A
manera de introducción
César
Miguel Rondón
Observación: Este texto
pertenece al libro “País de salida” de Cesar Miguel Rondón, bajo el
sello Ediciones B, noviembre 2015.
En
1998, durante la campaña electoral, entrevisté a las personalidades más relevantes del mundo político. Era clara y
abrumadora la tendencia que, desde los primeros meses del año, favorecía a Hugo
Chávez Frías, y su victoria, como en efecto ocurrió, suponía un cambio de
considerables proporciones en la vida de los venezolanos. Las entrevistas las
reuní en un libro que titulé País de estreno, 37 entrevistas antes de que el
destino nos alcance. Pues no cabía duda, el país se abría a una expectativa diferente,
de estreno, y el destino era una incógnita abismal.
Ya
sabemos de sobra lo que ocurrió: desde el 2 de febrero de 1999 hasta el 8 de
diciembre de 2012 –fecha en que apareció en la televisión venezolana, desde
Caracas, para anunciar que Nicolás Maduro sería su heredero–, Venezuela vivió
13 años, 10 meses y 6 días marcados por el delirio, la arbitrariedad, el
despotismo, la ignorancia, la improvisación, la mentira, la corrupción, el
despilfarro y el reconcomio. Nunca antes
los venezolanos habíamos conocido cómo se gobernaba desde la venganza y el
odio. Hugo Chávez asumió su revolución como si se tratase de una guerra en la
que vengaría afrentas históricas que vendrían desde la misma llegada de Colón a
nuestras costas. Semejante despropósito, obviamente, terminó de llevar al
despeñadero el proyecto de país que, desde 1958, con sus altos y bajos, avances
y retrocesos, éxitos y fracasos, trató de hacer de Venezuela una nación
moderna, estable, democrática y próspera.
Pongo
como fecha límite ese día de diciembre para marcar el final del liderazgo de Hugo Chávez porque,
sencillamente, ese fue el último día que lo vimos los venezolanos, de alguna
manera pleno, lúcido y en funciones. Después, partió de nuevo a La Habana, de
donde había venido tras varios meses de ausencia, interrumpiendo su tratamiento
oncológico, sólo para hacer ese curioso
testamento político: Maduro,el heredero, sentado a su diestra, mientras a su
siniestra aguantaba el golpe el otro aspirante, Diosdado Cabello. Partió y más
nunca lo volvimos a ver. Preciso: más nunca lo volvimos a ver pleno, lúcido y
en funciones; es decir: vivo.
Los
días que median entre ese 8 de diciembre de 2012 y el 5 de marzo de 2013 –día
de su muerte “oficial”–, fueron días fangosos, de información nublada, como si
todo el país hubiese sido lanzado en un largo y espeso limbo colectivo. Abundan
los elementos para sospechar las mentiras.
Igual
un día el presidente estaba sano y vigoroso presidiendo una reunión de su
gabinete en pleno (¿Treinta y pico de personas reunidas en un cuarto de
hospital?), como otro día estaba tan mal que el trío de Maduro, Jaua y Flores tenía
que viajar de emergencia a Cuba cargando todo tipo de vírgenes (las
fotografías, penosas y ridículas, llenaron las redes sociales; las figuras
virginales eran grandes y pesadas, y los tres supuestos ateos socialistas
pujaban y sudaban su mejor esfuerzo cargándolas). En esos días Chávez
presuntamente firmó no pocos documentos y decretos de trascendental importancia
para la vida económica y política del país.
Cesar Miguel Rondon
(foto archivo de El Nacional)
Pasamos
a ser gobernados por una camarilla que no daba explicaciones pero sí órdenes
incuestionables, que decidía a oscuras, desde la terapia intensiva de un
hospital en el extranjero. Eran vicarios auto designados de un hombre que
probablemente ya no estaba entre nosotros. Para la historia y la literatura
quedarán no pocos libros a propósito de dónde, cuándo y cómo en realidad murió
Hugo Chávez. A nuestros efectos, Nicolás Maduro está al mando desde aquel
monárquico testamento del 8 de diciembre.
Este
libro se ocupa, precisamente, de ese mando, de su afiebrado y desequilibrado gobierno.
Inicialmente pensé llamarlo “Venezuela después de Chávez”, pero pronto caí en
cuenta de que semejante título era inexacto: cierto, Chávez ya no estaba, pero
sin duda seguía estando. Su muerte, independientemente de cuándo y dónde
hubiese ocurrido, igual no lo dejaba al margen de la contienda cotidiana. Su
presencia constante era innegable. Maduro, evidenciando una curiosa orfandad
espiritual, social y política, lo convirtió en una suerte de talismán, de gran santurrón,
deidad incuestionable que lo protegía y aupaba hablándole convertido en
pajarito y cuyos ojos empezaron a fiscalizarnos desde la eternidad en no pocas
vallas y fachadas de edificios públicos, haciéndonos ver que si no estábamos
con su heredero designado estábamos traicionándolo. De allí al ojo bíblico que nos
mira desde un triángulo celestial para juzgarnos no hay mayor distancia. Ya no
estaba Chávez, pues. Es cierto. Pero éste seguía siendo el gobierno de Chávez.
El título, definitivamente, no era correcto.
Decidí
entonces bautizarlo como “País de salida”, en clara contraposición al que
publiqué diecisiete años atrás. Éste cierra aquél estreno que terminó
deshilachado, vuelto jirones. ¿Asumo que el proyecto de la revolución chavista
ha concluido? Es probable. Pero mi oficio no es pronosticar. Soy apenas un cronista
de mi tiempo y me limito a testificar los hechos que he vivido. Y estos me
dicen, a las claras y sin mayor margen a dudas, que hay ante nosotros un ciclo
fatigado, agotado en sus propias promesas y expectativas, que ya está pidiendo
orilla antes de ahogarse. Si el cierre del ciclo supone el fin de la revolución
está en otros determinarlo. Por lo pronto, estos son los hechos que me ocupan como
testigo y cronista.
El
libro que usted tiene en sus manos es una selección de las opiniones y
comentarios que dije en mi programa de radio por el Circuito Éxitos
–transmitido de lunes a viernes a escala nacional– en los días que van desde
principios de marzo del 2013 hasta los primeros meses del 2015, más un par de
excepciones al final. Dichos comentarios aparecieron en la sección “Entre
líneas”, rebautizada luego como “La noticia del día”, que siempre terminaron
publicadas, textualmente, en mi página blog bajo el título “Editoriales”. Estos
comentarios, es bueno precisarlo, fueron espontáneos, nunca escritos con
antelación. Me explico: leídas las principales noticias que traía la prensa del
día, tanto capitalina como regional, me dedicaba a formular una reflexión sobre
la que, a mis efectos, era la fundamental, la noticia determinante.
Pero
he de llamar la atención sobre un hecho singular: el proceso de controlar los
medios de comunicación, la llamada hegemonía comunicacional, se acentuó
considerablemente en estos años de gobierno
madurista.
Diarios importantes pasaron a manos de los afectos al régimen con lo que la
lectura de la prensa –la lectura del país– se hizo cada vez más parcial,
reducida y, por lo tanto, falaz. Había que leer entre líneas, buscar otras
fuentes y en esto los recién creados portales informativos resultaron un
instrumento de suma importancia, aunque no todos, necesario es precisarlo, con
suficientes niveles de confiabilidad.
Registrar
el día a día, pues, se hizo difícil en un país donde el principal objetivo del
gobierno era y es ocultar y trampear la verdad. Uno de los elementos fundamentales
a resaltar es el carácter militarista del régimen. Generales activos o recién
retirados al frente de ministerios y vicepresidencias (que Maduro multiplica
como si de hormigas se tratase), de institutos autónomos y empresas
nacionalizadas, teniendo siempre, como lamentable común denominador, el fracaso
generalizado en sus gestiones. No solo se trata de que son personas sin la
preparación ni la calificación suficiente para asumir esas funciones –gerentes
mediocres, en dos palabras– sino que por su formación militar –mandar y
obedecer– no están hechos para el disenso que caracteriza la vida civil; la
convivencia democrática, el aceptar críticas, la disposición a rectificar, la
disposición a dar explicaciones por las decisiones tomadas, y el respeto a pie
juntillas a lo establecido en la Constitución, no parecieran estar entre sus
patrones de conducta.
Abundan
en este libro textos que dan cuenta fidedigna de estos procederes y
arbitrariedades. Por otra parte hay que señalar el extraño carácter bicéfalo
que define al régimen. De un gobierno totalitario con una única voluntad y una única
voz, se pasó a un gobierno, tanto o más totalitario, con dos voluntades y dos
voces no necesariamente afinadas y coherentes entre sí. El militar que asumió
que el país es un cuartel y los venezolanos sus soldados, a quienes ordena,
grita, amenaza y humilla, y el civil que no deja de lucir atemorizado y
nervioso, constantemente vociferando intentonas golpistas, magnicidios,
guerras, invasiones y conspiraciones de todo tipo y origen. Esta bipolaridad,
constantemente restregada al país en ilimitadas cadenas de radio y televisión,
en interminables programas personales y personalistas de radio y televisión, ha
llenado de zozobra, desconcierto, hastío e indignación, la cotidianidad de los venezolanos.
Además,
este discurso bicéfalo, bombardeado desde lo más alto del poder, escasamente
tiene que ver con la realidad de los llamados ciudadanos de a pie. Allí no se
habla de colas ni de escasez, de la carestía de la vida (de hecho, por prohibición
de Maduro, el Banco Central no publicó más cifras oficiales de inflación y
escasez desde principios del 2015), de los altos niveles de delincuencia e
inseguridad, de las dificultades y carencias de la educación y la salud
públicas. Y si se hace alguna mención tangencial a estos asuntos, es sólo para
señalar que los mismos son obra de conspiraciones imperiales y domésticas –de guerras
económicas– que sólo pretenden acabar con el gobierno y la revolución. Y ese es
el único discurso. El discurso egoísta y narcisista del que apenas atina a
mirarse el ombligo, del que asume que todo el universo sólo orbita en torno a
él, de que él es el único que importa y vale la pena, del que jamás es
responsable de nada y sí víctima de todo. Repasar el hilo discursivo de tantas
cadenas es confirmar plenamente lo anterior. La realidad para el gobierno no
existe, sólo existen sus fantasías y obsesiones.
Este
libro, en la medida en que es un diario, una bitácora de una navegación errada
y forzada, da cuenta abundante de todas estas observaciones. Un vistazo al
pasado reciente nos evidencia golpes duros: el discurso es recurrente, los
problemas son recurrentes. Avanzamos sin avanzar, sin enfrentar ni resolver
nada, dando vueltas hasta la náusea, como el perro que se muerde la cola.
Increíble ver cómo el presidente denuncia una amenaza en abril de un año, para
repetirla casi al calco en otro mes de otro año. Y en ningún caso presenta
pruebas. Sólo anuncia investigaciones que, por lo visto, nunca concluyen porque
jamás ha mostrado ni conclusiones ni resultados de nada.
Y
en medio de todo esto, la corrupción más voraz y desatada que se haya conocido
en los anales de nuestra vida republicana. Miles de miles de millones de
dólares perdidos en los bolsillos insaciables de unos pocos supuestos
redentores socialistas del pueblo sufrido. Si hay algún
espacio
en el que precisamente esta revolución se haya burlado de los venezolanos, ha
sido en este: el país de la escasez, de las colas, de la falta de medicinas y
de hospitales destartalados, de la inseguridad a toda hora y en todas partes,
de los apagones y la falta de agua, es también el país de los corruptos. Porque
todo lo anterior –y más– es consecuencia directa del mal proceder de estos
últimos. El país, pues, de los ladrones y delincuentes, criminales de todo
nivel y pelaje.
He
decidido subtitular el libro “Bitácora de la debacle”. Creo que es justo: una
debacle es lo que se narra en estas páginas. La selección de textos
(editoriales) se presenta de manera cronológica, desde el primero, fechado el 4
de marzo de 2013 (“Manos blancas y nalgas blancas”) hasta el fechado el 13 de
octubre de 2015 (“El currículum del chofer”). Al final, cuando ya estaba por
entregar el libro a la editorial, decidí incorporar dos textos más. Lo hice
porque, contra mi voluntad, me tocan de manera directa, y porque causaron tal
revuelo que se volvieron virales en las redes sociales. El primero –“Una
pequeña historia”– publicado el 25 de septiembre de 2015, es mi modesta y breve
respuesta a un amenazante “exhorto” de Conatel donde se me acusaba, entre
otras, de no ser un venezolano completo e integral.
Respondí
no tanto por mí sino porque sentí que se lo debía a mis padres. Y el segundo
–“El curriculum del chofer”–, del 13 de octubre de 2015, narra la singular
experiencia que viví cuando, en compañía de mi hija Bárbara y mi esposa
Floralicia, viajamos a Valencia conducidos por un chofer académico, Doctor en
Humanidades, con obra publicada y demás, que confesó hacía “la carrera” para
poder vivir y mantener a los suyos, porque lo que le pagaba la universidad ya
no alcanzaba para nada. Ambos textos dicen mucho de la miseria –espiritual y
económica, política y social– en la que hoy vivimos los venezolanos. En nuestro
país jamás la xenofobia fue argumento político para arremeter contra los
adversarios, y mucho menos entre connacionales. Pero claro, los que nos
oponemos al régimen no somos adversarios sino enemigos y apátridas, porque la
revolución, asumen y se ufanan de ello los que gobiernan, es la patria. Pensar
y proceder de esa manera no es más que fascismo puro y duro. Por otra parte, en
la Venezuela en que crecí y me formé, una Venezuela aspiracional y hecha para
el progreso, el chofer quería que su hijo estudiara y fuera a la universidad
para que tuviera una vida mejor que la que él había tenido, para que se hiciera
de un título y llegara a doctor y ganara más que él. Porque todos los padres,
en definitiva, siempre queremos lo mejor para nuestros hijos, y no escatimamos
esfuerzos para que con creces nos superen. Pero en la Venezuela de la
revolución el mérito no es un valor, la universidad –con todo lo que supone de
exigencia y excelencia– ya no es una meta; de hecho se ha intentado todo para
destruirla y acabarla. Desde asfixiarla económicamente hasta crearle remedos
mediocres para sustituirla.
Por
ello el Doctor tiene que hacer de chofer. Muera el saber y viva la barbarie es
un viejo grito medieval. Una bitácora es un diario que lleva el capitán de una
nave. En ella hace anotaciones sobre el curso y la travesía. Anota éxitos e
inconvenientes de la jornada. Reporta dificultades y explica cómo se superaron,
si ese fue el caso. Al llegar a puerto, con una solemnidad y honorabilidad que
no se han perdido en siglos y siglos de navegación universal, el Capitán entrega
su bitácora. La idea es que ésta sea revisada minuciosamente para hacer todas
las observaciones y balances del caso. Revisar y examinar problemas para
corregirlos y evitarlos. Si se trata de una compañía naviera, esta sabrá qué
medidas tomar para que no se repitan los inconvenientes; igual ocurrirá en el
Almirantazgo si es el caso de un buque militar. En el de esta particular
bitácora, mi modesta intención es que ustedes, los dueños del país por el que
se ha navegado a contracorriente y sin sentido, tomen las previsiones
necesarias para que jamás semejante despropósito, trágico y miserable, nos
vuelva a ocurrir.
cmr.
Octubre,
2015.
No hay comentarios:
Publicar un comentario