miércoles, 1 de junio de 2011

Huellas y Difracción (Sobre la obra de Andy Warhol)


René Scherer

(traducción libre de David De los Reyes)


Skulls (Cráneos), serie de Andy Warhol


Cuando, joven liceísta, leí por primera vez los versos de Baudelaire: “El viejo París se muere/ Va muy rápido/ He ahí el corazón de un mortal”, los modificaba. Sustituía el “muy rápido” por “muy lento”: “va muy lento/ He ahí el corazón…”. El corazón del niño, sabemos, late rápido, versátil; su carácter, la apariencia de su mismo cuerpo, se modifica día a día. Memoria olvidadiza de la infancia; ante su mirada la ciudad permanece eterna. Sobre todo de una pequeña ciudad como la mía, Tulle, quieta e inmutable, impermeable a la modernidad, en los años de antes de la guerra.

Pero hoy día ¿cuántas premoniciones no revelan las palabras de Baudelaire ante una actualidad de destrucciones galopantes y deslizantes; ellas profetizan las lamentables catástrofes pasadas y futuras? Y, cuando la parte reaccionaria de la clase política no tiene sino en su espíritu y en sus labios sino las ideas de progreso, cambios, innovaciones, las intenciones realmente auténticamente revolucionarias no pueden sostenerse sino sobre la preservación de eso que muere; sobre los valores tirados a la basura, sacrificados por el curso de los eventos políticos y bursátiles. “El verdadero revolucionario es reaccionario”, decía, hace más de cincuenta años, Paolo Pasolini. Palabras anticipadoras también. Abonado el camino de un progreso real por la búsqueda de una realidad; realidad con la que se buscó, en primer lugar, de obtener la orientación, el sentido. Tratemos, ante todo, ahora de saber identificar cómo se obtiene el arte de expresarla.

Expresar, escribir lo real, proceder a la tarea de saber lo que da un sentido y, sobre ello, la obra completa de Pasolini, nos da un ejemplo. Otros artistas contemporáneos han trabajado sobre nuestros estancamientos de hoy, dándole un sentido rejuvenecedor. También, tomando el pretexto de una exposición, consagré, en torno a una reflexión sobre la obra de Andy Warhol, las consideraciones que siguen.

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De la serie Skulls, de Andy Warhol


De la obra de Andy Warhol emana una melancolía profunda. Ella toma su mirada inquieta, triste, desilusionada, como la que su contemporáneo William Burroghs ponía sobre las cosas. Esa melancolía colorea las series de sus retratos “del gran mundo”, título bajo el cual tuvo lugar su exposición de 2009 en el Gran Palais de París. Ella se alegoriza en la presencia repetitiva de cráneos (“skulls”) que puntualizaban una sucesión. Vanitas vanitatum. La pintura familiar de afirmaciones provocantes, para la cual todo es hacer dinero, nunca había rechazado como degradante la comercialización del arte, con los millares y centenas de millares de dólares que de ese negocio drena y representa; condición que por voluntad propia, aparentemente, adoptó por divisa la proposición iconoclasta de Hobbes: “el valor del hombre (en pintura; R.Sch.), es su precio”, pareciera, que pertenecieran al siglo de la Contrarreforma, siglo de una tensión extrema entre los recursos mundanos y las aspiraciones del alma; ello revela la era barroca. Su melancolía no tiene nada que pueda asombrar. Pero a condición que se detecte no una pulsión depresiva sino el impulso de un espíritu creador.

Pasolini, en Venecia, al final de la presentación de su film Salo (al que Warhol, equivocado por un homónimo oral –salaud- toma por “bastardo”), vemos, en las sucesivas vistas de la mayoría de los rostros, presentados en plano frontal, entre contornos y colores intencionalmente simplificados, una réplica de los íconos bizantinos. Analogía reforzada, para algunos, por el polvo de diamante en lugar de la hoja de oro del fondo; allí donde la acumulación del dinero profano emblematiza el esplendor divino; donde los poderes de la finanza sustituyen a la fuerza sagrada.

Una común auralidad de la obra es sensible, de una parte y de otra. El viaje sobre el pasado inmemorial, aquí dibuja su fuerza en la acumulación financiera. Ambos nos hacen huir, lo sagrado y lo financiero, del mundo real. Producen el efecto de desrealización, en esa misma mirada fija y vacía, posada sobre el mundo ausente.

Se hace evidente en la obra de Warhol que realiza una réplica magnífica de la imagen del televisor, la explotación sistemática de la apropiación entre “muro blanco y agujero negro”, aquello que Guattari y Deleuze definieron, hablando sobre la mirada, de un abismo, de una subjetividad sin fondo, sobre un fondo de carne donde el elemento emocional y la abstracción conceptual se mezclan y se confunden. Solamente, a “la mirada, qué horror!” de unos, corresponde, en la condición de los otros, la producción de una admiración, de una petrificación estática. Pero, ¿no expresan ambos la misma cosa? ¿La misma supremacía sobre los cuerpos en su totalidad viviente, el mismo derecho del elemento superior y dominador de caras en un mundo domesticado por los poderes ilusorios del intelecto gobernante?


“Vemos más por el intelecto que por los ojos”, escribió Paul Valéry. La obra de Warhol también, la abstracción sustituye al sentido. Pero la paradoja es que esta suerte de visión artificial, resultado doblemente del trabajo de una máquina y de la operación mental que surge de la percepción de una serie es, de hecho, profundamente sensual. Ella no es sino eso, en la pureza, la ingenuidad simple de sus tonos de colores tomados de las cajas de bombones o de los colores infantiles. Ingenuidad de una mirada infantil. Ese gran mundo representado para saltar directamente a los ojos deslumbrados del lector de Vogue o de Match, que sale al encuentro de la pantalla de la televisión donde en principio está inscrito. Ese es nuestro mundo familiar, sin aura, como lo decía Walter Benjamin y que, bruscamente, se reencanta. Grandeza de Warhol.

Hace unos veinte años tuve que ser jurado de una tesis tutoreada y construida bajo la dirección de Elodie Vitale. La tesista confrontaba en ella a Marcel Duchamp y Andy Warhol, oponiendo la autenticidad creativa del primero a la repetición mercantil del segundo. Se le objetó, justamente, la idea de proponer tal jerarquía, con la selección de obras advirtiendo que era un falso problema y particularmente mal visto. Warhol tiene, sin duda, un punto claro de vista que reivindica el aspecto comercial de la obra de arte, especuló con ello, pero en tanto que participa en el conjunto de un mundo donde el valor del dinero es determinante, donde el dinero ha terminado por concentrar en él todo valor.

Warhol adoptó completamente esa postura. Pero al mismo tiempo que la aparta, la coloca a distancia de la melancolía. Uniéndola en un mismo acto misantrópico e irónico. Esta ironía del romántico que puede también temperar esos aspectos mordaces, muy góticos por la más grande generosidad de un humor regenerador. Como lo encontramos en Jean Paul o en Charles Fourier. El humor es la ironía desplazada, descentrada. Su pivote no es más el yo afirmado en una insoportable trascendencia. Es la multiplicidad del árbol pasional. Su expansión, su difusión.

Otra palabra me viene entonces al espíritu. La de difracción. De la luz difractada. Ella es, lo sabemos, el espectro coloreado que aparece en los bordes de una pantalla negra o de aquella que a través de un hueco es captado, y deja pasar un rayo que, por un efecto prismático, se dispersa tomando todos los colores del arco iris.

Charles Fourier ha referido muchas veces esa propiedad de la luz. Señala así, por otra parte, que entre la reflexión y de la refracción hay una emblemática, una alegoría de pasiones que, en sus combinaciones y sus impulsos, constituyen una única brújula, una única guía, impregnada de una verdad inaccesible de otra forma de civilización que, gracias al conjugarse, dispersan su luz en el seno de ese mundo algo falso que en su conjunto, pueden ser las instituciones y sus efectos. “El orden subversivo” civilizado es, ciertamente, el agente principal, el responsable de la disimulación de todo libre cumplimiento pasional, pero al mismo tiempo se percibe la expresión de la pasión con la verdad que trae, a título de luz difractada.

Las pasiones dejan su impronta sobre el mundo. Se difractan en un polvo de imperceptibles elementos. Vuelven al análisis, al pensador, al profeta, al inventor y al anunciador de la armonía, de liberar sus ingredientes luminosos de la matriz del barro que los oculta; de hacerlos brillar, de reagruparlos, de establecer las series en las cuales solo ellos revelan su intensidad y su intención infinita.

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La Cena de Cristo, serie de Andy Wahrol


Series de Fourier, series de Warhol. Son, unas y otras, la manifestación de propiedades guardadas de la producción en serie que domina el universo mercantil, en la fuente del crecimiento sin precedentes de la producción industrial. Pero al mismo tiempo que son expresión de ello, devienen y se comprenden como su desvío, su señuelo, su ironía.

Las ciento doce caras incandescentes y melancólicas de la Cena de Cristo difractan sobre ese mundo comercial los ingredientes de verdad que contienen la inventiva del arte, su utopía.

Las series de Warhol hablan de la vanidad del gran mundo de la finanza, del espectáculo y, simultáneamente, a través de su implementación, por medio de él, en la distinción que practican, un nuevo mundo posible. La “promesa de la felicidad”, como decía Stendhal, en que la acumulación de esas riquezas a la vez materiales y espirituales, espectaculares, contienen una fuerza.

En la línea de inspiración y de creatividad de Fourier, paralelamente a eso que hacía el sociólogo Guy Debord, su contemporáneo, pero a la inversa a él, Warhol ha pensado, visto así, a la sociedad actual como una “sociedad del espectáculo”; nunca creyó barrer al mundo del espectáculo, de tumbarlo o hacerlo desaparecer, para acceder a algo que pudiera llamarse como “mundo verdadero”. Es en ese mundo, gracias a él y en su propio seno, que la verdad pasional (esa expresión está justificada), debe ser descubierta: paso a paso, serie por serie. Barrer no significa más, entonces, tirar o expulsar, sino coleccionar, reagrupar; construcción de ensambles luminosos. La pintura, el inventor que se le calificara de “serial” (de la misma forma que a la música se la ha calificado de serial), es un calculador, un descubridor, un vidente. Sus obras son unos descubrimientos de luminosidad.

Ellas no se contentan de pisotear el espectáculo o, a la manera de Duchamp, de abrir la puerta de un gigantesco e indefinido cuestionar al arte por la presentación de cualquier objeto. Juegan con él, en juegos de superficies, por la adopción misma de sus puros reflejos, de su brillo prismático, atracción y adorno de infancia.

Si Duchamp, quien da una vuelta decisiva al arte contemporáneo, permanece como el modificador, el “transformador”, al decir de Jean-Francois Lyotard, del campo (du champ) que ama explayar y que, a la vez, niega todo, en un atormentar sin fin; si Duchamp, en definitiva, es un transformador inquietante del mirar estético que atrapa sin cesar la imagen y bordea ante el abismo de la nada (de casi nada o de no importa qué), Warhol se agarra a la apariencia simple de la imagen, del dibujo, hasta liberarlo del elemento impalpable respecto de lo que contiene de exclusivamente seductor. Lo identifica en la sola seducción; la confía en las manos de cualquiera. La vuelve manipulable por todos. Arte infinitamente popular. Pop art: esa etiqueta a la cual Warhol desafió, que se le adjudico, sin embargo, en muchos sentidos, es más bien un barroco o igualmente un místico que un artista “pop”.

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Andy Warhol


Walter Benjamin escribió que la modernidad comenzaba con el “shock”, la posibilidad de manipular la imagen; con el desprendimiento en la obra de arte de su contexto cultual en principio, luego de su autonomía misma, en que no le es permitida nunca más de rodearse de un aureola cualquiera, de poseer aún un aura inherente a su unicidad. Hecha en serie, reivindica esa propiedad serial como su proceder, el proceso mismo de una transformación de cualquier cosa en arte.

Entonces, en el crisol de su alquimia específica, la imagen o, para decirlo mejor, lo específico de la imagen privada de todo apoyo de una referencia a lo real, la imagen, diría la fenomenología, en la pureza de su “noúmeno”, en “lo incorpóreo” que le caracteriza, transmuta y se auretisa de nuevo, remontándose hasta los misterios sagrados de su propio nacimiento; reencontrando las propiedades secretas de antes de su construcción en imagen de arte.

Se auretisa, quiere decir, aquí, que se sacraliza; que pasa por encima –o por debajo- de la “etapa estética”, para hablar como Kierkegaard. Ella deviene imagen sagrada, sacralización de este mundo-aquí, con sus banqueros riquísimos, sus héroes y sus estrellas. Héroes, estrellas, millonarios, fantasmas sagrados a los cuales, en su humor melancólico y sonriente a la vez, que ella aconseja no creer. Es la sonrisa melancólica de un mundo sin fe; una sacralización aurática respondiendo a la des-realización mortal engendrada por la invasión de la industria y del Capital. Respuesta de una subterránea y obsesiva resistencia a toda dominación y opresión.

Eso es lo que ahí veo, detectando no una adhesión sino una contestación, una resistencia. Una resistencia mediante la burla, no por enfrentamiento y rechazo explícito. Más que una mordaz ironía, o de una mirada fría y superior de la razón, se trata de jugar con el mundo, de componer con él, por medio de una divertida complicidad, por humor.

                                              

Grandeza de Warhol: síntesis, ruta, punto de vista, exploración del mundo y, sin duda, no únicamente el “grande” de los snobs como lo ha caracterizado la exposición del Grand Palais (2009-Paris).

Mundo breve, en su simplicidad popular; quizás y sobretodo, igualmente nuestro. En el que Pasolini veía un bizantinismo resucitado en sus rostros unidos y reposados, esas miradas cruzadas de infinito puestas sobre aquél que las contempla; mejorado por el brillo de las lentejuelas propias a favor del delirio; en hacerlas compartir imaginariamente la grandeza de las ilusiones creadas.

Visión bizantina y sin duda, barroca a la vez. Eso que, en Pasolini, por otra parte, no se excluye sino que alienta, en que esa disyunción inclusiva marca también a su propia obra, de la reposada paz y del tormento, de la inquieta torsión de las posturas. La multiplicación mesurada, pero mirando a la desmesura, corresponde en esa inquietud, iniciando una huida desesperada.

La pérdida y la ausencia donde atraviesa la pequeña brillantez de la chispa salvadora, mesiánica sobre un mundo benjamiano, gracias al humor o la divertida burla. Burla a favor del cristal frágil del mundo, en la onda versátil “que siempre algún viento impide calmar”. Vanidad que un cráneo, que la serie de los cráneos multicolores, emblematiza.

La grandeza aquí está en resumir el declive de un mundo en vísperas de finalizar, precursor de tiempos de despertar, de comienzos. Proximidad bien conocida desde Hörderlin, retomado por Heiddeger, del “más grande peligro” y del “eso que salva”.

                                   

Tal escenografía –porque se trata del desenlace de un drama que la inmovilidad hierática de las miradas se contenta presentar- puede atraer tanto las burlas como también la simpatía. Es incontestable, por tanto, que, de una manera o de otra, ella presida, en el umbral del fin, a una apertura a un nuevo mundo. A la manera de los Beatles, de los Rolling Stones (efectivamente representados), o, en otro estilo gráfico y más precisamente “real” con la gran tradición plástica, de Francis Bacon.

La incomparable ausencia entre el contacto con el resplandor; de ello brota esas líneas estelares que Deleuze ha calificado “de fuga” para preparar las luchas, canalizar las fuerzas. Paralelamente en un postmodernismo pretencioso, pero también al desvío de su eclecticismo nihilista que se contenta con aludir al pasado sin activar la fuerza combativa. Una línea revolucionaria hundida en el arcaísmo; una alianza entre lo arcaico y la revolución, así es como lo quería Pasolini; la “reacción” revolucionaria indisociable de toda afirmación actual.

Porque ello anima el potencial o la virtualidad de huellas, de trazos, de rastros que muerden sobre el presente, desgarrando el espacio cerrado, recorrido en un sobrevuelo trans-espacial. El gran momento creador de lo moderno: aquello que se forja en la huella, solo la huella suficiente, como escribió Peguy refiriéndose a Víctor Hugo. La huella frustra las trampas del falso progresismo de los poderes: esa última tendencia en “siempre más mercado, competencia, crecimiento”, de inserción en las ilusiones mortales del desarrollo y del consumismo a todo precio, de la comercialización, de la financiación de economías vitales.

“Solo la huella suficiente, solo la suficiente distancia¸ decía Péguy de Victor Hugo, hombre del siglo. La distancia permite a la huella de no inmovilizarse en el trazo simple del pasado. Es, -para emplear aún una expresión de Fourier-, una huella compuesta. Es decir, llevada a una más alta fuerza, recibiendo, como un sillón, un desplazamiento de un flujo que lo lleva adelante. La composición favorece el impulso. Cuando una civilización sólo comprende lo simple, no razona sino con ello; la creación pertenece al pensamiento en movimiento, al movimiento del pensamiento de saber “componer”. De animar esa pasión “compuesta”, donde las propiedades son aún desconocidas, que se agarra de los destellos de la difracción, las intensifica y la propulsa. Que favorece a los flujos o, en otros términos, los deseos.

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Retratos Célebres, Marilyn por Andy Warhol


La continuidad reactiva de crecimiento no opera sino en la contradicción; exige el agotamiento, la canalización de deseos y de pasiones. La “reacción”, al contrario, de cual “nosotros” hablamos, es una afirmación, una acción. Emerge de una huella cargada de toda su fuerza; ella es indisociable del distanciamiento que da el impulso; del sobrevuelo, de la trans-espacialidad confundida con el espacio de una creatividad liberadora.

Nadie mejor que Raymond Ruyer ha podido profundamente definir, nombrar, tal sobrevuelo, una tal trans-espacialidad que es un componente de lo real, cuando no ha sido reducido a una simple actualidad. Aclara el potencial de su matriz de contradicciones, hace retirar el entrecruzamiento de los trazos de los flujos, propulsándolos. Eso que veo en las sociedades, ha escrito Deleuze, respecto a una confrontación con la tesis de Michel Foucault, es que “fluye por todas partes”. Las líneas de huida se dibujan en la desviación, “la desviación absoluta” de Fourier, gracias al sobrevuelo, el sobrevuelo y la trans-espacialidad de Ruyer. Esos nombres son puntos importantes en el trazo del diagrama de la acción revolucionaria, del pensamiento inventivo. Pasolini, Warhol, vienen a completarlo e ilustrarlo.

Esa distancia o distanciamiento eficaz es sensibilizada en Warhol por la multiplicación de la mirada de La Cena de Cristo o también por el trazo que transforma en purificación gráfica la Madonna de Rafael. Visible desviación de un espacio aéreo, a las virtudes liberadoras, como lo es, en la torsión de un espacio convulsionado, la recuperación expresionista de Francis Bacon, de la efigie del papa León X o aquella de la Esfinge o del Edipo de Ingres.

La huella vehicula la difracción utópica. Replica a la resignación nihilista, de una confianza, de una fe en el mundo. Responde alegremente a los problemas insolubles de un mundo embrutecido…

24 de marzo del 2009



Dibujo de René Scherer en homenaje a  la serie 
de "Cráneos" de Warhol



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