Para una poética
de la Physis (naturaleza)
II
David De los Reyes
Physis:
alma y cuerpo en Sócrates
Sócrates comprendió de forma muy personal el concepto de physis. No pierde
de vista esa relación con su concepción de lo que es el alma y el cuerpo (hoy pudiéramos traducir por mente o conciencia y cuerpo).
Su idea del alma tiene un especial tinte helénico, la cual hace distinguirse de
lo que quiera significar esa palabra tan controversial dentro de todo el corpus
conceptual cristiano y las culpas que le adhieran a ella por los deseos corporales.
La gran distinción está en que el alma vendrá
a representar para Sócrates un componente inseparable del cuerpo. El
alma sólo puede comprenderse por sus
filiaciones entreveradas con ese cuerpo
material; se conciben conjuntamente una con la otra, siendo a la vez dos aspectos distintos de la misma naturaleza humana.
En el estambre filosófico socrático el
alma no se haya contrapuesto a lo
físico. La physis es inseparable de lo espiritual, con lo cual
la primera sufre una transformación de rigor. Para empezar, Sócrates no afirma
de ninguna manera que sólo el hombre es el guardián y poseedor de alma, el
espíritu no sólo habita en el hombre, no es monopolio suyo. Su physis o naturaleza, donde lo espiritual ocupa una
parte importante; debe ser por principio
una fuerza espiritual. El que existan
cuerpo y el alma hace que sean partes de una misma naturaleza; una naturaleza
que se espiritualiza; en el alma refluye parte del movimiento del cuerpo y
parte del movimiento del alma es recolectado entre los poros del cuerpo y sus
manifestaciones orgánicas y constitutivas. El ojo del ser aparece para los griegos, y no dejará de
moverse gracias al nervio móvil del alma individual; es algo plástico que
induce a una forma y a un orden del conjunto physico (natural). En cambio el cuerpo forma parte insoslayable del
cosmos; el cuerpo como blanda piedra en desintegración de un microcosmos, un
campo en el los griegos comprenden que
se traduce y se expresa sensiblemente ese orden universal. Y es así que las
virtudes se presentan por esta mixtura de alma y cuerpo. Las aretai (virtudes) comunes de este mundo
cosmogónico no eran sino las conocidas
ya dentro de la polis, donde la excelencia del alma, centrada en la
valentía, la mesura, la justicia, la bondad, la compasión vendrían a decantar
en las físicas, como serían las expresadas como virtudes del cuerpo: salud,
fuerza y belleza corporales. Todas terminaban siendo fuerzas peculiares que proporcionaba la más
alta cultura que el hombre era capaz de
germinar para los avatares y los destinos de la vida. En definitiva, el
alma no le pertenecía a ningún dios en especial, aunque ellos pudieran inducir
hacia determinados caminos los destinos de la vida. Alma y cuerpo son naturaleza, y juntas
conforman la espiritualidad que da forma al cosmos en tanto componentes
partícipes insoslayables, solo superados
únicamente por la permanente pulsión tanática de la que somos parte
inseparable. Las virtudes del alma y del cuerpo conforman una simetría estética
y ética de sus partes, cuya cooperación resuman para cada
una junto a su dualidad. ¿Dónde nos
lleva esta investigación de la physis del alma y el cuerpo socrático? A la
realización y comprensión del bien,
aquello que queremos hacer en gracia a nosotros mismos, reconociendo el
filósofo de la polis de Atenas que tal bien no es otra cosa que lo
verdaderamente útil, lo saludable, y a ello se adjunta, lo gozoso y lo
venturoso que nos conduce a la realización de la naturaleza humana y la
realización del ser. O como diría la poetisa Gabriela Mistral, lo que un alma hace por su cuerpo,
el artista lo hace por su pueblo.
Naturaleza
y ¿filosofía? de la violencia
Una opción es ver la naturaleza con la mirada de la filosofía captándola como un fenómeno violento, desgarrador. Y la naturaleza humana pareciera ser el mejor ejemplo, pues como dice el filósofo chino Xunzi (s. III a. de n.e.), mala, y sólo podemos adquirir la bondad a partir de un esfuerzo consciente e individual. Una violencia que ataca a
todo lo que tiene frente para su dominio. Una concepción de la vida que se estrena todos los días apretando
gargantas, cuerpos, mentes, o proponer destrozo, tierras incultivables y
absorbiendo todo ser orgánico e inorgánico para su estéril provecho sin futuro.
Una ¿filosofía? que no aspira para nada
plantearse una evolución del hombre, y si lo hace termina en la amputación del ser
y la instauración de la máquina digital global de expansivos poderes invisibles. No hay
pensamientos de tránsitos, se cierran cualquier dote de desarrollo espiritual.
Es la ruda filosofía que desde la modernidad propone una perfecta conclusión
opresiva, latente y siempre inconclusa, siempre renaciendo la negatividad del ser.
No hay espacio para la expansión del destino del impulso individual y colectivo
por su propia naturaleza. La naturaleza es archivada para sus saqueos y
devaneos; forman parte del carrusel de
lo mítico insalvable. Naturaleza y vida solo experimentan lucha y opresión, con
la que se aspira a sancionar a la naturaleza y sus destrezas de escapar a su
detención por los instrumentos tecnológicos de último avance cognitivo
científico sin conciencia. Ganancia es la consigna que termina encegueciendo a toda claridad separada de la convivencia
sostenible. Una cierta filosofía de la violencia se
convierte en el pensamiento del fanático y del libro sagrado que vela por
la destrucción como juego fatal de su fracasado transitar de los días. El animal
hombre, y un logos como el propuesto aquí,
nos llevan a encontrar en la sabana de la physis la rotura brutal y cruel de la bestialidad que impulsa el mismo ser del hombre. Heráclito
era un inocente al decir que la guerra es el padre (o la madre, a la final es
lo mismo: ambos son requeridos para traer más muerte al mundo, según lo
profesado por el santo redentor dionisiaco de Nietzsche), de todo. Esta actitud sólo tiene como fin único que
es aspirar a una rota imaginación,
donde de sentido y razón de ser
sólo escriba en la consecución
del mayor poder asequible. Se yergue con su máscara de progreso y de
inteligencia, pero con rudeza bestial. Su éxito estriba en razón inversa a la
atención prestada por el hombre común a sus apasionados cantos de sirena que
prometen una brutal y excitada lamida venenosa sobre lo que se le oponga, lo cual, la mayoría de las veces, son sus
propios delirios. Visto así lo que
consideramos como la verdadera naturaleza del hombre no se encuentra en las
orillas sibilinas y deformes de esa ¿filosofía? de la violencia. Los griegos
llamaban que ella se amalgamaba en una doble condición. La palabra en griego
suena algo así como kalokagathía, cenit emocional de la naturaleza humana, ahí se encontraban, juntos
como gemelos complementarios, lo bello y lo bueno. Y su ascenso no era
gratuito. Su producto final y en devenir
es la cultura, campo árido a momentos, tersos en otros, pero nunca sin dejar de
ser interesante para aquellos que comprenden el hacer con su hacer.
Naturaleza
y filosofía del poder
Se ha calificado de naturalismo a la
filosofía del poder. Óptica cristiana y
moderna errada. Lo osado es pretender
que se puede enfrentarse de forma total
a la physis. Si hurgamos con
detención y profundidad podemos volver a dominar sus recónditas aristas ocultas. Para los griegos sería un camino absurdo. La
naturaleza, physis, era una pauta y norma. No era el campo por hacer, si no el punto de encuentro, donde comienza todo hacer
verdadero por la convivencia que solicita, el riesgo que exige, la osadía que
despierta. Trataba de no quebrantar su
curso sino aprender de él para saber remontar las olas a espacios
límpidos e insospechables de una convivencia ancestral inseparable y trágica,
se trataba no de quebrantar sino ennoblecer, de interpretar y comprender. Ante
esta óptica de una voluntad de poder destructor de la naturaleza se sobrepone
el impulso de observar la naturaleza
como una materia que puede enseñar a modelar la vida en tanto obra de
arte, en espejo de opciones virtuosas (areté), que aspira a una perfección en un
grado más complejo y hábil, más armónico y constructivo de nuestros límites. La
voluntad de poder es aquí la constructora de nuevos valores, nuevas amalgamas, donde el criterio que guía es la continuidad de la vida en tanto obra de arte inconclusa
y en devenir.
La imagen literaria entre voluntad de
poder perniciosa, propia de un nihilismo pasivo, y naturaleza, podemos encontrarla en el diálogo
platónico Gorgias, en particular por la propuesta del personaje Calicles,
en cuanto a la relación entre
fuerza como prolongación de las implicaciones propias de
la physis. Su visión del poder
deriva de su interpretación de lo que
comprende por naturaleza, que la presenta como guía o fuente de todas las normas que rigen la conducta humana. Hoy pudiera ser la misma
aptitud esgrimida por el consejo de una emprendedora y emponderada empresa
global o de una dirección ministerial ante el desarrollo en beneficio o de
accionistas o de políticas que en principio, y no en su final, favorecen a la vida de las comunidades. Pero sobre todo al
capital simbólico de un cuestionado gobierno: cortinas de humo ideológicas pero
lacerantemente efectivas.
Calicles es el abanderado de imponer,
por capacidades y mando, la norma por encima de los resultados en la medida que
él sea el único sobreviviente, pensamiento fetichista que flota en las mentes
de quienes detentan el poder de decisión que puede afectar a una mayoría. Este fantasma literario/filosófico, como
político griego antiguo, nos muestra en el diálogo su distinción sobre lo que podemos entender por lo justo convencional; bien o por arreglo
a la ley, o bien con arreglo a la naturaleza. Su argumento se
tranza en afirmar que es pernicioso por naturaleza todo lo que ronda en la
constelación del mal; pero sufrir un desafuero, en cambio, es pernicioso en
relación a la ley. Su visión agónica de la vida rechaza aceptar con resignación el atropello o la
arbitrariedad sufrida: actitud poco viril y más servil que otra cosa, es la del
esclavo que no tiene la voluntad de defenderse a sí mismo, de ahí su condición
(no hace falta precisamente estar encadenado
para serlo, como lo podemos notar en nuestro mundo común del presente,
quizás baste un celular, una pantalla…). Ante esta propuesta del poder responde con una conducta de cierta valentía en favor de poder defenderse a sí mismo por
encima de todo; es la proclamación del primer derecho natural de todo ser vivo:
defensa de la propia vida. Este criterio de la defensa de sí constituye la
verdadera concepción del hombre y un tipo de afirmación ética en relación a la
esfera del poder, propia de todo estado primitivo que vive en el entorno hostil de la fuerza, del estado de
naturaleza. Sin embargo, mientras que el
fuerte emplea su grado de sometimiento a todo ser vivo por naturaleza y se hace
valer, la ley crea una atmósfera pública
artificial que desembaraza el empleo de la fuerza para resolver la convivencia.
Por lo general es la visión nietzscheana
que presenta cómo se nutre de este planteamiento al
comprender que las leyes y los valores morales los hacen los débiles en tanto
mayoría que somete a cualquier exacerbación de los límites de vida de los
otros; la mayoría se presta halagar o
censurar con el patrón de sus
conveniencias. Se ejerce una
intimidación, al menos es su primera intención, contra los fuertes, que son
vistos de sufrir de pleonexia (deseo irrefrenable de poseer siempre más cosas materiales), cuya
ambición los lleva a querer poseer más que aquellos otros por condición o
inteligencia. Tal situación desbordante
de posesiones materiales y de anti-valores como son la vanidad, el egoísmo, la
sobrevaloración de la autoimagen personal, con la permanente perturbación y
necesidad de sentirse ser el centro del mundo y, por tanto, que tiene un mayor
derecho a merecimientos que los demás para acapararlo todo, termina en una
enfermedad o patología personal infernal para él y su entorno; posteriormente vista como injusta y
perniciosa ante el ideal de igualdad de la mayoría, que aspira a un reparto
equitativo en tanto derechos y bienes materiales por igual gracias al artificio
de la ley humana. De la misma forma, esta mayoría invocará para ello ejemplos
tomados de la naturaleza, como la de que todos nacemos de la misma
condición, o que vida y muerte son principios ontológicos de cualquier organismo natural
(no sé qué pudiéramos llegar a pensar en relación a nuestro mundo de creaciones
transgenéticas en ascenso). Nuestro
personaje platónico, Calicles, ante
tales ejemplos de equidad natural antepone
la ley de la naturaleza, del uso
de la fuerza por aquel que se sienta poderoso ante los débiles; sostiene que el
más fuerte es el más sabio políticamente y al mismo tiempo más viril, ser cuya
alma no está reblandecida y, por ello, debe dominar; con la situación que aquel
que sabe dominar a los demás tiene la falla de no saberse dominar a sí mismo. Ante tal ambición perniciosa sobre la
mayoría sólo queda el recurso de la ley
en tanto isonomía, la igualdad ante la ley, propia del régimen de una mayoría
vista como débil y que asume este instrumento de apariencia democrática. Esto
se prolonga no solo en la imposición de la norma sino a través de una cultura y
domesticación desde la infancia, que lleva a mantener a raya inculcando hábitos que benefician al
débil. Peor al aparecer el hombre
fuerte, por ejemplo un tirano (no ya helénico sino caribeño, como ha sido en
este largo presente de historia regional
populista), pisotea toda esa cartilla de
letras que son las leyes e instituciones, contrarias a la naturaleza, haciendo resplandecer por poco tiempo la chispa del
derecho natural. Es la observación de interpretar la naturaleza y sus
habitantes vivos como una permanente lucha por la supervivencia, que
ha alimentado la errada concepción darwiniana social del strongle for life (lucha por la vida), y
no comprender la naturaleza como un
ecosistema de cooperación mutua, donde vida y muerte, complementación y
convivencia centra la supervivencia del conjunto.
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