Ricardo Ramírez y sus rapsódicas
Maneras de Irse
David De los Reyes
Pero tengo promesas que cumplir, y andar mucho
camino sin dormir…
Robert Frost, A
Servant to Servants (1914)
El primer poemario de Ricardo Ramírez[1], Maneras de Irse (Ed. Igneo, 2015),
apuesta por una poética de la corporalidad
amatoria y la cruda realidad de un país volátil, errabundo, que desgaja a sus
habitantes en su andar y al paisaje de sus raíces, dejando
al horizonte humano navegando en el vacío de la huída y del irse en sus diferentes posibilidades: el
exilio elegido de la realidad, la muerte reparadora de una vida ya en su último
estertor o del escollo de la separación o
la complementariedad amatoria y el encuentro con el abismo del ser, la
posibilidad de nuevas patrias; idas
presentadas en el entorno de la simplicidad
implacable del día. Sin dejar de lado, menos olvidar, al erotismo vislumbrado en la sutil
y amarga cotidianidad, a la piel de la mujer como imán rosando sus sentidos, a
las calles de las extenuantes noches solitarias de búsqueda, ebriedad
contemplativa y desencuentros, que
vienen a postrarse entre las palabras talladas por el cincel emocional de la pluma subjetiva y el ojo escrutador del
errabundo caraqueño Ricardo Ramírez.
En
sus páginas encontramos un permanente
canto al inmarcesible adiós de las vidas, bien por la charada de la inevitable
visita de la muerte o bien por perderse en el confín de sus propios laberintos de aparente absurdo
que lo jala, sin dejar la atención de su
sí mismo, partiendo de la cercana respiración que asciende de lo individual a
lo universal, gracias a la prosa que choca
contra el claroscuro de la vida y sus perspectivas calisdoscópicas de
acción poética.
El
libro está compuesto de cuatro partes: Movimientos, Diásporas,
Postales, Adendas. Cada una con cualidades formales e intenciones
narrativas distintas al caso literario
evocado. La variedad temática que nos
presenta en sus poemas los podemos concentrar en varios focos fijos de
atención, que se convierten en casi obsesión: el cuerpo (¿Mi cuerpo, jaula de qué?) la mujer (Las
piernas son siempre una promesa de algo que se sabe aunque casi nunca llegue a
ser tuyo), la memoria (¿Quién pudiera
deslastrarse de la memoria, esconderla, mientras se contenta en sus mentiras?),
el tiempo (Como Krishnamurthi, he querido detener el tiempo), el deseo
(¿Qué hacer con la memoria llena de
deseos?), el amor (Del averno a tu
olor, de tu olor al averno), la ciudad (Las
habito, las escribo. No sé más nada), la separación, preámbulo de un irse (¿O qué esta presencia de gusanos sino el recuerdo/ permanente de que ya
no estoy en la tierra y,/ más aún, que tú aún no te has muerto), y la música (Soy
un hombre ahora más parecido al que compuso Vivaldi. Soy por su música, por su
música que rompió todo encantamiento…).
I
En
la primera selección, Movimientos, encontramos catorce poemas de distinta
tesitura temática; son registros de lo cotidiano donde nos presenta los temas
personales y universales de su mirada poética.
El
mundo imaginario de Ramírez no se centra en un fatídico costumbrismo poético
postmoderno, sino en el salto expansivo a una globalidad terráquea tallada en
todo instante por lo insólito y contingente, junto a una contemplada modernidad
desgajada, desacompasada del devenir
temporal de aparente insignificancia pero que horadan al centro de su
condición creadora, de unas rabias
pulidas a destiempo. Sin dejar de lado la importancia del cuerpo como
vehículo que se arrastra por las oscuridades de la existencia, de las sombras de las
urbes, hiriéndose con cada respiración, con cada mirada a la ciudad y a verse sin caminos. Sin dolientes.
Estos
poemas nos muestran la imagen cortante,
aparentemente intemporal, de un país
caído en la Ceguera, en que se teje
un odio que termina siendo el aplauso del
que llora y lo común es el dolor de los adioses. Un país que sólo deja a una serenidad que sólo otorga la amargura,
donde el peligro remite a un silencio de cenizas, donde sus habitantes sólo
saben afilar sus cuchillos para la inútil defensa al sentirse rodeados por la
invasión agresora y el impulso de una
turba, la cual no deja conservar la calma en nadie. Un país que pareciera que sólo es resguardo al
atrincherarse en el silencio o tomar la conclusión de irse o apartarse de él
por diversas maneras. De un país volcado
en la protesta, que surge de la indignación de una juventud impedida de poder mirar
a un futuro y donde su horizonte
estuviera limitado por una Calle sin
final, poema que brota de una rabia
y un compromiso por aquellos que, como
muchachos que son fieles a su sangre
y que muestran un vigor que desmorona conceptos, irrumpen contra
el muro de una realidad avasallante, represora, absurda. La descripción nos
ilumina cuáles son sus armas de
marcha, para contrastarlas con aquellas otras de la represión en la acera del
frente: botellas de agua, zapatos de
goma, colas de caballo, gorras, celulares en mano, cámaras atentas, que se
mueven junto a ellos, a ritmo de un baile que anuncian gritos de guerra
lanzados desde un idealismo difuso al aire. Ramírez, no ve, participa de ese
estruendo esperanzador: Uno marcha y mira
hacia atrás, a los lados./Los rodea, les hace palmas. Y por un momento,
como rememorando la canción La Fiesta de
Joan Manuel Serrat, se olvidan, por un rato: una noche, de la pena que los
absorbe, del lugar que les han dado en la infame sociedad, de las angustias que
frenan, de la reducida quincena corta que no paga el giro del carro…, quedando sólo la mirada a una calle
sin final. La misma calle de Robert
Frost,/ el mismo camino que, escandalosamente,/ no veamos subiéndose la falda
antes de tiempo. Frost,
el poeta norteamericano referido, en su conocido poema El camino de los elegidos, en su final da una respuesta a esa calle
sin final de Ramírez, al resultado de las dos opciones de vida presentadas en
su poema: Dos
caminos se bifurcaban en un bosque y yo,/ Yo tomé el menos transitado,/ Y eso
hizo toda diferencia (de: The
Road Not Taken, 1916).
El
poema que da título a la obra Maneras de
Irse, es el canto recogido y sereno de su madre por la separación mortal de
las amigas que han nutrido un pacto tácito de mujeres, la presencia de un
vínculo ante las distancias de los días y las soledades compartidas. Las amigas de su madre se han ido muriendo…como pidiendo permiso. Yolanda, la abuela
Arreaza, Elvira, Beatríz y finalmente Elena, cada una con su demarcación de
ser: una hacía de enfermera que
inyectaba, y le vio el culo a todos los del lugar, otra era la alegría con su
cigarrillo perpetuo, aquella que se fue
cuando no le tocaba pero se fue, y la última que era la exacta
impuntual. Idas un día para habitar en el archipiélago de los próximos
muertos. Pero ellas están en permanente
presencia entre las entrañas de los pasadizos
de la memoria de la madre que las evoca y las revive por el recurso del
recuerdo, de la vital memoria, del sueño, de la imagen y sus relaciones posibles;
siente que ninguna de ellas pareciera
quererse irse de verdad. En el fondo encontramos el lamento de la madre
frente al arduo trabajo que le han dejado a ella sola sus amigas, situación detenida
en su poema; el oficio amistoso del tener que seguir trajinando las calles y su
gente, los chismes del día, las clases no dadas, las inyecciones puntiagudas en
esa sombra que emerge de la partida final de las amigas y sus reiteradas maneras de irse, donde cada día está
abierto para una nueva encomienda dada
por las pendejas esas, que físicamente
no están y no ayudan, pero que siguen dando un sentido a la vida de la amiga
viva. Un poema de amigas idas, donde revive la
queja intemporal y delirante de la que aún no parte, que empecinadamente permanece
en el trajinar de la vida; en su memoria ellas regresan a través de los sueños,
de los gestos, de los olores, en la
enfermedad; sintiendo que ninguna ha querido realmente deslastrarse del todo terrenal, devolviéndoles la vida que
han tejido juntas en su hacer, sus
procederes, sus debilidades de identidad extinta, pero latiendo en la
permanencia de la última con vida, que ha elegido una manera de quedarse y proseguir la querencia del errante devenir,
donde sus sombras aprietan los rigores de la soledad de la que no partió aún y,
que en el fondo, no quiere dejarlas irse.
Su
poema Velares nos presenta cuatro
momentos del equinoccio de verano en un viernes dentro de su ciudad. Esa división cuatripartita es nombrada como Vísperas, Completas, Maitines y finalmente Laudes. En Vísperas nos presenta la salida
del trabajo de esa tarde de un viernes
cualquiera, recorriendo los alrededores de la Plaza Venezuela de Caracas. En
ella se escucha el silencio enfermo por
las calles, donde se privilegia el
rostro del derrotado, del hombre sin atributos, como diría Musil. En la sección
Completas nos presenta una segunda
situación del día, las protestas anunciadas en toda la ciudad para esa noche.
Horas complejas en la que el dolor de una
polis se trasmite a las demás. Entusiasmo suicida donde quieren apelar a las armas aquellos que
nunca han tomado alguna. Ante este dramatismo se vive una realidad paralela que
pareciera ser indiferente a todo este dramatismo insomne que acorrala al
país por las consecuentes órdenes de quienes lo gobiernan a su antojo. Es así
que en Maitines, tercera parte de estos Velares, pareciera llegar la primavera con un canto escandaloso de pájaros. Es la elección de los cuerpos que se acomodan a un despertar de sentidos que acuden hasta una vigilia
vertiginosa, hasta el final de la madrugada y la fiesta de los muchachos, a los
que el poeta les pide que: si algún
cuerpo fue gozado que haya sido de buena manera. Que el roce, la caricia, haya
sido correcta, el besar profundo, el desnudarse completo. Que se reduzca al
mínimo todo sufrimiento innecesario, que
estos hijos de la noche no sean
devorados por la oscura realidad descompuesta que los rodea sin darse cuenta. Pide
que regresen completos con el alba. Finalmente canta Laudes, que nos presenta su velar y el regreso de los muchachos de la noche y
comienzo del alba. En su dormir de
enrojecidos ojos y miembros. Momento que no da para más y las muchachas no suelen quitarse el maquillaje, no hacen caso de sus
madres, no las cerca la vejez. Y con ese agitado descanso llega junto al
sábado el verano, y con él, finalmente, el
canto de despedida de las cigarras a las casas, como anunciando los nuevos
tiempos porvenir.
Tres
poemas están construidos bajo el influjo femenino de la mujer en esta sección.
Ya hemos comentado la presencia de la madre y el eterno femenino de la
complicidad entre amigas en Maneras de irse. Ramírez nos da dos
opciones más que aborda su reflexión sobre la mujer dentro de esta parte del
poemario. Ellos son Retrato de mujer
bella en blanco y negro y Última
Vela. El primer poema es una
evocación de la seducción permanente y
del deseo latente, su permanente
claridad del fondo en lo terso de
su noche. La seducción secreta en su
sonrisa, y en que su acercarse no
significa que llegues a verla; el
ocultamiento, la ambigüedad y la distancia son sus permanentes límites. Su
tiempo no es equívoco como el de los hombres; su suceder es preciso, no como las horas de los hombres ni los ciclos
animales: comprendemos, frente a ese retrato
de mujer bella, a la historia de los hombres como un permanente tiempo de
obstinados equívocos, como lo es también
el movimiento instintivo de los animales.
No queda sino aceptar y reconstruir el secreto de su cuerpo desde lo
oscuro, llevando a la insistente e
idiota espera en que los breves días se hacen largos años; sólo, pareciera ser, quedarnos a aceptar su
mirada desde el eco, para encontrar el
lugar de nuestro sosiego, la senda clara.
El
otro poema que nos muestra otra condición del eterno femenino es Última
Vela. En él está el relato detallado, irónico y sarcástico, de las
aspiraciones del alma de la mujer al suceder de sus días y el desgajarse la
tersura de su cuerpo y no aceptar su condición animal y humana, convirtiendo en
tragedia a su vida y la de quienes la rodea. Con ello, como animal herido
dentro de lo más profundo de sus aspiraciones, Ramírez nos muestra el contraste
con el alma masculina. Es una declaración de las debilidades que
imponen el habitar el cuerpo entre la frivolidad de lo externo: Las mujeres van cayéndose a pedazos,
empiezan/ por los senos que las manos no contienen ya;/ no levantan más el rabo….buscan
como último refugio un alma que las acoja sin molestarlas, sin exigirles, sin
solicitarlas a estar cerca del lecho: piden un viejo con quien/ morirse, que no
las toquen cuando duerman/ que no reproche los vellos en sus cuerpos/ ni su
lectura de Sor Juana. El hombre no
tiene tanta solidez, pues nos advierte que nos
desplomamos/ de inmediato, no damos espacio a que el tiempo/ labore y surque
sus espacios. Todo de golpe cae/ y se hace polvo mientras limpiamos el revolver
y colocamos las balas. Ella, como siempre,
se ausenta de golpe, es una necesidad insoslayable e intrínseca, ella
baja a los infiernos/ a cenar con sus
demonios. Desaparece su mirada/ su presencia en los días. Regresara para
que la consolemos de su propia amargura sin mucho miramiento de su sequedad
estéril, para que le espantes el azufre/
que la envuelve, solo eso. Y aprendemos que ante ella: Tus palabras no
curarán/ nada. Aunque la beses, no habrá lluvia entre sus piernas. Con todo
ello llegamos a lo definitivo de esta última
vela que prende en el alma femenina,
entonces el viejo-hombre tendrá atisbos de saber: Ahora sabes. Los hombres, a veces, también aprenden.
Un
poema particular es Bajo el signo de
Proteo. En él vislumbramos el significado de ese dios griego antiguo de los
mares que, desde Henrich Khunrath, en el siglo XVII, hasta el siglo XX con Carl
Jung, ha sido tomado e interpretado como símbolo del inconsciente; también como anima mundi. Por su sentido de oscuro abismo silencioso pero presente en
el humano, también es la fuerza que arrastra hacia la constante mutabilidad del
ser, de la transformación permanente del tiempo, que trae sus aguas y que
siempre están inquietas, cambiantes y en flujo permanente. Proteo es el dios
que cambia de forma y opinión; de forma para no ser dominado y que sólo
hablará a quien lo sujete, mostrando el
don de la profecía impostergablemente cumplida. Es el representante de la inconsciente vida que resurge y se amplía
con el emerger de nuevas formas. El poema de Ramírez nos ofrece su versión de
ese inconsciente que alberga también la memoria y el deseo en un cuerpo en
permanente cambio, que se sostiene por el pasajero pero insistente y matizado gozo de los días: lo que cambia, se sostiene en lo que se goza. Y se goza lo que se
toma y devora, el olor del café recién
colado, en la fruta que/ entera se devora, es decir, con ese proteico cambio de los efectos y del fluir de
los gozos es que se concibe una vital y
presente memoria en el individuo, pero que a la vez debe deslastrarse y fluir
para permanecer, así deba contentarse con sus propias mentiras, sus propias estrategias para perpetuarse como
cuerpo y seguir existiendo: ¿A quién no
le invade el olor de un cuerpo gozado?
¿A quién no le vuelve las ansias? Buscamos cierta paz pero para volver a
desatar contra el trepidar de la vida,
una paz en que la memoria también es casa que
se cae y se levanta y los deseos frágiles pilares de esa casa. Por la invocada
memoria es que alimentamos al deseo que nos pide el cambio de formas, de
sensibilidades, de emociones acunadas en el tiempo que, como río impregnado de olores, van desgastando los
pilares del cuerpo ajado, por ese mismo
suceder de sabores y de tiempos
encriptados en la memoria gracias al deseo. De ahí que surjan los interrogantes
definitivos: ¿Qué será el amor en su
final o su principio?¿Qué hacer con la memoria llena de deseos? Es cubrirse
con el sino del signo e influjo de Proteo, de las emergentes aguas marinas del
inconsciente cambiante, por donde han pasado las batallas de los días y sus
variables instantes, de la mujer detenida en el recuerdo y escondida ante el
olvido, y del anhelo insoslayable de su cuerpo durante las frías noches de un
invierno profundo en el pozo líquido de nuestro pensamiento.
Lo
irremediable del tiempo no pasa desapercibido en este
primer poemario. Es el tema de la sutil
materia mental con que se teje la urdimbre que construye los sueños dilatados y
una identidad sufriente del hombre en su ir hacia el irremediable fin. Tres
poemas para su representación poética: La
Lentitud, La Herencia, y Como Krishnamurti. En La Lentitud nos invita a asumir la condición de nuestra
agobiada individualidad en que la lucidez y el pánico nos conduce al saber que
no somos la historia de nadie, donde el tumulto del mundo, y sus distintos
niveles de emisión, nos reduce a escuchar
que nos gritan, nos gritan y nos lamen las orejas
con/ susurros destrozados un disfraz de alegorías,/ un refrán de majaderos, y
ser seducidos fuera de nuestra propia historia personal. De tales murmullos, el
más determinante, es el de dios, el cual es nombrado como alguien indiferente a
nuestras quejas y su providencia está llena de azares de múltiples rostros;
apelar a eso es perderse en el espanto, en lo desconocido, en
una ignorancia con apariencia luciferina divina. Más cercanos están nuestros quehaceres
elegidos, aquellos que son momentos de
ocio, de fotografía: la mujer desnuda, las
torres del silencio, la noche devoradora de la mañana, lo contingente de la vida se convierte en lo
absoluto, dejando asomar la elección de nuestro sentido de divinidad con dimensión de cuerpo humano y un aire tupido de urbanidad desdentada.
En
el poema La Herencia es el relato poético del abuelo Ismael, el
cual es el vedado de la casa, de los
rasgos y gestos heredados que ahora se
revelan tanto en sus hermanos como en él. Lanzando un reclamo respecto al siglo en que transcurrió esa
vida, el siglo XX, el cual es sentido como
el intervalo que fue el insomnio
del tiempo. Deslastrarse de ese
siglo es una solicitud urgente y ante su
estertor aún presente: Susúrrale al siglo
que se duerma, que deje nacer otra belleza, pide al abuelo, ante la
velocidad de lo ocurrido en ese intervalo temporal y su resultado de banal
mortalidad masiva, que: Préstale tu
pierna mala para que el andar salga prudente. / Llévate a tus muertos olvidados
y cansados. Pidiendo para los nuevos tiempos que el ejercicio de la vida
vuelva a su normalidad accidentada: Déjanos
la música y el trago. Déjanos la llama.
La
hondura de su visión del tiempo está en la conciencia personal de esa sustancia
fluida que nos hace, que nos rodea y nos lleva de la mano hasta el desgaste
inevitable y del que el hombre también es esclavo. Nos referimos al poema Como Krishnamurti, donde es invocado el
pensador y místico hindú que occidentalizó toda una postura de búsqueda filosófica
basada en los ejercicios espirituales orientales con el fin de alcanzar la
libertad personal al trascender el sentido de la temporalidad mental (¡la
única!), y el refugio del sí mismo por medio de la experiencia de la meditación
individual. Al igual que el hindú,
Ramírez nos confiesa que ha querido
detener el tiempo. Como podemos entrever, en sus palabras se enfrentan dos
concepciones del tiempo y su intuición, su consciencia y su sentido.
La
experiencia del tiempo lo lleva a que su impulso y suceder tenga el roce vital de una uniformidad que provea
un ritmo armonioso que está como implícito en toda materia y que se adecua como
una intimidad amigable personal a cohabitar con el espacio, del que es inseparable;
el espacio y el tiempo son sustancias conjuntas. Es una
concepción cuasi kantiana, al observar al tiempo como una intuición pura, del
suceder de algo, propia del pensamiento. Pero la diferencia aquí está en la
concepción poética del tiempo, y por ende del espacio, para transformar las
intuiciones temporales en sucesiones transformadas en imágenes lingüísticas,
traductoras de una emoción percibida. El poema nos dice que: no ha servido de nada la búsqueda
inspirada en Krishnamurti, detenerlo es imposible, pues está dramáticamente
sujeto a la concepción de la sucesión misma de la existencia, de un suceder que
carga con la permanente transformación y desgaste que acorrala a los cuerpos,
de toda materia, de toda existencia.
Todo cuerpo, es decir, toda forma espacial, señala su desgaste, su piel pulida y transida de caminos. Su
ejercicio sobre la experiencia del
tiempo lo incita a corporalizar la
liquidez temporal para sobornarlo y,
como perro hambriento, crea una analogía
devoradora, para distraerlo (para distraernos), lanzándole pedazos de carne que devore mansamente.
Krishnamurti
ha dicho, en sus múltiples obras, que ha podido dominar cierta experiencia del
suceder de la dimensión temporal pues, por la negación del mismo en su conciencia llega a separarse
de la relación empírica del mundo exterior, entrando en la nada estática de los místicos
orientales. Ramírez vive una
mística distinta, la de inundar su yo, su piel, su cuerpo dentro de las aguas
del incierto mundo. Más que místico idealista, es un gnóstico materialista, que coloca su
experiencia mística en la íntima relación maldita del cuerpo- mundo, para
despertar un acercamiento a la temporalidad ligado a la vitalidad (y su
desgaste…y deceso) y sensorialidad del fluir penetrando en los poros de su ser, rodeándose del entorno que lo confunde y a la vez lo
ilumina.
La
afirmación final inscrita en el poema se puede asumir por su irremediable
elección y afirmación poética, la cual, para ser coherente, no le permite ser
otra: Odio tanto a Krishnamurti. Y
ahí es el lugar en que los destinos, -o
los caminos de Frost-, de ambos se
separan. El pensador y místico hindú buscó una rendija en su experiencia individual para la
liberación del peso del mundo en su ser; el poeta está herido de mundo, que es
materia temporalizada de la que nace en su cuerpo el evento poético y creador:
todo arte, a la vez, además de herir, destruye.
Son dos posturas que se contradicen, que se niegan y se encuentran en
las antípodas de la vivencia del tiempo. La mística idealista no busca, en esta ocasión al don
del canto poético, sino resguardarse de
lo inútil que es el trasegar por los caminos de la emoción y el deseo,
elementos constitutivos e insoslayables de toda condición poética; el tiempo,
para la otra opción idealista, puede ser superado en la consciencia mística,
concentrando su vivir en el silencio profundo y sereno de su sí mismo al entrar
al cerco de la meditación profunda. Para el poeta el tiempo es casi una dúctil
materia constante que circunscribe negando y rehaciendo toda permanencia;
silenciosamente todo lo cubre y lo
atraviesa, y desgasta a la sucesión del instante poético, clavándose en las
entrañas del poeta y su hundimiento en
el entorno como perro de carne, es
decir, en un absorber pedazos del mundo por el tamiz de su sensibilidad hecha y transmutada en
símbolo.
El
tiempo, invención humana, no se detiene, y envuelve a dos poemas que narran la
experiencia del dolor y de la absurdidad
de los deseos y cotidianidad implacable con los otros. Me refiero a los
poemas La Vigilia y La
Vigilia y el Sueño.
En
La Vigilia nos manifiesta cómo transforma el dolor, la enfermedad en negativo halo embriagador
por su insistencia y permanencia. Sabemos que toda vigilia se manifiesta,
primordialmente, en nuestra experiencia
de sentirla corporalmente. El día se despierta al abrir los ojos y
comienza una lentitud que gira hacia el despertar que nos coloca frente a la
vigilia y la observancia del suceder. El poema es un reclamo a los
tropiezos que tenemos que asumir por la
vigilia. El cuerpo se convierte en los
espacios impregnados por los afectos,
donde su actividad, entre los trastos que nos rodean, ayudan a mantenernos y
soportar ese espacio celular inscrito por el dolor, la inutilidad, los pocos
pasos que damos, la falta de apetito, el cansancio de vivir, los espasmos
que nos hieren al asumir,
determinantemente, la enfermedad cuando
nos toca a nuestra puerta. La
movilidad es una constante para el aprendizaje y poco
enseña tanto como el viaje y la enfermedad. Ambos, el viaje y la
enfermedad, son tránsitos del y por el cuerpo, es tiempo hecho movimiento que se queda. Un tiempo que se debe padecer
solo. Con la paradoja si bien de movernos o transitar, siempre eso sigue
ahí, aunque te marches a otro lado.
El malestar, el peso y la torpeza que vive el cuerpo afectado nos sigue y
habita de forma permanente. Es una vigilia inaplazable de afectos
insustituibles y presentes. Es el demonio
azul que nos viaja, nos manda postales, se emborracha pensando en otros. No
padece tanto como lo padecemos. La enfermedad juega con nosotros y con su
caricia hiriente la padecemos sin ella
padecer. Es así que el cuerpo se convierte en jaula, pero se pregunta ¿Mi cuerpo, jaula de qué? Nuestro cuerpo
es espejo que refleja las enseñanzas de sus padecimientos, sus dolores y
sufrimientos. Viaje y enfermedad son
asumidos en todo trance que ronda minando a nuestro cuerpo. Ello da pie para
emprender otro itinerario, aquel que lleva a la ausencia del cuerpo,
convirtiéndose en la vigilia de sí mismo.
Atravesando las mismas acciones de la vigilia: la misma calle que recorro cada tarde y el otro insoslayable
viajero que siempre nos acompaña desde el cenit de nuestro ser: el mismo demonio que me embriaga. Finalmente
nos recuerda este poema a la frase
lapidaria de Albert Camus en La Peste,
cuando le preguntan al personaje principal: -¿Quién
le enseño todo esto, Doctor? La respuesta fue instantánea: -El sufrimiento.
En
La Vigilia y el Sueño se conjuga un canto que expresa los límites
entre los sueños y la vigilia. Desde la
vigilia surge el germen del que se nutren los sueños y desde los sueños se da
el impulso -desde la oscuridad de nuestra mente-, construir la vigilia. Son
gemelos que habitan en las antípodas, que pueblan al espacio infinito de lo
onírico que muchas veces es más real que eso que llamamos realidad. En este poema busca presentar cómo portamos
los dos momentos que cambian el animal en humano, dando nacimiento a los
vínculos con los otros por su significancia y no sólo por el instinto de la necesidad. Vínculos que Ramírez los lleva
primordialmente a cuatro: las amistades; la muchacha (lo femenino) retadora y,
por ende, deseada; los compañeros de faena u oficio cotidianos y, como último
reducto, la mismisidad de nuestra propia
individualidad: ese espacio que Auden
–como es referido en el mismo poema – es habitado por This land will not comunícate, es decir, esa tierra incomunicable
de nuestra interioridad.
El
pudor es un sentimiento que el poeta dice respetar de todo individuo: en el
sueño los deja ser, no les exige, los escucha, las ve, los acompaña hasta donde
quieren llevarlo. Los amigos se hacen presentes y le hablan para anunciarle sus
deseos (que son inversamente simétricos,
a los suyos). En esa vigilia vaporosa de un mundo vivido pero separado del
resto, encuentra la cita con la mujer deseada, y solo en ese espacio onírico se
le acerca
sin complejos la longitud de su cuerpo (que es también la longitud de su propio deseo). Los
compañeros de trabajo son la representación de la distención del día,
con quienes comparte el trago evasivo con el cansancio de la rutina vivida. Y
al final, atiende al reducto solitario de sí mismo; como ensayo para la espera de la llegada de una epístola que trae razones íntimas de gente lejana o que nos hablan sin
complejos, son los que son, no los
que aparentan ser.
En
los sueños en que aparecemos, somos otros siendo el mismo: se pone sus disfraces y sale a
velar a quienes anhela, aquellos que no están pero se desea su presencia,
aunque fuese entre los vapores de la tela del sueño. Llenándose de palabras que
salen fuera del sentido propio y que nunca
exactas como quisiéramos, nunca pertinentes, nunca concretas. Invocando el
poema una exposición del sueño y sus
relación con los contenidos que lo nutren, naciendo estos elementos en la
vigilia ida pero, como dijimos, junto al sueño se complementan y se tiñen de sentido,
y ello gracias a los favores no cumplidos: al anhelo abierto en el intersticio
de esa vigilia marchita al entrar la noche de lo posible. El sueño es una bisagra; en su hablar se conjugan el imaginario y su anhelo. Sus personajes
aparecen entre las brumas de la dimensión
de los arriesgados, como es el viaje de los esforzados Argonautas o el viaje
del intempestivo del fabulador Coleridge, según el gusto que nos deja entrever
la elección de Ramírez. Ellos vienen a
ser sus grandes ropajes, sus historias
recreadas, sus verídicos pero imaginados
relatos en imágenes que vienen a cubrir la desnudez de sus complejos. Al final
sabemos que los sueños, siempre un pasado,
nos ayudan a sentirnos menos solos,
invocando a sus amigos, a esa muchacha retadora, a los compañeros de trabajo, a
los ausentes, a los Argonautas –eternos viajeros- y del maldito inglés
Coleridge –otro viajero marino ‘conversador’ pero estático…
El
poema nos aconseja aceptar y respetar cierto pudor de las personas, ese
arrobamiento de mostrarse hasta ciertos
límites frente a otros. Todos los nombrados ahí son los bienvenidos a la ambigüedad de mis palabras y por la inconstancia irresponsable de mis sueños,
que por respetar el referido pudor de las personas …nunca condenan.
II
Diásporas,
es la segunda selección de su poemario. Pequeñas huídas que marcan sin querer; en
ellos encontramos el entusiasmo y pasión por la ciudad y la fiesta, dando
cuerpo y memoria, con trozos de
imágenes de rincones caminados y
percibidos por el rastro de las huellas silenciosas,
surgidas de los ramalazos de ciertos espacios
y revividos tiempos. Ramírez está consciente de ser constructor de ciudades y catalogador de sus ruinas perdidas a la vista
de quien llega a ellas; como son los poemas Ciudad y El Juego. Es
también lo presentado en los rastrojos imaginados
de un Buenos Aires, final de tarde,
mirando el paso de una anónima amiga por esa ciudad donde eros y thanatos viven apretados en las aceras que caminó Santos
Discépolo. Otro momento de urbana diáspora la encontramos en Dos Ciudades, al paso de bicicletas en
el intervalo de las cercanías entre
Ferrara y Vincenza, donde en su viaje se
aprende, agradecer perderse. En Venezia,
se conjuga tiempos, razas, olores y lenguas que transitan entre el abismo del
cuchillo y la felicidad transportada por los aires de una gaita escocesa,
anunciando la boda ante un futuro incierto pero de un presente feliz. El trance
de la fiesta tiene tres invocaciones: Mardi
Grass, Flamenco y Beltane. En la
afrancesada y sureña festividad norteamericana del Mardi Grass, ese carnaval
bañado por el eterno Mississipi, sin que
tenga nada que ver con el de El Callao,
es el carnaval en que consigue la
huella de aquel que nunca habla, la del
que solamente canta; el paso por un
tablao Flamenco nos da toda una
escuela de vivir con pasión la finitud
deslumbrante y conclusiva del momento; el celta día de Beltane, da pie para el poema de la fiesta del 1 de mayo simultáneamente irlandés,
británico y gallego, dándonos el inicio de
la consagración de la primavera, donde la llama de la hoguera nos dona el fuego
de la vida, celebración a la que el antiguo
griego imponderable y oscuro Heráclito le hubiera gustado acudir hasta Calton
Hill, para sacudirse, por un momento, toda sombra de amargura contagiándose,
junto a la ebriedad purificadora, de la libertad al colocarse los mejores
atavíos emocionales sobre nuestro cuerpo desnudo.
Está
también la descripción de la gruta al hades
urbano moderno tropical, poema donde se cohabita en un detallado y relevante
rincón de la lánguidas soledades sin encuentro humano en Taguaralia, el no da más de cualquier botiquín de paso citadino, el oscuro reino del nunca
jamás acompañado y habitado por cuasi cadáveres vivientes.
También
sorprende a nuestra atención dos poemas más individuales, donde la desesperación
se apaga a momentos junto al quejido que
nombra: El Viudo, con referencias al
dolor del otro en uno, como de no estar ya en tierra alguna, pensando como desde
la muerte a la amada que permanece en vida, siendo reflejada en el inconsciente
onírico.
Finalmente
el poema con que cierra esta sección, Eneas,
reclamo del destino, recreación del héroe trajano, que apuesta con su muerte quedarse al lado de la reina
cartaginesa Dido, prefiriendo estar cerca de
las largas piernas de Dido a alabar con complacencias a los Césares de Roma
con su claudicación.
III
La
tercera parte del poemario está titulada Postales.
Una postal, hoy en día, es casi un objeto en desuso; se viaja con el celular y se toman selfies por doquier, volviendo el lugar visitado un encuentro más
con la vanidad y el narcisismo personal que un asombro y atención de reflexión y meditación. Pero
cuando alguien, tiempos ha, nos enviaba postales se tenía otra significación,
primero la elección de la imagen, el escrito en la contracubierta, la imagen
fotografiada, los sellos y el envío que rosaba el azar de los aires o de los
mares hasta llegar a puerto, hasta alcanzar la casa del amigo o del familiar recordado
en la lejanía de otras tierras, donde recordábamos –e invocamos- su ausencia presente, siendo una confesión de
viajero. ¿Cuántas postales no se habrán enviado a lo largo de este siglo,
para mostrar a ese ser querido en la
distancia, del lugar visitado, vivido, paseado, amado? En las cinco Postales
escritas por Ramírez, tienen por
epicentro a distintos lugares de su país: del puerto de la Guaira, de la
autopista, del Ateneo de Caracas: Rajatabla, de la citadina y migratoria La
Candelaria, y la sosegada urbanización de Las Palmas. Son postales echadas al
destino por la mirada poética, todas
como dentro de una botella de papel, para ser recogida por alguna mirada con
precisión escrutadora. Ahí nos declara sus preferencias musicales y literarias,
sus reflexiones de vida a través de otras vidas que siempre terminan siendo la
misma vida en singular. Estas Postales remiten
a recrear historias, leyendas, mitos de diferentes arquetipos literarios y, no
por casualidad, según mi parecer, están emparentadas para presentarnos, sin
decirlo, los gustos operáticos y musicales del autor: El Orfeo de ¿Monteverdi,
Gluck, Offenbach?, El Orlando enamorado
de Vivaldi, La Carmen de Biset, El Tristan
e Isolda de Wagner.
En
Postal desde la Guaira nos relata el
reclamo del inolvidable Orlando Innamorato, también el furioso, en su despido y desplante de la mujer que amó sin
corresponderle, Angélica, dama enamorada, como suele ocurrir, del
insignificante Medoro. En esta postal marina están presentes los roces con
todas las versiones artísticas clásicas del Orlando,
la primera, de Mateo María Boiardo; la segunda, de Ariosto que será impresa gracias a Gutenberg; y la
tercera, la referencia a una ópera barroca casi desconocida, del veneciano
inmortal Vivaldi, de ésta última declara
Orlando-Ramírez, ser más de su gusto
tal recreación artístico-musical de su vida;
está más cercana a sus afanes por
romper, gracias a la música, todo el encantamiento del fatídico enamoramiento,
llegando ese Orlando a decir, una vez
más, que el hombre cambia, aprende y
acepta. Un Orlando declarando a
su ya no amada, cómo siente en su rostro el roce y los besos
de los aires tropicales de las costas
americanas de la Guaira, y termina despidiéndose con una sorprendente
reconciliación que mata su furia destructora
mítica de árboles y bosques, y
asumiendo su nuevo destino americano: Te dejo estas palabras, tristes quizá, en
este Puerto de América, en esta playa, pero me evoco a un nuevo tiempo, a otros
labios y sus besos./ Toma mis palabras, Angélica,
no creo que escriba más./ Menos tuyo y cómo lo agradezco.
En
su Postal desde la autopista es el
lugar escogido para el casi eterno, pero inútil
canto, más humano que divino, más terrestre que mítico, del insomne Orfeo para
Eurídice. La pérdida para Orfeo es una doble muerte de la amada, y sabe que no se aprende por muertes ajenas, ni
siquiera por sus cuitas. Es un ser
insomne, donde el látigo de sus sueños saben siempre desde el olvido. Es la declaración de su muerte, de su volver a
bajar al Averno definitivo. Con una esperanza, de arrastrar por los cabellos a
Eurídice, aunque lo rechace rencorosamente y con furia. Esta reflexión del hombre-poeta mítico da para declarar la torpeza permanente de todo hombre, pero
reconociendo que aún mayor es la torpeza del poeta. A diferencia de la
tradicional versión en la que Orfeo bajó a los infiernos a solicitar a Eurídice, en la recreación que nos da Ramírez en su postal desde la autopista, el divino poeta mítico, el músico de la lira
de oro que es capaz de ocultar con su música el canto de las sirenas que
quieren atrapar y hundir a los argonautas a su paso por la isla, Ramírez hará
otra opción para este Orfeo; bajará otra
vez al infierno pero mirándola de frente,
sin retirar sus ojos de Eurídice por estar
ya muerto, ofreciendo su canto entero a la amada. E irá sin tardanza
para mostrarnos otra vez la torpeza
de su decisión, pues su resultado no será otro que perderla una vez más.
En
la Postal desde el Rajatabla nos presenta
la fatídica transformación de un país que en 1999 dejó de ser para
arrastrarse a un mundo de sombras en
desbandada; un mundo en transformación regresiva. Una ciudad que por su
liberalidad -ahora perdida- en los tratos la compara con
Amsterdam. Un país que dejó ser en espacio para respirar y donde el jornal
alcanzaba. Sentado en el cafetín del
Rajatabla: la más leve de sus sombras no
aparecería ni que le ofreciera, ahora, en estas noches, el más elaborado de los
tragos. Ni la ebriedad, que sacude a la memoria, no llegaría ya establecer
el amable recuerdo del sueño que fue.
En
su Postal desde la Candelaria, mítica
zona caraqueña de aires de tasca española, de caldos gallegos y vascos, de
cerveza y vino, de activos comercios y apurados transeúntes de paso, donde sus
habitantes han surgido con rostros que
viven en presente una diáspora permanente, coloca la respuesta que da el cabo
Don Carlos Lizarragengoa a la femme fatal
de Carmen. Desde la Candelaria
caraqueña ese Don Carlos le declara que se
ha deslastrado de tu saliva,
gracias a las noches recorridas por las
calles de ese centro caraqueño que lo lleva a la esquina de Santa Teresa, donde
en las noches, sobre firme tabla, baila
la más hermosa de las muchachas. Esta recreación del pensamiento del
personaje nos conduce a un final feliz, deseándole que sea, por sus labores
profesionales, Carmen, la más feliz de
las putas, que él se ha asumido en uno más de estos parajes, en que la primavera arde en los ojos y lo que no
otorgue vida lo despedazamos. Al drama francés se le antepone la vital algarabía tropical. Al final nos dice: Me despido, feliz.
La
Postal desde la Palmas está dedicada
a una recreada visión postmoderna de la
medieval leyenda de Tristán e Isolda. Elegido el tema por Wagner para su mítico
drama musical, en el que aparece el
conocido acorde de Tristán, el
cual da pie a otras posibilidades musicales a la armonía occidental, Ramírez
nos presenta un drama de agua de chubascos y no precisamente musical. Su Tristán
observa cómo van construyéndose distintos fractales del cielo en movimiento, de
la apertura de una tintorería, del
abasto que anuncia una ley seca incumplida, el edificio Cumarebo y el Atalaya,
y con ellos sus conserjes sacando la basura a la calle. El liebestod (muerte de amor) wagneriano de Isolda aquí no aparecerá. Tristán
reconoce que ahora su dicha comienza con el olvido de lo que fue en este
trópico cotidiano. Cornualles, Puerto Malo están lejos. Sus ojos, desde Manoa, se posan en el paisaje cifrado
por retazos de realidades que cortan su mirada,
observando a novios que quieren ser fotografiados, cotorras y
pájaros que escupen al viento con sus
alas, donde la lluvia, si es escuchada con cuidado, la siente como si fuera un frotar de dedos. Ya
desnudo, descalzo, sin paraguas, con cierta vergüenza, y sonriéndole a la doña que se asoma en la ventana es apenas lo que queda del chubasco.
IV
La
última selección de poemas la titula Adendas,
nos da el autor a entender que son los poemas que añade, los últimos pero no
menos esenciales de este poemario. Son palabras-imágenes que reflejan una
trascendencia corporal, sus últimas propuestas de unión amatoria, de un rexamen
del cuerpo amado; todo enmarcado en dos poemas de diferente desarrollo, que intentan ampliar y sintetizar todo lo
anteriormente escrito o expresado por su elección formal poética. Estos dos
últimos dos poemas condensan su propuesta estética y su canto poético. Es una adición a las partes ya establecidas que pueden modificar, ampliar, o
definir los términos de las aserciones y temáticas establecidas, sin necesidad
de refrendarlas.
El significado clásico de Adenda también es usado como enmienda o aclaración de errores
contraídos. Aquí Ricardo, especulando por nuestra parte, intenta zurcir, como colofón final, su última
palabra dirigida al cuerpo de la mujer amada, junto a sus vivencias y
exploraciones cotidianas conjuntas, en que los cuerpos al separarse se juntan
en la memoria de la sensibilidad bajo una capa de imágenes que nutren el
vínculo y la continuación con el otro esencial.
En Ramírez, podemos ya afirmar, encontramos una
poética del cuerpo, de lo corporal tejido sobre él, que podemos enlazar con la
visión del poeta de Alejandría, Kavafis
en su poema Recuerda cuerpo:
Cuerpo, recuerda no solamente cuando fuiste
amado,/ no sólo en los lechos que te acostaste,/ sino también aquellos deseos
que por ti/ brillaban en los ojos manifiestamente, y temblaban en la voz – y
algún obstáculo casual los hizo vanos./ Ahora que todo ya está en el pasado,
casi parece como si a aquellos deseos te
hubieses entregado –como brillaban,/ recuerda, en los ojos que te miraban;/
cómo temblaban en la voz, por ti, recuerda, cuerpo. (1916-1918).
Este poema puede darnos una pista de lo que
vamos a encontrar en estos dos últimos poemas del cuerpo amoroso y de la mirada
de su deseo abierto y permanencia a su lado. El primer poema lo titula Cuerpo de mujer, y es subdividido en 10
partes de variable extensión. Donde
nos viene a expresar toda una corporalidad
nombrada desde diferentes perspectivas sensibles y poéticas. El
cuerpo es el centro de la palabra y a la vez nos dirige su propio lenguaje a traducir en palabras. Donde hay una
correspondencia entre aquello que se enuncia y sus expediciones corporales
desatadas en la unión de los sentidos y de la imaginación; debe
darnos aquello que enuncia en sus olores, el sabor del lugar del que procede.
El cuerpo tiene su propio lenguaje y con él habla a otros cuerpos ante los
cuales despierta cercanías o distancias: despierta
rechazos o acercamientos, dudas y certezas, epifanía y desconcierto. Las
palabras se aproximan con dobles y carencia, a la dulzura y aciertos del cuerpo: comprender sus propios hilos tejiendo tramados roces, lo
cual es encontrar cómo nuestro ser se perfuma
desde el espejo del otro, que
lleva un ritmo
dictado por el cuerpo, que se abre sincero.
El cuerpo femenino lo va definiendo, usa las palabras que lo nombran; el primer contacto con ese cuerpo de mujer es con su mirada escrutadora, que nos rodea con sus talentos de hembra ¿Cuáles son tales
virtudes femeninas? Al mirarlo o mirarnos con su microscopio de mujer: calculas, haces pronósticos, observas mis
hábitos, me juzgas, reconoces lo que te agrada. El tiempo que llevará de hacerme a tu cuerpo. Ellas nos miran cuando decantan lo que decimos, la cara de
bolsa que uno se suelta. Con la
mirada despiertan nuestras debilidades telúricas de nuestra condición de varón.
Ve hasta quien mira a su carnada: ves
la expresión de ella, ves de arriba
abajo si podía o no ser tu competencia. Nunca deja de portar la balanza con
que pesa. Revisa todo, hasta la calderilla que poseemos. Arrinconando para
llevar a decir: uno también se sabe
presa.
El tercer poema
es la continuidad de la reflexión poética sobre la mirada y su dominio. Todo termina en los ojos, es la frase
que origina esta cascada corporal. El ojo determina dónde yaceremos ante la
mujer, enuncia destierro o cama, abandono
y acogimiento. El ojo femenino tiene su
condición propia incesante: cuando miran
con fijeza y uno ve el iris, la pupila danzando como un colibrí. Si todo
termina en los ojos, como nos dijo, también determinan al resto de las cosas. Sus ojos son como un juez mayor que te
advierte si te acercas o no a su
estrado, en si has desplegado la caricia correcta o el detalle ha sido
inexacto. Dos pájaros de luz baten
alas en su rostro y vuelan hacia ti en una mirada. Con los ojos,
taxativamente, aprueban, preguntan,
juzgan, rechaza, hablan, fulminan, besan, responden, lamen, descartan. Sus
ojos determinan nuestro largo futuro. Ramírez sentencia nuestra condición casi universal, la cual no parte sino de su propia mirada, desde los límites que deducen sus ojos de varón: El futuro está en ellos: una noche, dos
besos, amor de playa, noviazgo, candidato a amante, marido, padre de sus hijos,
futuro exesposo, cuerpo que le otorgue viudez.
El cuerpo de mujer evoluciona, nos habla con el
paso del tiempo abriendo sus surcos de vida, con matices infinitos que siempre,
a la final, iluminan. Este paradigma de mujer destaca y fija su despliegue: Cuando se molestan, se hacen tenues. Cuando se/ entristecen, a pesar
del brillo que pueden dar las/ lágrimas, se apagan…./ Hipnotizan, ven todo lo
que hay que ver y anuncian rientes o solemnes veredictos. Definitivamente
para Ramírez ese cuerpo de mujer enjuicia y decanta acciones. En ella, como
dijimos, en los ojos, se concentra todo: los
planetas, las mentiras, las galaxias, las entregas. Está la naturaleza
pétrea junto a su debilidad humana frente al otro. Esas pupilas que danzan como colibrí: cuando rabian, se vuelven plomo, cuando ríen
son dos cucharillas de plata. Son
sus armas para cuando quieren saber de
verdad quién eres o qué pasa. Como al comienzo
del poema no permite cambio a lo dicho: todo termina ahí, con la mirada. El
cuerpo de mujer posee la virtud de iluminar sus trazos del mundo: Por los ojos lo saben todo. El cuerpo de
mujer, definitivamente, inicia su entrar en el mundo por los ojos pues: Por la mirada desean, se reprimen y también te matan.
El cuarto dibujo del Cuerpo de Mujer lo lleva a una primera conclusión, luego de haber
recorrido su conciencia de presa ante la
mirada de esa juez mayor. La recomendación es mejor no hacer nada. El demonio está aquí pero duerme. Los labios
no están prestos y se secan. Ante
ese cuerpo deseado mejor recojo tu
humedad, acerco el fuego y respiro sus vapores arcada tras arcada. Ante la permanente incertidumbre de la
reacción y su mirada implacable, insiste en mejor
no hacer nada, solo eso. Dejar que los
labios se presten solos y humedecen. El demonio duerme siempre tibio. Más
que despertar su arranque incierto dejar
al vivo animal en su reposo.
Arriesgándose el abordaje de esa nave de
matices y demonios corporales, el quinto poema se dirige a explorar y nombrar
la gruta erógena de su boca. Donde advierte que los labios de mujer resguardan la mueca o la riza, el aliento tibio y la
longitud incalculable y húmeda de su lengua. Los labios son el punto de
central a observar de ese cuerpo de mujer por el
ojo de los hombres. Es el espacio
iniciático para obtener el acopio
del saber personal femenino. En
principio palpamos su delgadez, su paridad entre el superior y el inferior,
la tersura, el grosor. Aprendemos a
conocer la inmensidad intensa de rostro; con tocar sus labios se nos da la
significancia de su tamaño, si es una
boca grande o pequeña, si puede
poseer una sonrisa franca y abierta o
pequeña e íntima. Son el puente para conocer la espesura de su cuerpo
total: Son los labios analogía y metáfora
de su propio cuerpo, de su color, de su fragilidad.
Los labios asumen la mímesis de la forma de
quien los posee, los provoca, los muerde pues ellos, Ambos son reflejo de los otros, ambos se empapan o/ se secan de acuerdo al movimiento correcto.
En \ellos está la apertura de uno de los oscuros y misteriosos horizontes
femeninos: (…) muestran el oscuro fin de
donde hacer casa/ y entonan serenos la más perfecta de las palabras:/ aquella
que a veces, llenos de torpeza, no logramos escuchar, ni siquiera en los del
orgasmo
El sexto poema abre con la exigencia de
encontrar un pasadizo al encuentro sutil de
los cuerpos derramándose en la
fragilidad y el fragor de la tibieza
amorosa. La espera, en el fluir de ellos,
lleva a acendrar la fortaleza que
sostiene la imagen del aire que envuelve
a los dedos invisible que atan a
la mujer amada y encuentra su imagen, pero no en un presente sino en sueños; en la realidad cercana
sabemos que la verdad es invisible, más que querer verla es sentirla y
construirla, vivirla, con la intensidad celular y neuronal corporal. Es por
el débil llegar de la culminación
amorosa por lo que se convierte en una catarata que riega a todos los
intersticios de nuestro cuerpo, afuera
como adentro, y todo lo dispersa. Luego las dos interrogantes ante el hecho
consumado: ¿Hay mayor fragilidad que
derramarse? ¿Hay mayor fortaleza que esperar que te derrames? El primer
interrogante va dirigido al amante; la segunda es la satisfacción, en concordia,
del amante y el encuentro que lleva al final del derramar el burbujear
invisible pero intensamente sentido del roce amoroso rítmicamente acordado. El
cuerpo de mujer es la tierra, y nos exige que nos hagamos de ella, cultivarla
en la medida que nos cultivamos a su vez sobre ella, Sostenla con tibieza, fórmala. La
mujer es la tierra, piso a la que vamos como ánfora de tiempo, ante la cual Vendré con mis palabras desde el suelo.
El séptimo intento de describir el cuerpo de
mujer es posando su halo poético en el
don que está provisto sus manos. Las manos de ellas enseñan a tocar. Se
convierten en la guía del tacto amoroso por nuestro cuerpo. Como ciegas, recorren tu rostro palmo a
palmo, secreteándolo. Palpan como ciegas pero viven lo que tocan y, por
tanto, saben lo que eres; mantienen en el secreto de su interior lo palpado con
el roce del momento. Nos buscan para completar nuestro rompecabezas corporal: Tocan los ojos, la frente, la nariz, los
cañones de la barba, los labios, el mentón. Tienen la libertad de acercare
o separarte: Te apartan y te jalan hacia ella. Son rosadas como
salmón o bronceadas. Son manos con oficios, por ellas han pasados las aguas
y las tierras de todos los mundos, poseen en sus surcos todos los quehaceres de su haber, alcanzando dejar sus marcas
ocultas entre los espacios de nuestro cuerpo: Manos de fregar o de reina, amarillas de nicotina o de mármol, largas
de pianista, de palma grande o dedos pequeños, de dedos como estiletes que
escriben con sangre en tu espalda. Las manos son garras que te atrapan: Con uñas cortas o no, toman tu mano y la
aprietan,/ la levantan, la acercan, la arrojan de su cuerpo/. Pasión o serenidad pueden imprimir en tu rostro: Con ambas cruzan tu cara con violencia o con
cama Y después de haberte poseído
vuelven a su cotidianidad anodina e imprescindible del mundo exterior: Con ellas amasan o firman cheques de
compañía,/ cambian pañales, hacen yoga. Es la doble faz que poseen sus manos: Dirigen la ciudad con agitación o parsimonia,/ pintan el aire
alrededor. Creemos, como inocentes, que nos dan sus manos y las tomamos,
pero al final son ellas las que nos toman y nos llevan a su puerto de
belleza y herida: Ellas buscan ser
llevadas pero en verdad llevan./ En una mano una flor y en la otra la navaja.
En el octavo poema de Cuerpo de Mujer sigue sin desprenderse su pesquisa de la aparición
corporal de ese ser femenino; cuerpo que desde la lejanía se acerca, denotamos
su camino y nos respiramos su perfume que nos llega con la brisa de los días: Uno mira desde lejos un cuerpo y se acerca./
El camino desde el lugar en donde estás hasta ese/ cuerpo se paladea, se
respira en sus olores traídos por la brisa. El cuerpo de mujer se mira pero
su registro surge al escucharlo: Uno mira
desde cerca un cuerpo y se detiene a escucharlo./ Agua y tierra buscan el encuentro: La boca se ha hecho agua. Solo hay hambre/
en esas manos/ Todo dirigido a la negación amorosa del otro: Pronto viene el devorar.
El noveno poema
tiene una densidad mayor respecto a la síntesis buscada de ese cuerpo de
mujer invocado. Da chance al acercamiento del hombre ante la hoguera que
aparece entre los pliegues de esa extensa piel desplegada en espera del deseo
cumplido. Las manos siempre son una vanguardia
que recorta con rapidez la
distancia: Poner una mano sobre ella,
luego la otra..// Captar sus pliegues, desniveles, sus lugares en tensión, sus
roturas/. La piel, los accidentes, los pequeños valles de osamentas, de ese cuerpo total permiten palpar todo un
inventario de opciones y aventuras sensibles de su ser con la fragilidad de las
manos en tensión: Sentirla larga, sin
final en hombros o piernas,/ delgada. Empezar debajo de la nuca, apretarla,/
avanzar hacia los hombros y su ser rotundo/
y bajar a los omoplatos, a veces frágiles. Por transitar entre aguas
es piragua inclinada. Esa navegación
grácil nos descubre rotundamente que Es el espacio más pleno de la piel, el que
más se eriza,/ el que se arquea y se retuerce. Toco su espalda y es el / más
entero de los presentes. Las manos siguen su trayecto fijado: Voy bajando las manos. Y en ese
explorar descansa en cada una de las
partes que nos seducen y envuelven: Subo otra hacia su pelo y luego avanzo hacia
dos/ cuerpos mansos.(…) Se acercan los labios, muerden suave su centro. Es
un ir y venir donde termina en una docilidad agradecida en que Su
cuerpo se acerca y me rodea. El siguiente punto de exploración son las
sostenedoras piernas que mueven a toda vida: Las piernas son siempre una promesa de algo que/ se sabe aunque casi
nunca llegue a ser tuyo./ Son la longitud más lasciva del cuerpo. Abarca el
tobillo y sube, se extiende al muslo, delgado o grueso,/ y se pierden en la
oscuridad que les palpita. Son/ fuerza, tono, robustez, tacto al que aspiramos en su/ lisura precisa. Las piernas tienen un
doble poder simétricamente unificado, siendo el imán que lleva a atraer todo lo
que le rodea. En un inciso dentro del poema Ramírez afirma lo que le pasó al ser testigo de una mujer
blanca en minifalda: Todo lo que
se encontraba alrededor, mesas, sillas, hombres, mujeres, mi mirada, giraban
alrededor de sus piernas. Pero de las piernas se centra ahora en su espacio
medio: rodilla abajo tensa por la
sandalia alta, rodilla arriba/ cruzada una sobre otra en extensión correcta,/ en
la precisión de su fémur. El poema sigue cercando todas las partes del cuerpo
de mujer bajo la impresión onírica y erótica abierta: Se huele el cuello, se muerde, se besa. Está para/ atenderlo tanto como
las orejas, llenas de vocales/ abiertas, de sarcillos enmarcando su brillo.
Nos da la conclusión de su acercamiento y exploración: ellas deciden por la vista, por el olor, también por el/ oído. Es la
alcabala de las mentiras y la entrada de las/ más sinceras palabras. Nos
detiene en sus oídos, esas grutas o casas
del viento por donde hacen ecos todos los sonidos y las palabras falsas
como sinceras: Por lo que guardan (el
oído), por lo que esperan/ (temblores), por lo que marcan (perdones), las
orejas/ son la casa del viento resguardándoles hazañas. Al final del poema
nos declara sus acciones y beneficios a obtener en la ilusión de un instante de
fortaleza y dominio pasajero: Hacia ellas
la lengua, los agradecimientos, las/ sombras, el susurro en el que le digo todo
lo que voy/ a hacerle, calladamente, tomándome mi tiempo/ en muelarla,
chuparla, voltearla sosteniéndole las/ manos, amarrándolas al pasamanos de la
escalera y desnudarla.
El último poema es una conclusiva y sintética
definición de ese cuerpo de mujer al
ser poseído por el amado, donde los cuerpos permiten abordarse en
intermitencia; pero con la carga de un
agrio saber implacable al suceder el tiempo y los días; del saber que tendrá
que volver a la separación por el fulgor y las necesidades del mundanal averno humano en el que
inexorablemente nos consume: Te desgranas,
mujer mía, ahora, en la mañana./ Intento descifrarte y no me dejas ya. Más que
un/ sabio, soy ahora tu esposo. Es un círculo en donde/ lanzo la atarraya en
cada calle y espero.// Del averno a tu olor, y de tu olor al averno.
El último poema de la Adendas es Duermevelas.
Si en el cuerpo de mujer encontramos un viaje de exploración por los miembros y
los sentidos de lo femenino, en un
intento de descifrar lo que puede
esperarse de la mujer, ante quien siempre pareciera nunca poder poseerla, ahora
en Duermevela nos viene la relatada consumación y comunicación de un amor en su
cotidianidad única, de la sutil y entretejida vida en pareja, de sus
movimientos caseros, de los contactos primeros al abordar al día y luego, su
suceder. De la mañana al mediodía, luego
de las idas del almuerzo, el lavar/los
platos, la duermevela de
la tarde, ser pareja. Pero ¿qué significa ser pareja? En principio un
acompañarse y procurar por el otro, luego
un conversar que levanta y descubre sueños, países, lugares cotidianos, un observar y contemplar
juntos, visitas de amigos, anhelos
futuros, y de otras maneras de irse. Conversar:
Hablamos de Chile, de Colombia.
Conversamos/ qué idiomas aprenderemos. (…) Hablamos de Praga, de Barcelona, de
Turín./ De la nostalgia, de los hijos. Los lugares del presente y sus
tormentos: Los aeropuertos del mundo
aúllan como lobos./ Las ansiedades del globo nos carcomen. Observar y
contemplar juntos: Vamos al balcón a ver
el Jardín Botánico, el asta/ de la bandera en la Universidad, los pájaros.
Los anhelos y dudas del porvenir ¿Qué
tendrá que venir? ¿El adiós a los nuestros? ¿Las visitas en diciembre,
escapando de muchos/ inviernos? (…) ¿Un cuadro de El Ávila en nuestra casa en
Berlín,/ en Ciudad de México, en Liverpool? Sin olvidarse los amigos y su futuro: ¿Vendrán por nosotros aquellos amigos, los del 2035,/ los de nuestros
últimos años? No deja de lado el traslado de la pareja a otras patrias, a
otros mares, a otros hogares posibles, y otros posibles irse: Pájaros distintos, mares distintos. Otras
patrias./ Luminosos otoños en cada final del día, en el té,/ la paella, el fish & chips, el asado. Pero
permanecen las señas de identidad de
toda pareja y sus quehaceres de unidad amorosa, donde se comparte una espiral vital que se amplía con el
suceder de los días y sus contingencias inexorables: Te abrazo firme, junto al balcón (…) Hay que preparar para mañana el
almuerzo./ Afuera, suena la alarma de un carro y niños pasean/ en bicicleta.
Mañana debe venir el camión de las verduras y las frutas (…) Para cuando venga,
cielo mío, si ha de venir,/ seremos un solo abrigo.
Con
nuestro ejercicio e intento de hermenéutica poética hemos querido abordar el
comienzo de un poeta que está en un proceso de creación personal permanente: no
ceja. Sin tener deudas con escuelas ni formalismos poéticos preestablecidos, Ramírez
va abriendo una retícula cromática personal en el lenguaje; senda cercana a una
corporalidad explorada y vivida pero hecha canto. Estamos ante un escritor que
busca largos horizontes, difíciles resquicios del ser, sencillas representaciones iluminadoras, una
filosofía de lo cotidiano, que nos presta para emocionar nuestras vidas desde la
virtud del lenguaje transformador, desde el don de la mirada que decanta en
escrutadora escritura, del silencioso cuerpo desplegado amoroso y a la vez
enfermo, sufriente, del suelo recorrido, de la ciudad construida y amurallada,
del hombre en su eterna soledad y en la búsqueda del encuentro paliativo con el
cuerpo amado. Sus visiones hechas imágenes y palabras nos reflejan la ciudad
ligada a los hombres (y mujeres), que la habitan, todo
prescrito dentro de un lenguaje sencillo, usual, tejiendo, no obstante, observaciones y
afirmaciones complejas. Un cuadro mundano e íntimo que nos muestra la mirada
del espectador que se nutre, a veces, de
una filosofía de la resignación activa, pero sin complacencias ni búsqueda de
aceptación y gratuidad; también nos encontramos con una sabiduría surgida de lo
urbano, mezclada con cierto drama insoslayable pero tornasolado por un
perspicaz sentido de humor. Vivencias envueltas en un manto de consciente soledad
existencial compartida, que es sólo borrada a ratos con el acercamiento íntimo
de la pareja, con la mirada a la mujer, con la evocación de los familiares,
o de paso con los amigos.
El
rapsoda-poeta Ramírez, con este primer poemario Maneras de Irse, nos entrega el inicio de un viaje creador que
espera ser recorrido muchas veces por el lector, pero con la asombrosa
finalidad de encontrar diferentes rutas y periplos de asombro de su arte
poético personal. Finalmente nos presenta en diferentes tesituras la
trascendencia y lo universal del hombre
en su efímera cotidianidad y la verdad humana del mito de toda una época, es
decir, de su período tiempo poético.
Consultas:
Frost,
Robert: Poesías. En http://amediavoz.com/frost.htm.
Visto el 18 de diciembre de 2015.
Kavafis:
Toda su poesía. Trad. y edición de
Miguel Castillo Didier. Caracas, 1983.
Ricardo
Ramirez: Maneras de irse. Ed. Ígneo.
Caracas, 2015
[1] Rafael
Ramírez nace en Ciudad Bolívar
(Venezuela) en 1976. Es licenciado en Letras por la Universidad Central de
Venezuela. Además de escritor se desempeña como librero y profesor
universitario. Ha ganado diferentes distinciones por su obra literaria como
el 1er Premio de Poesía Eugenio Montejo
en 2011 con este poemario. También como cuentista ha recibido los galardones de
2011 y 2013 del Premio de Cuentos de la Policlínica Metropolitana; en el 2014 recibió el premio del XIV Concurso
Anual Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana con su libro Constancias de lluvia.
[1] Rafael
Ramírez nace en Ciudad Bolívar
(Venezuela) en 1976. Es licenciado en Letras por la Universidad Central de
Venezuela. Además de escritor se desempeña como librero y profesor
universitario. Ha ganado diferentes distinciones por su obra literaria como
el 1er Premio de Poesía Eugenio Montejo
en 2011 con este poemario. También como cuentista ha recibido los galardones de
2011 y 2013 del Premio de Cuentos de la Policlínica Metropolitana; en el 2014 recibió el premio del XIV Concurso
Anual Transgenérico de la Sociedad de Amigos de la Cultura Urbana con su libro Constancias de lluvia.
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