John Muir y la religión de la naturaleza
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Resumen
Aunque John Muir es el fundador del movimiento conservacionista en los Estados Unidos de América, en América Latina y el Caribe se conoce poco de él, porque sus libros aún no se han traducido, y su vida y obra no se han divulgado de manera suficiente. Para contribuir a subsanar esto, se traduce aquí una provocadora charla ofrecida en Francia en el 2010 por Donald Worster, su principal estudioso y biógrafo.
Palabras clave: Ambientalismo, conservacionista, Dios, historia, justicia, naturalista.
Abstract
Although John Muir is the founder of the conservation movement in the United States of America, little is known about him in Latin America and the Caribbean, because his books have not yet been translated, and his life and work have not been sufficiently disseminated. To help remedy this, here is a translation of a provocative talk offered in France in 2010 by Donald Worster, his lead scholar and biographer.
Keywords: Conservationist, environmentalism, God, history, justice, naturalist.
La palabra “naturaleza” (nature, en inglés) se ha descrito como el término más complicado en inglés; supongo que su contraparte francesa, “la nature”, es también complicada y comporta más o menos el mismo bagaje cultural. Hoy, usualmente, la palabra se evita en la educada sociedad académica, porque suena como muy anticuada y cargada de significados que ya no gustan. Hay otros términos que son tan complicados y anacrónicos, pero han sobrevivido y tomado nueva vida. Una palabra como “justicia”, por ejemplo, ¿es más clara y sencilla que “naturaleza”? ¿No está cargada de ideología e historia? Y, sin embargo, esta palabra parece ser muy atractiva, mientras que “naturaleza” ha perdido popularidad, o se volvió un concepto para ser deconstruido.
¿Por qué “naturaleza” ha caído en desgracia y se ha eliminado del uso personal? Pienso que la respuesta se encuentra en sus profundas connotaciones religiosas. Estas connotaciones no solo tienen eco en la sociedad estadounidense, sino también en la sociedad europea occidental. O tuvieron eco alguna vez en la historia, antes de que llegáramos a ser supermodernos y altamente secularizados. “Justicia” ha sobrevivido a la modernidad, pero no su larga asociación con “naturaleza”.
Para comprender y recuperar esta rica asociación histórica, necesitamos examinar la vida y la mente de aquel extraño migrante hacia los Estados Unidos: John Muir (Figura 1). Nació en Escocia en 1838, emigró hacia Estados Unidos en 1849 y murió en Los Ángeles, California, en 1914. Fue el presidente fundador de Sierra Club, el padre del sistema estadounidense de parques nacionales, y hoy es un icono que representa la naturaleza, la vida silvestre y el amor por los bosques que alguna vez impregnó a la sociedad estadounidense. Este icono todavía se conserva en muchos círculos, y la imagen de Muir aún está viva, como lo constata la moneda conmemorativa de California, en la que se muestra a Muir en éxtasis ante las maravillas del valle de Yosemite, con un gran cóndor sobrevolando. Pero supongo que muchos estudiosos consideran este icono más bien divertido o reprensible que atractivo.
Figura 1. John Muir. Fuente: Wikimedia
En el otoño de 1867, en un pueblo de pescadores de Florida, el joven John Muir cayó en cama con malaria. Había llegado ahí proveniente del río Ohio, tras un viaje de 1600 kilómetros y, en el camino, se encontró con un mosquito portador del a veces mortal parásito Plasmodium vivax. Pudo haberlo picado mientras dormía entre las tumbas del cementerio Bonaventure de Savannah (Georgia), solo y hambriento. Si fue así, nunca supo que lo picó.
Como era costumbre en la época, Muir pensó que había inhalado un “aire malo” de la vegetación en descomposición. En todo caso, la naturaleza casi lo mata. Una de las tantas ironías en la vida desordenada y reveladora de este famoso amante de la naturaleza. Afortunadamente para el mundo, Muir se recuperó de su enfermedad y, años más tarde, hacia el final del siglo XIX, se convirtió en el escritor más célebre del estado de California y en el más famoso conservacionista en Norteamérica: un apasionado portavoz del mundo silvestre, el presidente fundador del Sierra Club, un poderoso defensor del Parque Nacional Yosemite y el autor de clásicos como The Mountains of California (Las montañas de California), Our National Parks (Nuestros parques nacionales) y Travels in Alaska (Viajes por Alaska).
Algunos lo llamaron el padre del ambientalismo estadounidense. ¿Cuál hubiera sido el destino de lugares como el valle de Yosemite, o de nuestros bosques nacionales o del movimiento ambientalista, si Muir hubiese fallecido en Florida, víctima, en su juventud, de un parásito invisible? Por fortuna escapó a la muerte en ese momento y en varias ocasiones más tarde en su vida, hasta que, en 1914, sucumbió a una neumonía en un hospital de Los Ángeles, donde falleció en la víspera de Navidad y a las puertas de la Primera Guerra Mundial. Tenía un poco más de setenta años y, por lo que parece, había vivido una vida plena, después de todo.
Pero fue en aquel pueblo de pescadores de Florida, mientras estaba en cama por la fiebre, donde Muir escribió palabras que resonaron por el resto de su vida: “El mundo, nos enseñaron, fue especialmente hecho para el hombre —una suposición que los hechos no respaldan—. Muchos hombres se asombran dolorosamente cada vez que, en todo el universo de Dios, encuentran algo, vivo o muerto, que no pueden comer o, de alguna forma, hacerlo útil para ellos. Tienen una percepción dogmática precisa de las ‘intenciones’ del Creador y es casi imposible ser culpable de irreverencia al hablar del Dios de ellos, más que de las instituciones-ídolo de los hindúes. Es un caballero educado, respetuoso de la ley, favorable a un régimen republicano de gobierno o a una monarquía con limitaciones; cree en la literatura y en el idioma de Inglaterra; es un ferviente defensor de la constitución inglesa, de las escuelas dominicales y de las sociedades misioneras; y es como un artículo sencillamente fabricado, como cualquier muñeca de teatro de medio centavo”.
Ese pasaje garabateado, que destila sarcasmo e indignación, a menudo ha sido citado por los estudiosos de Muir como evidencia del inicio de su rebelión moral contra la vieja visión judeo-cristiana del mundo, centrada en el hombre. Pero hay que tomar nota de la carga política de estas palabras. Muir escribía no solo como crítico de la religión tradicional, sino también como un crítico de las clases altas de Inglaterra y del sentido de superioridad de estas sobre otros pueblos, naciones y especies. Escribía como un hijo nativo de Escocia, donde —antes de emigrar con su familia hacia Estados Unidos— había sido criado despreciando a las damas y a los señores ingleses que gobernaban su país, los imperialistas olvidados, y luchando por los derechos humanos y de la naturaleza.
Aparte de este espíritu británico norteño, de rebelión política contra una jerarquía impuesta y un imperio condescendiente, lo que se manifestó no fue un rechazo a cualquier religión, sino la invención de una nueva religión, que llegó a ser fuerte e influyente en Estados Unidos y en otras partes del mundo. Hoy quiero hablar de esta nueva religión, de la que John Muir es su profeta.
No estoy aquí para abogar por la religión de Muir o defenderla; más bien, para tratar de comprenderla. Es decir, descubrir de dónde viene, qué implicaciones políticas tiene, cómo ayudó a crear nuestros parques nacionales y cómo se ha fraguado su camino profundamente en el tejido cultural estadounidense, incluso en el tejido de algunas antiguas religiones bien establecidas y en sus marcos ético-teológicos.
Muir tuvo sus primeras intuiciones de esta nueva perspectiva religiosa en su nativa Escocia; luego en su casa fronteriza en Wisconsin; y después, de forma enfática, en su viaje de más de 1600 kilómetros hacia el golfo de Florida. De hecho, el largo viaje fue un acto de rebeldía sociopolítica y religiosa, como también una excursión botánica. Pero no fue sino hasta que llegó a California en 1868 que estos sentimientos iniciales se desarrollaron por completo en lo que llamamos simplemente la religión de la naturaleza. Aún si Muir no la inventó él solo, fue responsable, más que nadie, de propagar su mensaje por todas partes.
En pocas palabras, John Muir fue simplemente un Moisés estadounidense o, quizás deberíamos decir, una opción alternativa a Joseph Smith o a Mary Baker Eddy, dos contemporáneos que inventaron, igualmente, nuevas religiones. Se dice a menudo que los Estados Unidos han sido un semillero de nuevas visiones religiosas, que surgieron desde cero, en parte por la falta de iglesias establecidas en este país. Sin embargo, la religión de Muir fue radicalmente diferente a la del Antiguo Testamento, del Libro del Mormón, o de la Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras; pero no fue simplemente una invención estadounidense.
Muir creció en un tiempo en el que el pueblo estaba empezando a dudar de las tradiciones religiosas, que, a menudo, chocaban con la ciencia moderna y, en términos políticos, frecuentemente parecían arbitrarias, jerárquicas y no liberales. Desarrolló una visión espiritual que estuvo, a la vez, en consonancia con la ciencia, incluso con la teoría de la evolución por selección natural; era de mente abierta y liberal en su visión política, y democrática en su actitud.
La religión familiar de Muir se basaba en la Iglesia de Escocia y en el presbiterianismo escocés, mezclada con las enseñanzas de Alexander Campbell, un rebelde estadounidense de origen escocés e irlandés. Este credo familiar proporcionó un semillero fértil, al menos para el creciente espíritu de democracia, pues buscaba hacer iguales ante Dios a todos los seres humanos, libres de toda deferencia política e intelectual a la autoridad. El Dios calvinista escocés, una figura impresionante y misteriosa, de infinito poder y sabiduría, no estaba contento con su criatura humana, por lo que ésta había resultado ser; pero sobre todo no estaba contento de la orgullosa y engreída burguesía, que hizo de la riqueza y el consumo su objetivo en la vida. Un tono de reproche se remonta a Juan Calvino quien, mientras apoyaba la ética protestante del trabajo duro y el ascetismo, trataba al mismo tiempo de colocar el creciente espíritu del capitalismo bajo control moral.
Muir creció implorando intensamente la paciencia y la gracia de este Dios calvinista severo. También creció criticando a la burguesía, a los avaros hombres de negocios y de empresa que creían en lo que Muir llamó la “gobble gobble school of economics” (la economía basada en la ideología del laissez-faire). Pero, a diferencia del calvinismo, la nueva religión de Muir no estaba centrada en un tradicional ser divino que vivía fuera de este mundo, en un cielo intemporal, sino más bien en lo natural, lo material y lo realista.
Muir no encontró a su Dios en la Biblia ni en las doctrinas de sus ancestros, sino en California, entre los altos picos, las praderas alpinas y los altos bosques de secoyas y pinos. Dios se le apareció en todas partes en la Sierra Nevada, “la cordillera de luz”. Ahí él sintió que podía tocar el espíritu divino que habitaba la tierra, lo sintió en el viento, vio su rostro en cada brizna de hierba. Ahí se encontraba una presencia divinamente cercana, que amigable, amorosa y generosamente cubría la tierra con tanta belleza y maravilla. Hay siempre un aspecto sobrenatural en cada religión, pero la fuerza sobrenatural de Muir era inmanente en el mundo mucho más que en el calvinismo o en el cristianismo tradicional.
Cada aspecto del ambiente natural —no solo las montañas, sino también las praderas llenas de flores silvestres, desiertos calcinados por el sol, los sombríos cielos grises del Ártico, los bosques tropicales de América del Sur— era el hogar de este espíritu divino. Muir se internó en esta naturaleza buscando muchas cosas: conocimiento científico, afinidad con otras especies, un sentido del propósito y de la dirección de la vida, y una relación con Dios. Quería conocer íntimamente todas las “gentes planta”, todos los árboles y todas las hierbas. Quería comprender cómo funciona un glaciar, cómo los árboles antiguos se petrificaron y se conservaron durante millones de años, cuán lejos puede saltar un saltamontes, cómo un perro siente emociones tanto como un hombre. Creía y enseñaba que las más modestas partes del mundo natural expresan orden, gracia, inteligencia y propósito.
Su hija menor, Helen, confesaba que su padre nunca la impulsó a rezarle a una divinidad tradicional: “Su visión de Dios —recuerda— fue la de un Poder universal o una Fuerza que gobierna el universo. Las leyes de la naturaleza eran solo otra manera de expresar las leyes de Dios... Tuvo que haber experimentado a su Dios en las montañas, los glaciares, los bosques, en todo lo que él amaba del campo, porque de seguro veneraba todo esto y, a través de esto, rendía culto a la Naturaleza, a las obras de Dios” (Muir, 1943, rollo 51, cuadro 113).
Helen insinuaba que él no era ni un cristiano convencional, ni un ateo. Creer y no creer, dos polaridades que están arrasando en nuestro tiempo, enfrentando la derecha religiosa contra racionalistas científicos como Richard Dawkins y Daniel Dennet. Entre estas dos polaridades se encuentra la alternativa que Muir abrazó e hizo suya.
Tal vez la mejor etiqueta para la visión de Muir cuando rompió con su credo familiar es la del “politeísmo”, pues empezó a venerar a más de un Dios: veneraba tanto a “Dios” como a la “Naturaleza”. Escribía las dos palabras en mayúsculas y las usaba como sinónimos; eran deidades iguales del mundo. Dios era presentado a menudo como una fuerza masculina; la Naturaleza, como femenina.
Esta dupla de deidades iguales surgió en su diario de 1869, escrito en California año y medio después de su ataque de malaria, un diario que con el tiempo se convirtió en el libro My First Summer in the Sierra (Mi primer verano en la Sierra), en el que cuenta la historia de su entrada, contratado como pastor, a lo que hoy es el Parque Nacional Yosemite. Rechazó el trabajo, pero quedó enamorado de lo que consideró como una naturaleza amable y gentil. El nombre de Dios aparece en muchos pasajes de ese diario de verano: “El lugar parece santo, donde uno esperaría ver a Dios”. “El mismo Dios parece estar siempre haciendo lo mejor aquí, trabajando como un hombre con entusiasmo”. “Cada vez que vamos a las montañas o, incluso, a cualquiera de los campos de Dios, encontramos más de lo que buscamos” (Muir, 1916, pp. 49, 60 y 187).
Asimismo, Muir da crédito al poder generativo de la Naturaleza, por la extraordinaria belleza a su alrededor, como en estos pasajes: “El balanceo de un pino en la cima de una montaña —una varita mágica en manos de la Naturaleza—”. “Tan extravagante es la Naturaleza con sus tesoros más importantes, que derrocha la belleza de las plantas a medida que derrocha la luz del sol, explayándola en tierra y mar, jardín y desierto”. “¡Qué finos son los métodos de la Naturaleza!”. “Cuán intensamente la belleza se cubre de belleza”. “A menudo se habla de la madre Naturaleza como de ninguna otra madre, en realidad. Sin embargo, cuán sabia, severa y tiernamente ama a sus hijos y los cuida en cualquier tipo de clima y de espacio natural” (Muir, 1916, pp. 41, 95, 128 y 142).
Así, tanto Dios como la Naturaleza se identifican igualmente como los diseñadores de este mundo. Dos artistas que trabajan en armonía, y Muir parece no querer decidir sobre qué artista merece el mayor crédito. Al contrario del monoteísmo tradicional, elige el politeísmo y un politeísmo caracterizado por la igualdad de género.
Hacia el final de 1868, el diario de Muir, escrito a la luz de una fogata, coloca juntos a estos dos poderes divinos en un único pasaje. “Nunca disfruté tan grande compañía”, recuerda. “La naturaleza entera parece estar viva y ser familiar, llena de humanidad. Las mismas piedras parecen hablar, ser empáticas y fraternas. No debe extrañarnos cuando decimos que todos tenemos el mismo Padre y la misma Madre” (Muir, 1916, p. 238).
Permítanme volver a presentar esa fe: un Padre divino y una Madre se unen en matrimonio de colaboración y armonía, dando nacimiento al mundo.
Quiero enfatizar que la emergente religión de Muir no solo fue politeísta, sino también igualitaria en todo sentido: todas las criaturas, todas las formas de la materia, las mismas rocas y riscos comparten un origen común y comen juntos, como hermanos y hermanas, en la mesa común. Los humanos no están separados del resto de la naturaleza como criaturas especiales o privilegiadas; más bien, han sido creados como miembros de una familia feliz.
Sin embargo, en posteriores escritos, Muir parecía disipar cualquier diferencia entre las dos deidades. No hablaba más de Dios y de la Naturaleza como Padre y Madre; los colocaba juntos en una sola unidad —un único poder divino que cubre la tierra—. Podemos llamar “andrógino” a este poder, pues era a la vez masculino y femenino. Llegó a creer en una única, unificada e inmanente fuerza creativa que había creado el mundo, y que progresivamente lo fue haciendo mejor. Lo que Muir quiso decir con “mejor” era claro y sencillo: mejor, significaba más hermoso con el tiempo. El mundo estaba siendo cada vez más maravilloso a lo largo de los cambios biológicos y geológicos. Una fuerza primigenia estaba guiando la evolución de la vida en la tierra.
A mediados de los años 1870, después de su estadía de varios años en California, Muir anotaba nuevas palabras en sus diarios, insinuando que estaba yendo más allá del politeísmo, hacia una visión más panteísta del mundo. “La belleza es Dios”, escribía, “¿qué podremos decir de Dios que no podamos decir de la Belleza?” Y de nuevo: “Todo es belleza, todo es Dios” (Muir, 1872, rollo 23, cuadro 361).
Podemos catalogar como panteístas todas esas palabras. El panteísmo ocupa ese punto medio de creencia entre el monoteísmo (o sea, del tipo judío-cristiano-musulmán) y el ateísmo secular moderno. Michael York, en su The Encyclopedia of Religion and Nature (La Enciclopedia de la religión y la naturaleza), describe el panteísmo como la atribución de divinidad al cosmos, o como la identificación de Dios con el mundo, o como el rechazo de que cualquier parte del universo es distinta de Dios. El hecho de que York utilice varias veces la conjunción “o” es un reconocimiento de que el panteísmo es más un conjunto de visiones que una única idea y, de esta forma, no es fácil encerrarlo en una definición de diccionario.
A veces los estudiosos de la religión, cuando asumen una actitud pedante, tratan de distinguir “panteísmo” de “panenteísmo”, que York define como “la doctrina que incluye al mundo como parte del ser de dios/diosa, pero estos no son la totalidad del mundo mismo.” En otras palabras, el panenteísta “desea colocar la divinidad más allá de la naturaleza tanto como dentro de ella”, contrario al panteísta, que mira a Dios y a la Naturaleza como uno y el mismo. Estas distinciones pueden ser importantes, pero para un devoto como John Muir, no son muy útiles (York, 2005, pp. 1257-1260; Taylor, 2009 y Levine, 1994).
Muir no era un filósofo o teólogo sofisticado; leía mucha literatura pero, principalmente, él era un naturalista de campo, que pasó mucho de su tiempo en los espacios naturales, escalando picos, recolectando plantas y desarrollando una experticia en lo que hoy llamaríamos ecología, biogeografía y glaciología. Como otros profetas, hablaba de lo que sentía, y dejaba a sus discípulos y a los expertos de la religión la tarea de investigar sobre sus —a veces— significados enigmáticos. Estaba más interesado en construir una rústica cabaña de creencias que lo protegiera a él y a sus lectores de la frialdad espiritual, que en construir una elaborada edificación doctrinal.
Cualquiera que sea el nombre que le demos, la religión de la naturaleza de Muir no fue totalmente original o única. Por ejemplo, podemos rastrear sus raíces hasta los primeros pensadores de la Modernidad, como el italiano Giordano Bruno (1548-1600) o el holandés excomulgado judío, Baruch Espinoza (1632-1677). Probablemente Muir nunca escuchó hablar de ellos, pero inconscientemente hizo eco de muchas de sus ideas. Luego se encuentra el poeta inglés John Milton (1608-1674), cuyos escritos se aprendió de memoria. A menudo Muir citaba al autor de Paraíso perdido, quien fue el primero en abrir un camino a los cristianos, para que abrazaran la naturaleza como el bien conservado y divinamente creado Jardín del Edén (Sessions, 1977; Stoll, 2008).
Otro predecesor fue Jean Jacques Rousseau, el brillante y controversial filósofo suizo, cuya influencia fue indudablemente importante aunque, de nuevo, solo de manera indirecta. Mucho de lo que hay en los diferentes escritos de Rousseau sobre política, educación y religión resuena en Muir. Ambos hombres fueron educados en la fe calvinista; ambos abandonaron esta fe en su juventud; ambos mantuvieron una oposición crítica a la sociedad de su entorno; ambos imaginaron un futuro igualitario que se extendería más allá de la sociedad humana, para incluir a todas las formas de vida.
Un fuerte nexo entre los dos hombres fue su pasión compartida por el mundo natural. En 1792, Rousseau fue perseguido por los gobiernos francés y suizo, pues se le consideraba un herético peligroso. Al buscar refugio en una isla agreste cerca de Berna, él mismo se internó en la naturaleza, tal como lo haría Muir más tarde. En su libro Ensoñaciones del paseante solitario, Rousseau celebra la belleza de la tierra en un lenguaje de reverencia similar al de Muir.
La tierra... brinda al hombre un espectáculo lleno de vida, interés y encanto —el único espectáculo en el mundo del que sus ojos y su corazón nunca se cansan—. Entre más sensible es el alma del que contempla, más se entrega a los éxtasis que esta armonía hace surgir en él. Una dulce y profunda ensoñación toma posesión de sus sentidos... y, embelesado, se pierde él mismo en la inmensidad de este sistema de belleza con el que él mismo se siente uno (Rousseau, 1992, p. 92).
Hoy, Rousseau es mejor conocido como el precursor de una sociedad más democrática y abierta. Sin embargo, también lo fue de la religión de la naturaleza de Muir, del movimiento para proteger los espacios naturales, y del ideal moderno de una sociedad ecológica.
Más importantes y más directamente influyentes en la forma de pensar de Muir fueron los poetas británicos norteños Robert Burns y William Wordsworth, cuyos escritos Muir descubrió como estudiante, en su natal Escocia. Burns despertó en Muir tanto un sentido de familia hacia todo lo que vive, como una desconfianza hacia una jerarquía y una autoridad establecida. Wordsworth fue, por supuesto, el primer ejemplo en Gran Bretaña del espíritu religioso recién liberado, que buscaba inspiración en la naturaleza. Como es bien sabido, él mismo se describió como un “pagano amamantado en un credo desconocido”. Y también hubo contemporáneos defensores de la naturaleza, como Alexander von Humboldt, el científico explorador alemán del siglo XIX, que encontró orden y armonía en todo el cosmos; como también Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau, los transcendentalistas estadounidenses que vieron milagros en los fenómenos ordinarios y cotidianos de sus bosques de Nueva Inglaterra. Muir leyó a todos estos escritores, y llevaba sus pensamientos y su lenguaje en sus paseos por las montañas de California (Bate, 1991).
Además de estas famosas fuentes intelectuales, Muir tomó prestadas ideas —en gran medida, y de forma bastante consciente— de muchas personas que conoció, entre las cuales hubo algunas amigas, muy inteligentes, ahora desconocidas, que le ayudaron a encaminar su pensamiento. Entre ellas se encontraba Jeanne Carr, cuya vida y significado ha tratado muy bien Bonnie Giesel. Todos esos maestros, hombres o mujeres, impulsaron a Muir a considerar la magnificencia y la armonía de la naturaleza como su principal fuente de fe.
No obstante, quiero enfatizar que la religión de la naturaleza de Muir no solo fue formada por hombres y mujeres específicos, o por determinados poetas y filósofos, sino también por la creciente oleada de la democracia liberal moderna, la cual comenzó en el siglo XVIII en Inglaterra y Francia, y se extendió al Nuevo Mundo. Era una oleada política, pero fue más que eso. Fue una oleada de cambio cultural, que impulsó a la gente a oponerse a la ortodoxia cristiana y a liberar sus sentimientos religiosos del dogma antiguo.
Esa nueva oleada trajo consigo una celebración de la libertad y la democracia, así como también la religión de la naturaleza. La oleada se extendió por el Viejo Mundo y el Nuevo Mundo por igual, y recreó el mundo moderno de manera radical. Por eso, los conservadores de ambos lados del Atlántico le tuvieron miedo y le resistieron intensamente. Tomemos, por ejemplo, al filósofo político francés Alexis de Tocqueville, quien en el decenio de 1830, el del nacimiento de Muir, publicó una obra en dos volúmenes: Democracy in America (Democracia en Estados Unidos). Tocqueville era un miembro privilegiado de la vieja aristocracia, que trató de entender lo que él llamó la “revolución irresistible”, que estaba arrebatando el poder a gente como él.
Dicho libro incluye un capítulo corto, pero significativo, “Las consecuencias filosóficas de la democracia”. Tocqueville advirtió que el nuevo espíritu de la democracia estaba animando a la gente a desarrollar y expresar sus fuertes sentimientos por la naturaleza. Mientras esto sucedía, temía que las doctrinas antropocéntricas tradicionales del cristianismo fueran destruidas y en su lugar surgiera una nueva religión. La llamó “panteísmo”. “No se puede negar —observó— que el panteísmo ha logrado grandes progresos en nuestro tiempo”. Y mientras aceptaba la inevitabilidad de la democracia e, incluso, veía algunos aspectos positivos en ella, se oponía fuertemente al panteísmo. “Todos aquellos que todavía aprecian la verdadera naturaleza de la grandeza del hombre —insistió— deben unirse en la lucha contra [el panteísmo]”.
Como sugerí hace un momento, el panteísmo es solo otro nombre para la religión de la naturaleza y, como Tocqueville temía, el panteísmo podría ser el resultado lógico de la democracia. Una vez que empiezas a creer en la igualdad inherente de todos los hombres y las mujeres, de todas las razas y etnias, ¿por qué detenerse allí? ¿Por qué no bajar a Dios de su trono o localizar un espíritu divino aquí mismo en la tierra, que esté dando vida a los retoños, a la piedra más pequeña o, incluso, al mosquito?
Esta dimensión de la democracia liberal moderna no ha sido suficientemente comprendida o apreciada. Pero creo que Tocqueville tenía razón sobre las tendencias de su era: en el despertar de la revolución democrática, la naturaleza se convirtió en una nueva fuente de espiritualidad. Los bosques, las montañas o las praderas se convirtieron en lugares donde cualquier persona, hombre o mujer, rico o pobre, moreno, negro o blanco, podía encontrar respuestas a las preguntas esenciales de la vida, sin la intervención de la autoridad. Esa fue una de las consecuencias más profundas de las nuevas actitudes políticas y sociales, una tendencia cultural que a menudo descartamos como “mero romanticismo”, sin comprender, en realidad, lo estrechamente vinculada que estaba con la política revolucionaria y con un creciente ethos democrático.
Volvamos a un momento oscuro en la vida de Muir. A principios del decenio de 1870, mientras recorría el valle de Yosemite, se encuentra con el cadáver de un oso y se detiene para llorar su muerte. Pocos —admite Muir— compartirían su dolor por la pérdida de tan magnífico animal salvaje y, esto, a pesar de tanto progreso moral que parecía haberse logrado en la época. “Vivimos en una época de principios liberales”, escribió en su libreta, de forma casi ilegible y con un toque de su característico sarcasmo; una época en la que “todos los humanos, morenos, negros y amarillos, son, en cierto sentido, reconocidos como hermanos, con capacidades dentro del cristianismo e, incluso, con posibilidad de ser admitidos en el cielo anglosajón”. Pero no era aún una época liberal cuando de osos se trataba: los principios morales progresistas no llegaban tan lejos.
¿A qué se refería Muir al hablar de “una era de principios liberales”? “Liberal” no tiene el sentido de la palabra que ha sido satanizada en la radio de hoy, como sinónimo de permisividad sexual, impiedad o comportamiento lascivo. “Liberal” tampoco se refiere al individualismo atomista de John Locke — filósofo inglés del siglo XVIII—, ni menos al liberalismo visto simplemente como una ideología política que otorga gran valor a la libertad, en contra de la regulación o la restricción. No es el liberalismo como se usa comúnmente fuera de los Estados Unidos, para referirse a la revolución del mercado o al capitalismo libertario. Más bien, su noción de liberalismo era muy cercana a la siguiente definición del Diccionario de Oxford del idioma inglés: “Libre de intolerancia o perjuicio irracional favorables a opiniones tradicionales o instituciones establecidas; abierto a la recepción de nuevas ideas o propuestas de reforma”. En especial, él tenía en mente una mayor receptividad a nuevas ideas en el ámbito de la ética y la religión.
Con “principios liberales”, él tenía en mente el ideal de una sociedad más abierta, inclusiva y democrática. Una sociedad de ese tipo derribaría las jerarquías tradicionales que conferían a algunas personas el dominio sobre otras, al clasificarlas como inferiores y obligarlas a una dependencia servil. Asociamos ese ideal democrático a varios movimientos de reforma que surgieron en la época de Muir, los cuales apoyó hasta el final de sus días.
Por ejemplo, apoyó la abolición de la esclavitud, y rechazó la doctrina de la supremacía blanca. Toda su vida luchó por ser justo y abierto hacia minorías raciales despreciadas. Cualesquiera que hayan sido sus fallos —y hubo algunos—, citó una y otra vez esa línea del gran poeta escocés de la gente del común, Robert Burns: “Todavía está por llegar, después de todo, que el hombre para el hombre, en el mundo, hermano sea después de todo.”
Si bien nunca participó en ninguna marcha, apoyó el principio de igualdad de estatus y autonomía para las mujeres. Entre sus amigos estaba Abba Woolson, feminista de Boston, a quien conoció en el valle de Yosemite (Figura 2). “Aunque la naturaleza, y no el hombre, crea tu mundo —escribió Woolson—, y puedes vivir de forma casi independiente de las instituciones humanas, no olvido que una vez me dijiste que yo te había convencido del derecho femenino al sufragio. Todavía te reclamo como un converso”.
Figura 2. John Muir con el presidente Theodore Roosevelt en el Parque Nacional Yosemite, en 1903. Fuente: Wikimedia
De hecho, él era un partidario de la igualdad de género en sus relaciones con las mujeres, incluyendo a su esposa y a sus dos hijas. Un rebelde contra el opresivo patriarcado de su padre, Muir no era un defensor del privilegio masculino.
Toda su vida se opuso, como muchos otros liberales democráticos, a la locura del imperialismo, el militarismo y la guerra. Sus sentimientos antiimperialistas nacieron como un resentimiento de escocés al sometimiento británico, y continuaron hasta criticar el papel de Estados Unidos en la guerra de 1898.
Su odio a la guerra lo llevó a abandonar la universidad y a cruzar la frontera canadiense, para evitar ser reclutado en el ejército de la Unión. La Guerra Civil, le escribió un amigo —y Muir seguramente habría coincidido en ello—, puede parecer a algunos “una guerra santa, pero en mi opinión, hay muy poca santidad en el enviar a la eternidad a miles de hijos no preparados a través de las puertas sangrientas de... la batalla”.
Es cierto que tales visiones liberales generalmente conducían al activismo político; en cambio, para Muir, la política debía ser evitada como una sórdida búsqueda del poder, que corrompía principios y subvertía ideales. Podemos criticar a Muir por haberse retirado de la política; es decir, por irse y no haber hecho tanto como hubiera podido, por ejemplo, por los derechos de las mujeres. Por otra parte, lo que él tenía en mente era una expansión moral del ethos democrático en direcciones desconocidas o, incluso, extravagantes para muchos de sus amigos políticamente activos.
Como he sugerido, Muir siguió “principios liberales” más allá de los derechos universales de los seres humanos, hasta la idea, aún más radical, de los derechos de todas las criaturas, plantas o animales. Antes de que cumpliera veinte años, él preguntaba: “¿Cuál criatura de las que el Señor se esforzó en crear no es esencial para la integridad de esa unidad, el cosmos?... Son compañeros terrenales, y nuestros compañeros mortales.”
Si John Muir fue realmente uno de los fundadores de la conservación y del ambientalismo y si Tocqueville tenía razón, entonces ese movimiento estadounidense estaba arraigado en dos tipos de ideas que han estado interrelacionados: por un lado, la religión de la naturaleza y, por otro, los principios del liberalismo y la democracia. Esa democracia liberal y ese amor por la naturaleza, que pudieron haber crecido y prosperado juntos, no son bien comprendidos por los historiadores o por muchos reformadores sociales y ambientales. De hecho, estos dos tipos de ideas han sido considerados, a menudo, como en franca competencia y mutuamente excluyentes. Se piensa que el liberalismo y la democracia existen por un lado y el amor por la naturaleza, los parques nacionales y los bosques, por otro lado. Pero esta es una falsa dicotomía.
Últimamente, algunos pensadores prominentes han lanzado críticas contra el amor hacia los bosques o los parques nacionales, o contra el movimiento que llamamos ambientalismo, considerándolos como un desviarse del objetivo de la justicia y la igualdad para todas las personas. Han afirmado que preservar la belleza silvestre de la naturaleza no tiene nada que ver con la expansión de la democracia. La naturaleza, dicen, es un fetiche primitivo. Por fetiche me refiero a un objeto de atención o reverencia irracional. Un Ferrari rojo o un guardarropa de moda pueden convertirse en un fetiche. Hay, por supuesto, personas que muestran mucha reverencia irracional a tales objetos; al menos a mí, me parece irracional. Pero ¿es un fetiche el amor a la naturaleza?
Algunos dicen que sí es un objeto de excesiva atención o reverencia. Y afirman que este fetiche fue creado por gente rica, de élite, que desea gozar de la belleza de los espacios naturales y excluir a todos los demás. Aseveran que tales personas se acercan a la naturaleza como coleccionistas de arte, que quieren encerrar la belleza de la naturaleza en los museos. Dicen que parques como el Yosemite o la bahía de los Glaciares son museos para la élite. Los críticos también afirman que la gente común no se preocupa de la misma manera por la naturaleza, que están más preocupados por el trabajo y la supervivencia económica, y que la belleza de la naturaleza es irrelevante para ellos.
Esta lectura de la historia de nuestros parques nacionales se basa en un estereotipo y, como todos los estereotipos, éste procede de una parte de la realidad. Sin embargo, oculta una verdad más complicada. La naturaleza puede convertirse en el fetiche de un hombre rico; pero, en mi experiencia, la mayoría de la gente que ama los parques y los bosques no son necesariamente ricos. Los muy muy ricos preferirían ir, generalmente, a Palm Springs, Florida, a jugar golf, en vez de ir a una simple caminata a través de las praderas de Tuolumne.
John Muir creía que el amor a la naturaleza es inherente en todos nosotros, aunque no todos tienen la oportunidad de expresarlo. Es un instinto profundo, pensaba él, que los seres humanos tienen en común, independientemente de su ingreso económico, raza u origen étnico. No sé si Muir tenía razón al respecto.
La sicología evolucionista todavía está en pañales como ciencia, y el estudio evolutivo de la religión aún está tomando forma. Obras de autores como Scott Atran, Pascal Boyer, Benson Saler o David Sloan Wilson han presentado algunas ideas provocativas acerca de las condiciones materiales e, incluso, de los fundamentos genéticos de la religión.
Esta es un área que necesita ser explorada, y que algún día podría validar la opinión de Muir de que la religión de la naturaleza es innata en nosotros o, al menos, de que ésta se debe mucho a condiciones materiales específicas. Pero explicar y desechar la idea de que el amor por la naturaleza es un gusto elitista y exclusivo, como el gusto por la ópera o por la Galería Nacional de Arte, es una mala ciencia y una mala historia. Del mismo modo, es mala historia descartar como elitista el movimiento para conservar y proteger la naturaleza en lugares como el Parque Nacional Yosemite. Se simplifican de manera excesiva, se distorsionan las motivaciones de los ambientalistas del pasado y del presente, y se pierde lo subversivo que, para la jerarquía y la tradición, pueden ser el amor por la belleza natural y los lugares silvestres.
En estas líneas he estado principalmente interesado en comprender las raíces culturales, más que las materiales o genéticas, de la nueva religión de Muir. Explorar su vida nos ayuda a recordar cómo los ideales de libertad, igualdad y fraternidad han estado relacionados con el amor a la naturaleza. Lejos de representar un elitismo fastidioso contra las masas o contra la modernidad, la religión politeísta y panteísta de Muir estaba arraigada en una visión revolucionaria de una sociedad igualitaria, y no jerárquica. Es una visión que los ambientalistas modernos y sus críticos harían bien en entender mejor.
Para estar seguros, deberíamos reconocer que John Muir no siempre estuvo a la altura de sus propios ideales igualitarios o de los de sus predecesores. Como muchos de nosotros, se volvió más conservador y selectivo a medida que crecía y lograba mayor estabilidad. Económicamente hablando, gracias a un afortunado matrimonio y a sus propias habilidades para hacer dinero, logró tener mucho más éxito de lo que jamás había soñado. Cuando murió, tenía el equivalente a unos cuatro millones de dólares de hoy, que no es una gran fortuna, pero sí una riqueza suficiente para vivir con comodidad. Cuando tal éxito llega a las personas, a menudo cambian a aquellas con las que se rodean, y comienzan a moverse en un nuevo entorno social y, en ocasiones, hasta cambian sus puntos de vista, los modifican o, incluso, rechazan sus ideales de juventud.
Podría señalar, por ejemplo, la relación de Muir, en sus últimos años, con el magnate ferrocarrilero Edward Harriman. Un amante de la naturaleza como Muir, amigo de un hombre que, a menudo, se relacionaba con la naturaleza practicando la cacería mayor, o mediante la construcción de vías férreas por entre los bosques. Muir criticó la obsesión de Harriman por ganar dinero, pero después de su muerte comparó a Harriman con un glaciar “haciendo paisajes”, una fuerza para un cambio natural y progresivo y para mejorar.
Podría dar otros ejemplos de aspectos en los que, pienso yo, Muir comenzó a cambiar y a hacer concesiones. Pero, por ahora, simplemente diré que, a pesar de los cambios en su situación financiera y social, Muir nunca rechazó completamente sus creencias principales o su religión de la naturaleza: continuaron inspirándolo y dirigiéndolo hasta su muerte. Ese es el Muir que necesitamos entender mejor y recordar —el fundador de una nueva religión en los bosques estadounidenses—, a la vez que reconocemos que él era un hombre complicado en su tiempo.
Más importante que preguntar si en los últimos años de vida su religión de la naturaleza se vio comprometida, hay que preguntarse si esa religión tiene algún atractivo o validez hoy. Para los fundamentalistas religiosos y conservadores de Estados Unidos, supongo que tal religión debe parecer peligrosa, y tal vez más peligrosa que nunca. Tienden a mirar el ambientalismo y su preocupación por la naturaleza como una herejía, que debe ser erradicada tan rápida y completamente como sea posible. El legado de Muir puede parecerles una invasión pagana, que debe detenerse y ser derrotada.
Por otra parte, para muchos liberales seculares, cualquier tipo de religión —ya sea el cristianismo basado en la Biblia, el catolicismo romano, el judaísmo ortodoxo o, incluso, la religión de la naturaleza— puede tener poco atractivo. Los escépticos modernos, de los que están llenas nuestras universidades, tienden a favorecer una visión más secular del mundo, libre de todas las fuerzas sobrenaturales que no pueden ser probadas o refutadas por la ciencia, o explicadas por la razón.
Por tanto, concluyo con algunas preguntas, en vez de respuestas: ¿cree usted, o alguien que usted conozca —como lo hizo Muir—, que la naturaleza está impregnada de bondad, belleza, orden y divinidad? ¿Que la naturaleza proporciona una guía moral a nuestras vidas? ¿O usted ha perdido la fe? ¿Siente que, en esta era de horrendas guerras, violencias, injusticias y derramamientos de sangre, es imposible creer en la bondad humana innata, o en la bondad innata del mundo natural? ¿Nos dejaron con el mundo del “ambiente” vacío y sin color, un concepto tan amorfo que puede significar cualquier cosa? ¿Un concepto que tiene poco poder sobre nuestra imaginación? ¿Una palabra que nos deja sintiéndonos tanto en el centro del universo, como solitarios en él?
¿Nos podríamos imaginar estar viviendo hoy, física y espiritualmente, en un mundo más amenazador, de la ley del más fuerte, en el que la confianza en la naturaleza no debe ser mayor que en la de los demás seres humanos? Al contrario de Muir, ¿vivimos en tiempos más oscuros en los que la única bondad que podemos encontrar es cualquier bondad que nosotros los seres humanos, solos, apenas hemos creado; una bondad que nos esforzamos por hacer realidad y que generalmente no logramos conseguir con éxito duradero?
Finalmente, ¿es Muir un profeta adecuado para nuestra era? ¿O debemos dejarlo cómodamente escondido en su propio tiempo, como un profeta para otra época, y buscar una relación anti- o posreligiosa con el mundo natural?
Referencias
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[1] Hall Distinguished Professor Emeritus of American History. University of Kansas, Lawrence, Kansas, dworster@ku.edu. Este artículo corresponde a una conferencia ofrecida en mayo de 2010 en la Asociación de Estudios Franco-Americanos, en Grenoble, Francia. Fue cedida gentilmente por el autor para nuestra revista; el texto fue traducido por Helmuth Angulo Espinoza y editado por Luko Hilje
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