Las condiciones de la evolución sexual
Robin Fox
La evolución del comportamiento sexual se puede abordar a distintos niveles, ya sea a nivel de todos los organismos con reproducción sexuada (incluidas las plantas), o bien a nivel de una especie o subespecie particular. Al considerar una especie o subespecie cualquiera, no se pueden soslayar los problemas generales de la reproducción sexuada y, en primer lugar, la cuestión de explicar por qué existe. Teóricamente, los organismos con reproducción sexuada emplazados en una situación de competencia con organismos de reproducción asexuada deberían desaparecer en beneficio de estos últimos. Si se tiene en cuenta que, en su origen, la reproducción es asexuada, es necesario explicar cómo ha aparecido la reproducción sexuada, ya que cualquier mutación favorable en un organismo asexuado se puede reproducir de inmediato, mientras que la mutación sexuada tiene que diluir el efecto de esa mutación en las generaciones siguientes, por medio de la fecundación. Ni siquiera el acoplamiento entre consanguíneos (inbreeding) se puede presentar como una ventaja de la reproducción sexuada, ya que se trata de una reproducción más lenta que la de los organismos asexuados, que, en caso de proliferar, produciría homocigotos mortales.
La conclusión que se impone es que la única ventaja de la reproducción sexuada —el incremento de la variación genética— ha debido ser tan considerable en unas determinadas circunstancias que este modo de reproducción ha acabado por convertirse en el componente singular dominante en una estrategia evolutivamente estable (dominant partner in an evolutionarily stable strategy). Esta conclusión aún plantea algunos problemas teóricos, pero se puede comprobar que la mezcla de caracteres de los progenitores podría perfectamente conferirle, en ciertas condiciones marginales, una cierta ventaja sobre la simple mutación y la mitosis. A este respecto, se invoca frecuentemente «un entorno sometido a cambios bruscos», aun- que esto resulte bastante vago.
Ahora bien, cualquiera que sea la manera como la reproducción sexuada se ha originado y el nivel en que aparece, exige ciertas condiciones para que se dé. Quizá la única exigencia absoluta sea la de que los dos sexos mantengan suficientes contactos para que puedan intercambiar el material genético de que son portadores. En este sentido, la reproducción hermafrodita cumple esta condición, puesto que un mismo organismo posee los dos «sexos». Cuanto más se complica el intercambio genético, más complejas se hacen las relaciones entre los sexos. Por otro lado, en algunos organismos primitivos no existe una distinción bien definida entre los sexos. Entre dos organismos, el que se desplaza con mayor rapidez se convierte en «macho», porque su velocidad ligeramente superior le permite inocular la materia en el más lento. Pero esto es relativo, dado que, en los organismos superiores, la división se estabiliza. Sin embargo, el principio continúa siendo el mismo: el esperma es más rápido que el óvulo.
En cualquier caso, no es suficiente con que el intercambio sexual se produzca; es necesario, además, que un «sexo» asuma la gestación, después de lo cual, la progenitura será asumida, según cuál sea la trayectoria evolutiva adoptada por el organismo, por uno de los sexos, por los dos o por ninguno de ellos. Habitualmente, es la «hembra» quien se ocupa de la gestación, y es la hembra, ya sea sola o en colaboración con otras hembras, la hembra y el macho inseminador, o bien grupos de machos y hembras, además de otras posibles combinaciones, los que asumen los cuidados que requiere la descendencia. No es necesario enumerar aquí las diversas formas que puede adoptar en las diferentes especies con reproducción sexuada. Simplemente, basta hacer constar su variedad.
Si nos fijamos en los mamíferos, encontramos, también, una gran diversidad; limitada, no obstante, por las peculiaridades propias de la adaptación que caracteriza a esta clase: sangre caliente, viviparismo, lactancia de las crías, gestación interna, etc. Se habrá dicho mucho de lo que se puede decir respecto a la sexualidad humana, al afirmar que corresponde a lo que cabe esperar de un mamífero omnívoro, de gran talla, dotado de un cerebro voluminoso, caracterizado por un dimorfismo sexual moderado y susceptible de reproducirse a lo largo de todo el año, con un ritmo lento. Ahora bien, esto no quiere decir que sólo sea previsible un modelo único de comportamiento sexual: con lo anterior, lo que se define son los límites dentro de los cuales se producirá la variedad. Para poder comprender ésta, lo mejor es que nos preguntemos cuáles son las variables, lo que no deja de entrañar dificultades, pues nos arriesgamos a predeterminar la respuesta en virtud de la forma en que nos planteemos tal interrogante. Antes que partir de categorías de dudosa universalidad cultural, como «familia nuclear» y «matrimonio», es preferible adoptar como punto de partida una unidad objetiva que es, por definición, universal para los mamíferos y, por tanto, no contaminada por las categorías culturales. Esta unidad evidente es la que constituyen la madre y la descendencia que depende de ella.
En los mamíferos —por definición— las crías nacen vivas y son amamantadas por la madre. Lo que varía, según los casos, es: a) lo que la madre invierte, por encima del mínimo necesario, en su progenie; b) el grado y la naturaleza del vínculo que uno o varios machos tienen con esta unidad fundamental (y las relaciones de las distintas unidades entre ellas).
Un resultado interesante que deriva del desarrollo de la cultura por el hombre es que reproducimos, en el interior de nuestra propia especie, todas las variantes que se pueden detectar en los diversos órdenes de los mamíferos; pero volveremos después sobre este aspecto. Por el momento, consideremos algunos casos extremos en esta clase, a título de ilustración. El hámster vive en madrigueras solitarias, y el contacto de machos y hembras se limita a un encuentro furtivo en el curso de un breve período de celo cuando un macho penetra en la madriguera de una hembra para copular. Después de un corto período de gestación, la hembra amamanta a sus crías durante algunas semanas, al término de las cuales aquéllas se dispersan y excavan sus propias madrigueras. Aquí tenemos, a grandes rasgos, el límite inferior de la organización de las relaciones sexuales en los mamíferos. Consideremos, ahora, algunos ungulados como las gacelas, las cebras, los ciervos, etc. Existen notables diferencias en cuanto al modo de organización de sus manadas, pero, fundamentalmente, el núcleo permanente de los agrupamientos lo constituyen las hembras y los jóvenes. Los machos viven en solitario la mayor parte del año o bien se reagrupan en manadas errantes formadas sólo por machos. En su período de celo (el otoño), los machos combaten entre sí, y los vencedores se aparean con las hembras, agrupadas en rebaños, para después alejarse. Las hembras paren (en primavera) y amamantan unas crías precoces que muy pronto son capaces de seguir a sus madres. Al cabo de un año, los machos se dispersan. Veamos ahora el caso de una manada de perros de caza o de hienas. Los machos y las hembras permanecen juntos durante todo el año, sea época de celo o no. Por otro lado, existe una compleja jerarquía en el apareamiento. Además, las hembras paren cachorros de crianza lenta. En este caso, los machos, como las hembras, se ocupan de la descendencia de diversas maneras, fundamentalmente regurgitando la carne de los animales que cazaron, etcétera.
Así pues, hemos pasado de una ausencia casi total de contactos entre machos y hembras, excepción hecha del minuto y medio propio del contacto sexual del período de celo, a un contacto estacional, y finalmente a un contacto permanente. Hemos pasado, igualmente, de los mínimamente imprescindibles cuidados de los progenitores, a la crianza asumida por (15)la madre y por las hembras de la manada hasta su asunción por todos los machos y todas las hembras de un grupo con una organización compleja. Existen numerosas variantes en estos temas, como la constitución de parejas monógamas en territorios bien delimitados (monogamous territorial pair bonding) (como es el caso entre los gibones) o las hordas de machos y hembras (en los monos aulladores), pero las variables aquí consideradas son efectivamente las más importantes. Estas variables se ven influidas por el proceso de adaptación, de forma que, según los casos, los machos están en mayor o menor medida implicados en los asuntos de las hembras y de los jóvenes. Esencialmente, la intervención de los machos no es necesaria en estos asuntos, en lo fundamental. Si la hembra no tiene necesidad del macho una vez que éste la ha fecundado, entonces prescinde normalmente de su presencia. Sin embargo, cuando más compleja se vuelve la vida del animal, mayores son las probabilidades de que el macho cumpla otras funciones, sobre todo la de defensa, pero también, en los carnívoros cuyo ritmo de crecimiento es relativamente lento, la de proveer de carne a los cachorros y la de «enseñarles» (atendiendo a su capacidad de imitar) el arte de la caza. Por su parte, las hembras también difieren respecto al grado en el que se necesitan unas a otras: así, viven en soledad, como los hámsters; en compañía de su pareja sexual, como es el caso de las hembras gibones; o se reúnen en rebaños, como entre los ungulados, etcétera.
Por lo demás, una cosa es casi cierta: cuando varias hembras colaboran mutuamente es muy probable que tengan vínculos genéticos entre sí. Lo mismo puede decirse de los machos, pero la probabilidad es menor en este caso. Para comprender este fenómeno y, por consiguiente, para comprender la variante humana —lo que llamamos «sistemas de parentesco (consanguíneo) y de emparejamiento» (systems of kinship and marriage)— es necesario tener presente el proceso que Darwin bautizó como «selección sexual» (sexual selection) y el pro-(16)ceso subsidiario al que recientemente se le ha dado el nombre de «selección parental» (kin selection).
Básicamente, la selección sexual es una variante de la se lección natural, pero que consiste no tanto en una lucha dirigida contra lo que Darwin denominaba «las fuerzas hostiles de la naturaleza», como en una lucha de los sexos por obtener una ventaja en el proceso de reproducción. Esta selección implica la competencia entre los animales de un mismo sexo
—normalmente los machos— para apropiarse de sus correspondientes parejas del otro sexo, así como la elección por parte de este otro sexo —normalmente las hembras— de sus parejas entre los vencedores.
Vernos, pues, que todo ello es el resultado de las condiciones necesarias de adaptación de las que hablábamos más arriba: las hembras tienen necesidad de los machos al menos para la inseminación, pero también para la protección, y, eventualmente, para la alimentación; en consecuencia, escogen entre los machos a aquellos cuyo éxito en la lucha los ha revelado como los más capaces. Esta competencia puede adoptar diferentes formas, y atraía la atención de Darwin en la medida en que explicaba desarrollos anatómicos extraordinarios, como la cornamenta del ciervo o la enorme pinza que le sirve de reclamo al cangrejo. Sin embargo, las evoluciones pueden ser meramente de comportamientos e implicar, por ejemplo, representaciones «ritualizadas» del combate. Lo que se exige a los machos será diferente en cada especie. En el caso de los ungulados y de los mamíferos marinos, en los que el emparejamiento macho-hembra es estacional y orientado exclusivamente al acoplamiento, poner de manifiesto la superioridad de la propia fuerza es suficiente. Por otra parte, cuando machos y hembras viven juntos de manera permanente, otras cualidades pueden revestir mayor importancia: la capacidad para escalar en la jerarquía de los machos, por ejemplo, que supone poner en juego otros aspectos diferentes de la fuerza.
Sin embargo, lo que es necesario subrayar a propósito de la selección sexual es que, sea cual fuere el criterio adoptado (17)(fuerza, velocidad, ocupación de un territorio, exhibición ritual, etc.), sólo son una minoría los machos que consiguen reproducirse, mientras que, generalmente, todas las hembras lo consiguen, al menos una vez. Esto se explica fácilmente: un macho puede fecundar a un gran número de hembras, mientras que una hembra, una vez preñada, debe llevar el feto durante un período que puede llegar a un año y, además, muy a menudo tiene que amamantar y criar al vástago. Consiguientemente, las «estrategias» de los dos sexos no pueden sino diferir de una manera notable. Desde el punto de vista de la reproducción, el macho tiene la ventaja de poder aparearse con tantas hembras como le sea posible, mientras que la hembra —que no tiene más que una oportunidad al año— tiene que intentar obtener los «mejores» genes. Del hecho de la «selección parental» deriva el interés de la hembra por jugar tal baza en colaboración con hembras a las que está ligada genéticamente, y debemos investigar ahora por qué. Pero subrayemos, en primer lugar, que las «estrategias» de las que hablábamos antes, serán sensiblemente modificadas por poco que, desde el punto de vista de la reproducción, el macho tenga interés en intervenir en su progenie. Cuando no existe una ventaja definida —sobre todo entre la mayor parte de los ungulados y de los mamíferos marinos—, la lucha despiadada de la que hemos hablado parece que es lo que prevalece. Pero cuando los machos han de intervenir activamente para garantizar la supervivencia de su descendencia, la competencia, aunque existe, es mucho más sutil y complicada y, además, el macho debe atender a un número menor de hembras. Tal es lo que caracteriza a los primates, los carnívoros sociales y, sobre todo, al hombre. De ello resulta, por ejemplo, un dimorfismo sexual mucho menos marcado y una ausencia de rasgos anatómicos altamente especializados, que fue lo que llevó a Darwin a emprender las investigaciones sobre este modo de selección.
Pero nos es necesario volver a la cuestión del grado de emparentamiento genético (relatedness) o del parentesco consanguíneo (kinship), puesto que tal cuestión se refiere al aspecto genético, es decir, a aquello sobre lo que actúa la selección. Si hablo de «estrategias» de los genes, o de los animales, huelga decir que no me refiero a estrategias conscientes. (Parece que esta apreciación aún se les escapa a algunos.) Se trata simplemente de que, en ocasiones, es más fácil utilizar la metáfora de las «intenciones» que formular su razonamiento en el correcto lenguaje de la teoría de la «selección». Hablando con propiedad, el único objetivo de los genes es producir copias de sí mismos. Los organismos son sus agentes. Sin embargo, los genes idénticos no están confinados en un organismo, sino que son compartidos por los organismos emparentados genética mente, siendo el número de genes comunes tanto más alto cuanto mayor es el grado de parentesco. Siempre hay, por consiguiente, un grupo de organismos estrechamente ligados en el plano genético que comparten un gran número de copias de genes idénticos: una especie de pequeño pool genético. Padres e hijos son los más próximos, genéticamente hablando, en el mismo grado en que lo son los hermanos y las hermanas. Pues bien, los «grupos de hembras» que hemos evocado anteriormente, casi siempre son familias extensas de madres-hijas, grupos de parentesco uterino (groups of female kin) fuertemente ligados en términos genéticos. Si consideramos a estos grupos como pequeños pools de genes idénticos que buscan su reproducción, podemos observar cómo, en ciertos estadios de su evolución, les resulta más provechoso obrar en conjunto, antes que individualmente, y, aún más, escoger los genes de los machos «superiores» para producir una nueva generación asociándolos a los suyos.
Los primeros trabajos que trataron sobre la selección sexual ponían su acento en la competencia entre los machos (male competition) y, en efecto, la selección parece funcionar de una manera mucho más espectacular en este caso. Pero, más recientemente, se ha tenido que reconocer que la «elección por parte de las hembras» (female choice) quizá constituya el último determinante en la vía de la evolución. Los machos, por decirlo así, se agotan en la lucha de unos contra otros para que, a continuación, las hembras se adjudiquen los vencedores que les servirán de sementales. Si, por otro lado, se tiene en cuenta que entre los grupos de hembras puede haber diferencias considerables en cuanto al éxito en la reproducción, podremos comprender toda la dinámica del sistema.
La estrategia de las hembras consiste necesariamente en escoger el «mejor» macho, sean cuales fueren los criterios de elección. Si las hembras de un grupo pueden ser inseminadas por los genes de un macho superior, no sólo su descendencia femenina saca un inmediato provecho de ello, sino que se incrementan, igualmente, las posibilidades de que sus «hijos» fecunden a más grupos de hembras. De este modo, los genes del grupo de parentesco uterino originario se extenderán en el conjunto de la población con muchas más probabilidades de éxito que los de los grupos rivales. Parafraseando la célebre fórmula de Samuel Butler (un polluelo es la forma por la que un huevo produce otro huevo) y diciendo que un macho es la forma por la que las hembras generan hembras (o, incluso, que un macho es la forma mediante la cual un grupo de parentesco uterino genera otro grupo de parentesco uterino), nos aproximamos a lo esencial del proceso de selección sexual. Pero hemos de considerar todo esto, en última instancia, como el resultado de la estrategia de autorreproducción de los genes.
No podemos aquí examinar todas las condiciones que determinan este comportamiento de «coalición entre consanguíneos» (kin-coalition) y el interesante modo de selección que resulta. En realidad, no conocemos todas esas condiciones, aunque sea plausible considerar que las ventajas en lo que se refiere a la obtención del alimento que resultan de un comportamiento como éste han debido desempeñar un papel decisivo. Pero basta que esas condiciones «se» produzcan y eso es muy importante para nosotros, pues los primates, que es nuestro propio orden, manifiestan fuertes tendencias en esa dirección en numerosas especies, comprendida la nuestra. Sin embargo, los primates, a diferencia de los ungulados, viven en grupos que se caracterizan por «un contacto permanente entre machos y hembras». Este factor —que comparten, por ejemplo, con los carnívoros sociales— ejerce una profunda influencia. No neutraliza los procesos de selección sexual o de selección parental, pero los modifica, y esta modificación es el primer paso en el camino que conduce al comportamiento sexual del hombre.
Todo ocurre como si las hembras, en los ungulados, en vez de contactar a los machos victoriosos durante un breve período en la época de celo, hubieran decidido incorporarlos de forma permanente al grupo y, además, reunir varios grupos de parentesco uterino en un grupo más amplio. Las razones por las que esta fusión se produce en ciertas especies (como los primates) son muy diversas: las más importantes son, seguramente, las que se refieren al éxito en la búsqueda de alimentos, la necesidad de defensa para las hembras y, en los carnívoros, la necesidad que tienen los jóvenes —dotados de un desarrollo relativamente más lento— de que los machos les aporten el alimento. Los primates superiores son vegetarianos (los babuinos y los chimpancés no cazan sino esporádicamente) y no «alimentan» a sus hijos, por lo que éstos deben buscar por sí mismos su comida, una vez destetados. En este caso, la protección parece ser la razón más probable. Sin embargo, el número y los tipos de combinaciones de los machos incorporados, así como las formas de la organización social, varían enormemente según las especies y, por nuestra parte, no podemos más que proponer un esbozo de algunos rasgos muy generales de todo ello. Por un lado, tenemos un solo macho que es incorporado a un grupo de hembras; por el otro, varios machos que entran a formar parte de un número igualmente elevado de familias de hembras. En este sentido, se puede considerar la pareja monógama —que, por ejemplo, encontramos en los gibones— como un caso límite: por razones ecológicas, un territorio solamente es suficiente para abastecer a las necesidades de una hembra y un macho. Entre los orangutanes, las hembras son las que establecen los dominios territoriales, y los machos intentan adjudicarse varias hembras sin permanecer de (21) forma permanente con ninguna de ellas. Entre los chimpancés, los grupos de machos, por un lado, y los de parentesco uterino, por otro, forman una «horda» del bosque: de este modo, los machos permanecen mucho más ligados al grupo, aunque continúen constituyendo un «bloque» separado dentro del sistema social. Entre los babuinos y los macacos comunes, coexisten dos jerarquías, la de las unidades de parentesco uterino, por una parte, y la de los machos individuales, por otra. Por lo que se refiere a los babuinos hamadryas y geladas, los rebaños están compuestos por «harenes», estando cada uno de ellos bajo el control de un macho. Los gorilas, por su parte, viven en bandas compuestas por un macho dominante, algunos machos más jóvenes, y las hembras con sus hijos.
La «ley del macho opcional» (law of the dispensable male) interviene en algunos de estos grupos. Bajo ciertas condiciones extremas, por ejemplo, los grupos de macacos «se desembarazan» de sus machos hasta que no quede más que uno, mientras que en períodos más favorables puede haber en un mismo grupo un gran número de machos. Por lo demás, las especies caracterizadas por constituir «grupos de un solo macho» (one-male groups) o harenes presentan, en su mayor parte, rasgos comunes con los ungulados: los machos entran en competencia bajo diversas formas y sólo algunos consiguen constituir su harén. En los «grupos con más de un macho» (multimale groups), la situación es diferente: también aquí la competencia entre los machos está presente, pero, puesto que deben coexistir, han de establecer entre ellos un orden jerárquico que limite los perjuicios de la competencia. De una forma parecida se jerarquizan las familias de hembras, y son las familias dominantes las que atraen hacia sí a los machos de mayor rango. Los «hijos» de estas familias, a su vez, tienen mayores probabilidades que los demás de llegar a ocupar un rango elevado, contribuyendo, de ese modo, a perpetuar el proceso. Así pues, podemos observar cómo el modelo «estacional» de los ungulados ha sido en esos grupos, en cierta manera, «deformado», para (22) dar paso a un tipo de colaboración permanente y jerárquicamente organizado de machos y familias de hembras.
La principal modificación que esta organización introduce en el proceso de selección natural tiene relación con los criterios de definición de los «mejores genes» en los machos. Las especies que se caracterizan por formar grupos con un solo macho se asemejan, en su mayoría, a los ungulados, sobre todo por su acusado dimorfismo sexual y por los rasgos anatómicos específicos en el macho (la crin y la «capa» de los hamadryas, por ejemplo). Las especies en cuyos grupos hay varios machos, por su parte, se caracterizan por un menor dimorfismo sexual y una menor especialización de los sexos, y es la capacidad de desarrollar una vida en común y de organización la que prevalece en la selección, antes que la simple fuerza, la resistencia o los alardes rituales. A menudo, por ejemplo, las hembras del orden jerárquico superior no toleran a los machos demasiado agresivos o muy batalladores, y son éstos, precisamente, quienes han de abandonar el grupo y llevar una vida solitaria.
Sin embargo, ¿existe en este amplio espectro de sistemas de relaciones sexuales/sociales un modelo básico de los primates (basic primate pattern). Es importante aclarar este punto, pues se trataría del modelo que ha caracterizado a nuestros propios ancestros hasta la culminación de su «hominización» (transition to humanity). En este sentido, este modelo sería la materia prima de la sociedad de los homínidos: de ese sistema de relaciones sexuales sería de donde ha surgido el «sistema social». En mi opinión, se puede inferir, a partir de los primates que viven en grupos, un modelo pan-primático (pan-prima te pattern) de las relaciones, o de lo que hemos denominado las «estrategias», que se establecen entre los tres bloques (blocks) principales o grupos de interés del sistema, como son:
a) los machos con carácter «estable» dentro del grupo (established); b) las hembras y los jóvenes, y c) los machos periféricos o pretendientes (peripheral or aspirant)1. Los machos «estables» son los que tienen acceso a las hembras en celo por haber sabido constituir sus harenes, por haber progresado en la jerarquía del grupo, haberse asegurado el control sobre un territorio o, simplemente, por cumplir con otra cualquiera de las condiciones requeridas para obtener la hegemonía. A ellos, se enfrentan los machos —generalmente más jóvenes— que aspiran al status de procreador. Las hembras se intercalan entre ambos bloques: «aportan» machos jóvenes a los grupos periféricos y se proveen de los «mejores genes» de los machos adultos. Las combinaciones posibles son numerosas, pero básica mente el esquema es éste. Por lo demás, no difiere sustancialmente del modelo característico de los otros mamíferos de vida grupal, si exceptuamos el caso de los primates, donde los machos están incorporados al grupo de forma permanente, lo que, como hemos visto, influye notablemente en los criterios de definición del «mejor macho».
Ahora bien, si se trata de abordar el modelo fundamental que caracteriza a los primates vegetarianos, hemos de preguntarnos qué cambio crucial dio origen a la raza de los homínidos y, finalmente, a nuestra propia raza humana. Parece que nuestros ancestros fueron primates vegetarianos que practicaban una variante del modelo abordado aquí. Así pues, dado que existe una estrecha relación genética con el chimpancé, por un lado, y una similitud entre el tipo de adaptación al medio propio de nuestros ancestros y el de los babuinos y macacos comunes, por otro, la variante en cuestión muy probablemente ha sido una versión del sistema del «grupo con varios machos con grupo de parentesco uterino» («multi-male group with female kim group» system»). Sin embargo, lo que hoy por hoy es incontestable, a tenor de los datos recogidos en el este de África, es que nuestros ancestros se pusieron a cazar y a ali-(24)mentarse de animales muertos, hace ya entre dos y tres millones de años, a gran escala (hunting and scavenging). Entonces ya eran bípedos, pero el paso del consumo esporádico de alimentos cárnicos a un régimen en el que la mitad de la dieta era la carne, había de suponer un cambio radical en las relaciones entre los sexos y entre los machos jóvenes y los viejos. Estas fueron las transformaciones que dieron lugar al hombre tal como actualmente lo conocemos, pues cuando apareció el Homo erectus el cambio irreversible ya se había producido, según podemos constatar a tenor de las medidas de la estatura y del cerebro. Y éste fue el hecho crucial: la rapidez, sin precedentes, de la evolución del cerebro de los homínidos (cuyo volumen se ha triplicado en dos millones de años) ha tenido lugar exactamente a lo largo del período en el que la actividad cazadora se ha incrementado, y en proporción a este incremento. En otras palabras, el volumen y la complejidad del cerebro se han desarrollado paralelamente y en la misma proporción que el tamaño y la cantidad de las presas.
Por lo que hace a los factores determinantes de estos cambios, no son muy difíciles de determinar, pero las consecuencias sobre el proceso interno de la selección sexual ya no son tan fáciles de delimitar. Abordemos el problema desde el punto de vista de los machos. En el tipo de competencia en el que el vencedor exclusivo lo obtiene todo, es la fuerza bruta la que cuenta; pero en la competencia «jerárquica» de los primates, la autoridad y el cálculo son lo que cuenta; en la caza, obviamente, es la habilidad para obtener la carne con la que abastecer a las hembras y a los hijos lo que desempeña el papel preponderante. Sin embargo, la realidad es más compleja: la fuerza, la autoridad y la habilidad del cazador no son suficientes en una sociedad que practique la caza de forma cooperativa. Las dotes de mando, de organización, pero también las facultades nacientes, como la elocuencia, los conocimientos chamánicos, etc., pueden llegar a constituir las principales bazas en el acceso a las posiciones dominantes y, consiguientemente, a las hembras fecundables. Esto reviste una particular importancia en la evolución de los homínidos, pues no tenían millones de años de experiencia de vida como carnívoros en sus genes, como era el caso de los carnívoros sociales. Por ejemplo, no podían utilizar para cazar sus armas naturales, era necesario que las inventasen; tampoco podían alimentar a sus hijos regurgitando los alimentos, por eso era necesario transportar el alimento a su hábitat; el bipedismo y la liberación de las manos son, en este sentido, de una importancia fundamental. Pero, sobre todo, los machos tenían que discurrir soluciones inteligentes frente al desafío que suponían las diferentes formas de caza: desde el punto de vista selectivo, lo que determinaba la ventaja de uno sobre otro estaba ligado a la inteligencia antes que a cualquier otra capacidad.
Desde el punto de vista de las hembras, la transformación esencial consistió en la división del trabajo que la caza, como nuevo medio de vida, trajo consigo. Básicamente, las hembras de los homínidos proporcionaban la alimentación vegetal —destinada a la dieta omnívora— y dependían de los machos en la provisión de carne. A su vez, los machos dependían de las hembras en lo que a dos servicios fundamentales se refiere, y que eran desconocidos, al principio, entre los primates: la recolección y preparación de los alimentos vegetales y el cuidado de los hijos (éstos se desarrollan más lentamente debido a la neotenia progresiva que entraña el bipedismo, al carácter relativamente prematuro del recién nacido humano y a la necesidad que tiene el cerebro, con un mayor volumen, de efectuar una mayor parte de su crecimiento fuera del seno materno).
De ahí deriva el hecho de que los machos tuvieran que «invertir» mucho en su progenie, mientras que, en los otros primates, los individuos jóvenes, una vez destetados, se valían por sí mismos. Consiguientemente, la estrategia de los grupos de parentesco uterino debió consistir no saben adquirir «los mejores genes» (lo que quería decir los «mejores cazadores») sino, asimismo, en retener a los machos con el fin de que continuasen abasteciendo a sus hijos de carne, alimento que en adelante era necesario.
Ahora bien, durante el período crucial que va de —2,5 millones de años a —1 millón, todo esto significó para el sistema de relaciones sociosexuales de los homínidos una convulsión en las relaciones entre los tres «bloques» del sistema, aunque se conservase el fundamento primitivo. Hemos de entender que una nueva criatura se estaba forjando en el crisol de la selección natural y sexual: el hombre-mono cazador (hunting ape-man), Y cabe decir que, en términos evolutivos, se trató de una evolución rápida. Por consiguiente, las tensiones entre el modelo fundamental y las nuevas exigencias de la criatura emergente están en el centro de la condición humana actual. Por eso, los tres bloques debían aún acomodarse unos a otros, interferirse entre ellos; pero siempre en unas circunstancias que no cesaban de modificarse. El principal cambio fue, como hemos visto, en su origen, la división del trabajo entre los sexos, que revolucionó no sólo las relaciones entre los dos sexos, sino también las relaciones en el interior de los grupos sexuales.
Fueron sobre todo los machos jóvenes o periféricos —como ocurre siempre en la selección sexual— quienes cargaron con las consecuencias del cambio. Las condiciones por las que podían escalar en la jerarquía y convertirse en procreadores efectivos se volvían cada vez más complejas. Por su parte, los machos dominantes, más viejos, debían enfrentarse a los machos jóvenes bien dotados. De esta forma, la lucha en el interior del grupo de los machos, entre los que eran dominantes y los que aspiraban a serlo, debió intensificarse desde el mismo momento en que las hembras exigieron de los machos que participasen con carácter permanente en el aprovisionamiento de los jóvenes.
La respuesta revolucionaria que se dio a este reto fue, si se juzga por su resultado final, es decir, el sistema de relaciones sociosexuales del Homo sapiens, la doble invención de la iniciación y el matrimonio. Una vez alcanzado este estadio, era inconcebible que la competencia entre los machos estuviese abierta a todos. Por otra parte, el cerebro no habría podido evolucionar con tanta rapidez sin un sistema de relaciones sexuales altamente selectivo, de modo que sólo los «mejores genes» fuesen transmitidos a las generaciones siguientes. En consecuencia, era necesario que este sistema satisficiese dos condiciones: el control del acceso de los machos jóvenes a las hembras en celo y el control de la atribución de las parejas por los machos más viejos.
Se comprende, así, inmediatamente el papel de los sistemas de iniciación. Son sistemas directos de represión y selección por los cuales se realiza la función psicológica de la «identificación con el agresor» (Freud), en concreto, la identificación de los machos jóvenes con los viejos. Dado que el acceso a las hembras en celo no se permite sino después de la iniciación, y a veces incluso sólo después de haber tenido la experiencia de la guerra, un pool de hembras jóvenes se destina a los polígamos viejos. Por supuesto, los machos jóvenes intentan sustraerse a las restricciones manteniendo relaciones sexuales ilícitas. Cuanto más se retrasa la edad de acceso al matrimonio para los machos y más jóvenes se casan las hembras, mayores son las posibilidades de que se desarrolle la poligamia. El modelo de matrimonio (marriage pattern) más extendido en las sociedades humanas (en un 75 % de ellas) es la «poligamia de los fuertes» e incluso en las que son oficialmente monógamas o debido a razones «ecológicas», los más fuertes gozan habitualmente de mayores posibilidades de acceso a las hembras jóvenes o, al menos, se reservan el monopolio en materia de matrimonio.
De todos modos, a veces pasa inadvertido el hecho de que los sistemas de parentesco (consanguíneo) en el hombre —que derivan de la selección parental ya existente— constituyen también una respuesta al control que los machos más viejos y/o más fuertes ejercen sobre los machos jóvenes. (En su origen, esto debía suponer una simple gerontocracia. Pero con la aparición de las estratificaciones sociales por órdenes y clases, fue el poder y no simplemente la edad lo que contaba, aunque en el interior de las clases la oposición entre jóvenes y viejos no desapareció.) Es evidente que en las nuevas condiciones de división sexual del trabajo y de la caza en cooperación, ya no había lugar para el antiguo sistema de relaciones sexuales fundado en el principio de «todo para el vencedor». La visión freudiana de una horda primitiva parricida (y quizá fratricida) probablemente no esté muy alejada de la verdad. De cualquier manera, ya se había introducido una atenuación a esta situación a través de la influencia selectiva de los grupos de parentesco uterino, que, además, debió de ser modificada por la necesidad que tenían los machos de establecer matrimonios dentro de cada banda y entre las diferentes bandas, así como por el deseo de las hembras de vivir con garantías de seguridad con los machos que habían escogido. En los primates, el emparejamiento (alliance) —o sea, la constitución de parejas permanentes— así como la consanguinidad (kinship) —entendida en el sentido de grupos que se basan en una filiación común (commond descent)— también existían, pero no dentro del mismo sistema. La innovación que aportaron los humanos consistió en combinar esos dos elementos en un solo sistema, al utilizar la definición del emparentamiento genético para expresar las posibilidades de emparejamiento. (No se trataba aquí del tabú del incesto. Los humanos, como la mayor parte de las especies con reproducción sexuada, evitan de todas las formas el exceso de relaciones sexuales entre allegados consanguíneos. El tabú es simplemente una confirmación de esta evitación, con algunos aditivos propios de la especie humana.)
De este modo, los sistemas de «parentesco (consanguíneo) y de emparejamiento» (kinship and marriage) se constituyeron como consecuencia de la necesidad de redefinir las relaciones y las estrategias de los tres bloques. La innovación más sobresaliente consistió en que la consanguinidad no solo vinculó al conjunto de los miembros de los tres bloques sino que fue utilizada, también, para definir el modo en que se hacía la atribución de las esposas: es decir, en realidad, la distribución de las hembras jóvenes entre los machos. Es por tanto la exogamia —concebida por Lévi-Strauss, con toda propiedad, como un sistema de intercambio positivo— lo que constituye la verdadera innovación humana. Sin embargo, lo que habitualmen(29)te no se reconoce es que los sistemas de parentesco no aseguran simplemente el intercambio de esposas, sino que están «dispuestos» de tal manera que la elección de las parejas disponibles para los machos de la joven generación depende de la elección que hicieron los machos de más edad, es decir, que son las reglas propiamente dichas que controlan el acceso de los jóvenes a las hembras. Por tanto, la responsabilidad del control es competencia de la colectividad y las representaciones colectivas desempeñan la función de «restricciones» respecto al comportamiento de los jóvenes. Y allí donde el sistema de parentesco no establece ese control con sus propias reglas, son los machos más viejos (o más fuertes) quienes han de intervenir directamente para delimitar los márgenes de cada opción y la elección de pareja de los jóvenes. He hablado de los machos, pero seguramente los grupos de parentesco uterino basados en la cooperación tienen algo que decir a propósito del problema de saber con quién han de mantener relaciones sexuales sus miembros. Estos grupos, como el modelo básico da a entender, ejercen a menudo una considerable influencia sobre sus miembros, aunque puede adoptar formas muy diversas. Es difícil que los intereses de estos grupos coincidan, y la lucha que de ello se deriva está en el origen de la dinámica y de la extraordinaria versatilidad de los sistemas de relaciones sexuales y de relaciones sociales en el hombre. Otros muchos elementos intervienen y vienen a representar otras tantas formas de poner en cuestión la configuración básica: factores de orden ecológico, económico, político, consideraciones de clase, de poder, así como elementos de orden ideológico y tecnológico (la píldora, por ejemplo). Pero mientras la reproducción de las generaciones futuras dependa del control de las relaciones sexuales, el modelo básico tendrá que ser respetado y las nuevas condiciones deberán adaptarse a él. La tan traída y llevada «familia nuclear», por ejemplo, no es más que una forma de acomodación, entre otras, que, como el modelo permite apreciar, se verifica en ciertas sociedades. Esta forma no constituye, ver-daderamente, la configuración básica, como a menudo afirman los investigadores en ciencias sociales.
De esta manera, esta perspectiva evolutiva nos permite considerar de distinta forma las transformaciones históricas de las relaciones entre los dos sexos. Una de las principales conclusiones que podemos sacar es que es necesario abordar todos estos procesos desde el punto de vista de las relaciones entre los tres bloques antes mencionados: el de los machos dominantes, el de las hembras y sus hijos y, por último, el de los machos pretendientes. En la actualidad, las muchachas disponen de una libertad de elección mucho mayor que nunca; con la píldora, el control que ejercen los adultos se ha reducido considerablemente. Sería interesante ver en qué medida el modelo de base reaparece en las relaciones actuales. Me parece que hay muchos elementos —como las tasas de embarazos en las adolescentes, el aumento de la proporción de divorcios, los movimientos de solidaridad entre las mujeres, etc.— que son probablemente signos indicativos de que el modelo se reafirma más bien que manifestaciones patológicas o el resultado de una toma de conciencia (que lo sería si se considerase a la «familia nuclear» como punto de partida, lo que no es con mucho el caso).
En mi opinión, los historiadores y los antropólogos podrán reconsiderar con provecho sus datos a la luz de este esquema. Por ejemplo, los trabajos de Lévi-Strauss y de Ariés adquieren pleno sentido en ese marco de análisis; ambos autores abordan, en realidad, aspectos del modelo fundamental. Ahora bien, esto no quiere decir que la configuración básica no pueda ponerse en entredicho, sino que es la causa de nuestro comportamiento actual: porque somos el resultado de ella y, como Freud subraya oportunamente, estamos condenados a reproducirla. Nuestro cerebro, nuestra fisiología y nuestro comportamiento son la memoria viva de su evolución; nuestras sociedades son el resultado variopinto de las posibilidades que ofrece. Desde luego, podríamos liberarnos por completo de este modelo, y existe un serio peligro de que así lo hagamos. Pero no está claro que el resultado pudiera aún llamarse «sociedad humana», o que pudiera durar2.
La conclusión que se impone es que la única ventaja de la reproducción sexuada —el incremento de la variación genética— ha debido ser tan considerable en unas determinadas circunstancias que este modo de reproducción ha acabado por convertirse en el componente singular dominante en una estrategia evolutivamente estable (dominant partner in an evolutionarily stable strategy). Esta conclusión aún plantea algunos problemas teóricos, pero se puede comprobar que la mezcla de caracteres de los progenitores podría perfectamente conferirle, en ciertas condiciones marginales, una cierta ventaja sobre la simple mutación y la mitosis. A este respecto, se invoca frecuentemente «un entorno sometido a cambios bruscos», aun- que esto resulte bastante vago.
Ahora bien, cualquiera que sea la manera como la reproducción sexuada se ha originado y el nivel en que aparece, exige ciertas condiciones para que se dé. Quizá la única exigencia absoluta sea la de que los dos sexos mantengan suficientes contactos para que puedan intercambiar el material genético de que son portadores. En este sentido, la reproducción hermafrodita cumple esta condición, puesto que un mismo organismo posee los dos «sexos». Cuanto más se complica el intercambio genético, más complejas se hacen las relaciones entre los sexos. Por otro lado, en algunos organismos primitivos no existe una distinción bien definida entre los sexos. Entre dos organismos, el que se desplaza con mayor rapidez se convierte en «macho», porque su velocidad ligeramente superior le permite inocular la materia en el más lento. Pero esto es relativo, dado que, en los organismos superiores, la división se estabiliza. Sin embargo, el principio continúa siendo el mismo: el esperma es más rápido que el óvulo.
En cualquier caso, no es suficiente con que el intercambio sexual se produzca; es necesario, además, que un «sexo» asuma la gestación, después de lo cual, la progenitura será asumida, según cuál sea la trayectoria evolutiva adoptada por el organismo, por uno de los sexos, por los dos o por ninguno de ellos. Habitualmente, es la «hembra» quien se ocupa de la gestación, y es la hembra, ya sea sola o en colaboración con otras hembras, la hembra y el macho inseminador, o bien grupos de machos y hembras, además de otras posibles combinaciones, los que asumen los cuidados que requiere la descendencia. No es necesario enumerar aquí las diversas formas que puede adoptar en las diferentes especies con reproducción sexuada. Simplemente, basta hacer constar su variedad.
Si nos fijamos en los mamíferos, encontramos, también, una gran diversidad; limitada, no obstante, por las peculiaridades propias de la adaptación que caracteriza a esta clase: sangre caliente, viviparismo, lactancia de las crías, gestación interna, etc. Se habrá dicho mucho de lo que se puede decir respecto a la sexualidad humana, al afirmar que corresponde a lo que cabe esperar de un mamífero omnívoro, de gran talla, dotado de un cerebro voluminoso, caracterizado por un dimorfismo sexual moderado y susceptible de reproducirse a lo largo de todo el año, con un ritmo lento. Ahora bien, esto no quiere decir que sólo sea previsible un modelo único de comportamiento sexual: con lo anterior, lo que se define son los límites dentro de los cuales se producirá la variedad. Para poder comprender ésta, lo mejor es que nos preguntemos cuáles son las variables, lo que no deja de entrañar dificultades, pues nos arriesgamos a predeterminar la respuesta en virtud de la forma en que nos planteemos tal interrogante. Antes que partir de categorías de dudosa universalidad cultural, como «familia nuclear» y «matrimonio», es preferible adoptar como punto de partida una unidad objetiva que es, por definición, universal para los mamíferos y, por tanto, no contaminada por las categorías culturales. Esta unidad evidente es la que constituyen la madre y la descendencia que depende de ella.
En los mamíferos —por definición— las crías nacen vivas y son amamantadas por la madre. Lo que varía, según los casos, es: a) lo que la madre invierte, por encima del mínimo necesario, en su progenie; b) el grado y la naturaleza del vínculo que uno o varios machos tienen con esta unidad fundamental (y las relaciones de las distintas unidades entre ellas).
Un resultado interesante que deriva del desarrollo de la cultura por el hombre es que reproducimos, en el interior de nuestra propia especie, todas las variantes que se pueden detectar en los diversos órdenes de los mamíferos; pero volveremos después sobre este aspecto. Por el momento, consideremos algunos casos extremos en esta clase, a título de ilustración. El hámster vive en madrigueras solitarias, y el contacto de machos y hembras se limita a un encuentro furtivo en el curso de un breve período de celo cuando un macho penetra en la madriguera de una hembra para copular. Después de un corto período de gestación, la hembra amamanta a sus crías durante algunas semanas, al término de las cuales aquéllas se dispersan y excavan sus propias madrigueras. Aquí tenemos, a grandes rasgos, el límite inferior de la organización de las relaciones sexuales en los mamíferos. Consideremos, ahora, algunos ungulados como las gacelas, las cebras, los ciervos, etc. Existen notables diferencias en cuanto al modo de organización de sus manadas, pero, fundamentalmente, el núcleo permanente de los agrupamientos lo constituyen las hembras y los jóvenes. Los machos viven en solitario la mayor parte del año o bien se reagrupan en manadas errantes formadas sólo por machos. En su período de celo (el otoño), los machos combaten entre sí, y los vencedores se aparean con las hembras, agrupadas en rebaños, para después alejarse. Las hembras paren (en primavera) y amamantan unas crías precoces que muy pronto son capaces de seguir a sus madres. Al cabo de un año, los machos se dispersan. Veamos ahora el caso de una manada de perros de caza o de hienas. Los machos y las hembras permanecen juntos durante todo el año, sea época de celo o no. Por otro lado, existe una compleja jerarquía en el apareamiento. Además, las hembras paren cachorros de crianza lenta. En este caso, los machos, como las hembras, se ocupan de la descendencia de diversas maneras, fundamentalmente regurgitando la carne de los animales que cazaron, etcétera.
Así pues, hemos pasado de una ausencia casi total de contactos entre machos y hembras, excepción hecha del minuto y medio propio del contacto sexual del período de celo, a un contacto estacional, y finalmente a un contacto permanente. Hemos pasado, igualmente, de los mínimamente imprescindibles cuidados de los progenitores, a la crianza asumida por (15)la madre y por las hembras de la manada hasta su asunción por todos los machos y todas las hembras de un grupo con una organización compleja. Existen numerosas variantes en estos temas, como la constitución de parejas monógamas en territorios bien delimitados (monogamous territorial pair bonding) (como es el caso entre los gibones) o las hordas de machos y hembras (en los monos aulladores), pero las variables aquí consideradas son efectivamente las más importantes. Estas variables se ven influidas por el proceso de adaptación, de forma que, según los casos, los machos están en mayor o menor medida implicados en los asuntos de las hembras y de los jóvenes. Esencialmente, la intervención de los machos no es necesaria en estos asuntos, en lo fundamental. Si la hembra no tiene necesidad del macho una vez que éste la ha fecundado, entonces prescinde normalmente de su presencia. Sin embargo, cuando más compleja se vuelve la vida del animal, mayores son las probabilidades de que el macho cumpla otras funciones, sobre todo la de defensa, pero también, en los carnívoros cuyo ritmo de crecimiento es relativamente lento, la de proveer de carne a los cachorros y la de «enseñarles» (atendiendo a su capacidad de imitar) el arte de la caza. Por su parte, las hembras también difieren respecto al grado en el que se necesitan unas a otras: así, viven en soledad, como los hámsters; en compañía de su pareja sexual, como es el caso de las hembras gibones; o se reúnen en rebaños, como entre los ungulados, etcétera.
Por lo demás, una cosa es casi cierta: cuando varias hembras colaboran mutuamente es muy probable que tengan vínculos genéticos entre sí. Lo mismo puede decirse de los machos, pero la probabilidad es menor en este caso. Para comprender este fenómeno y, por consiguiente, para comprender la variante humana —lo que llamamos «sistemas de parentesco (consanguíneo) y de emparejamiento» (systems of kinship and marriage)— es necesario tener presente el proceso que Darwin bautizó como «selección sexual» (sexual selection) y el pro-(16)ceso subsidiario al que recientemente se le ha dado el nombre de «selección parental» (kin selection).
Básicamente, la selección sexual es una variante de la se lección natural, pero que consiste no tanto en una lucha dirigida contra lo que Darwin denominaba «las fuerzas hostiles de la naturaleza», como en una lucha de los sexos por obtener una ventaja en el proceso de reproducción. Esta selección implica la competencia entre los animales de un mismo sexo
—normalmente los machos— para apropiarse de sus correspondientes parejas del otro sexo, así como la elección por parte de este otro sexo —normalmente las hembras— de sus parejas entre los vencedores.
Vernos, pues, que todo ello es el resultado de las condiciones necesarias de adaptación de las que hablábamos más arriba: las hembras tienen necesidad de los machos al menos para la inseminación, pero también para la protección, y, eventualmente, para la alimentación; en consecuencia, escogen entre los machos a aquellos cuyo éxito en la lucha los ha revelado como los más capaces. Esta competencia puede adoptar diferentes formas, y atraía la atención de Darwin en la medida en que explicaba desarrollos anatómicos extraordinarios, como la cornamenta del ciervo o la enorme pinza que le sirve de reclamo al cangrejo. Sin embargo, las evoluciones pueden ser meramente de comportamientos e implicar, por ejemplo, representaciones «ritualizadas» del combate. Lo que se exige a los machos será diferente en cada especie. En el caso de los ungulados y de los mamíferos marinos, en los que el emparejamiento macho-hembra es estacional y orientado exclusivamente al acoplamiento, poner de manifiesto la superioridad de la propia fuerza es suficiente. Por otra parte, cuando machos y hembras viven juntos de manera permanente, otras cualidades pueden revestir mayor importancia: la capacidad para escalar en la jerarquía de los machos, por ejemplo, que supone poner en juego otros aspectos diferentes de la fuerza.
Sin embargo, lo que es necesario subrayar a propósito de la selección sexual es que, sea cual fuere el criterio adoptado (17)(fuerza, velocidad, ocupación de un territorio, exhibición ritual, etc.), sólo son una minoría los machos que consiguen reproducirse, mientras que, generalmente, todas las hembras lo consiguen, al menos una vez. Esto se explica fácilmente: un macho puede fecundar a un gran número de hembras, mientras que una hembra, una vez preñada, debe llevar el feto durante un período que puede llegar a un año y, además, muy a menudo tiene que amamantar y criar al vástago. Consiguientemente, las «estrategias» de los dos sexos no pueden sino diferir de una manera notable. Desde el punto de vista de la reproducción, el macho tiene la ventaja de poder aparearse con tantas hembras como le sea posible, mientras que la hembra —que no tiene más que una oportunidad al año— tiene que intentar obtener los «mejores» genes. Del hecho de la «selección parental» deriva el interés de la hembra por jugar tal baza en colaboración con hembras a las que está ligada genéticamente, y debemos investigar ahora por qué. Pero subrayemos, en primer lugar, que las «estrategias» de las que hablábamos antes, serán sensiblemente modificadas por poco que, desde el punto de vista de la reproducción, el macho tenga interés en intervenir en su progenie. Cuando no existe una ventaja definida —sobre todo entre la mayor parte de los ungulados y de los mamíferos marinos—, la lucha despiadada de la que hemos hablado parece que es lo que prevalece. Pero cuando los machos han de intervenir activamente para garantizar la supervivencia de su descendencia, la competencia, aunque existe, es mucho más sutil y complicada y, además, el macho debe atender a un número menor de hembras. Tal es lo que caracteriza a los primates, los carnívoros sociales y, sobre todo, al hombre. De ello resulta, por ejemplo, un dimorfismo sexual mucho menos marcado y una ausencia de rasgos anatómicos altamente especializados, que fue lo que llevó a Darwin a emprender las investigaciones sobre este modo de selección.
Pero nos es necesario volver a la cuestión del grado de emparentamiento genético (relatedness) o del parentesco consanguíneo (kinship), puesto que tal cuestión se refiere al aspecto genético, es decir, a aquello sobre lo que actúa la selección. Si hablo de «estrategias» de los genes, o de los animales, huelga decir que no me refiero a estrategias conscientes. (Parece que esta apreciación aún se les escapa a algunos.) Se trata simplemente de que, en ocasiones, es más fácil utilizar la metáfora de las «intenciones» que formular su razonamiento en el correcto lenguaje de la teoría de la «selección». Hablando con propiedad, el único objetivo de los genes es producir copias de sí mismos. Los organismos son sus agentes. Sin embargo, los genes idénticos no están confinados en un organismo, sino que son compartidos por los organismos emparentados genética mente, siendo el número de genes comunes tanto más alto cuanto mayor es el grado de parentesco. Siempre hay, por consiguiente, un grupo de organismos estrechamente ligados en el plano genético que comparten un gran número de copias de genes idénticos: una especie de pequeño pool genético. Padres e hijos son los más próximos, genéticamente hablando, en el mismo grado en que lo son los hermanos y las hermanas. Pues bien, los «grupos de hembras» que hemos evocado anteriormente, casi siempre son familias extensas de madres-hijas, grupos de parentesco uterino (groups of female kin) fuertemente ligados en términos genéticos. Si consideramos a estos grupos como pequeños pools de genes idénticos que buscan su reproducción, podemos observar cómo, en ciertos estadios de su evolución, les resulta más provechoso obrar en conjunto, antes que individualmente, y, aún más, escoger los genes de los machos «superiores» para producir una nueva generación asociándolos a los suyos.
Los primeros trabajos que trataron sobre la selección sexual ponían su acento en la competencia entre los machos (male competition) y, en efecto, la selección parece funcionar de una manera mucho más espectacular en este caso. Pero, más recientemente, se ha tenido que reconocer que la «elección por parte de las hembras» (female choice) quizá constituya el último determinante en la vía de la evolución. Los machos, por decirlo así, se agotan en la lucha de unos contra otros para que, a continuación, las hembras se adjudiquen los vencedores que les servirán de sementales. Si, por otro lado, se tiene en cuenta que entre los grupos de hembras puede haber diferencias considerables en cuanto al éxito en la reproducción, podremos comprender toda la dinámica del sistema.
La estrategia de las hembras consiste necesariamente en escoger el «mejor» macho, sean cuales fueren los criterios de elección. Si las hembras de un grupo pueden ser inseminadas por los genes de un macho superior, no sólo su descendencia femenina saca un inmediato provecho de ello, sino que se incrementan, igualmente, las posibilidades de que sus «hijos» fecunden a más grupos de hembras. De este modo, los genes del grupo de parentesco uterino originario se extenderán en el conjunto de la población con muchas más probabilidades de éxito que los de los grupos rivales. Parafraseando la célebre fórmula de Samuel Butler (un polluelo es la forma por la que un huevo produce otro huevo) y diciendo que un macho es la forma por la que las hembras generan hembras (o, incluso, que un macho es la forma mediante la cual un grupo de parentesco uterino genera otro grupo de parentesco uterino), nos aproximamos a lo esencial del proceso de selección sexual. Pero hemos de considerar todo esto, en última instancia, como el resultado de la estrategia de autorreproducción de los genes.
No podemos aquí examinar todas las condiciones que determinan este comportamiento de «coalición entre consanguíneos» (kin-coalition) y el interesante modo de selección que resulta. En realidad, no conocemos todas esas condiciones, aunque sea plausible considerar que las ventajas en lo que se refiere a la obtención del alimento que resultan de un comportamiento como éste han debido desempeñar un papel decisivo. Pero basta que esas condiciones «se» produzcan y eso es muy importante para nosotros, pues los primates, que es nuestro propio orden, manifiestan fuertes tendencias en esa dirección en numerosas especies, comprendida la nuestra. Sin embargo, los primates, a diferencia de los ungulados, viven en grupos que se caracterizan por «un contacto permanente entre machos y hembras». Este factor —que comparten, por ejemplo, con los carnívoros sociales— ejerce una profunda influencia. No neutraliza los procesos de selección sexual o de selección parental, pero los modifica, y esta modificación es el primer paso en el camino que conduce al comportamiento sexual del hombre.
Todo ocurre como si las hembras, en los ungulados, en vez de contactar a los machos victoriosos durante un breve período en la época de celo, hubieran decidido incorporarlos de forma permanente al grupo y, además, reunir varios grupos de parentesco uterino en un grupo más amplio. Las razones por las que esta fusión se produce en ciertas especies (como los primates) son muy diversas: las más importantes son, seguramente, las que se refieren al éxito en la búsqueda de alimentos, la necesidad de defensa para las hembras y, en los carnívoros, la necesidad que tienen los jóvenes —dotados de un desarrollo relativamente más lento— de que los machos les aporten el alimento. Los primates superiores son vegetarianos (los babuinos y los chimpancés no cazan sino esporádicamente) y no «alimentan» a sus hijos, por lo que éstos deben buscar por sí mismos su comida, una vez destetados. En este caso, la protección parece ser la razón más probable. Sin embargo, el número y los tipos de combinaciones de los machos incorporados, así como las formas de la organización social, varían enormemente según las especies y, por nuestra parte, no podemos más que proponer un esbozo de algunos rasgos muy generales de todo ello. Por un lado, tenemos un solo macho que es incorporado a un grupo de hembras; por el otro, varios machos que entran a formar parte de un número igualmente elevado de familias de hembras. En este sentido, se puede considerar la pareja monógama —que, por ejemplo, encontramos en los gibones— como un caso límite: por razones ecológicas, un territorio solamente es suficiente para abastecer a las necesidades de una hembra y un macho. Entre los orangutanes, las hembras son las que establecen los dominios territoriales, y los machos intentan adjudicarse varias hembras sin permanecer de (21) forma permanente con ninguna de ellas. Entre los chimpancés, los grupos de machos, por un lado, y los de parentesco uterino, por otro, forman una «horda» del bosque: de este modo, los machos permanecen mucho más ligados al grupo, aunque continúen constituyendo un «bloque» separado dentro del sistema social. Entre los babuinos y los macacos comunes, coexisten dos jerarquías, la de las unidades de parentesco uterino, por una parte, y la de los machos individuales, por otra. Por lo que se refiere a los babuinos hamadryas y geladas, los rebaños están compuestos por «harenes», estando cada uno de ellos bajo el control de un macho. Los gorilas, por su parte, viven en bandas compuestas por un macho dominante, algunos machos más jóvenes, y las hembras con sus hijos.
La «ley del macho opcional» (law of the dispensable male) interviene en algunos de estos grupos. Bajo ciertas condiciones extremas, por ejemplo, los grupos de macacos «se desembarazan» de sus machos hasta que no quede más que uno, mientras que en períodos más favorables puede haber en un mismo grupo un gran número de machos. Por lo demás, las especies caracterizadas por constituir «grupos de un solo macho» (one-male groups) o harenes presentan, en su mayor parte, rasgos comunes con los ungulados: los machos entran en competencia bajo diversas formas y sólo algunos consiguen constituir su harén. En los «grupos con más de un macho» (multimale groups), la situación es diferente: también aquí la competencia entre los machos está presente, pero, puesto que deben coexistir, han de establecer entre ellos un orden jerárquico que limite los perjuicios de la competencia. De una forma parecida se jerarquizan las familias de hembras, y son las familias dominantes las que atraen hacia sí a los machos de mayor rango. Los «hijos» de estas familias, a su vez, tienen mayores probabilidades que los demás de llegar a ocupar un rango elevado, contribuyendo, de ese modo, a perpetuar el proceso. Así pues, podemos observar cómo el modelo «estacional» de los ungulados ha sido en esos grupos, en cierta manera, «deformado», para (22) dar paso a un tipo de colaboración permanente y jerárquicamente organizado de machos y familias de hembras.
La principal modificación que esta organización introduce en el proceso de selección natural tiene relación con los criterios de definición de los «mejores genes» en los machos. Las especies que se caracterizan por formar grupos con un solo macho se asemejan, en su mayoría, a los ungulados, sobre todo por su acusado dimorfismo sexual y por los rasgos anatómicos específicos en el macho (la crin y la «capa» de los hamadryas, por ejemplo). Las especies en cuyos grupos hay varios machos, por su parte, se caracterizan por un menor dimorfismo sexual y una menor especialización de los sexos, y es la capacidad de desarrollar una vida en común y de organización la que prevalece en la selección, antes que la simple fuerza, la resistencia o los alardes rituales. A menudo, por ejemplo, las hembras del orden jerárquico superior no toleran a los machos demasiado agresivos o muy batalladores, y son éstos, precisamente, quienes han de abandonar el grupo y llevar una vida solitaria.
Sin embargo, ¿existe en este amplio espectro de sistemas de relaciones sexuales/sociales un modelo básico de los primates (basic primate pattern). Es importante aclarar este punto, pues se trataría del modelo que ha caracterizado a nuestros propios ancestros hasta la culminación de su «hominización» (transition to humanity). En este sentido, este modelo sería la materia prima de la sociedad de los homínidos: de ese sistema de relaciones sexuales sería de donde ha surgido el «sistema social». En mi opinión, se puede inferir, a partir de los primates que viven en grupos, un modelo pan-primático (pan-prima te pattern) de las relaciones, o de lo que hemos denominado las «estrategias», que se establecen entre los tres bloques (blocks) principales o grupos de interés del sistema, como son:
a) los machos con carácter «estable» dentro del grupo (established); b) las hembras y los jóvenes, y c) los machos periféricos o pretendientes (peripheral or aspirant)1. Los machos «estables» son los que tienen acceso a las hembras en celo por haber sabido constituir sus harenes, por haber progresado en la jerarquía del grupo, haberse asegurado el control sobre un territorio o, simplemente, por cumplir con otra cualquiera de las condiciones requeridas para obtener la hegemonía. A ellos, se enfrentan los machos —generalmente más jóvenes— que aspiran al status de procreador. Las hembras se intercalan entre ambos bloques: «aportan» machos jóvenes a los grupos periféricos y se proveen de los «mejores genes» de los machos adultos. Las combinaciones posibles son numerosas, pero básica mente el esquema es éste. Por lo demás, no difiere sustancialmente del modelo característico de los otros mamíferos de vida grupal, si exceptuamos el caso de los primates, donde los machos están incorporados al grupo de forma permanente, lo que, como hemos visto, influye notablemente en los criterios de definición del «mejor macho».
Ahora bien, si se trata de abordar el modelo fundamental que caracteriza a los primates vegetarianos, hemos de preguntarnos qué cambio crucial dio origen a la raza de los homínidos y, finalmente, a nuestra propia raza humana. Parece que nuestros ancestros fueron primates vegetarianos que practicaban una variante del modelo abordado aquí. Así pues, dado que existe una estrecha relación genética con el chimpancé, por un lado, y una similitud entre el tipo de adaptación al medio propio de nuestros ancestros y el de los babuinos y macacos comunes, por otro, la variante en cuestión muy probablemente ha sido una versión del sistema del «grupo con varios machos con grupo de parentesco uterino» («multi-male group with female kim group» system»). Sin embargo, lo que hoy por hoy es incontestable, a tenor de los datos recogidos en el este de África, es que nuestros ancestros se pusieron a cazar y a ali-(24)mentarse de animales muertos, hace ya entre dos y tres millones de años, a gran escala (hunting and scavenging). Entonces ya eran bípedos, pero el paso del consumo esporádico de alimentos cárnicos a un régimen en el que la mitad de la dieta era la carne, había de suponer un cambio radical en las relaciones entre los sexos y entre los machos jóvenes y los viejos. Estas fueron las transformaciones que dieron lugar al hombre tal como actualmente lo conocemos, pues cuando apareció el Homo erectus el cambio irreversible ya se había producido, según podemos constatar a tenor de las medidas de la estatura y del cerebro. Y éste fue el hecho crucial: la rapidez, sin precedentes, de la evolución del cerebro de los homínidos (cuyo volumen se ha triplicado en dos millones de años) ha tenido lugar exactamente a lo largo del período en el que la actividad cazadora se ha incrementado, y en proporción a este incremento. En otras palabras, el volumen y la complejidad del cerebro se han desarrollado paralelamente y en la misma proporción que el tamaño y la cantidad de las presas.
Por lo que hace a los factores determinantes de estos cambios, no son muy difíciles de determinar, pero las consecuencias sobre el proceso interno de la selección sexual ya no son tan fáciles de delimitar. Abordemos el problema desde el punto de vista de los machos. En el tipo de competencia en el que el vencedor exclusivo lo obtiene todo, es la fuerza bruta la que cuenta; pero en la competencia «jerárquica» de los primates, la autoridad y el cálculo son lo que cuenta; en la caza, obviamente, es la habilidad para obtener la carne con la que abastecer a las hembras y a los hijos lo que desempeña el papel preponderante. Sin embargo, la realidad es más compleja: la fuerza, la autoridad y la habilidad del cazador no son suficientes en una sociedad que practique la caza de forma cooperativa. Las dotes de mando, de organización, pero también las facultades nacientes, como la elocuencia, los conocimientos chamánicos, etc., pueden llegar a constituir las principales bazas en el acceso a las posiciones dominantes y, consiguientemente, a las hembras fecundables. Esto reviste una particular importancia en la evolución de los homínidos, pues no tenían millones de años de experiencia de vida como carnívoros en sus genes, como era el caso de los carnívoros sociales. Por ejemplo, no podían utilizar para cazar sus armas naturales, era necesario que las inventasen; tampoco podían alimentar a sus hijos regurgitando los alimentos, por eso era necesario transportar el alimento a su hábitat; el bipedismo y la liberación de las manos son, en este sentido, de una importancia fundamental. Pero, sobre todo, los machos tenían que discurrir soluciones inteligentes frente al desafío que suponían las diferentes formas de caza: desde el punto de vista selectivo, lo que determinaba la ventaja de uno sobre otro estaba ligado a la inteligencia antes que a cualquier otra capacidad.
Desde el punto de vista de las hembras, la transformación esencial consistió en la división del trabajo que la caza, como nuevo medio de vida, trajo consigo. Básicamente, las hembras de los homínidos proporcionaban la alimentación vegetal —destinada a la dieta omnívora— y dependían de los machos en la provisión de carne. A su vez, los machos dependían de las hembras en lo que a dos servicios fundamentales se refiere, y que eran desconocidos, al principio, entre los primates: la recolección y preparación de los alimentos vegetales y el cuidado de los hijos (éstos se desarrollan más lentamente debido a la neotenia progresiva que entraña el bipedismo, al carácter relativamente prematuro del recién nacido humano y a la necesidad que tiene el cerebro, con un mayor volumen, de efectuar una mayor parte de su crecimiento fuera del seno materno).
De ahí deriva el hecho de que los machos tuvieran que «invertir» mucho en su progenie, mientras que, en los otros primates, los individuos jóvenes, una vez destetados, se valían por sí mismos. Consiguientemente, la estrategia de los grupos de parentesco uterino debió consistir no saben adquirir «los mejores genes» (lo que quería decir los «mejores cazadores») sino, asimismo, en retener a los machos con el fin de que continuasen abasteciendo a sus hijos de carne, alimento que en adelante era necesario.
Ahora bien, durante el período crucial que va de —2,5 millones de años a —1 millón, todo esto significó para el sistema de relaciones sociosexuales de los homínidos una convulsión en las relaciones entre los tres «bloques» del sistema, aunque se conservase el fundamento primitivo. Hemos de entender que una nueva criatura se estaba forjando en el crisol de la selección natural y sexual: el hombre-mono cazador (hunting ape-man), Y cabe decir que, en términos evolutivos, se trató de una evolución rápida. Por consiguiente, las tensiones entre el modelo fundamental y las nuevas exigencias de la criatura emergente están en el centro de la condición humana actual. Por eso, los tres bloques debían aún acomodarse unos a otros, interferirse entre ellos; pero siempre en unas circunstancias que no cesaban de modificarse. El principal cambio fue, como hemos visto, en su origen, la división del trabajo entre los sexos, que revolucionó no sólo las relaciones entre los dos sexos, sino también las relaciones en el interior de los grupos sexuales.
Fueron sobre todo los machos jóvenes o periféricos —como ocurre siempre en la selección sexual— quienes cargaron con las consecuencias del cambio. Las condiciones por las que podían escalar en la jerarquía y convertirse en procreadores efectivos se volvían cada vez más complejas. Por su parte, los machos dominantes, más viejos, debían enfrentarse a los machos jóvenes bien dotados. De esta forma, la lucha en el interior del grupo de los machos, entre los que eran dominantes y los que aspiraban a serlo, debió intensificarse desde el mismo momento en que las hembras exigieron de los machos que participasen con carácter permanente en el aprovisionamiento de los jóvenes.
La respuesta revolucionaria que se dio a este reto fue, si se juzga por su resultado final, es decir, el sistema de relaciones sociosexuales del Homo sapiens, la doble invención de la iniciación y el matrimonio. Una vez alcanzado este estadio, era inconcebible que la competencia entre los machos estuviese abierta a todos. Por otra parte, el cerebro no habría podido evolucionar con tanta rapidez sin un sistema de relaciones sexuales altamente selectivo, de modo que sólo los «mejores genes» fuesen transmitidos a las generaciones siguientes. En consecuencia, era necesario que este sistema satisficiese dos condiciones: el control del acceso de los machos jóvenes a las hembras en celo y el control de la atribución de las parejas por los machos más viejos.
Se comprende, así, inmediatamente el papel de los sistemas de iniciación. Son sistemas directos de represión y selección por los cuales se realiza la función psicológica de la «identificación con el agresor» (Freud), en concreto, la identificación de los machos jóvenes con los viejos. Dado que el acceso a las hembras en celo no se permite sino después de la iniciación, y a veces incluso sólo después de haber tenido la experiencia de la guerra, un pool de hembras jóvenes se destina a los polígamos viejos. Por supuesto, los machos jóvenes intentan sustraerse a las restricciones manteniendo relaciones sexuales ilícitas. Cuanto más se retrasa la edad de acceso al matrimonio para los machos y más jóvenes se casan las hembras, mayores son las posibilidades de que se desarrolle la poligamia. El modelo de matrimonio (marriage pattern) más extendido en las sociedades humanas (en un 75 % de ellas) es la «poligamia de los fuertes» e incluso en las que son oficialmente monógamas o debido a razones «ecológicas», los más fuertes gozan habitualmente de mayores posibilidades de acceso a las hembras jóvenes o, al menos, se reservan el monopolio en materia de matrimonio.
De todos modos, a veces pasa inadvertido el hecho de que los sistemas de parentesco (consanguíneo) en el hombre —que derivan de la selección parental ya existente— constituyen también una respuesta al control que los machos más viejos y/o más fuertes ejercen sobre los machos jóvenes. (En su origen, esto debía suponer una simple gerontocracia. Pero con la aparición de las estratificaciones sociales por órdenes y clases, fue el poder y no simplemente la edad lo que contaba, aunque en el interior de las clases la oposición entre jóvenes y viejos no desapareció.) Es evidente que en las nuevas condiciones de división sexual del trabajo y de la caza en cooperación, ya no había lugar para el antiguo sistema de relaciones sexuales fundado en el principio de «todo para el vencedor». La visión freudiana de una horda primitiva parricida (y quizá fratricida) probablemente no esté muy alejada de la verdad. De cualquier manera, ya se había introducido una atenuación a esta situación a través de la influencia selectiva de los grupos de parentesco uterino, que, además, debió de ser modificada por la necesidad que tenían los machos de establecer matrimonios dentro de cada banda y entre las diferentes bandas, así como por el deseo de las hembras de vivir con garantías de seguridad con los machos que habían escogido. En los primates, el emparejamiento (alliance) —o sea, la constitución de parejas permanentes— así como la consanguinidad (kinship) —entendida en el sentido de grupos que se basan en una filiación común (commond descent)— también existían, pero no dentro del mismo sistema. La innovación que aportaron los humanos consistió en combinar esos dos elementos en un solo sistema, al utilizar la definición del emparentamiento genético para expresar las posibilidades de emparejamiento. (No se trataba aquí del tabú del incesto. Los humanos, como la mayor parte de las especies con reproducción sexuada, evitan de todas las formas el exceso de relaciones sexuales entre allegados consanguíneos. El tabú es simplemente una confirmación de esta evitación, con algunos aditivos propios de la especie humana.)
De este modo, los sistemas de «parentesco (consanguíneo) y de emparejamiento» (kinship and marriage) se constituyeron como consecuencia de la necesidad de redefinir las relaciones y las estrategias de los tres bloques. La innovación más sobresaliente consistió en que la consanguinidad no solo vinculó al conjunto de los miembros de los tres bloques sino que fue utilizada, también, para definir el modo en que se hacía la atribución de las esposas: es decir, en realidad, la distribución de las hembras jóvenes entre los machos. Es por tanto la exogamia —concebida por Lévi-Strauss, con toda propiedad, como un sistema de intercambio positivo— lo que constituye la verdadera innovación humana. Sin embargo, lo que habitualmen(29)te no se reconoce es que los sistemas de parentesco no aseguran simplemente el intercambio de esposas, sino que están «dispuestos» de tal manera que la elección de las parejas disponibles para los machos de la joven generación depende de la elección que hicieron los machos de más edad, es decir, que son las reglas propiamente dichas que controlan el acceso de los jóvenes a las hembras. Por tanto, la responsabilidad del control es competencia de la colectividad y las representaciones colectivas desempeñan la función de «restricciones» respecto al comportamiento de los jóvenes. Y allí donde el sistema de parentesco no establece ese control con sus propias reglas, son los machos más viejos (o más fuertes) quienes han de intervenir directamente para delimitar los márgenes de cada opción y la elección de pareja de los jóvenes. He hablado de los machos, pero seguramente los grupos de parentesco uterino basados en la cooperación tienen algo que decir a propósito del problema de saber con quién han de mantener relaciones sexuales sus miembros. Estos grupos, como el modelo básico da a entender, ejercen a menudo una considerable influencia sobre sus miembros, aunque puede adoptar formas muy diversas. Es difícil que los intereses de estos grupos coincidan, y la lucha que de ello se deriva está en el origen de la dinámica y de la extraordinaria versatilidad de los sistemas de relaciones sexuales y de relaciones sociales en el hombre. Otros muchos elementos intervienen y vienen a representar otras tantas formas de poner en cuestión la configuración básica: factores de orden ecológico, económico, político, consideraciones de clase, de poder, así como elementos de orden ideológico y tecnológico (la píldora, por ejemplo). Pero mientras la reproducción de las generaciones futuras dependa del control de las relaciones sexuales, el modelo básico tendrá que ser respetado y las nuevas condiciones deberán adaptarse a él. La tan traída y llevada «familia nuclear», por ejemplo, no es más que una forma de acomodación, entre otras, que, como el modelo permite apreciar, se verifica en ciertas sociedades. Esta forma no constituye, ver-daderamente, la configuración básica, como a menudo afirman los investigadores en ciencias sociales.
De esta manera, esta perspectiva evolutiva nos permite considerar de distinta forma las transformaciones históricas de las relaciones entre los dos sexos. Una de las principales conclusiones que podemos sacar es que es necesario abordar todos estos procesos desde el punto de vista de las relaciones entre los tres bloques antes mencionados: el de los machos dominantes, el de las hembras y sus hijos y, por último, el de los machos pretendientes. En la actualidad, las muchachas disponen de una libertad de elección mucho mayor que nunca; con la píldora, el control que ejercen los adultos se ha reducido considerablemente. Sería interesante ver en qué medida el modelo de base reaparece en las relaciones actuales. Me parece que hay muchos elementos —como las tasas de embarazos en las adolescentes, el aumento de la proporción de divorcios, los movimientos de solidaridad entre las mujeres, etc.— que son probablemente signos indicativos de que el modelo se reafirma más bien que manifestaciones patológicas o el resultado de una toma de conciencia (que lo sería si se considerase a la «familia nuclear» como punto de partida, lo que no es con mucho el caso).
En mi opinión, los historiadores y los antropólogos podrán reconsiderar con provecho sus datos a la luz de este esquema. Por ejemplo, los trabajos de Lévi-Strauss y de Ariés adquieren pleno sentido en ese marco de análisis; ambos autores abordan, en realidad, aspectos del modelo fundamental. Ahora bien, esto no quiere decir que la configuración básica no pueda ponerse en entredicho, sino que es la causa de nuestro comportamiento actual: porque somos el resultado de ella y, como Freud subraya oportunamente, estamos condenados a reproducirla. Nuestro cerebro, nuestra fisiología y nuestro comportamiento son la memoria viva de su evolución; nuestras sociedades son el resultado variopinto de las posibilidades que ofrece. Desde luego, podríamos liberarnos por completo de este modelo, y existe un serio peligro de que así lo hagamos. Pero no está claro que el resultado pudiera aún llamarse «sociedad humana», o que pudiera durar2.
Robin Fox
Universidad Rutgers
Universidad Rutgers
Del libro: Sexualidades Occidentales
Título del original francés: Sexualités occidentales
Editions du Seuil, París
© Copyright Editions du Seuil, 1982.
Traducción: Carlos García Velasco
1a. edición en Argentina, 1987
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina
En el mes de Julio de 1987 en los Talleres RIPARI S.A.
J. G. Lemos 246/48 -Tel 552-3900; Buenos Aires
Queda hecho el depósito que previene la ley 11723
© de todas las ediciones en castellano by
Editorial Paidós SAICF
Defensa 599; Buenos Aires,
Ediciones Paidós Ibérica S.A.
Mariano Cubí 92; Barcelona, y
Editorial Paidós Mexicana S.A.
Guanajuato 202 A; México D.F.
Título del original francés: Sexualités occidentales
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1a. edición en Argentina, 1987
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