lunes, 1 de diciembre de 2025

  

Sobre Inteligencia humana 

e ¿inteligencia artificial? Diferencias

David De los Reyes




Redes Sociales Vegetales/DDLR2025, diciembre



En la categorización  de la llamada inteligencia artificial, es artificial, mas no inteligencia Al comprender al concepto de inteligencia, como condición original de todo ser vivo, y en especial en referencia a la especie humana, tiene otras condiciones, cualidades, y una correspondencia ontológica que no son las que propiamente vienen a caracterizar el accionar logarítmico de ese mecanismo digital que nos han mostrado como el gran solucionador de todos los problemas y creador de mundos imposibles que enfrenta la humanidad y, sobre todo, en su sistemática relación destructiva con el entorno terráqueo.

¿Qué implica la inteligencia desde el cerco humano? En principio una gramática de lenguaje que desarrolla una comprensión profunda y consciente de conceptos, emociones y su trato con un contesto topográfico determinado. Esto le ha permitido desarrollar una creatividad capaz de expandir ideas originales y dar una solución de forma innovadora a problemas que se nos plantea desde nuestra más íntima condición hasta la dimensión social. Como señala Kahneman (2011), “la inteligencia humana no solo se basa en la capacidad de procesar información, sino también en la experiencia emocional y la intuición, aspectos que la IA no puede replicar” (pp. 20–21). Gracias a la memoria y a la comprensión que aporta el manejo de la razón en tanto logos todos podemos aprender y formarnos de experiencias pasadas, adaptándonos a nuevas situaciones sin la necesidad de datos estructurados, sino sólo por la experiencia de haberlo vivido antes. O como bien dijo Ortega y Gasset, somos en la medida de la circunstancia en que nos encontramos, comprendiendo por circunstancia una determinada temporalidad y espacialidad cultural e histórica. También, hasta ahora pudiéramos decir, pues puede que llegue el momento que así sea igual para eso que llaman IA, los humanos tenemos acceso a un banco de experiencias que están ampliadas por la emoción, por nuestra capacidad de sentir y empatizar para establecer la condición intrínseca del hombre en tanto ser social, es la capacidad de interactuar con lo otro y tomar decisiones pertinentes a través de lo sentido en tanto vinculante emocional con lo diferente o igual a nosotros en tanto especie. De esta forma, por agrado o desagrado, porque nos conviene o no, llegamos a poseer una consciencia que construye decisiones basadas en valores éticos y morales al considerar cómo pueden impactar nuestras acciones en los demás. Esto nos lleva a despertar una comprensión de las normas culturales y sociales que vienen a ser esenciales para una comunicación, en el amplio sentido de una acción común que nos unifica, para que la convivencia sea efectiva. Así, mediante el aprendizaje permanente por la interacción, la empatía, los valores éticos, el intercambio de información y la perpetua condición de sentir y de comprender mediante un logos común e individual, observamos que desarrollamos una condición holística que integra desde lo más primario que establecemos con el entorno, con esa capacidad de sentir subjetivamente, y de experimentar individualmente, arrojando la capacidad de establecer juicios cognitivos que lleva a ciertas verdades prácticas que proporcionan la opción de un desarrollo del pensamiento crítico en todo momento. Como afirma Chomsky (2006), “la capacidad de los humanos para crear y comprender el lenguaje es un rasgo distintivo de nuestra inteligencia, algo que la IA no puede igualar debido a su falta de experiencia vivencial” (pp. 5–6).

¿Qué es lo que puede hacer la IA? Sin menoscabar la potencialidad de esta tecnología, y su apropiación dentro del devenir económico y cultural del estadio de la sociedad tecnológica en que habitamos, podemos decir que, en principio este mecanismo opera por la inventiva humana de procesos algorítmicos y patrones sin tener consciencia ni comprensión real de los alcances de forma consciente. Como indica McCarthy (2007), “la inteligencia artificial es una forma de inteligencia que no tiene conciencia ni comprensión”. Esto quiere decir que no tiene una capacidad de absorber experiencias subjetivas ni comprender su significado detrás de los datos. Kurzweil (2005) lo resume claramente: “aunque la IA puede procesar y analizar datos a una velocidad impresionante, no posee la capacidad de entender el significado detrás de esos datos, algo esencial en la toma de decisiones humanas” (pp. 48–49). No podemos dejar de señalar que este mecanismo funciona exclusivamente con datos previamente instalados en bancos de memoria para su funcionar. Dando a entender que su actividad se basa en generar contenidos que parecen creativos, pero sólo lo hace a partir de patrones existentes, sin crear algo realmente nuevo sin tener datos previos. Así que esta tecnología se mueve por lo que pudiéramos llamar la sangre del sistema digital, es decir, sólo tiene actividad exclusivamente por los datos que puede manipular, por ello requiere un gran volumen de información para aprender, limitando su capacidad de poderse adaptar y generalizar su actividad situaciones desconocidas, o que no posea los datos requeridos para poder interactuar logarítmicamente. Otra de sus limitantes es que carece de emociones, al menos hasta el momento. Puede simular conversaciones, diálogos, tener cierta empatía artificial, pero no tiene límites emocionales con los que se pueda lograr una empatía y experimentar sentimientos con los que se construya un vínculo emergente de emociones humanas reales. Como advierte Turkle (2011), “la tecnología puede simular la conversación, pero no puede replicar la conexión emocional que los humanos experimentan en la comunicación” (pp. 12–14). Así, sin experimentar esa formación emocional que tenemos los humanos desde nuestro nacimiento con los que nos rodean, no tiene un conocimiento real sobre lo que puede ser bueno o malo, correcto o incorrecto, pues en sus instrucciones de uso no tiene programado un marco moral propio. Se adapta contextos culturales de forma superficial, sin llevar a presentar matices culturales dentro de su programación. Lo que puede demostrar es que puede utilizar técnicas de aprendizaje profundo, pero que son efectivas en tareas específicas, careciendo de la flexibilidad y adaptación del aprendizaje humano. Como señala Minsky (1986), “la inteligencia no es una cosa que se pueda definir fácilmente; es un conjunto de habilidades que los humanos han desarrollado a través de la experiencia, algo que la IA aún no puede igualar” (pp. 12–13). Simon (1996) complementa esta idea: “la inteligencia artificial se basa en la simulación de procesos humanos mediante algoritmos, pero carece de la comprensión consciente y del contexto emocional que caracteriza a la inteligencia humana” (pp. 1–2).

Así que nuestra gramática del tiempo habrá que ahora hacer un antes y después del despliegue de estos dispositivos donde vendrán a imponer límites y un orden insensible, inconsciente, y sólo propuestas de un pragmatismo algorítmico que aparentarán ser respuestas que tienen la apariencia de ser inteligentes, surgiendo la intervención de agentes artificiales que impondrán correctivos y controles que tiene un funcionamiento diferente a los que produce la inteligencia humana. Su falta de comprensión consciente junto a la ausencia de emociones son aspectos que resaltan los límites y la comparación directa con lo que llamamos por inteligencia humana.

Quizás por la etimología del concepto de inteligencia es que los tecnólogos han querido asimilar el término a este recurso artificial de manejar datos y dar respuestas a una velocidad acelerada en comparación con el tiempo que lo hace una mente humana. Inteligencia, que viene del vocablo latín intelligentia, tiene en su origen el prefijo inter, que significa entre, y una segunda parte, legere, que está relacionado con la acción de leer o de escoger. Combinando ambas puede sugerir la posibilidad de leer entre líneas, es decir, la potencialidad de interpretar, de comprender lo que está entre cosas, con lo que conlleva la capacidad de poder realizar una criba, es decir, de discernir, escoger, más allá de lo que torna aparentemente como evidente. Entender, habilidad de razonar, pero tener la creatividad de resolver problemas, adaptándose a nuevas situaciones. La IA puede, en principio, resolver problemas, pero sin entender ni tener una habilidad creativa personal de razonar, sólo en la combinatoria de patrones y datos preestablecidos llegar a ciertas conclusiones reductoras respecto al prompt o la pregunta que se le formula. La inteligencia humana es un portento de creatividad gracias a su formación cultural, desarrollando la capacidad de comprender, razonar y adaptarse tanto en situaciones sencillas, cotidianas, contingentes o hasta alcanzar procesos profundos y desarrollados que no significan una simple acumulación de datos o conocimientos inconscientes y artificiales.


Referencias

Chomsky, N. (2006). Language and mind (3rd ed., pp. 5–6). Cambridge University Press.

Kahneman, D. (2011). Thinking, fast and slow (pp. 20–21). Farrar, Straus and Giroux.

Kurzweil, R. (2005). The singularity is near: When humans transcend biology (pp. 48–49). Viking Press.

McCarthy, J. (2007). What is artificial intelligence? Stanford University. Stanford Encyclopedia of Philosophy.

Minsky, M. (1986). The society of mind (pp. 12–13). Simon & Schuster.

Simon, H. A. (1996). The sciences of the artificial (3rd ed., pp. 1–2). MIT Press.

Turkle, S. (2011). Alone together: Why we expect more from technology and less from each other (pp. 12–14). Basic Books.

sábado, 1 de noviembre de 2025

 La estética del vacío y del silencio 

en el arte contemporáneo

David De los Reyes


Adrian Balseca: Plantasia Oil Co. Vista de la instalación en N"$ Galeria de Arte, Quito, 2021.
 Foto Martina Álvarez Orska



Es una idea que me apareció estos días al releer no sé ya cuántas veces al misterioso e inmortal libro clásico del Tao Te King.

En el arte contemporáneo encontramos posturas relevantes donde vacío y silencio se hacen presentes y forman la propuesta principal de la obra. Explorar el silencio o el vacío viene a manifestarse en obras visuales y sonoras, además de las artes performativas. Martín Heidegger, el recurrente invitado para explorar los espacios de la expresión del arte contemporáneo, nos ofrece una noción del ser como apertura y desocultamiento que entra dentro de este patrón del minimalismo estético que estamos tratando de atender. Tanto en Ser y Tiempo como en El origen de la obra de arte, nos plantea cómo el arte revela o devela al ser al abrir el espacio para su desocultamiento. Así podemos comprender que el vacío no es ausencia, sino apertura al lugar en donde se puede manifestar la obra de arte. El vacío es un invitado principal para dar soporte y veracidad artística a la obra. Es el ingrediente donde el espacio plásticamente amolda y se amolda recíprocamente para juntar al ser de la obra que se presenta, se revela. Pero no menos podemos decir con relación al silencio, donde es el intervalo de apertura a una escucha profunda y una disposición ontológica. Es la propuesta inicial del compositor estadounidense John Cage y su conocida obra 4’33”. También podemos referir en esta dirección el trabajo de Adrián Balseca titulado Medio Camino en el que se encarna al vacío y el silencio como una opción ecológica y política. Las pinturas de Agnes Martin o las instalaciones de Tatsuo Miyajima, por decir algunas, también se inscriben en esta estética.

El pensador francés Maurice Blanchot advirtió que el silencio es lo que queda cuando el lenguaje se retira. El vacío y el silencio son condiciones para que lo inefable tome cuerpo, se haga existencia, se constituya en su condición ontológica intrínseca. El vacío y el silencio nos proporcionan un encadenamiento con una experiencia límite al confrontar al sujeto con lo informe, lo sagrado y lo imposible de representar y semantizar. Se nos da la oportunidad de colocarnos en el borde de lo racional, un intersticio donde el exceso y la pérdida nos muestran una verdad no atendida hasta ese momento. El vacío como una forma de transgresión que da la ilusión vivida de tocar —¿rozar?— lo absoluto, lo que está más allá de la forma y de la lógica del lenguaje. Este pensador francés, al hablar de lo inefable como condición del arte, no se contradice al decir que el arte siempre debe situarse entre lo decible y lo indecible. En la sugerencia, lo más importante es que no todo esté dicho, sino que nos incite a develar su ser, su condición ontológica a través de la percepción, la imaginación y la pulsión creativa que podemos encontrar rodeando al cuerpo de la obra.

Otra de las voces que encontramos en torno a este planteamiento estético es la de la pensadora estadounidense Susan Sontag, quien percibe al silencio como una crítica cultural en su texto La estética del silencio. El silencio se acepta como una estrategia estética y de resistencia ante la avalancha y saturación de significados que nos arroja constantemente la cultura moderna. Igual que los otros autores que hemos invitado a relacionar en este breve ensayo, para Sontag el silencio que podemos encontrar en el arte no es una carencia de expresión, sino un estilo, una forma que aspira a salvaguardar la pureza de la experiencia estética. Buscar el silencio como un apoyo personal nos convoca a una mejor integración a la experiencia estética. Ante la necesidad de que todo tiene que ser explicado, el silencio es un intervalo de acción radical que crea una membrana física desde la que emerge el misterio y la ambigüedad de la obra. En otras palabras, al escoger el silencio (o el vacío) como lenguaje, el artista ha escogido su campo de batalla artístico, afirmando que no todo debe ser dicho, y abriendo la posibilidad de vivir lo no dicho, sin temor a que sea interpretado por un lenguaje ajeno al de la misma obra.

Desde otra perspectiva, Gilles Deleuze, en su lectura de Leibniz y en su obra El pliegue, concibe el espacio no como extensión vacía, sino como una serie de pliegues que contienen intensidades invisibles. En este marco, el vacío no es una carencia, sino una potencia: un lugar donde lo virtual se vuelve actual. El silencio, por su parte, es una forma de intensidad que no se manifiesta en el ruido, sino en la vibración interna del sentido. El arte que trabaja con el vacío y el silencio, desde esta perspectiva, no busca representar, sino crear espacios de afecto y devenir, donde lo invisible se vuelve perceptible a través de la contemplación.

En el arte oriental, el vacío, como podemos apreciar, es un principio activo, formante, dinamizador, no estático, sino, sobre todo, contemplativo. El vacío no se toma como carencia. Esta condición del espacio desde una supuesta negatividad, el vacío, es esencial para que llegue a desplegarse la armonía de los elementos a contemplar. Así como notar que el silencio es una de las formas más particulares y profundas para establecer una comunicación, el silencio se adhiere, una vez más, a la disposición estética por excelencia, que es la contemplación.

En el libro clásico al que hago referencia, el Tao Te Ching, se nos advierte que el vacío es lo útil. En una vasija observamos que su vacío es el espacio útil que contiene. Aquí el vacío no es ausencia, como muchas veces lo podemos observar en el hombre occidental, la vida de vacío de la sociedad de consumo. Hay que volvernos a llenar cada día con el consumo de datos o de cualquier mercancía que esté a la mano. Y entonces decimos que hemos llenado nuestro vacío, pero con más vacío. En la lejana tradición taoísta, el vacío es esplendor para un potencial donde todo puede surgir, donde muchas oportunidades se pueden dar. Solo hay que saber develar su calidad de vacío dentro de los entornos y dentro de nuestra existencia. Vacío no es ausencia, es potencialidad. Y junto a ello volvemos al compañero sonoro del vacío en tanto espacialidad: nos referimos a la importancia del silencio. Esta atención nos lleva a un posible clímax de conocimiento. Bien sabidas y repetidas son las palabras del mismo Tao Te King: el sabio no habla mucho, el que habla no sabe, el que no habla es el que sabe. Esto permite un vínculo más profundo con el flujo natural del mundo, de adentrarse en la no acción, para que todo surja sin esfuerzo. El silencio, también podemos agregar al vacío, se conjuga en ciertas obras de arte no para imponer un significado, sino como una puerta que nos lleva a entrar en la contemplación. Estas dos condiciones orientales en el arte se le juntan al principio del wu wei, la no acción, que implica un fluir sin esfuerzo, sin forzar las cosas, sino dejar que se manifiesten por sí mismas. Lo encontramos en las obras que tienen una apariencia de simples y espontáneas, pero que al contemplarlas de cerca y en conexión con el ser de la obra nos muestran todo un despliegue de opciones ontológicas en su prístina intención. Eso no deja de lado la captación de los espacios que surgen —y los limitan— entre las cosas, o el espacio no sonoro que permite la aparición del ritmo y las intensidades de la música, por ejemplo. En esta mirada a la estética oriental, estos intersticios entre las cosas tienen una razón de ser que es tomada en cuenta de forma totalmente consciente. Los japoneses llaman ma a este vacío o silencio entre las cosas o la emisión de los sonidos. Son elementos que se conjugan y se tienen en cuenta para la expresión artística o del hacer humano.

Dicho esto, vacío y silencio no son factores de ausencia y negación, sino una invitación abierta de participación para que surja en nosotros la experiencia estética. Tanto el vacío como el silencio los podemos abordar como una forma de resistencia frente a la ceguera y sordera a que nos someten los hábitos vacíos y plenos de nuestro estadio social contemporáneo. Es una invitación que nos adentra a nuestro acercamiento ontológico al ser de la cotidianidad y del arte.

 

 

Bibliografía

BATAILLE, Georges. La experiencia interior. Madrid: Taurus, 2000.

BLANCHOT, Maurice. El espacio literario. Madrid: Trotta, 2001.

CAGE, John. Silencio: conferencias y escritos. Barcelona: Ardora Ediciones, 2007.

DELEUZE, Gilles. El pliegue: Leibniz y el barroco. Barcelona: Paidós, 2005.

HEIDEGGER, Martin. El origen de la obra de arte. Barcelona: Ediciones del Serbal, 2003.

HEIDEGGER, Martin. Ser y tiempo. Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 2003.

LAO-TSE. Tao Te Ching. Madrid: Siruela, 2006.

SONTAG, Susan. Estilos radicales. Barcelona: Ediciones Alfaguara, 2007.

lunes, 29 de septiembre de 2025

 Del esnobismo ambiental (o ecológico)

David De los Reyes



Serie Ossium Vegetabilium / DDLR2025, septiembre


Un tema que me ha estado últimamente dando vueltas por mi cabeza es lo que he llamado esnobismo ambiental o ecológico. La relación entre el vicio del esnobismo y la ecología se establece a través de las actitudes morales surgidas dentro de un ambiente cultural de consumo. Estas actitudes giran en torno a productos, estilos de vida, dispositivos artísticos, alimentos y prácticas que, más que basarse en una conciencia “verde” auténtica o en posturas éticas frente a los excesos del desarrollismo extractivista contemporáneo, actúan como una máscara de distinción. Esta máscara se manifiesta en el consumo de productos asociados a un estilo de vida "verde" que, en última instancia, no escapan de ser un medio para obtener un anhelado y farsante reconocimiento social. Las prácticas que se promocionan como ejemplo de conciencia ambiental no siempre buscan rescatar o restaurar la devastación irresponsable y antropocéntrica que afecta la naturaleza, las ciudades, las comunidades, las familias y al individuo. En muchos casos, este comportamiento opera como una forma de diferenciación social más que como una acción comprometida con el fenómeno ecológico.

Para contrastar esta superficialidad, podemos recurrir al concepto de conatus del filósofo moderno Baruch Spinoza, definido como aquella fuerza íntima que impulsa a todo ser a perseverar en su existencia. En su obra Ética, Spinoza lo presenta no como un mero instinto de supervivencia, sino como la esencia misma de todo lo que existe: "Cada cosa, en cuanto está en y para sí, se esfuerza por perseverar en su ser" (Ética III, Prop. 6) (1). Esta idea trasciende su época para iluminar una ética ecológica genuina, donde no hay jerarquías entre humanos, ríos, bosques o partículas; todos somos modos finitos de una misma sustancia infinita (Deus sive Natura) (2). Desde esta perspectiva, dañar un ecosistema es dañar una parte de nosotros mismos, lo que choca con el esnobismo ambiental que prioriza la distinción social sobre esta interdependencia profunda.

El vicio del esnobismo, como argumentó la filósofa Judith N. Shklar en su libro Vicios ordinarios (1984), está vinculado con otros vicios propios de nuestra condición moral. Shklar examina ciertos vicios comunes y cotidianos, presentes en todas las culturas, como el esnobismo, la crueldad, la hipocresía y la traición. Respecto al esnobismo, lo describe como un comportamiento que refleja desigualdades sociales y jerarquías implícitas, que al mismo tiempo destruyen o deterioran el sentido de igualdad en las interacciones humanas.

El concepto de esnobismo surge del término inglés snob, que comenzó a utilizarse en el siglo XVIII dentro de las universidades británicas, especialmente en Cambridge. Era una abreviatura de los términos latinos sine nobilitate, que significan “sin nobleza”. Este término servía como una distinción discriminatoria para referirse a los estudiantes que no provenían de familias aristocráticas. De este modo, marcaba una diferencia entre los estudiantes de origen burgués y sus altos compañeros nobles.

Para comprender el esnobismo ambiental o ecológico, es esencial partir de una definición clara del esnobismo en general. Esta manifestación de la personalidad en el comportamiento social no es exclusiva de la alta burguesía, sino que se presenta bajo diversos nombres y formas en todas las esferas de la sociedad. El Diccionario Webster, que mantiene su vigencia, define al snob como "aquel que mezquinamente admira cosas mezquinas". Seguramente, todos lo somos en alguna de sus múltiples y sutilísimas manifestaciones, o lo hemos sido por lo menos alguna vez en nuestra existencia (3). Ha sido también descrito de manera similar: al decir "dar importancia a cosas sin importancia" y "admirar mezquinamente cosas mezquinas"(4).

El origen de la palabra "snob" es objeto de debate. El Diccionario Webster le atribuye un ancestro danés o bajo alemán, que ya en el Middle English (el idioma de la época anterior a aquella en que las obras de Chaucer en el siglo XV, cuajaran el origen del inglés que conocemos hoy) se había incorporado al lenguaje de la isla como "snobben". Otras fuentes autorizadas le atribuyen un origen más próximo y anecdótico: se dice que, en las listas de estudiantes de las universidades de Oxford y Cambridge, que educaban a la grandeza de Inglaterra, se agregaba "S. Nob." a los nombres de los alumnos de origen plebeyo, sigla que significaba "sine nobilitate" (sin nobleza). Es dudoso que aún se haga, pero no sería imposible que la costumbre haya perdurado hasta muy cerca de la neo-barbarie en que hoy vivimos: no en vano Oxford y Cambridge han sido tanto notorias productoras de esnobismo como víctimas de la literatura sobre el tema. (5)

José Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas (1930), refuerza esta etimología. Según el filósofo español, el uso de la palabra "snob" procede de la contracción del término "sine nobilitate", explicando que "en Inglaterra las listas de vecinos indicaban junto a cada nombre el oficio y rango de la persona. Por eso, junto al nombre de los simples burgueses aparecía la abreviatura 's. nob.', es decir, 'sin nobleza'. Este es el origen de la palabra 'snob'“. (6)

Con el tiempo, el concepto evolucionó y adquirió nuevos matices. Pasó a describir a quienes, sin poseer títulos nobiliarios, adoptaban actitudes o comportamientos de la nobleza que los discriminaba, con el fin de aparentar un estatus social más alto. Más tarde, el término se extendió para referirse a personas que admiraban excesivamente todo lo que consideraban sofisticado o exclusivo, llegando a despreciar aquello o a quienes no cumplían con estos estándares.

El sentido moderno de la palabra se estableció a mediados del siglo XIX, gracias a una serie de artículos publicados por  William Makepeace Thackeray (1811-1863) en la revista Punch, con el título The Snobs of England by One of Themselves (en español, Los esnobs de Inglaterra por uno de ellos), y posteriormente editados como libro en 1848, bajo el nombre de The Book of Snobs. En él satírica y analiza las actitudes y la envidiosa admiración hacia la clase alta de su tiempo. Y consolidó el término como un concepto universal con implicaciones sociales concretas. Para Thackeray, un snob era "aquel que admira mezquinamente cosas mezquinas no es más que un snob". El libro fue considerado demasiado virulento e iconoclasta. (7)

Los personajes de The Book of Snobs son más bien arquetipos, una sucesión de divertidísimas caricaturas que forman una especie de catálogo de toda clase de snobs, y es un deleite para el lector interesado en estas materias. Snobs mercaderes, militares, eclesiásticos, universitarios (naturalmente), literatos, viajeros; una jocosa galería de los clásicos snobs rurales de Inglaterra; los snobs en familia, en la mesa, en el matrimonio y en el club; como jugadores y como enamorados. No podemos equivocarnos: si bien el tono es cómico, la condena es siempre moral, aunque sea más que nada por medio del ridículo. Thackeray critica desde la imbecilidad en el poder (¡qué tema más contemporáneo!) hasta las vanidades cotidianas.

En el Dictionnaire du snobisme, Philippe Jullian escribe que "el sonido mismo de la palabra 'snob', que comienza con un silbido para terminar como una pompa de jabón, lo abocaba a una gran carrera en el terreno del desprecio y la frivolidad". Es casi en ese sentido como lo entiende Thackeray, pero él le añade una connotación moral. (8)

Retomando algunas de las ideas de los vicios ordinarios de Judith Shklar, podemos establecer una relación con lo que he llamado como esnobismo ecológico o ambiental. Este término se refiere a un fenómeno contemporáneo vinculado a movimientos políticos y culturales que han generado una emocionalidad cercana a este vicio. Algunos ejemplos de ello lo encontramos de varios modos, como formas de esnobismo cultural que consisten en distinguirse mediante el consumo de arte, música, literatura o cine considerados de élite. También se manifiesta el esnobismo tecnológico, relacionado con las últimas tendencias de dispositivos y servicios premium, y el esnobismo experiencial, que gana terreno en redes sociales a través de la publicidad de experiencias únicas, turismo de aventura o de riesgo, como viajar a destinos exóticos o participar en eventos exclusivos. Todos estos fenómenos tienen un factor común: que es proyectar estatus y exclusividad mediante prácticas simbólicas de distinción.

Esta crítica al esnobismo, con su énfasis en la admiración mezquina y la frivolidad, se extiende a manifestaciones contemporáneas, como el hipsterismo, que puede verse como una forma moderna de esnobismo, particularmente en su vertiente ambiental o ecológica. El hipster (hispanizado como hípster) es una subcultura de jóvenes bohemios de clase media-alta que se establecen por lo general en las civilizaciones o también en las comunidades que experimentan procesos de crecimiento inteligente y gentrificación. Se asocian a tendencias musicales indie y alternativas, a una moda alejada de las corrientes predominantes (basados más en lo independiente, que incluye artículos vintage), a posiciones políticas green, al consumo de alimentos orgánicos, productos veganos y ropa de segunda mano. Se caracteriza por una sensibilidad variada, alejada de las corrientes culturales predominantes (mainstream) y afín a estilos de vida alternativos. (9)

A comienzos de los años 2010, la subcultura hipster inicia su auge y gana mayor popularidad, convirtiéndose en una de las más populares entre los jóvenes de todo el mundo, particularmente entre miembros de la generación millennial. Son comúnmente identificados con la ropa, las actividades al aire libre, la música y la comida fuera de la principal corriente social (mainstream), escuchando a bandas generalmente poco conocidas y sobre todo de los géneros rock alternativo e indie rock, rechazando al consumismo y a la música comercial, y a veces son identificados con el vegetarianismo o el veganismo entre sus hábitos alimenticios, y promoviendo el ecologismo, el bricolaje y la moda vintage. (10)

Sin embargo, esta aparente rebeldía no es más que una forma de conformidad disfrazada. Se afirma que "el punto principal de los hípsteres es que ellos evitan las etiquetas y ser etiquetados. Sin embargo, todos ellos visten lo mismo y actúan igual, y se conforman en su no conformidad" hacia un "aspecto vintage, sensiblero, cuidadosamente cuidado e icónico". En esencia, el hipsterismo se convierte en una "creación de mitos" comerciales y contribuye a la formación del discurso contemporáneo, una mitología moderna de influencia mediática, formada ideológicamente y culturalmente que se apropia del campo de consumo indie y finalmente se transforma en una forma de estigma. (11)

El esnobismo ecológico se inscribe dentro de estas variantes contemporáneas. Este fenómeno, amplificado por las redes sociales, abarca desde políticas basadas en la ecología profunda hasta en proyectos artísticos como en estrategias de marketing verde que se presentan como una actitud moral superior. Estas prácticas, más que reflejar una convicción ecológica auténtica, suelen ser utilizadas como herramientas de distinción y discriminación social que refuerzan inseguridades y la búsqueda de validación en un contexto cultural cambiante. Por tanto, el esnobismo ambiental no escapa a las dinámicas económicas que perpetúan diferencias y jerarquías sociales.

Estos fenómenos se expresan con especial claridad en las redes sociales, donde se promueven tres variantes del esnobismo ambiental. La primera es la exhibición de productos sostenibles, como ropa orgánica, utensilios biodegradables o vehículos ecológicos, que se convierten en símbolos de compromiso moral y estatus. La segunda es el travel-blogging ambiental, que abarca viajes a destinos remotos o actividades que proyectan una imagen de activismo, como limpiar playas o participar en safaris sostenibles. La tercera es el discurso moral de consumos éticos, frecuentemente promovido por figuras públicas e influencers que defienden el veganismo, las dietas orgánicas o la transición energética. Estas prácticas pueden contribuir a consolidar un discurso moral que desvaloriza a quienes no adoptan estas posturas.

En este contexto, el esnobismo ambiental se convierte en una postura estética más que ética, donde las acciones ecológicas sirven para reforzar jerarquías sociales en lugar de impulsar cambios genuinos hacia un futuro más sostenible.

Volviendo al ojo inquisidor de Thackeray y su The Book of Snobs, podríamos señalar que el esnobismo ecológico emerge como una de las formas más representativas del esnobismo moderno. ¿Cuándo aparece esta “mascarada verdosa”? No cuando se observa una verdadera convicción hacia la sostenibilidad, entendida esta como una práctica que se refleja tanto en acciones cotidianas como en propuestas que abordan la urgente necesidad de responder al deterioro ambiental y a la visión antropocéntrica de los recursos y las energías que consumimos diariamente. Se trata, como dice nuestro escritor inglés, de admirar mezquinamente cosas mezquinas (“Meanly admire mean things”). Este esnobismo ecológico se utiliza como una herramienta para destacar y diferenciarse socialmente, pero también para imponer una superioridad que puede restringir libertades individuales y generar temores infundados. Detrás de esta máscara no necesariamente se encuentra un compromiso genuino con lo que este hito significa dentro del desarrollo industrial que nos envuelve, incluso en los resquicios más íntimos de nuestra existencia.

Un ejemplo claro de ello es el caso de adquirir un automóvil eléctrico de alta gama. Si bien este acto puede reflejar interés por el medio ambiente, en muchos casos se convierte en un símbolo de estatus y exclusividad. Se manifiesta como una moda que acoge una supuesta ética de preocupación por lo que se denomina la "huella de carbono personal" que dejamos a lo largo de nuestra existencia. Esta actitud puede ser más performativa que sustancial, transformando el compromiso ambiental en una herramienta de distinción social.

Así, notamos una doble cara en este esnobismo ecológico o ambiental. Por un lado, impulsa la adopción de prácticas sostenibles que buscan construir acciones de conservación del entorno. Este aspecto es positivo, ya que puede inspirar cambios genuinos ante los riesgos que nuestra forma de vida representa para nosotros mismos, el medio ambiente y las futuras generaciones. Por otro lado, estas prácticas, cuando se utilizan como símbolos de estatus, desvían el enfoque del impacto ambiental hacia una superficial competencia social. Incluso pueden desincentivar a aquellos sectores de la población que no tienen acceso a estos productos o servicios verdes, sin cuestionar los modos de vida actuales ni las estructuras que perpetúan el problema.

Un aspecto determinante para adentrarnos en el esnobismo ambiental es su dimensión estética, ya que muchas de las prácticas y consumos “verdes” funcionan en tanto símbolos visuales y culturales que expresan un determinado estatus social, determinando nuestra sensibilidad y percepción. El arte, como forma de expresión estética, puede tanto reforzar esta máscara de distinción como cuestionarla profundamente. En este sentido, Pierre Bourdieu señaló hace tiempo que el gusto estético no es neutral ni meramente individual, sino que forma parte de un sistema de diferenciación social donde las preferencias sensibles e intelectuales culturales sirven para arraigar o desafiar jerarquías sociales. Por tanto, el esnobismo ambiental puede entenderse como una manifestación contemporánea de cómo la estética se instrumentaliza para la construcción de identidad y exclusión social, más que para un compromiso genuino con la naturaleza (12).

Sin embargo, el arte también tiene la virtud de presentar la interdependencia ecológica por medio de experiencias estéticas que trascienden la mera apariencia. Freya Mathews, en The Ecological Self, afirma que la experiencia estética de la naturaleza nos ofrece revelarnos una identidad ecológica auténtica, donde el sujeto se reconoce a sí mismo en tanto un ente inseparable del entorno natural, instalando así una ética que va más allá de la intranscendente superficialidad del consumo verde. (13) Por lo tanto, el arte puede convertirse en un medio para superar el esnobismo ambiental, sugiriendo una percepción estética que conlleve la solidaridad y el respeto hacia todos los modos de existencia.

En la misma línea, Bruno Latour advierte la necesidad de crear otras formas estéticas y políticas que respondan a la crisis ecológica actual, cuestionando las máscaras sociales y culturales que oculta los intereses económicos y las desigualdades. Para Latour, el arte debe intentar construir a una política del entorno que reconozca nuestras conexiones profundas con el planeta e incitando una ética del cuidado per se y la convivencia, muy distinta del uso del ecologismo como mero accesorio de distinción social. (14)

Por último, respecto a la estética, pudiéramos retomar el ya referido concepto spinoziano de conatus, que ofrece un marco para acercar la dimensión estética y ética de la vida misma. La voluntad individual de perseverar en el ser no es solo un impulso biológico, sino también una fuerza que se manifiesta en la belleza y armonía de la naturaleza y en las obras que la celebran. Desde esta perspectiva, el arte puede encarnar esa fuerza vital y conectar al espectador con una ética ecológica profunda, contraria a la frivolidad del esnobismo ambiental. (15)

Judith N. Shklar, cuya obra inspira esta reflexión, no aborda directamente el esnobismo ambiental, pero su análisis sobre el esnobismo como vicio social proporciona un marco útil para entender este fenómeno. Shklar describe el esnobismo como una conducta que crea líneas de separación con respecto a los demás, no a partir de méritos genuinos, sino adoptando valores artificiales que refuerzan jerarquías culturales, políticas y económicas. En el contexto del esnobismo ecológico, esta dinámica se ve intensificada por el llamado marketing verde, que fomenta una distinción social a través de prácticas supuestamente sostenibles. Este tipo de esnobismo no solo afecta las relaciones interpersonales, sino que, dentro de un sistema democrático, erosiona los principios de igualdad y respeto mutuo.

Cuando el compromiso ambiental o “verde” se transforma en una práctica de ostentación, cae en la trampa de la exclusividad, en la que ciertas élites logran una distinción mediante prácticas ecológicas que están fuera del alcance de la mayoría. Este fenómeno refuerza las desigualdades sociales, especialmente en contextos del llamado “Tercer Mundo,” donde el acceso a productos ecológicos o tecnologías sostenibles está restringido para grandes sectores de la población. Así, el esnobismo ambiental desvía el propósito esencial del activismo ecológico: construir colectivamente un modelo de desarrollo que favorezca un planeta más sostenible desde la escasez de recursos (y no desde su abundancia desmedida). Este enfoque ético y democrático debería invitar a una reflexión profunda sobre nuestra responsabilidad hacia el presente y el futuro, transformando nuestra percepción del mundo que nos rodea.

En el contexto del esnobismo ambiental o ecológico, esta subcultura hipster ilustra cómo el ecologismo puede convertirse en una pose snob: una admiración mezquina por lo "verde" que prioriza la apariencia sobre la sustancia, promoviendo hábitos como el veganismo o el consumo orgánico no por convicción profunda, sino por distinción social. Así, el esnobismo trasciende épocas y clases, adaptándose a temas actuales como la sostenibilidad, donde la condena moral de Thackeray resuena con fuerza en nuestra era de "imbecilidad en el poder" y frivolidades disfrazadas de virtud.

Con los planteamientos de Judith N. Shklar, asumimos la tarea de comprender los vicios ordinarios y subrayar la importancia de cultivar virtudes cívicas accesibles para todos, que fortalezcan la igualdad y el respeto mutuo en las sociedades democráticas. Estas palabras en relación con el ambiente, la ecología y la sostenibilidad son, más que una crítica, un llamado de atención hacia posturas que desdibujan la auténtica sostenibilidad en un mundo desbordado por el excesivo consumo fútil y el extractivismo desmedido. Se trata de enfrentar el reto de buscar una aceptable justicia ecológica. Es vital que los postulados de una ecología responsable y prácticas sostenibles no se conviertan en herramientas de distinción social que nos aparten del verdadero camino hacia la restauración de cierto justo equilibrio natural y del respeto por los demás seres vivos y demás entes que habitan este planeta, sino que tales propuestas reflejen la convicción auténtica del peligro inminente de lo que concierne a la existencia del planeta en su conjunto.

 

Notas

1.      Spinoza, Baruch. Ética. Trad. Vidal Peña, Madrid: Alianza, 2007.

2.      Spinoza, Baruch. Ética. Trad. Vidal Peña, Madrid: Alianza, 2007.

3.      “Snob”, Merriam-Webster, Merriam-Webster's Collegiate Dictionary, 11th ed. (Springfield, MA: Merriam-Webster, 2003), s.v. "snob."

4.      "Snob", Wikipedia, última modificación el 15 de agosto de 2023, https://en.wikipedia.org/wiki/Snob.

5.      Merriam-Webster, Merriam-Webster's Collegiate Dictionary, s.v. "snob."

6.      José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas (México: Planeta, 1985), 1.

7.      William Makepeace Thackeray, El libro de los snobs. Traducción J.R. L. López. Ed. Planeta, Barcelona. 2008. (The Book of Snobs. Londres: Punch Office, 1848).

8.      Philippe Jullian, Dictionnaire du snobisme (París: Bartillat, 2006), 1.

9.      "Hipster (contemporary subculture)," Wikipedia, última modificación el 10 de julio de 2023, https://en.wikipedia.org/wiki/Hipster_(contemporary_subculture).

10. Mark Greif, "What Was the Hipster?" New York Magazine, 24 de octubre de 2010, https://nymag.com/news/features/69129/.

11. Greif, "What Was the Hipster?"

12. Pierre Bourdieu, La Distinción: Criterio y bases sociales del gusto (Buenos Aires: Siglo XXI, 1984), 112. 

13. Freya Mathews, The Ecological Self (Londres: Routledge, 1991), 45. 

14. Bruno Latour, Facing Gaia: Eight Lectures on the New Climatic Regime (Cambridge: Polity Press, 2017), 78. 

15. Gilles Deleuze, Spinoza: Filosofía práctica (Barcelona: Tusquets, 1981), 52. 

 

Bibliografía

 

Bruno Latour, Facing Gaia: Eight Lectures on the New Climatic Regime Cambridge: Polity Press, 2017. 

Freya Mathews, The Ecological Self.  Londres: Routledge, 1991.

Gilles Deleuze, Spinoza: Filosofía práctica Barcelona: Tusquets, 1981. 

Greif, Mark. What Was the Hipster? New York Magazine, 24 de octubre de 2010. https://nymag.com/news/features/69129/.

Jullian, Philippe. Dictionnaire du snobisme. París: Bartillat, 2006.

Merriam-Webster. Merriam-Webster's Collegiate Dictionary. 11th ed. Springfield, MA: Merriam-Webster, 2003.

Ortega y Gasset, José. La rebelión de las masas. México: Planeta, 1985.

Pierre Bourdieu, La Distinción: Criterio y bases sociales del gusto. Buenos Aires: Siglo XXI, 1984. 

Shklar, Judith N. Vicios ordinarios. Cambridge, MA: Harvard University Press, 1984.

Spinoza, Baruch. Ética. Traducido por Vidal Peña. Madrid: Alianza, 2007.

Thackeray, William Makepeace. El libro de los snobs. Traducción J.R. L. López. Ed. Planeta, Barcelona. 2008, (The Book of Snobs. Londres: Punch Office, 1848).

 

Otras Referencias:

Wikipedia:

"Hipster (contemporary subculture)." Wikipedia. Última modificación el 10 de julio de 2023. https://en.wikipedia.org/wiki/Hipster_(contemporary_subculture).

"Snob." Wikipedia. Última modificación el 15 de agosto de 2023. https://en.wikipedia.org/wiki/Snob.

 

lunes, 1 de septiembre de 2025

  Rómulo Gallegos en escena.

Una propuesta teatral de Yoyiana Ahumada


David De los Reyes



La escena teatral caraqueña se iluminó el fin de semana del 23 y 24 agosto por el montaje de Fundación Rajatabla con la obra Rómulo Gallegos, Selva, Llano y Palabras, escrita por la dramaturga venezolana Yoyiana Ahumada. La pieza escenificada a casa llena en el Celarg de Altamira, no trata solo de una simple evocación literaria, sino de una relectura profunda del imaginario galleguiano, de una inmersión en su universo narrativo en el cual el ser venezolano se revela en sus límites, contradicciones y trascendencias. Gallegos no es homenajeado desde la distancia abstracta, sino revivido, revalorado y reinterpretado a través de los personajes que configuran la médula de sus novelas mayores: Doña Bárbara y Canaima. En ellas, el llano y la selva, respectivamente, no son meras atmósferas, sino entidades vivas que conjugan y separan destinos, que conforman una geografía emocional y mental de lo venezolano.

En Doña Bárbara, los llanos de Apure y el río Arauca -frontera líquida entre Venezuela y Colombia- emergen como un espacio mitológico proyectado en imágenes de fondo que evocan una tierra bella y terrible, inmensa, solitaria y salvaje. Este círculo terráqueo encarna la eterna tensión entre civilización y barbarie, entre razón e instinto, como lo planteara José Enrique Rodó en su texto Ariel, ese ensayo que Gallegos siempre tendrá presente. Santos Luzardo y Doña Bárbara son las dos fuerzas que encarnan esta dialéctica: él, el hombre de leyes y cultura; ella, la mujer de pasiones y poder telúrico. La tierra, en este contexto, se convierte en fuerza devoradora, en símbolo del poder femenino que conjuga violencia y resistencia. Es el territorio donde la ética se enfrenta al deseo, y donde la cultura intenta domesticar lo indomable.

Canaima, por su parte, nos sumerge en la geografía primitiva y exuberante de la Guayana venezolana: las selvas del río Orinoco, el caño del río Yuruaní, las minas de El Callao. Aquí, la naturaleza es protagonista, un personaje que transforma, desafía y devora. La selva es destino y redención, es el abismo donde el hombre se confronta con sus propios demonios. Es tierra de caciquismo, de ambición, de extractivismo, donde el poder se reafirma en la violencia y la lucha. En este paisaje, la modernidad se enfrenta a lo ancestral, y el alma humana se mide contra la vastedad de lo indomable.

La obra de Ahumada nos invita a un ritual escénico donde el espectador se encuentra con el horizonte infinito del llano y el espesor inabarcable de la selva. Pero también con el oficio de un escritor que se enfrenta a sus propios fantasmas: personajes que lo acorralan, lo inspiran, lo angustian y lo conducen. Estos seres imaginarios y espectrales emergen de la narración como modelos arquetípicos de un modo de sentir, vivir y pensar en un territorio marcado por la tragedia, el conflicto, la búsqueda de poder y el anhelo de identidad. Cada personaje elegido para este ensamble teatral refleja pulsiones profundas, estructuras del inconsciente colectivo, sombras de una mentalidad marcada por lo telúrico y lo mítico.

Yoyiana Ahumada ha realizado un trabajo minucioso al seleccionar e hilvanar escenas y diálogos que traducen la hondura del pensamiento galleguiano y su narrativa vernácula. A través del cuerpo de los actores, se filtran vidas ofuscadas por una realidad incomprensible, sostenidas por una fe absurda que da sentido a destinos determinados no por los dioses, sino por una geografía aplastante. La libertad en este universo se convierte en una apuesta trágica, en una condena existencial.

Los personajes convocados por Ahumana son aquellos que habitan nuestra memoria lectora: “la dañera” del hato El Miedo, Doña Bárbara, figura estelar de la madre terrible, marcada por traumas y ficciones inconscientes. Su sexualidad reprimida, la convierte en devoradora de hombres y su poder varonil la torna en símbolo de la barbarie en ciernes. Frente a ella, Santos Luzardo, el idealista que busca implantar un orden civilizador, transita una realidad frágil donde la razón apenas logra contener el instinto. Marisela, la hija malhadada, representa el deseo de transformación: de niña salvaje a mujer formada, sublimando su yo gracias al esmero de Luzardo.

No podía faltar Mr. Danger, el extranjero destructivo, símbolo de la muerte, la ambición y la codicia. Su presencia introduce el conflicto entre lo autóctono y lo foráneo, y su figura está marcada por el complejo de castración y el dominio invasor.

En su referencia a Canaima, Ahumada nos muestra a Marcos Vargas, un personaje contradictorio que se alimenta del deseo de poder y reafirmación. Su lucha interna lo lleva a enfrentarse a la selva como símbolo de una masculinidad que busca imponerse sobre lo indomable. La autora incorpora también al Cacique Yuríari y a Cajuñano, figuras chamánicas que concentran la sabiduría ancestral, el conocimiento intuitivo y el vínculo con lo legendario. Ellos vitalizan la tierra, los espíritus de la selva y la memoria colectiva.

La obra tampoco elude la dimensión política. Ahumada traza una línea que conecta la cosmovisión galleguiana con la historia venezolana, marcada por la figura del dictador Juan Vicente Gómez, hijo de La Mulera tachirense. El país transita de lo rural a lo urbano, de lo campesino a lo cosmopolita, pero lo hace bajo el signo de la extracción petrolera —el “excremento del diablo” (Juan Pablo Pérez Alfonzo) — que aún marca la condena de su destino. Un país que sigue debatiéndose entre militarismo autoritario y el civismo democrático. Esta referencia cívica se convierte en una crítica profunda a la modernidad fallida, a la imposibilidad de construir una nación a partir de la violencia estructural y la dependencia económica.

El diálogo entre Gallegos y sus personajes revela la necesidad de forjar realidad y mundo a través de la escritura. Su obra es presentada a través de sus protagonistas, irguiéndose como interpretación de un país irresuelto, como intento de dotar de sentido a una identidad fracturada y, por ende, fracasada. Ahumada nos muestra que Gallegos no solo narra, sino que se interroga y nos interroga, que sus personajes son espejos de una conciencia nacional en busca de redención y sentido.

Finalmente, la dirección de Marisol Martínez, la puesta en escena de la Fundación Rajatabla y el diseño sonoro y visual de las agrupaciones Manoa y Washe, logran transportar y emocionar al espectador a un mundo onírico en que no solo habita el imaginario mítico, sino también la realidad cotidiana de un pasado/presente que sigue absorbiéndonos. Una topografía irredenta que nos pertenece, que nos define, que nos condena y pueda que alguna vez nos redima. La obra de Yoyiana Ahumada es, en última instancia, una meditación plural sobre el ser venezolano, sobre su geografía emocional, su historia trágica y su posibilidad de trascendencia. Todo un cuadro de la razón y la fe democrática de Don Rómulo Gallegos.