemplazado la inspiración[15]”.
La inspiración,
que es de origen romántico, ha dejado lugar al azar y en la experimentación que
emerge con el Dadaísmo, del que John Cage es para algunos un paroxismo porque
el da todo un espacio a lo aleatorio que impide la reproducción de la obra. Lo
cual nos envía al silencio del que Rosset rinde homenaje. En efecto, no da
lugar a la exaltación de los sentimientos, o a las representaciones, antes entrevé
un silencio que toma forma a través del arte. Pues para él el azar, lo trágico
o lo real no aparecen nunca de forma tan clara como a través de los objetos
estéticos. Objetos reales que hablan del mundo de cara a la imposibilidad del
lenguaje, porque si el discurso tiene la tendencia a dar explicaciones, la
música o el cine lo hacen real.
Rosset reconoce su
relación con la música desde su infancia –en particular con Ravel y Bizet-,
experiencia que le ha permitido regresar sobre el problema de lo trágico y lo
real. La precisión del tiempo, el asombro, la repetición le permiten decir qué
es lo real; una igualdad diferente,
una sorpresa sin palabras, un efecto que nos aparece junto a la máquina del
lenguaje, una realidad que se muestra desprovista de todo poder evocativo. La
potencia de la música le muestra claramente la debilidad de la mímesis o de la
representación. Lo real de Clément Rosset sería una de esas líneas de fuga que,
a la manera de Deleuze y Guatari, se alejan de la oposición
significante/significado propias de la lingüística. La música como efecto de lo
real es una continuidad en el pensamiento de Rosset, que se encuentra de manera
recurrente en sus trabajos y que nos confirma que siempre ha sido influenciado
por el espíritu musical.
Rosset insiste de
cierta manera sobre el carácter tautológico de la música: ella habla de sí
misma, ella invita al silencio, pero ella se rodea también de silencio para
poder existir: ella produce notas sin representación, que procura un
sentimiento desconocido. En tanto músico-filósofo, Rosset recuerda las
diferentes formas de silencio que se dan a través de la música: el silencio que
sigue a la música cuando ella llega a su final. O bien aún, como un tejido de
silencios que impiden hablar de un silencio absoluto, sino de un tejido de
silencios, al punto que si nos encerramos en una caja insonorizada se
tendría el sonido del propio cuerpo.
Se podría decir
que todos esos ejemplos entran en la memoria del silencio primordial que
Jankélévitch, por su parte, percibe en los Nocturnos
o en la Barcarola de Chopin. En
suma, la música lleva al olvido del ser y nos hunde en la mezcolanza y en la
ebriedad. No es más la noche de
Pascal, que en tanto experiencia infinita del universo, nos angustia, sino la
noche de la música cargada de sonidos; una noche que no sugiere la nada, sino
antes que todo, la riqueza de un silencio protector, que conserva ese lado
paradójico: una crueldad jubilosa. Consideremos en este sentido que es tanto
para Jankélévitch como para Rosset:
“(…)
el mayor éxito del arte es reencontrar ese silencio original, de regresar a esa
muda expresión de lo real en que todo el arte encuentra la más poderosa puesta
en valor: la música es el primer hilo
del silencio, que comienza y muere con ella, y por tanto todos los sonidos no
son sino una aproximación de la ausencia fundamental del sonido, que es la más
profunda realidad. Ella es, aún ante la reflexión filosófica que sugiere, la
expresión más próxima que hay sobre la tierra del silencio original, de ese momento
esencial donde, todas las cosas han muerto, “los grandes países silenciosos se
entenderán por un largo tiempo”[16]”.
El silencio ante
el mundo es el espacio donde resuenan los ruidos del Caos primordial. La música
debe ser comprendida aquí como el último fondo tonal antes de la vida. Esa
misma relación entre música y silencio se fractura en las individualidades y
deja surgir los ruidos singulares de donde resurgen las cosas y las especies. A
partir de ese momento, se escucha el flujo de la pena en la alegría y la
alegría en la pena: esos son los ruidos individualizados separados de la carne
primera y que se ligan ahora con los sonidos de los cuerpos, y que de manera
discriminada llamamos disonancia primera. En los dos casos, estamos fuera de
toda consciencia y de toda representación. Se trata de musicalidades
no-musicales que están implícitas en toda creación humana. Para Jankélévitch,
músico-filósofo, el silencio es igualmente el alfa y el omega de la música, ella
surge de él y retorna a él. Es así que señala como en el comienzo de las
composiciones de Liszt están cargada de heroísmo y de exclamaciones triunfales
y en el período final de su vida, es invadida por el silencio, un silencio
maternal, que conduce a la serenidad. Es el no-ser que termina por tomar todo
su lugar en su canto poético. En otros términos, se puede decir que el silencio
es la experiencia de la plenitud que da también belleza y beatitud a la música. Jankélévitch describe de
esta manera la música de Liszt:
“Largas
pausas vienen interrumpir el recitativo, de grandes vacíos, de medidas blancas
espaciadas y rarificadas notas: la música de la Missa pro defunctis, de los Valses
olvidados, de la Góndola fúnebre y
del poema sinfónico De la cuna a la tumba
devienen más y más discontinuas; las arenas de la nada envuelven la melodía y
secan al verbo. ¿No podemos decir que el silencio es a la vez antes, luego y
durante? ¿Qué es a la vez las dos alas y lo que está en medio de las dos?[17]”.
Finalmente, una
muy buena música termina por callarse, termina por regresar al silencio de
donde ha surgido, y se distingue por el contraste de las notas y de largas
pausas de silencio que la corean. Para Jankélévitch, cada músico se coloca a
tocar el silencio de forma distinta. En el caso de Debussy, reconoce una música
que surge del silencio y que es interrumpido temporalmente. Al contrario, en
Fauré, percibe una música que es el silencio mismo, la quietud; y en Liszt, solamente una corta interrupción
de un silencio cada más vez más largo. Jankélévitch toma placer en mostrarnos
como el silencio no es contrario de la música, sino que adopta relaciones
diferentes con ella y que cada músico cultiva el silencio a su manera,
participando en la armonía del conjunto. Jankélévitch entrevé igualmente las
fuerzas desconocidas de la música: esa doble relación de la inexpresividad y de
expresividad, de frivolidad y de profundidad, de inocencia y de encanto, todo
tipo de virtudes que celebra y que ilustran la condición trágica de la música,
que está en el origen de la unidad de las antinomias. A la inversa, Platón que
no soporta la tragedia entrevé el lado subversivo de la música que él sospecha
al revelar las oposiciones diferenciales que no se eliminan en una unidad
dialéctica. Igualmente, si Platón acepta la música en su ciudad ideal, propone vigilarla, porque este arte peligroso puede tomar posesión de las manos de cualquier
flautista. Así, el filósofo-músico es antiplatónico, porque si Platón observa
en la música una fuerza incontrolable que el Estado debería contener, los
filósofos-músicos como Nietzsche, Jankélévitch y Rosset, exaltan todos los
valores musicales. Pero Rosset refuerza el lado trágico de la música: música
cruel y gozosa, repetitiva y diferente, real y singular. Ella es inexpresiva e
inocente, irracional y apolítica, conserva para siempre su propio misterio. Es lo impensado musical: es la lógica del Pharmakon, es decir, de la alegría
trágica, de diferencias que cohabitan y son remedio y veneno al mismo tiempo.
Traducción: David
De los Reyes, Guayaquil, 25 de octubre 2018.
[1]
Rosset C. L´objet singulier. p. 61
[2]
Espinosa, S. L´ouië de Schopenhauer,
París, L´Hatmattan, 2008, p. 17. Cf. Rosset C. y Espinoza, S. L´inexpressif musical, París, Encre
marine, 2013.
[3]
En Verité et Mensonge au sens extramoral,
Nietzsche considera el lenguaje conceptual como nacido-muerto, bien al ser musicalizado por el canto o por la
concisión aforística.
[4]
Rosset C. Écrits sur Schopenhauer,
París, PUF, 2001, p.227.
[5]
Haar, M. Nietzsche et la metaphysica,
París, Gallimard, 1993, p.255.
[6]
Rosset, C. Écrits sur Schopenhauer,
op. cit. Pp.231-232.
[7]
Ibid., ´.244
[8]
Ibid., p.246-
[9]
Cf. Espinoza, L´Ouïe de Schopenhauer, op,
cit.
[10]
Haar, Nietzsche et la Metaphisique,
op. cit. p.20
[11]
Para Santiago Espinoza, Schopenhauer y Wagner no pueden ser comparados porque
su concepción de la música es completamente diferente. En principio, Schopenhauer
no es romántico, por tanto, su teoría estética no busca exaltar los
sentimientos. Para este filósofo, la música no dice otra cosa que nada más lo
que es ella misma, porque ella no se subordina a las palabras que no sirven
sino para la comprensión. En cambio, Wagner está en las antípodas de esta
perspectiva, porque su espíritu romántico le conduce a concentrarse en la
dramatización y la simbolización, sin verdaderamente interesarse en la música. Su
fin fundamental es producir efectos psicológicos sobre el público. Para el
primero, la música es irrepresentable, lo que para el segundo es solamente
representación. Cf. Espinosa, L´Ouïe de
Schopenhauer, op. cit. p.134.
[12]
Rosset a escrito la presentación del libro de Nietzsche Le cas Wagner y Nietzsche contra Wagner, Paris, Jean-Jaques
Pauvert, 1968.
[13]
Ibid., pp.23-24.
[14]
Rosset, La Philosophie tragique, op.
cit. p.44.
[15]
Descamps, Ch., “Clément Rosset” en Entretiens
avec le monde, I, Philosophies, Paris, La Decouverte, 1984, p.183.
[16]
Rosset, Le monde et ses remedes, París,
PUF, 1964, p.47.
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